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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (6 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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—Ha desaparecido, lo sé.

—Ya no sabía qué hacer la pobre. —Cruzó los brazos por debajo de su prominencia pectoral—. Ni tampoco a dónde ir. Creo que fue a la policía por la mañana, pero me consta que no le hicieron caso, que ya no quedaba nadie. Eso fue lo que me dijo.

—¿Cree usted que Mercedes se ha ausentado por alguna razón?

—No. —Plegó los labios alargándolos por ambos lados.

—Era su vecina, tendrá su propia teoría.

—Mire usted, esa chica… —El gesto se hizo pesaroso, como si le costara o no quisiera hablar.

—Siga.

—Demasiados hombres.

—Era una niña, ¿no?

—¿Niña? En una guerra no hay niñas, y ella desde luego hace mucho que no lo era, aunque la edad dijera lo contrario.

—Así que le gustaban los pantalones.

—Sí.

—¿Salía con muchos…?

—Mire, yo no soy quién para juzgarla aunque… —Decidió no comprometerse—. También es normal, guapa, con tantas necesidades… Pero Remedios no quería verlo, estaba ciega. Para ella, su hija lo era todo. Una bendición. Los demás tenemos ojos en la cara.

—¿Se dedicaba la chica a la prostitución?

—¡No! —Bajó el tono para agregar—: Al menos que se sepa, pero… no, no —ahora se hizo más terminante—. Tenía la cabeza llena de pájaros, nada más. Y no paraba en casa. Yo no sé qué hacía todo el día por ahí.

—¿La vio alguna vez con alguien?

—A veces la acompañaban jóvenes, hasta la esquina, o hasta la puerta de la calle.

—¿Algún nombre?

—No. Eran desconocidos para mí.

—¿Y sabe de alguien que supiera más de ella, una amiga, otra vecina…?

—No, de nadie. Remedios tampoco era de las que hablaban con todo el mundo. Algunas vecinas no le perdonaban que antes hubiera tenido…

—Conozco el pasado de Reme, no se preocupe.

—Ah. —Fue lacónica.

Miquel Mascarell dirigió una mirada hacia el interior del piso de la mujer. No se veía a nadie.

—Necesito entrar en casa de su vecina.

—Puede saltar desde mi galería, si quiere. —Se apartó ella de inmediato para franquearle el paso.

8

La distancia no era excesiva, pero la acción no dejaba de representar cierto riesgo. Tuvo que pasar una pierna por el otro lado del tabique de separación de los dos pisos, quedar colgado de ambas partes, en tierra de nadie, sentado con una pierna en cada barandilla, con la posibilidad de resbalarse y caer, y luego, tras afianzarse hasta sentirse seguro, pasar la segunda pierna y llevar su poco ágil cuerpo hasta su destino. Estuvo a punto de venirse al suelo cuando se soltó, ya en la galería de la casa de Reme. Trastabilló un par de pasos y se apoyó en la barandilla. El patio comunal era pequeño, casi podía tocarse la pared del otro lado con extender una mano. Por el hueco superior se veía un pedazo de cielo azul.

Entró en el piso de Reme por la puerta de cristal de la galería. Se encontró en una cocina diminuta, tan limpia como vacía. Ni rastro de comida por ninguna parte. Los fogones de leña parecían no haberse utilizado en mucho tiempo, porque no había rastro de astillas ni de ceniza y mucho menos carbón. La muerta debía de ser una maniática de la limpieza, algo característico en muchas prostitutas y ex prostitutas. La necesidad de quitarse las huellas del pasado imponía unas reglas propias.

La casa no es que estuviera limpia, es que estaba vacía.

Reme y su hija Merche vivían tan en precario que…

Primero fue al comedor, para inspeccionar el balcón por el que había caído la mujer cuyo cuerpo yacía en la calle. Los restos de los cristales de las puertaventanas estaban en el balcón. O Reme se había vuelto loca, atravesando las puertas y llevándose por delante los cristales en lugar de saltar limpiamente desde el balcón, o a alguien se le había ido la mano al golpearla, de modo que la violencia del impacto la impulsó hacia atrás y cayó por encima de la barandilla.

—No te suicidaste, ¿verdad? —le preguntó al balconcito.

Los restos del forcejeo se hacían evidentes para el más lerdo a poco que prestara atención a los detalles: dos cuadritos caídos, un cubo de metal volcado y el agua que contenía esparcida por el suelo y ya casi seca, una arqueta de vieja madera desplazada unos centímetros de su posición habitual y atravesada junto a la pared…

Salió al balcón. Abajo la escena seguía casi igual, congelada en el tiempo y el espacio. El cadáver de Reme y el círculo de curiosas y curiosos, hablando en voz baja, observando aquel quebranto de la vida en forma de muerte inesperada. Si alguna de las testigos se retiraba, otra la sustituía. Los caminantes se acercaban a preguntar qué había sucedido, aunque a aquellas alturas ya nadie se sorprendía de encontrar un muerto en cualquier sitio.

