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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (7 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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—¿Ha visto u oído usted algo?

—No, he salido a ver cómo estaban las cosas, si habían traído comida, y ahora mismo he visto el cuerpo en la calle. Dios mío… —Se estremeció—. ¿Sabe usted qué ha sucedido? Dicen que se ha tirado por el balcón.

—¿Usted lo cree?

—Si creo ¿qué?

—Que se ha suicidado.

La pregunta actuó igual que una leve bofetada.

—No lo sé —admitió—. Aunque en estos días…

—¿Conocía usted bien a la señora Remedios?

—Bueno, era la vecina del piso de arriba.

—¿Pero la conocía bien?

—No sé qué decirle. Nadie conoce bien a los demás, ¿no? Ella era una mujer poco habladora, reservada, con un punto amargo debido a su pasado.

—¿Sabía a qué se había dedicado?

—Sí.

—¿Y?

—Era su vida. —Se encogió de hombros—. Supongo que a otras vecinas les parecería mal. Sobre todo a las más mayores.

—Un criterio moderno.

—¿El mío? Sí.

—¿De qué vivían ella y su hija?

—De lo que podían. La señora Remedios limpiaba casas, aunque últimamente…

—¿Dónde?

—No lo sé.

—¿Subían hombres arriba?

—Ya no, se lo aseguro. Eso se habría sabido. Y además, ella ya estaba muy mayor. Aunque por su hija habría sido capaz.

—¿La quería mucho?

—¿A usted qué le parece? —Se cruzó de brazos.

—Una chica muy guapa.

—Guapísima.

—¿Qué puede decirme de ella?

—Apenas la veo.

—¿No son amigas?

—No. —Fue categórica—. Nos llevamos demasiados años para tener cosas en común. Si nos encontramos aquí, en la escalera, nos saludamos, intercambiamos unas palabras y ya está. Lo único que sé de ella es lo que se dice por ahí, los rumores, los comentarios… Y esas cosas suelen salir siempre de las malas lenguas. —Hizo un gesto de fastidio.

—¿Qué se dice?

—Pues lo típico, que va por mal camino, como su madre años atrás.

—Entonces, alguien ha debido de verla acompañada.

—No lo sé. —Ahora el gesto fue de indiferencia—. A veces las guapas nacen con una especie de maldición.

Suspiró y hundió en su visitante dos ascuas negras que lo atravesaron desde una distancia muy corta. El inspector supo captar justo a tiempo la intención, el desasosiego, el resquemor, antes de que ella plegara de nuevo las velas de su resentimiento. No hablaba sólo de Mercedes Expósito. Hablaba del mundo en general, de la división entre tener y no tener. Su vecina de arriba era una rosa abriéndose a la vida.

A ella la vida le daba las espinas.

—¿Sabe de alguien que la conozca bien?

—¿Por qué?

—Mercedes ha desaparecido.

—¿Ah, sí? —Abrió por completo los ojos.

—Lleva tres noches sin pasar por su casa. —Apuntó al piso superior.

—No sabía…

—¿Conoce a alguien?

—El Oriol —dijo rápidamente.

—¿Quién es el Oriol?

—El chico de la carbonera, la señora Marianna, subiendo calle arriba, la segunda esquina a la derecha. Alguna vez he oído decir que son o fueron medio novios, o al menos que él bebía los vientos por ella, aunque eso…

—¿Qué?

—Más de uno de la escalera la repasa a base de bien con la mirada cada vez que la ve.

—Y ella, ¿es coqueta?

—Claro. —Distendió los labios hacia los lados—. Joven, simpática… Siempre se ríe. Y en estos días, que alguien ría es algo muy extraño, ¿no le parece?

Asintió con la cabeza. Empezó a subir más gente por la escalera, hablando a gritos. Las vecinas regresaban a sus pisos después de permanecer en la calle, junto al cuerpo de Reme, formando parte de la escena en primera fila. Miquel Mascarell no tenía más preguntas pero se quedó unos segundos quieto, por si captaba algo de interés. Las voces se quebraron al verle en el rellano con Adelina.

—Es policía —aclaró rápido—. Investiga la muerte de la señora Remedios. ¿Sabían que su hija Merche ha desaparecido?

—¡No! —Se llevó una mano a la boca la primera.

—¡Si es que en estos días…! —se escandalizó la segunda.

Se detuvieron en el rellano y a él le pareció que era el momento de retirarse. Una conversación a tres bandas era difícil, pero más aún un interrogatorio. Y con mujeres afectadas.

—Buenos días —se despidió de todas ellas. Y dirigiéndose a Adelina agregó—: Gracias por su ayuda.

10

En la carbonería no había carbón. Más aún, era como si alguien hubiese rebañado las paredes, hasta retirar toda huella o residuo de polvo, para aprovecharlo. Y una carbonería sin carbón era como una antesala del infierno, un espacio ennegrecido y situado fuera del tiempo. La puerta que daba al exterior marcaba el camino de la luz. La que daba al interior se asemejaba a una gruta misteriosa, la cámara oscura de los horrores.

