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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (8 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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Aspiró y expulsó el aire de sus pulmones con avidez. En sus ojos aleteó una sombra peor que la del hambre o la rebeldía mal satisfecha. La del amor no correspondido. Una mezcla de tristeza y dolor invisible, que es el peor de los dolores, el del alma.

—Es culpa de la guerra —dijo Oriol.

—¿Qué es culpa de la guerra?

—Merche era especial, más que guapa. Siempre sonriente, explosiva, radiante, llena de luz…

—¿Era?

—Me refiero a antes de que todo empezara a ir mal.

—¿Qué le pasó?

—Cambió. —Hizo un gesto evidente—. El hambre, las bombas… Cada vez que oía los aviones se aterrorizaba tanto que perdía la noción de la realidad. Un día estábamos juntos y se me abrazó tan fuerte que pensé que se moría.

Lo imaginó abrazado al objeto de su deseo, el amor de los quince años, tan absoluto, tan inocente y al mismo tiempo tan carnal. Tal vez pidiendo que el bombardeo no terminara nunca, aspirando el aroma de la muchacha, besando su cabello sin que se diera cuenta, estremecido…

—¿La veías mucho?

—Antes, lo que podía.

—¿Tuvo novios?

—Hace tres años ya empezó a tontear con uno, y con otro… Nunca ha aparentado la edad que tiene. A los doce aparentaba quince o dieciséis, y ahora dieciocho o diecinueve. Pero los cambiaba rápido. Se aburría de ellos, o dejaban de interesarle cuando se ponían pesados. No es de las que se atan.

—¿Por qué dices que antes la veías lo que podías? ¿Y ahora?

—Ya no, casi nada. Desde que conoció a Patro y se hicieron inseparables apenas si se la veía por el barrio.

—¿Quién es Patro? —Tuvo la paciencia de arrancarle cada palabra, despacio, sin mostrar prisas.

—Patro Quintana, dos años y pico mayor que ella, o casi tres, no sé. También muy guapa. Yo a su lado acabé pareciendo un crío.

—Los hombres tardamos más en dar el salto, hijo.

—Pues vaya mierda. —Lo miró con aprensión por la palabra.

Miquel Mascarell pensó en sí mismo. Había conocido a Quimeta a los quince años. A los diecinueve se hicieron novios. Tardaron otros nueve en casarse. Una vida perdida antes de merecer la vida ganada y disfrutada juntos.

Oriol era un poco él.

—¿Dónde puedo encontrar a esa tal Patro?

—Por el cruce de Girona con València, bajando, en el lado del mar a la izquierda. Es la casa de esa esquina. Lo sé porque la acompañé una vez, al comienzo.

—¿Cuánto hace de eso?

—Al terminar el otoño pasado.

—¿Sabes qué ha podido pasarle a Merche, o dónde puede estar?

—No, no lo sé.

—¿Te comentó…?

Terreno vedado. Una adolescente convertida en mujer y un adolescente atrapado en la niñez. Mundos separados. Llevaba demasiados años siendo policía para saber cuándo un interrogatorio llegaba a su fin.

—De acuerdo. —Suspiró.

—Dígale a mi madre que me deje salir.

—No puedo.

—No voy a pelear, se lo juro.

—No va a creerte.

—¿Me cree usted?

Le miró a los ojos.

—Sí, yo sí —repitió el suspiro—, pero si yo fuera ella me temo que también te encerraría un par de días.

—¿Tan cerca están?

Miquel Mascarell asintió con la cabeza.

El muchacho parecía extrañamente sereno.

—Espero que no le haya pasado nada a Merche —dijo cuando él abrió la puerta.

—Yo también lo espero, hijo.

—Ahora estará sola.

—Y necesitará amigos —se despidió—. Amigos vivos.

Cruzó el umbral. La señora Marianna esperaba al otro lado, con las manos unidas igual que en un rezo. Madre e hijo se miraron un momento, antes de que ella cerrara la puerta.

—No creo que vaya a hacerlo —la tranquilizó él.

—Gracias.

—Suerte —le deseó.

Al salir de la carbonería se puso a toser, casi ahogado, como si de pronto se hubiera llevado todo el hollín que pudiera flotar invisible en el aire de la tienda.

11

A veces creía que cada calle de Barcelona iba asociada a un recuerdo.

Y los de la guerra eran los más presentes.

