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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (4 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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¿Alguien esperaba que Barcelona se sacrificase por nada?

Desde 1714, todo catalán sabía que la derrota no es el fin, sino el preámbulo de la nueva lucha.

Ellos, o sus hijos, o los hijos de sus hijos.

Iba a retroceder, para volver junto a Quimeta, cuando recordó a Reme y a su hija.

Y en ese mismo momento vio una figura conocida corriendo por la calle, desmadejado, al límite.

Su hermano Vicenç.

5

No quería hablar con Vicenç en casa. Sabía el motivo de su visita. No quería soportar la doble presión, ni podía decirle a su hermano los argumentos que precisaba delante de Quimeta. Abandonó el balconcito fingiendo despreocupación.

—He de hablar con el señor Arturo un momento. Vuelvo en cinco o diez minutos.

Ella tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo de la butaca. Su respuesta fue lacónica, tan difusa como aquella oscuridad interior. Pudo ser cualquier cosa. Caminó hasta el recibidor y no se molestó en coger el abrigo. Por la prisa de su hermano tal vez estuviese ya a punto de llamar a la puerta. La abrió y respiró aliviado al ver el rellano vacío. Al asomarse al hueco de la escalera lo descubrió un piso por debajo del suyo.

Fue a su encuentro.

Vicenç estaba congestionado y resoplaba. Pero, aunque no se llevaban más que dos años de diferencia, su trabajo siempre había sido más sedentario, sin apenas ejercicio físico. No se parecían demasiado. Él era más alto y de complexión más enjuta. Pese al hambre, a Vicenç le sobraban algunos kilos y le faltaban más cabellos en la cabeza. Los dos se quedaron mirando fijamente en mitad del tramo de escaleras donde lo acababa de interceptar. Apenas si se veían, porque la claridad que se filtraba por el vestíbulo de entrada era muy difusa. Pero tal vez por ello los rasgos se hacían mucho más agudos, las cuevas de los ojos más oscuras, las bolsas más evidentes, el hundimiento de las mejillas más acusado.

Y la angustia de cada gesto.

No se dieron la mano, no se abrazaron; sólo intercambiaron y mantuvieron aquella mirada en la que, de hecho, se lo estaban diciendo todo. La ansiedad del recién llegado, la tozudez incontrovertible de su hermano mayor, la distancia que los separaba.

Ya estaban a kilómetros el uno del otro.

—Te he visto llegar desde el balcón.

No hubo respuesta. La mirada se hizo súplica. Una tonelada de cansancio se apoderó de los ojos de Vicenç.

—Bajemos un poco. No quiero que Quimeta pueda oírnos —dijo Miquel Mascarell reiniciando la marcha en sentido descendente.

—¿Es que vamos a gritar?

—No creo.

Lo tomó del brazo y alcanzaron el rellano inferior. Una vez en él se detuvieron y quedaron de nuevo cara a cara. Decidió tomar la iniciativa para no convertir la escena en un acto patético.

—¿Os vais ya?

Su hermano pequeño asintió con la cabeza.

—¿Cómo?

—Tenemos dos bicicletas, de los Soler y nuestras. Les acoplaremos un carrito detrás para Amàlia y su mujer. Tendremos que pedalear, sincronizados, claro.

—¿Y los hijos de los Soler?

—Son demasiado pequeños. Los dejan con una tía.

—¿Se van sin ellos?

—Hasta que esto pase y las cosas se calmen.

Quimeta acababa de decirle que se marchara, que regresara cuando amainase el temporal.

Sueños.

—¿Y adónde vais?

—A la frontera, claro.

—¿Y si los franceses no la abren?

—¿Cómo no van a abrirla?

—También tenían que ayudarnos, y nada. Si mantienen la frontera cerrada será una carnicería: los que no mueran de hambre o frío morirán a manos de los franquistas.

—No van a dejar a miles de personas, con niños y ancianos…

No quiso decirle lo que opinaba de los franceses, ni siquiera en el supuesto de que abrieran la frontera y pudieran pasar al otro lado. No iban a llevarlos en coche a París, ni a ponerles alfombras rojas. A fin de cuentas, republicanos o no, leales a una democracia o no, eran los perdedores. Olían a muerto.

Una carga demasiado pesada.

—Miquel…

—No —intentó detenerlo.

—¿Por qué eres tan terco?

—No soy terco —manifestó de forma pausada—. Soy lógico.

—¿A qué llamas tú lógica? Te estás condenando a muerte. ¿Eso es lógico?

—No hay garantías de que…

—¡Por Dios! ¿Pero te crees que los fascistas van a entrar dando flores y luego dirán que pelillos a la mar, que aquí no ha pasado nada? ¡No dejarán títere con cabeza! ¡Cualquiera que se haya significado pasará por la piedra! ¡Si no te fusilan irás a parar a la cárcel igualmente, así que sacrificarte por Quimeta no te servirá de nada!

—Vicenç, no es un sacrificio.

—¡Sí lo es! —Elevó demasiado la voz, miró instintivamente hacia arriba y la volvió a bajar, pero sin menguar su furia—. ¡Sí lo es y lo sabes! ¡Maldita sea, Miquel!, ¿cuánto le queda?

