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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (9 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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Cualquier joven suele ser bella a los dieciocho, veinte, veintitrés años, pero la amiga de Merche sobrepasaba la media. Como le había dicho Oriol.

Y no parecía tener los dieciocho años que él le echaba.

La puerta quedó abierta.

—Buenos días, ¿qué desea? —le preguntó.

—¿Patro Quintana? —Quiso estar seguro.

—¿Sí? —La sonrisa desapareció de su rostro.

—Me llamo Miquel Mascarell. Inspector Mascarell —se presentó él.

—¿Inspector?

—Quería que me hablara de su amiga Mercedes Expósito.

La tensión fue un golpe. Solidificó sus facciones. Las convirtió en un muro de piedra.

—¿Mercedes? —Trató de mantenerse en pie.

Un minuto después, cuando reflexionó, se dio cuenta de que había cometido un error de principiante, de policía inexperto. En ese momento no lo calibró así.

—Su madre acaba de morir, y ella ha desaparecido…

La reacción de la joven le cogió por completo de improviso. No la esperaba. Máxime estando al cuidado de aquella niña. Primero fue la crispación del rostro; segundo, por lo brutal, la forma en que cargó contra él, empujándole, zafándose de su posible intento de retenerla.

Casi le derribó.

Pasó por su lado como una exhalación y echó a correr calle abajo.

Demasiado rápida para sus años de servicio.

12

La niña se lo quedó mirando como si fuera un monstruo capaz de comérsela.

—No tengas miedo —le dijo él.

Pero lo tenía.

—¿Sabes por qué se ha ido corriendo tu amiga?

No apartó sus ojos de pánico, ni alteró su petrificada figurita de porcelana. Más que menuda parecía raquítica, piel sobre huesos. Miquel Mascarell ya no recordaba cuándo era la última vez que había hablado con una niña, con alguien menor de diez o doce años. La falta de práctica se le hizo evidente.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?

La niña movió la cabeza de lado a lado.

—¿Cómo te llamas?

—Anna Maria.

—Como tu mamá.

—No, mi mamá se llama Anna —le rectificó.

—Vamos a esperarla, ¿de acuerdo? No puedes quedarte aquí sola.

—Quiero que venga Patro —sollozaba.

—Patro se ha ido, ya lo has visto. ¿Quieres quedarte sola? Yo puedo esperar a tu mamá ahí afuera, en la calle.

—Ella no quiere que me quede sola.

—Entonces…

—¿Cómo se llama usted?

—Miquel.

Ya no dijo nada más, se sentó en una silla, detrás de uno de los mostradores, sin apartar sus ojos críticos de él. El policía buscó otra y tuvo suerte de encontrarla, justo en el lado opuesto de la pequeña tienda, junto a la puerta. Lo peor de las esperas era tener que hacerlas de pie.

No quiso permanecer tal cual, en silencio, sin saber qué decirle a la pequeña y soportando a cambio la acritud de su mirada.

Así que sacó el periódico y empezó a leer uno de los artículos que había reservado para los momentos de calma del día, como aquél, aunque le costó concentrarse en su lectura.

El encabezamiento decía:

EL ESTADO DE LA GUERRA

Y el texto:

El Gobierno ha dictado el estado de guerra. Con ello, y no son necesarias las aclaraciones, pone a disposición del fuero militar cuanto éste precisa para salirle al paso a la situación. Que no existe otro motivo ni pueden deducirse otras consecuencias que las previstas por la ley, está claro en el hecho de que el Gobierno se ha resistido a tomar esta resolución, mientras ha sido posible. Ahora se trata de militarizar íntegramente las funciones civiles, porque la presión del enemigo nos exige que todas las actividades ciudadanas se pongan en pie de guerra.

Hace días dijimos que la situación era grave, pero no crítica. Y añadimos que el Gobierno contaba con posibilidades para afrontarlas. Hoy repetimos que la situación es grave, pero no crítica y que el Gobierno posee razones para no sentirse pesimista. Estas razones, por su índole y su entidad, no pueden hacerse públicas, ya que al divulgarse perderían la eficacia que las sazona y que sólo puede dar su fruto en el instante oportuno. Por otra parte, el Gobierno no quiere que la divulgación de sus medios de actuar, atenúe la prestación de los ciudadanos. Las dificultades de ahora han de ser vencidas, en primer lugar, por un movimiento enardecido y consciente de la ciudadanía. La Patria está en peligro. Y también la libertad y la existencia de cuantos profesan un amor sincero a la vida digna del hombre civilizado.

En los dos años y medio de guerra, el pueblo ha realizado esfuerzos grandiosos. Se ha derramado mucha sangre y se ha padecido mucho dolor. ¿Por qué ha de comprometerse el resultado de esta epopeya en sus trances más próximos a la solución? Todo el mundo debe estar en su puesto. Frente a los ataques impacientes y al lujo de material de los facciosos e invasores, el pueblo ha de multiplicar su entusiasmo. En ello le va todo lo que es y aspira a ser. Barcelona ha de ser defendida como lo fue Madrid. El valor simbólico y el poder moral de la resistencia de la capital de España debe ser emulado por la capital de Cataluña. Hay que pensar en la suerte que el enemigo le reserva a esta hermosa capital y con esta idea convertida en fuego, templar los nervios y endurecer el espíritu.