Regresó al interior del piso, se subió el cuello del abrigo, porque allí hacía mucho frío, e inspeccionó la vivienda de las dos mujeres.

La expresión «vacío» cobraba allí una interpretación literal.

No había nada.

Nada.

Reme y su hija vivían en la indigencia; por lo menos la primera, porque en la habitación de la muchacha el panorama era diferente, y más desconcertante. La ropa, sin duda excesiva en cantidad tratándose de una joven, se hallaba perfectamente plegada en los estantes o colgada de las perchas. El armario ya no tenía puertas. Vio abrigos, jerséis, sueters, combinaciones, medias, zapatos… Y no eran los propios de su condición humilde. La ropa era buena, de calidad, las prendas de invierno gruesas, los zapatos, un lujo incluso por cantidad. Si Merche no se dedicaba a la prostitución, como su madre en sus buenos años, tenía a alguien que la mantenía como una princesa a falta de ser una reina. O eso o había asaltado un almacén de ropa.

Inspeccionó minuciosa y pacientemente las prendas plegadas o colgadas, sin dejar un detalle o un bolsillo pasados por alto. No encontró nada, ni una entrada de cine o un recuerdo perdido. Hizo lo mismo con los fondos del armario y tres cajones que había en la parte de la derecha. En ellos descubrió algunos retratos viejos, dos pulseras y tres anillos baratos, un abanico, un relojito que ya no daba la hora, una flor seca y un bolso de fiesta nacarado, muy deteriorado. Ninguna carta, ningún indicio de nada, y menos una dirección o cualquier detalle para iniciar una investigación.

Abandonó el armario y se concentró en la habitación.

No había cama. El colchón estaba sobre el suelo, directamente. La cama se había convertido en madera para calentar las frías noches de los tres inviernos en guerra. Se agachó para palparlo, palmo a palmo. Luego lo olió. Casi se sintió como un fetichista, porque el aroma era el de una mujer joven. Aspiró el leve perfume esparcido por aquella breve geografía cubierta por dos mantas roñosas. Cuando las apartó descubrió otros detalles más ínfimos, pero reveladores. La manchita de sangre no lavada de alguna menstruación reciente, el zurcido habitual para evitar males mayores al dormir, la estampita bajo la almohada. De san Cristóbal.

Se quedó con el aroma del perfume. No entendía de olores ni mucho menos de marcas. Tanto podía ser una simple lavanda como algo de mucha mayor prestancia. Pero la botellita no estaba a la vista.

Apartó el colchón empujándolo con ambas manos, aunque ni era grande ni se le resistió por el peso.

La baldosa suelta estaba justo debajo de la parte del colchón donde reposaba la cabeza de Mercedes Expósito. Ni siquiera parecía estar disimulada. La levantó con el dedo índice de la mano derecha e impidió que cayera del otro lado. De un hueco bajo la baldosa, de unos cinco centímetros de profundidad, extrajo una respetable cantidad de dinero, principalmente para tratarse de una chica que aún no había cumplido los dieciséis años. Contó las pesetas, inservibles en cuanto terminara la guerra, y especuló sobre la forma en que la joven habría podido conseguirlas, si no era vendiendo su cuerpo.

—¿Qué hacía tu hija, Reme?

Dejó el dinero en su sitio, devolvió la baldosa a su posición y arrastró de nuevo el colchón hasta situarlo en su lugar. Cuando Merche regresara tal vez lo necesitara todo, al menos para sentirse segura mientras pudiese. Luego se levantó y concluyó la inspección de la habitación palpando las cuatro paredes en busca de lo inimaginable.

En el resto de la casa había poco más digno de atención, salvo la botellita de colonia, no demasiado cara, una simple Lavanda Puig, que esperaba medio llena junto al lavadero, el lugar en el que madre e hija debían de lavarse cuando podían.

Su último examen fue la habitación de Reme.

Las fotografías, cinco, no tenían marcos, a excepción de una, que sí lucía uno de hierro muy trabajado, con hojas de acanto en los ángulos. Probablemente no valiese nada, por eso seguía allí. En ella se veía a un hombre y una mujer el día de su boda. Era del siglo anterior, por lo que dedujo que se trataba de los padres de la propia Remedios. El resto, de gruesa cartulina, se apoyaba en la pared y descansaba sobre un baúl centenario, de cuero ennegrecido. Salvo un retrato de la dueña de la casa, joven y guapa, retocado por el mismo profesional que lo había hecho, y otro de Mercedes, no supo a quién pertenecían las restantes. La de Mercedes debía de ser reciente, un año, dos a lo sumo, o como mucho de muy poco antes de la guerra, porque en la imagen de la muchacha, aun siendo una niña, ya despuntaban los rasgos de una mujer hermosa, de sonrisa franca y ojos vivos, rostro angelical, labios carnosos y bellamente dibujados sobre el óvalo de la cara, cabello muy negro, primorosamente peinado. Una versión mejorada de su madre. Un regalo para los sentidos.

La miró por espacio de unos segundos.