—¡Buenos días!

No obtuvo respuesta. Tal vez la señora Marianna fuese una de las que seguía rodeando el cuerpo de Reme, calle abajo, cubierto ahora con un trapo a modo de sudario. No había miedo de que alguien le robase nada. La vida se había detenido para todos. Paralizada a la espera de volver a ponerse en marcha. Cuando allí hubiese carbón de nuevo, el viejo mundo ya no existiría, en su lugar habría otro.

¿Por cuánto tiempo?

Se sintió incómodo con aquella negrura llena de malos presagios. Era como si ya estuviese en el futuro. Diez, veinte, treinta años. Un futuro que, de todas formas, no vería. El mundo le había dado la espalda a la República Española, así que los vencedores hundirían sus garras en el poder, arrasando cualquier resistencia, con la menor capacidad de…

—¿Oiga?

Quería echar a correr, irse de aquel siniestro espejo, pero no cedió al atisbo de pánico y caminó hasta la puerta que daba acceso al interior. La vivienda no era más alegre que la tienda, aunque estaba más limpia. Una ventana daba a un patio y por lo menos la luz diseminaba su benefactora influencia por la estancia. No quiso empezar a abrir puertas y lo intentó por tercera vez.

—¿Hay alguien?

Una voz emergió de alguna parte.

—¡Aquí!

Miquel Mascarell trató de situarla.

—¿Oiga? —vaciló.

—¡Aquí! —repitió la voz.

Y la acompañó de una serie de golpes.

Era la puerta más alejada. Frunció el ceño y se acercó a ella. El último golpe murió al otro lado. Se la quedó mirando sin saber muy bien qué hacer.

—¿Puede salir, por favor?

—¿Cómo quiere que salga si está cerrada con llave? ¡Sáqueme de aquí!

Puso una mano en el tirador y lo probó. Cerrada.

—¿Qué hace ahí dentro?

—¡Maldita sea! —El prisionero descargó toda su furia en la madera.

—¿Quién es usted? —preguntó el policía.

—¿Quién voy a ser? ¡Oriol! ¿No puede hacer algo antes de que ella vuelva?

—¿Su madre?

—¡Sí!

—Pero por qué…

No pudo seguir hablando. Otra voz, ésta de mujer, y procedente de la entrada, le cortó el flujo de pensamientos contradictorios.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?

La señora Marianna era la carbonera, con o sin carbón. Como si llevase pegado el hollín de toda su vida en el pelo, las manos, las uñas, los ojos o la negrura de sus ropas, medias y zapatos. Por entre aquella sensación de noche eterna brillaban como faros los dos lagos formados por el blanco de los ojos en torno a las pupilas.

—Perdone, señora. —Le dio la espalda a la puerta detrás de la cual estaba encerrado su hijo y se enfrentó a ella, credencial en mano para tranquilizarla—. Soy policía.

Lo hizo todo menos eso, tranquilizarla.

—¡Ay, no, por Dios, no lo haga!

—¿Hacer qué?

—No se lo lleve, por favor, señor… No se lo lleve. No es más que un niño… ¡Y ni siquiera le toca!

La súplica se convirtió en rendición. La mujer se abrazó a sí misma y empezó a llorar, con la cabeza caída sobre el pecho. La imagen de la más absoluta derrota. Al visitante empezaron a zumbarle los oídos.

—¡Mamá! —gritó el chico dando un enésimo golpe a la puerta.

—Señora, no sé de qué me está hablando —intentó tranquilizarla—. Pero no he venido a llevarme a nadie, se lo juro.

—¿Ah, no? —vaciló por encima de su ataque de ansiedad.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué tiene a su hijo encerrado?

—¿Y usted qué quiere?

—Hablar con él, nada más.

—¿De qué? —Volvió la desconfianza.

—De Mercedes Expósito.

—¿La hija de la señora Remedios?

Volvió la cabeza, en dirección a la carbonería y, más allá, la calle. Sí, la señora Marianna venía del tumulto. Ya conocía la noticia y había sido testigo de ella.

—¿Por qué tiene a su hijo encerrado? —repitió la pregunta.

—¡Sólo tiene quince años! —se agitó otra vez.

—¡Voy a cumplir dieciséis, mamá! —tronó la voz del chico desde detrás de la puerta que lo mantenía prisionero en su propia casa.

Lo comprendió de pronto.

La guerra.

Barcelona.

Los reemplazos llamados el día 15, apenas una semana antes. Las quintas de 1919, 1920 y 1921, aunque con escaso éxito.

Aquella sangre que los Amadeu Sospedra reclamaban del pueblo.

—¿Y su padre? —El tono de Miquel Mascarell se hizo crepuscular.

—Murió en el frente de Teruel, señor.

—Lo siento.

—No quiero que también muera él —gimió la mujer—. ¿Adónde va a ir? ¿A pegar cuatro tiros? ¿Para qué?

—¡Yo no quiero vivir en la mierda de país que nos espera! —aulló la voz de Oriol—. ¡Viva Catalunya independiente!