—No puede precisarse.

—¿Tres meses, cuatro… seis? ¡Tú mismo lo comentaste a fines del verano pasado! ¡Dijiste que ya no vería el próximo!

—¿De veras me estás diciendo que la deje aquí, sola, moribunda, y que me vaya?

—¡No, te digo que os vengáis los dos!

—¿En un carrito tirado por dos bicicletas? ¿Contigo, Soler y yo turnándonos para pedalear y tres mujeres detrás? ¿Ni siquiera os lleváis nada, ni una maleta?

—¡Soler está de acuerdo, te debe mucho!

—Tal vez tengáis una oportunidad, pero con nosotros no. Y Quimeta ni lo resistiría. Para que muera en una cuneta y tenga que abandonarla mejor me quedo con ella, en casa, donde debe estar.

—¿Por qué eres tan terco?

—Vicenç, mírame: hago lo que debo. No hay otra fórmula.

—¿No es mejor que ella muera libre, aunque sea en una cuneta?

—Morirá libre aquí, porque no pueden arrebatarnos la dignidad.

—Por favor…

Habían llegado al punto álgido, el de la crispación final. Un choque de locomotoras en mitad de la noche. Pero lo peor no era eso. Lo peor, incluso, era el hecho de saber que se estaban despidiendo posiblemente para siempre.

Se trataba del adiós.

—Vamos, vete —lo apremió Miquel Mascarell—. Cada hora cuenta.

—No fastidies…

Tuvo que abrazarlo, porque empezó a llorar y a él se le doblaban las rodillas. La última vez que se habían abrazado así fue en la muerte de Roger. La penúltima, siendo apenas adolescentes, al morir su hermana pequeña de tuberculosis. Desaparecido Roger, y sin hijos ellos, la saga de los Mascarell terminaba bruscamente.

Claro que para el mundo que les sobrevendría…

Vicenç se apretó a él con todas sus fuerzas.

—Déjame… que suba… a verla —balbuceó.

—No. —Su hermano mayor lo apretó todavía más.

—No es justo.

—Nada es justo, pero es lo que hay.

—¿Qué… le dirás?

—Nada, de momento. Luego ya veré. Cuando esto acabe y ellos estén físicamente en Barcelona ya habrá tiempo.

—¿Te ha pedido…?

—Sí, la última vez hace un par de minutos.

El abrazo continuó, se hizo pura energía, vasos comunicantes de sentimientos que iban y venían en un flujo armónico aunque intempestivo. Un millón de escenas, imágenes, palabras y momentos desfiló por sus cabezas, resumiendo una vida en común.

Les costó separarse.

Lo hicieron cuando alguien empezó a subir por la escalera hablando en voz alta, solo.

6

Por alguna extraña razón, imposible de calibrar en su situación, una de las pequeñas cosas a las que se aferraba día a día era leer los periódicos. Primero creía que se debía a su deformación profesional, a su sed de conocimientos, de saber qué sucedía y también por qué y cómo. Con el deterioro de la guerra y el declive de Barcelona eso ya no era más que una excusa. Todos los periódicos iban llenos de palabras heroicas y soflamas políticas. Mantener alta la moral equivalía a mentir, o a rizar el rizo de la demagogia. Cada artículo era un grito predicado en el desierto de sus corazones, una forma de decir «no estamos solos».

Pero lo estaban.

Barcelona era una mujer solitaria y perdida, abandonada, a punto de ser violada.

Abrió
El Socialista
y se aclaró los ojos con el último retazo de luz que le quedaba en casa. Las palabras, hermosas, vivas, retumbaron por las paredes secas de su conciencia.

Desde el principio de la guerra nos encontramos en posesión de la última baza, y ésa no la soltaremos; jamás nos desprenderemos de ella. La vemos y estamos seguros de la victoria que lleva prendida.

Por ello la visicitud nos amarga, pero no nos descorazona, sino que aumenta nuestro odio y nuestra combatividad, y no habríamos de tener la esperanza de la victoria y seguiríamos pegados a nuestra voluntad de independencia. Por fortuna este trance no ha llegado ni llegará. La fe mueve a las montañas. En el español es inmensa y, por ser así, mueve la conciencia universal, de tal manera proyectada que se le viene encima al invasor, con un peso que acabará por aplastarle.

A la prisa de ellos oponemos nuestra paciente labor de desenmascararles cada día, cada hora, hasta que les llegue el momento de la asfixia. Este instante se acerca, que todo su atuendo bélico no les valdrá para detener lo que es fatal e inevitable que les llegue. Eso sin sombra de dudas.

—¿Qué dice el periódico? —preguntó Quimeta.

—Lo de siempre.

—¿Y qué es lo de siempre?

—Que vamos a ganar.

Su mujer se tomó una pausa.

—¿Y del racionamiento dice algo?

Miquel Mascarell miró las escasas cuatro páginas.

—No.

—Vaya por Dios.

—¿Te preparo algo?