Barcelona es demasiada entidad para ser esclava. Sus habitantes están obligados a auxiliar al Ejército, a llevar hasta los combatientes el concepto confortante de una colaboración apasionada. Hay que pensar en lo que la urbe representa y en que su lección ha de ser proporcionada a su rango, a sus virtudes, a su grandeza. El Gobierno, que está presente, que no deja de estar presente, aunque se hayan efectuado ciertas previsiones para que los organismos del Estado no vean interrumpidas sus funciones, ha examinado hoy la situación y únicamente espera que todo lo que se viene haciendo y todo lo que aún se puede hacer, no se vea en precario por un defecto de estimación. Las eventualidades son al par penosas y ricas. Penosas por el acopio de elementos y la prisa que el enemigo emplea en su ofensiva y ricas porque con el adecuado uso de nuestros recursos, inmediatos y futuros, pueden despejar el horizonte. El mundo nos mira y espera de nosotros que la tenacidad y el genio que nos han permitido llegar a estos días, gracias a improvisaciones y alardes magníficos de autodisciplina, no descaezcan. Y al hablar del mundo no es que fundamentalmente nos importen sus juicios, sino que los intereses espirituales que en nosotros ha depositado son nuestros mismos intereses. Los de la dignidad humana.

El estado de guerra imprimirá a la resistencia la severidad y el tono esforzado y rígido que son indispensables. Todos los ciudadanos deben obediencia y ayuda a los fines del Mando. Los trabajos, las fortificaciones, el ritmo civil deben llevar el sello de la disciplina más rigurosa. Estamos seguros de que las cosas no pueden pasar de otra manera.

Miró a Anna Maria.

Entonces el artículo se le vació de contenido.

Fue como si las letras cayeran del periódico, una a una.

Que le hablaran a la niña de disciplina rigurosa, de esclavitud, de pasión. Lo único que sentía ella era hambre. Y miedo cada vez que un ronroneo obligaba a mirar hacia el cielo, siguiendo la estela de los aviones que desde allí enviaban la muerte a la población. Anna Maria estaba cansada. Barcelona estaba cansada. Si resistían todos, bien. Pero eso ya se revelaba como algo imposible. Algunas de las frases que acababa de leer sonaban a burla, «situación grave, pero no crítica», «el Gobierno tiene razones para no sentirse pesimista», «pero estas razones no pueden hacerse públicas, ya que al divulgarse perderían su eficacia», «en el momento oportuno…».

¿Hasta qué punto era lícito mantener viva la ilusión de la gente frente a la adversidad más evidente?

La niña seguía sosteniendo su mirada, muy seria. Responsable.

—Patro es una buena amiga —dijo de pronto.

—No lo dudo.

—Ella no ha hecho nada malo.

—Ya lo sé.

—Entonces, ¿qué quiere de ella?

—Hablarle.

—Si sólo quisiera hablarle no se habría ido corriendo.

—Entonces es que me ha confundido con alguien, o que sí tiene algo que decirme y prefiere no hacerlo.

Eso le dio que pensar unos segundos.

Miquel Mascarell trató de continuar leyendo el periódico, pero ya no lo logró. No le interesaba lo que decía y la incomodidad persistía. Quizás la pequeña Anna Maria tuviera pesadillas esa noche a cuenta suya.

—¿Sabes si tu mamá tardará mucho en regresar? —le preguntó.

—Ya no.

—¿Cómo que ya no?

Captó la intención de la pequeña al abrirse la puerta en ese momento. Una mujer de unos treinta años, pulcra y vestida con discreción, se recortó en el umbral. Anna Maria no esperó ni un segundo, saltó de su silla y voló a su encuentro. Al fundirse en sus brazos quiso contarlo todo de golpe, de carrerilla, sin respirar.

—¡Ha llegado él y Patro ha tenido miedo y se ha asustado y se ha ido corriendo muy alterada sin coger siquiera el abrigo y sin decirme nada y no sé qué quiere, mamá!

La aparecida se convirtió en una madre dispuesta a arañar para defender a su cachorro. Su visitante ya tenía la credencial en la mano, aunque ella ni se la miró.

—Inspector Mascarell. —Se lo dijo en voz alta.

—¿Policía?

—Sí, señora.

—Pensaba que todo el mundo con algún cargo ya se había ido.

—Pues ya ve que no.

—¿Para qué quería hablar con Patro?

La mirada de Miquel Mascarell se desvió en dirección a la niña, que seguía fuertemente abrazada a su madre. La mujer captó la intención.

—Anna Maria, vete adentro —le ordenó.

—¡Mamá!

—Anna Maria, haz lo que te digo —le ordenó sin alzar la voz.