El policía le puso una mano en el hombro a la carbonera. Se la presionó para transmitirle un aliento de confianza. Intentó incluso sonreír, pero le fue imposible.

—La hija de la señora Remedios ha desaparecido, y ahora su madre ha muerto. Me han dicho que la muchacha y Oriol eran buenos amigos.

Se calmó, especialmente gracias a su tono plácido.

—Esa niña… —Movió la cabeza de un lado a otro con pesar.

—¿No le gustaba?

La señora Marianna se encogió de hombros, pero su rostro la traicionó. Las sombras sobrevolaban el tono oscuro de sus facciones, dándole una imagen más cetrina. Parecía un espectro.

El espectro más triste del mundo.

—¿Venía mucho por aquí?

—Antes, a comprar carbón, cuando había. Ahora ya no.

—¿Y su hijo?

—Pregúntele a él.

—¿Puede abrirme la puerta?

—Sí, claro —se resignó.

—¿De qué estáis hablando? —gritó el prisionero.

Su madre extrajo una llave de uno de los bolsillos de su falda. No llevaba abrigo, pero sí dos o tres jerséis, todos negros, uno encima del otro. Se acercó a la puerta e introdujo la llave en la cerradura.

—Por favor, no lo deje salir —le rogó.

—Descuide.

La llave giró produciendo un chasquido metálico.

Oriol tendría casi los dieciséis, pero era un adolescente de los pies a la cabeza, con la cara llena de acné y la piel enrojecida, igual que si acabase de empezar el verano y a él le hubiese dado la primera insolación estival. Era alto, desgarbado, y para variar estaba muy delgado, síntoma de la edad tanto como de las privaciones bélicas. En sus facciones se resumía la situación de la propia guerra, la rebeldía, la insatisfacción, el dolor, la impotencia. Miró a su madre con animadversión y al recién llegado con dudas.

—Por Dios, Oriol, cálmate —le pidió ella—. Este señor es policía y quiere hablar contigo.

—¿Viene a por mí? —Se le iluminó el rostro.

—No.

—Es por Merche, hijo —habló de nuevo la carbonera—. Ha desaparecido y su madre acaba de morir.

La doble noticia lo aturdió. Miquel Mascarell aprovechó la oportunidad para deshacerse de su compañía femenina. Se volvió, la empujó suavemente hacia el otro lado de la puerta sin que ella opusiera resistencia a pesar de su rostro ansioso y a continuación la cerró.

Los dos se quedaron solos en la estancia, que ni siquiera era una habitación, sino más bien un trastero, de ahí que tuviera una cerradura en la puerta. Un trastero sin muebles, sin apenas nada, pequeño, iluminado por un ventanuco estrecho por el que no cabía un cuerpo humano. Miquel Mascarell se preguntó cómo habría podido encerrarle allí dentro. Hacía falta algo más que autoridad materna para meter al león en la jaula.

—¿Es policía de verdad?

—Inspector Mascarell.

—Por favor, convénzala.

—No puedo hacer nada, hijo.

—¡Quiero pelear!

—¿Por qué?

—¡Para matar facciosos! —Se asombró de la pregunta.

—¿A cuántos crees que matarás antes de que te maten a ti?

—Oiga, ¿usted de qué lado está?

—Ahora mismo, del de la lógica.

—¿Y eso qué significa?

—Que hemos perdido la guerra, que no vale la pena morir por nada y que tienes un futuro.

—¿Aquí?

Miquel Mascarell no le respondió a la pregunta. Se sentía tranquilo, pero le bastaba con ver la ansiedad del joven Oriol para darse cuenta de que su tranquilidad no era más que el peso de la derrota, y que para el muchacho él no dejaba de ser un residuo, quizás un traidor.

O un quintacolumnista.

—Mira, Oriol, ya no podemos matarles —se confió—. Lo que cuenta ahora es que no nos maten a nosotros. Estando vivos podremos volver a luchar.

—¿Cuándo?

—Cuando toque. Y a ti te va a tocar, descuida.

—¡Quiero pelear! —insistió por última vez.

—¿Por qué quieres morir?

—Nos matarán igual.

—No a todos. No a ti.

—¿Y a usted?

—Sí.

—¿Entonces por qué no lucha?

—Lo estoy haciendo, a mi modo.

—No le entiendo.

—Háblame de Mercedes Expósito, Oriol.

Se había calmado después del arrebato final. Lo miraba de una forma distinta, perpleja, dolorida. Se acercó a él y ambos quedaron a dos palmos el uno del otro.

—¿Qué quiere saber?

—Lo que puedas decirme.

—No es mucho.

—Me han dicho que erais novios.

—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó con amargura.

—Una vecina.

—Aquí llaman novio a todo. Ojalá lo hubiera sido.

—Así que no…

—¿Qué le ha pasado a su madre?

—Dicen que se ha tirado por el balcón.

—Vivía para su hija, eso es una estupidez.

—Es lo que yo creo, pero el caso es que está muerta, en medio de la calle, y que Merche lleva tres noches sin aparecer.

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