—Ya sabes que yo no tengo hambre nunca. Es por ti.

—A mí me ha invitado a cenar el comisario jefe.

Le escrutó con aquel tono burlesco que tanto le gustaba a él y forzó la sonrisa.

—El comisario jefe —bufó concediéndose un respiro por encima del dolor, siempre presente al anochecer, para recordarle que dormir seguiría siendo una utopía.

Miguel Mascarell intentó volver a leer pero ya no pudo. Ni con gafas.

—Hay un cabo de vela —estuvo al quite ella.

—No vale la pena —se resignó él.

Se levantó y entonces Quimeta se lo pidió, como si hubiera esperado el momento oportuno.

—¿Me ayudas a llegar a la cama?

No le preguntó si le dolía. La respuesta siempre era la misma. «Un poco». Tampoco la reprendió por no habérselo pedido antes. Los códigos entre ellos formaban parte de sus papeles. La enferma-que-no-quiere-molestar, y hasta espera morir sin demasiados problemas, y el cuidador-cauteloso-que-trata-de-hacerlo-todo-fácil. Se levantó, cuidó de que su mujer se pusiera en pie y luego, pasito a paso, la acompañó hasta la habitación de matrimonio. La fatiga se hizo evidente en ella cuando se derrumbó sobre la cama, envuelta en un estertor que no debía de ser muy distinto al de la agonía final, al quebrarse el último aliento en el pecho. No se molestó en desnudarla. No valía la pena hacerla sufrir más. Desnudarla por la noche equivalía a vestirla por la mañana. Más dolor. Se limitó a descalzarla, cubrirla con las mantas y arroparla con mimo. A veces se quedaba a su lado, le cogía de las manos, le acariciaba la frente o se acostaba ya a su lado, para hacerle compañía. En otras ocasiones, cada vez menos por la falta de luz en invierno, le leía un libro.

Quimeta cerró los ojos y él regresó a la sala-comedor.

No tenía sueño.

Pensaba en su hermano y su mujer, en la huida, en el exilio.

Pero también en Mercedes Expósito y su madre.

Ojalá la muchacha hubiera regresado ya a casa, con la excusa que fuera, llorando o sonriendo feliz, según el color de su escapada. Ojalá en alguna parte alguien se acostara en paz. Alzó los ojos y su mirada no consiguió atravesar los cartones que cubrían los cristales. Eran como los barrotes de una cárcel.

No supo qué hacer.

Al día siguiente no tenía que ir a la comisaría.

Su único trabajo consistía en cuidar al máximo de Quimeta.

Volvió a pensar en Reme y su hija.

¿Era «un trabajo»?

La corriente eléctrica reapareció misteriosamente en ese momento. Lo aprovechó. Se acercó al aparato de radio y lo conectó. Era bueno. Tanto que escuchaba emisoras muy lejanas —francesas, incluso árabes—, dependiendo de la climatología y siempre de noche. A veces también captaba lenguas mucho más desconocidas, posiblemente eslavas. Rusia hablando a los compañeros de la casi agotada España. Su mano movió el dial en busca de alguna novedad, música, lo que fuera con tal de aislarlo de todo.

No lo consiguió.

La única voz clara que rompió el silencio provenía del «otro lado», de los asesinos de la democracia y la República. El tono era tan esperpéntico y duro como si se tratara de un aprendiz del diabólico Queipo de Llano.

—«… por lo que la ofensiva de las tropas del Generalísimo Franco sobre Cataluña ha dado comienzo esta mañana, principalmente en el sector ocupado por el XII Cuerpo de Ejército, mandado por el comunista Etelvino Vega Martínez. Por el río Segre, a veinte kilómetros al norte de la confluencia con el Ebro, en Mequinenza, atacaron el Cuerpo Italiano y el Cuerpo de Navarra, al mando de los generales Gastone Gambara y José Solchaga Zala, respectivamente. Una vez cruzado el río, los sorprendidos defensores claudican de inmediato al ser abandonados cobarde y cruelmente por sus oficiales. Así pues, el frente ha quedado roto en el primer día de nuestra decisiva ofensiva por la liberación de Cataluña…».

La liberación de Catalunya.

¿Por qué los «salvadores» siempre «liberaban» según sus creencias y circunstancias, aunque los «salvados y liberados» no lo quisieran?

Queipo de Llano había dicho: «De Madrid haremos una ciudad, de Bilbao una fábrica, de Barcelona un solar».

Arrasarlo todo.

Como en 1714.

Ésa era la última verdad.

Apagó la radio. No eran las mejores noticias, aunque cabía la duda de que fueran tan falsas como los gritos de victoria republicanos.

—Miquel…

Se levantó de inmediato. Lo llamaba muy pocas veces, pero cuando lo hacía era por motivos serios. Entró en la habitación con la angustia mal disimulada en sus facciones.

—Perdona, es que quería un poco de agua.

—Te la traigo ahora mismo.

Fue a la cocina. Llenaban el cántaro en la fuente de la esquina. Quimeta decía que el sabor del agua en el cántaro de loza era mucho mejor. Regresó con un vaso en la mano.

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