La pequeña la obedeció, no sin antes dirigirle a él una última mirada de odio que lo atravesó.

Volvió a respirar cuando la hija de la dueña hubo desaparecido de su vista.

—Tiene carácter —ponderó.

—No lo sabe usted bien. —Cerró la puerta, que seguía abierta, y se apoyó en uno de los mostradores. Ella también lo tenía. El carácter de una mujer con un marido en el hospital.

—Perdone lo sucedido, pero… no esperaba la reacción de Patro.

—Es una buena chica. No le dejaría a mi hija si no lo fuese.

—No lo dudo, sin embargo…

—En la guerra todos podemos cometer errores.

—¿Cuál ha sido el suyo?

No la pilló a contrapié, al contrario.

—No lo sé. Dígame para qué la busca.

—Para que me hable de una amiga suya, Mercedes Expósito.

—¿Mercedes Expósito? —repitió el nombre en voz alta—. No me suena de nada.

—Era una amiga reciente, de estos últimos cuatro o cinco meses.

—Lo siento.

Sonaba sincera. No trataba de protegerla.

—Esa muchacha ha desaparecido, y su madre ha muerto esta mañana.

—¡Dios mío! —exclamó con inquietud.

—Creo que Patro sabe algo, dónde está su amiga o por qué ha muerto su madre.

—No puedo… creerlo. —Se apoyó con ambas manos en el mostrador.

Había sido atractiva. Todavía conservaba aquella pátina de sobriedad y elegancia. Ideal para despachar en una mercería. Calidad para vender calidad. Las circunstancias la habían golpeado a conciencia, y eso se hacía más relevante frente a la adversidad, porque de pronto los ojos perdieron intensidad y fijeza.

—¿Sabe mucho de la vida de Patro?

—Lo suficiente.

—¿Tiene novio?

—Novio, novio… —Hizo un gesto vacuo—. Salía con el hijo de los Sanglà, Lluís. Lo que sí puedo decirle es que él estaba loco por ella. Más que ella por él.

—¿Salía?

—Sí.

—¿Dónde está Lluís?

—¿Dónde quiere que esté? En la guerra, o prisionero, o quién sabe si no habrá muerto, aunque Dios me libre de decirle eso a Patro.

—¿Sabe las señas de los Sanglà?

—No está lejos, a cinco manzanas de aquí, pasada la Diagonal, en València con Sicília. En el número 412. Una vez la acompañé y por eso lo recuerdo. Aunque somos bastante amigas no pertenecemos a la misma generación, así que no me hace lo que se dice confidencias. Bastante tengo yo con lo mío.

—Entiendo.

No pareció muy convencida de que así fuera.

El rostro de Anna Maria apareció por el quicio de la puerta.

—Mamá…

—Señora —inició la retirada él—, si vuelve Patro dígale que esto es serio, que incluso ella puede estar en peligro.

La mujer se puso pálida.

—¿De verdad?

—Me llamo Mascarell, inspector Miquel Mascarell. Éstas son mis señas. —Le dio una de sus tarjetas personales—. En comisaría ya no queda nadie. Si habla con ella, de verdad, en serio, que se ponga en contacto conmigo.

La alarmaba en demasía, pero no cedió en su presión.

La huida de Patro Quintana tenía que significar algo.

—¿De acuerdo, señora?

—Sí —se rindió sin fuerzas.

Inclinó levemente la cabeza, sin tratar de darle la mano, y salió de la mercería dispuesto a seguir caminando por la Barcelona del silencio y la espera final.

13

La madre de Lluís Sanglà era una mujer mayor, tan mayor que más parecía una abuela. Le calculó casi los sesenta. Tuvo que asegurarse de que se trataba de ella tras identificarse como inspector de policía. La reacción fue fulminante.

Y dramática, signo de los tiempos.

—¿Mi hijo…?

—No, no. —Lo entendió rápido—. No se trata de su hijo, sino de una investigación acerca de alguien que él conoce.

Se serenó lo justo. Su pecho subía y bajaba con agitación.

—Es que está en el frente, ¿sabe? Cada vez que suena el timbre…

La palabra «frente» se le antojó extraña.

¿Quedaba algún frente en aquella guerra?

—¿Puedo pasar?

—¡Oh, sí, perdone!

Le franqueó el paso y la siguió a través del pasillo hasta el comedor. Allí quedaban más muebles de lo habitual, incluidas dos sillas con el asiento de cuero repujado. La madre de Lluís Sanglà le señaló una y él se dejó caer sobre ella con agradecimiento. La mujer hizo lo propio en la otra. Unió sus dos manos sobre el regazo y esperó a que tomara la iniciativa.

—¿Cuál es su nombre, señora?

—Perdone —se excusó—. Me llamo Teresa.

—Estoy buscando a Patro Quintana, señora Teresa —la informó.

—¿Por qué? —Frunció el ceño.

—Es amiga de una joven que ha desaparecido y cuya madre ha muerto.

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