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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (2 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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Toda la vida siendo un agente de la ley no se podía borrar de un plumazo.

Reme se lo acababa de recordar.

Sintió un extraño vértigo, pensó de nuevo en Roger y en el dolor de su ausencia, pensó en Quimeta y en el dolor de su cuerpo. Del dolor invisible al dolor real.

Alargó la mano, atrapó su credencial y se la guardó en el bolsillo.

Cuando salió de la comisaría ya no había ni rastro de Reme por la calle.

2

En el Hospital Clínic la desbandada era general. Todos los soldados más o menos útiles estaban siendo sacados del lugar con urgencia, tal vez para llevarles a combatir, tal vez para trasladarlos a la última resistencia, Valencia, tal vez para conducirlos a Francia. Los muy malheridos tenían dos opciones: quedarse y afrontar lo que pudiera pasar tras su apresamiento o ser metidos como sardinas en lata en los transportes que todavía pudieran quedar para marcharse de Barcelona con dirección a la frontera formando largas colas de resignación. Ninguna opción era buena. Las dos eran tan malas como morirse por el hambre, el frío o el agravamiento de sus heridas. Algunos eran casi niños. La Quinta del Biberón. La vida se les caía encima y ellos miraban todo con ojos de no entender por qué.

Su mundo se desvanecía.

No tuvo que sacar su credencial para entrar ni para dirigirse a los quirófanos. Las personas iban y venían envueltas en sus propios pensamientos, ajenas a lo demás. Lo peor que podía sucederle era que alguien le reconociese y le preguntase. Como si él supiera algo nuevo.

«La gente cree que los policías estamos en todas partes», se decía a menudo.

El centro médico formaba un recinto aislado dentro de la enorme vorágine bélica. Los médicos que no estaban en el frente se encontraban allí, o en Sant Pau, y poco importaba que más de uno, y de dos, tuvieran simpatías más o menos secretas o públicas por el bando rebelde y alzado en armas contra la República. Se les necesitaba y punto. Las vidas civiles no llevaban el color de ningún uniforme. Los médicos tenían bula.

No tenía pensado entrar; lo único que deseaba era regresar a casa, con Quimeta. No tenía pensado ponerse a buscar a una chica que, lo más seguro, estaba encamada con alguien, por amor o por calor, por necesidad urgente ante la separación o por ansiedad física ante lo que pudiera avecinarse. Pero aun así, no costaba demasiado hacer un par de preguntas, para estar seguro, tranquilizar su conciencia, sentir que cumplía con su deber hasta el final.

Y de paso hablaría con alguien más o menos cuerdo.

Bartomeu Claret era un médico de los de toda la vida, profesional, consciente, regio. El trabajo de ambos los había unido en no pocos casos, así que, por encima de lo habitual, entre ellos mediaban ya la amistad y la sinceridad que no precisaban de otras componendas. A veces, antes de la guerra, solían hablar en algún bar cercano, frente a una taza de café. La última vez lo hicieron en otoño, y en lugar de café bebieron achicoria. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, de cierta envergadura, escaso cabello y bigote cargado de tonos amarillentos debido al tabaco. Lo encontró inusualmente quieto, apoyado en el quicio de una de las ventanas que daba a la calle Villarroel.

El médico no se sorprendió al verle.

—Hola, Miquel. —Le tendió la mano.

—¿Cómo va todo?

—Ya no queda mucho por evacuar, pero cada hora cuenta. Los últimos trenes saldrán pronto de la Estación de Francia rumbo a la frontera. Y siguen trayendo heridos, famélicos y muertos de frío. Eso sin contar a los refugiados que llegan de toda Catalunya. ¿Se sabe algo?

—No.

—¿Y tu mujer?

—Igual.

—Si está igual es una buena noticia.

—Bueno, ya. —Hizo un gesto ambiguo, para no entrar en detalles.

Las últimas medicinas para calmarle el dolor a Quimeta se las había dado él.

—Tú te quedas, ¿verdad? —preguntó Bartomeu.

—Ya sabes que sí.

—¿Ella…?

—No lo resistiría.

No hizo falta que le recordara que, puestos a morir, al menos él se salvaría. El médico no siguió por ese camino. Se enfrentó a sus ojos huyendo del cansancio. Miquel Mascarell dedujo que su amigo debía de llevar no menos de cuarenta y ocho horas en pie.

—He ido a la comisaría.