Sí, un regalo para los sentidos abriéndose a la vida en mitad de una guerra civil.

Ojalá Roger le hubiera llevado a casa algún día a una muchacha parecida a aquélla, feliz, enamorado, para hacerla su esposa, tener hijos, darle nietos a él y a Quimeta. Hijos y esperanza. La vida vulgar y corriente en un país en paz, en una España normal, en un mundo civilizado.

La fotografía le hizo daño.

La tomó entre las manos y optó por llevársela. Se la guardó en el bolsillo izquierdo del abrigo. Tal vez le hiciera falta. Tal vez ya nadie la reclamase si, como pensaba, Mercedes Expósito se había ido de Barcelona.

Aunque todavía faltaba la razón por la que no se había despedido de su madre.

Regresó al comedor, al balcón, comprobó los pedazos de los cristales rotos, casi uno por uno, con detalle, por si hubiera sangre en alguno de ellos. Examinó el tamaño de todos para deducir la intensidad del golpe y el ángulo de rotura. También miró los que todavía seguían pegados al marco, con aristas como cuchillos. Intentó no dejar pasar nada por alto y acabó rindiéndose a la evidencia.

No había nada más.

Salvo la firme convicción de que Reme no había saltado al vacío por decisión propia.

9

Las llaves del piso estaban en un bolsillo del abrigo de Reme, y el abrigo colgado de un clavo en el recibidor, a espaldas de la puerta. Las guardó en el bolsillo derecho de su abrigo, junto al periódico doblado, para no dañar la fotografía de Mercedes Expósito, que ahora le pesaba y le gritaba como un eco perdido resonando en su cabeza.

Salió en silencio, pensativo. La vecina de la puerta frontal ya no se encontraba en el rellano. Miró arriba y abajo de la escalera y se decidió por la planta superior. Mejor subir uno más ahora y bajar el resto que no descender una planta y luego tener que ascender dos. Tres años comiendo de racionamiento, y cada vez peor, no favorecían una buena resistencia física. Los veintiún peldaños, contados uno a uno, le hicieron jadear casi tanto como la subida de las tres plantas un rato antes. Primero llamó a la puerta de la derecha. Dos veces. A continuación hizo lo mismo con la de la izquierda. Otras dos veces. Nadie abrió y se encaminó con parsimonia al segundo piso. Su tercer intento tuvo el mismo éxito que con los dos de arriba.

Al cuarto, la puerta situada inmediatamente debajo de la de Reme y su hija, le abrió una mujer muy entrada en años, más de setenta, quizás ochenta. Era diminuta, como casi todas las ancianas, y su piel de pergamino formaba una máscara blanquecina en mitad de la penumbra que lo invadía todo y por encima de su cuerpo, enlutado de pies a cabeza. Su semblante era apacible.

—Buenos días, señora —le deseó.

Y acompañó su gesto mostrándole la credencial de inspector de policía.

—¿Sí? —vaciló ella sin acertar a comprender de qué iba la cosa.

—Inspector Mascarell, Miquel Mascarell.

La reacción de la mujer fue desconcertante.

Rompió a llorar.

—Señora… —no supo qué decir él.

—Perdone, es que mi marido, en paz descanse… era sereno, ¿sabe usted?

No le encontró la menor asociación, pero tampoco se mostró perplejo o grosero.

—Estoy investigando lo sucedido con su vecina.

—¿Qué vecina?

—La señora Remedios, la que vive encima de usted.

—¿Qué le ha sucedido?

No quería explicárselo. Camino cerrado. Buscó la forma de retirarse elegantemente pero tuvo su cuota de suerte. Primero escuchó la voz, procedente de la escalera.

—¡Abuela!, ¿qué hace?

Volvió la cabeza y se encontró con una joven de unos veinte años, uno arriba o abajo. Llevaba un abrigo de color castaño que probablemente había pertenecido ya a su madre o a una hermana mayor. Estaba muy delgada y mantenía el cabello recogido con pinzas, de forma que los rasgos del rostro se hacían aún más entecos. Cuando la muchacha llegó al rellano se metió en el piso, como si el visitante intentara colarse dentro.

—Adelina, este señor… —intentó explicárselo la anciana.

—¿Qué quiere?

Estaba muy pálida.

—… es policía —acabó de decir su abuela.

Miquel Mascarell le mostró la credencial.

—¿Es por lo de la señora Remedios? —preguntó la recién llegada.

—Sí.

—¿Quién les ha avisado?

—Era amiga mía. Venía a verla por lo de su hija Merche.

Les sobrevino un silencio apenas instaurado.

—¿Qué pasa, Adelina?

—Nada, abuela. Métase dentro, que está en medio de la corriente y como se resfríe vamos dados —la apremió su nieta.

Hizo algo más: la empujó con suave firmeza hacia el interior de la casa. La mujer no puso la menor resistencia. Lo del resfriado había sido determinante. Una vez solos, Adelina entornó la puerta.

—Oiga, lo de la señora Remedios ha sido… —Se llevó una mano a la boca, a punto de echarse a llorar.

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