En los primeros días de la contienda, una vez sofocada la rebelión en la capital de Catalunya, un torrente humano se había apoderado de las calles, rompiendo todo tipo de ordenanzas tras el desmantelamiento del viejo orden burgués, tan sólido, tan omnipresente, tan secular. Los aires de la revolución sobrevolaron la ciudad para celebrar, primero, la victoria obtenida con la sangre de los trabajadores, y, después, la firme decisión de vencer a los facciosos alzados en armas en el lejano sur, pero cuya influencia había partido España en dos. En muchas de aquellas calles o esquinas por las que ahora caminaba en silencio había visto los tumultos formados por los milicianos y las milicianas, con sus pañuelos rojos o rojinegros, los gorrillos, los emblemas de la hoz y el martillo. Los oradores espontáneos afloraban aquí y allá, igual que las voces arengando a los resistentes vencedores o las aclamaciones, siempre proferidas con el puño en alto. Con la muchedumbre tomando cada rincón, daba la impresión de que en Barcelona sólo hubiese descamisados. La clase proletaria controlaba la vida y se vivía en las calles. Apenas si quedaban rastros de disciplina. La huelga general, decretada como réplica a la sublevación del Ejército, se había convertido finalmente en una especie de perpetuo solsticio de verano. No había trabajo que supliera la fiesta otorgada a la victoria, reivindicativa y hermosa. Muchos creían que una vez rotas las cadenas, ya nadie volvería a tratar de imponerlas. Libertad, sociedad, igualdad… Especialmente la igualdad. Todos los términos comunitarios se acuñaban en el nuevo orden. Desde que los luchadores de la CNT y de la FAI, ebrios de poder tras la victoria, habían sido recibidos por las autoridades y por el presidente Companys, que reconocía el mérito exclusivo de su acción, la Barcelona de julio del 36 era la Barcelona de la luz, las consignas y la fuerza de la razón.

La razón.

Para un policía como él, ver a todos los hombres y mujeres armados durante aquellos significativos días había sido un problema. Se mataba por la guerra, pero a veces se preguntaba cuánto habría de odio personal, de venganza, en una acción violenta emprendida con las armas que sostenían impunemente merced al estado bélico. La batalla de Barcelona había sido muy dura, muy sangrienta. La consigna, tras la derrota de los rebeldes, era muy clara: «Miliciano, que no te quiten tu arma». Paseaban por las Ramblas pistola al cinto y, en cuanto volvieron a abrirse los cines, accedían a las salas con el máuser colgado del hombro. Nadie las dejaba en el guardarropa. Las mujeres iban al mercado con un hijo de la mano, el cesto en la otra y la carabina en bandolera. En los restaurantes la tercerola quedaba apoyada en la silla. También las armas capturadas a los militares sublevados formaban parte del botín de guerra de cada cual.

En la esquina de Girona con Mallorca había visto cómo desde los pisos altos de una casa se arrojaban muebles y más muebles a la calle. Habían ardido formando hogueras impunes sin saber que en los tres inviernos siguientes esos mismos muebles habrían sido mucho más necesarios para calentarse. Pero ¿cómo pensar entonces que la guerra iba a durar tanto?

Y que iban a perderla.

Para él el trabajo había acabado siendo peor. Se abrieron las cárceles y fueron devueltos a la vida pública decenas de hombres, vagos, maleantes, ladrones, incluso asesinos, a muchos de los cuales el conflicto les traía sin cuidado. En sólo dos o tres días la alarma cundió de tal forma que la Generalitat, preocupada, tuvo que poner en guardia a la población a través de una nota difundida el día 22, cuatro días después de la sublevación. También el Frente de Izquierdas mostró su repulsa porque los delitos «enturbiaban el éxito de la revolución». La policía pasó muchos días recuperando el terreno perdido. La nueva policía.

Aquellos días de julio, las calles estaban llenas de basuras, caballos muertos, restos del combate. Ahora había cascotes producto de los bombardeos, adoquines arrancados a la espera de una última barricada. Aquellos días de julio todos los medios de transporte habían sido requisados. Ahora ya no circulaba ninguno porque la mayoría iba rumbo a la frontera. Aquellos días de julio se escuchaba constantemente: «¡A Zaragoza!», porque la capital aragonesa había caído inexplicablemente en manos del enemigo faccioso. Ahora nadie gritaba pero la consigna ya no era luchar, sino retirarse al exilio. O morir en la defensa de Barcelona.

O callar y esperar.

La vuelta a las fábricas había sido dura para la mayoría, como fin de la fiesta y vuelta a la realidad, mientras los elegidos iban al frente, exaltados y convencidos de la victoria.

Porque ellos representaban la verdad, la legalidad, la fidelidad a la voluntad del pueblo.

Llegó a la esquina de Girona con València, lado mar, izquierda, y contempló la casa descrita por Oriol. La casa de la amiga de Mercedes Expósito. Era un edificio viejo con un único portal en el centro. Entró en él y se encontró con la garita de la portera, acristalada, vacía y cerrada. La alternativa pasaba por subir piso a piso y tratar de encontrar a Patro.

Subió al entresuelo y llamó a una de las cuatro puertas del rellano.

—¿Quién es? —escuchó una voz al otro lado de la madera.

—Busco a Patro Quintana —dijo acercando los labios a la rejilla.

—Segundo tercera.

Enfiló de nuevo la escalera, sin prisas. Rebasó el principal, el primero, y para cuando alcanzó el segundo piso ya resoplaba agotado. Caminar era una cosa, no le importaban las distancias, pero subir escaleras era otra muy distinta. Allí era donde más notaba los años y la falta de mejores perspectivas.

Llamó a la puerta.

Nada.

Insistió desesperanzado.

Regresó a la calle un par de minutos después, sintiéndose frustrado. Si investigar algo, lo que fuese, nunca resultaba sencillo, investigar lo sucedido con Merche en días como aquéllos, máxime con la incierta muerte de su madre, podía calificarse de extraordinario.

O estúpido.

¿Qué estaba haciendo?

«Seguir siendo policía», se respondió.

¿A quién quería engañar? ¿Policía? ¿Para qué?

Pensó en regresar a su casa pero no se movió de la esquina.

Si hubiera ayudado a Reme el día anterior quizás la vieja ex prostituta todavía siguiese con vida.

Así que ni siquiera se trataba de ser policía hasta el final.

Eran remordimientos.

—Maldita sea… —rezongó.

Seguía llevando el periódico doblado en el bolsillo derecho del abrigo, con las llaves del piso de Reme. Pero lo que sacó fue la fotografía de Mercedes Expósito, del izquierdo. Sólo para echarle un vistazo y darse fuerzas, porque a fin de cuentas ella seguía desaparecida, quizás en peligro si alguien, y estaba seguro de ello, había matado a su madre.

—La belleza es un don peligroso —le dijo a la imagen de la muchacha.

Ella le sonrió desde su mundo inamovible, hecho de eternidad en blanco y negro, perfecto y hermoso.

Pasaron dos hombres cerca de donde se encontraba él. Primero no le vieron. Hablaban en voz alta, y tan apresurados como lo era su caminar. La Barcelona de aquellos momentos era la Barcelona de las conjeturas. La presencia de tantos refugiados en algunos barrios las disparaban más. Unos decían que huían de los pueblos y el avance de las tropas nacionales, otros que estaban allí para ayudar a defender la ciudad.

¿Cómo saber cuál era cierta?

—Se han oído disparos ya por Sarrià, y por Sants, seguro.

—No pueden estar en Sants, hombre. Eso significaría…

—Que los han oído, ¡en serio!

—Pues se tratará de algo vecinal, pero de ellos no. ¿Y la defensa de la ciudad?

—¿Defensa? ¿Qué defensa?

Le vieron al mismo tiempo y dejaron de hablar. Ya no se fiaban. Nadie se fiaba. Y él llevaba impreso en la frente su condición de «diferente». Una pátina invisible. Mientras le observaban de reojo, cruzaron la calzada reafirmando la intensidad de su paso. Ninguno de los dos volvió la cabeza.

Miquel Mascarell se guardó la fotografía de Merche en el mismo lugar, el bolsillo izquierdo de su abrigo, y se dispuso a sacar el periódico del derecho. No llegó a culminar su acción. Una mujer que se protegía con una mantelina dobló la esquina opuesta a la suya y se introdujo en el edificio en el que vivía la amiga del objeto de sus pesquisas. Le bastaron tres pasos para atisbar el interior del vestíbulo y verla en la garita acristalada de la portería, acomodándose bajo una manta con la que pensaba cubrir sus piernas.

Cuando llamó a la puerta e hizo tintinear el vidrio, la sobresaltó.

—Buenos días.

—Buenos días —respondió ella y lo miró con respeto.

—Estoy buscando a Patro Quintana.

—No está.

—Lo sé. He subido a su piso, el segundo tercera. —Se lo dijo para que quedara claro que conocía el detalle—. ¿Puede decirme cuándo regresará o dónde podría encontrarla?

La vacilación fue breve. O no le caía bien su vecina, o le importaba ya muy poco todo, o prefería no meterse en líos con desconocidos que nada tenían de milicianos o miembros de la CNT, la FAI o lo que fuera.

—Sus hermanas pequeñas deben de estar en casa de alguna vecina, y ella… A veces cuida a una niña aquí cerca, la hija de la señora Anna, porque la mujer tiene a su marido en el hospital —le dio los detalles—. Siguiendo Girona abajo, pasada la calle Aragó. Es una mercería, en esta misma acera.

—Gracias, señora.

—No hay de qué.

Una manzana más. Rebasó la calle Aragó, las vías del tren. La mercería quedaba a mitad del siguiente tramo. Se llamaba como la madre de la niña a la que cuidaba Patro: Mercería Anna. Intentó abrir la puerta pero estaba cerrada. Aplicó las dos manos en forma de visera sobre los cristales para mirar el interior y lo único que divisó más allá de los cortinajes blancos de puntillas fue una tienda apenas abastecida de nada.

Golpeó de forma suave, como lo había hecho en la garita de la portería unos minutos antes.

Patro Quintana surgió de una puerta a su izquierda, seguida por una niña de unos siete u ocho años. La niña era menuda y graciosa, la muchacha toda una mujer, alta y esbelta, poderosamente guapa. Llevaba el cabello deliciosamente peinado formando una serie de ondas hasta los hombros y un vestido demasiado liviano para la época, ceñido, que marcaba y realzaba sus encantos, que no eran pocos. Un pecho precioso, unas curvas medidas, unas manos cuidadas. Sus ojos eran casi transparentes. Sus labios una llamarada.

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