—¿Para qué?

—Para nada.

—¿La rutina de tantos años?

—Un despido simbólico.

—¿Sabes en qué nos diferenciamos los médicos de los policías? —No esperó su respuesta—. Vosotros volvéis siempre al lugar del delito, por si se os ha escapado una pista, para echar un vistazo final, por morbo. Nosotros en cambio operamos, cerramos la herida y no queremos volver a ver al sujeto. Señal de que hemos hecho bien el trabajo.

—Tú curas lo que provocan los que yo atrapo.

Por la calle Villarroel ascendía una columna de camiones de distintas marcas y tamaños, con las lonas echadas. Y también algún coche. Escasas personas, todavía arracimadas en las aceras ante cualquier novedad, como si salieran de las mismas alcantarillas de golpe, los contemplaron con aprensión. Una mujer gritó algo. Un niño alzó una mano. Se decía que algunos economatos ya estaban siendo asaltados. La desesperación del hambre.

Prácticamente cercada y hundida, Barcelona era la ciudad más aislada del mundo.

—Coño, Miquel, menuda mierda —dijo Bartomeu Claret—. Para llegar a esto no era necesario que murieran tantos.

No hizo falta que mencionara a su hermano, ni a Roger.

El policía no quiso ceder a su abatimiento.

—¿Han traído a una chica herida o muerta en las últimas cuarenta y ocho horas?

—¿Estás trabajando? —se sorprendió el médico.

—No. —Se quedó sin saber a ciencia cierta si mentía—. Es por hacerle un favor a una amiga.

—¿Una chica?

—Quince años, casi dieciséis, Mercedes Expósito.

—No que yo recuerde, pero puedo preguntar.

—Te lo agradecería.

Dejaron la ventana al unísono y caminaron por uno de los largos pasillos del hospital, en los que sus pasos resonaban entre las frías baldosas blancas que cubrían las paredes. Miquel se acababa de dar cuenta de que conocía el apellido de la hija de Reme. Expósito. Como muchos hijos de padre desconocido.

Aquella niña morena que le había mirado con tanto odio la última vez que recordaba haberla visto, mientras se llevaba a su madre.

—¿Crees que haya podido sucederle algo malo? —se interesó Bartomeu Claret.

—No, pero dos días sin aparecer por casa dan que pensar.

—¿Y si se ha ido con los demás, a la frontera?

—Es posible, aunque improbable.

—Un novio soldado, y ella que decide acompañarlo, sin decir nada en casa, sabiendo que no van a dejarla marchar sola.

Era una posibilidad como cualquier otra. La Reme no había sido la mejor madre del mundo, aunque tampoco la peor. Primero había sido puta por oficio, después para mantener a su hija, finalmente…

Sacaban a un soldado sin piernas, en una silla de ruedas muy precaria, que podía romperse en cualquier momento. La medalla prendida en su uniforme parecía muy nueva. Brillaba como una luna llena sobre la noche oscura de su cuerpo enteco. Piel apretada sobre los huesos que la soportaban. Ni les miró. Se lo llevaron a toda prisa. Ellos tampoco hablaron. Para el médico era lo habitual. Para el policía, un sentimiento que se unía a otros a la altura de la garganta, donde le era imposible devorarlos. Cuando llegaron a un pequeño puesto de control no hizo falta que Claret preguntara nada. Tomó una tablilla con varias hojas sujetas a ella por la parte de arriba y le dio una rápida ojeada.

—Ninguna Mercedes Expósito.

—¿Alguien sin identificar?

—Un hombre, mayor. Se le cayó una pared encima aquí cerca; por eso lo trajeron rápido.

—¿Qué quieres decir?

—Nada que no sepas, Miquel —dijo taxativo—. Estamos en cuadro, y hay que preocuparse más de los vivos que de los muertos. Si alguien se muere hoy en mitad de la calle, lo más probable es que se quede ahí mismo, o que lo aparten a un portal o donde no moleste, pero nada más. Ya no hay casi vehículos que puedan recogerlos. Las ambulancias son para la guerra o para los heridos, no para los muertos.

—Así que si esta chica está muerta, puede encontrarse en cualquier parte, y si no llevaba documentación…

—Es más o menos igual.

—¿Y en Sant Pau?

—Lo mismo. ¿Dónde vivía?

—Por Gràcia.

—A mitad de camino entre Sant Pau y el Clínic.

—Ya.

No quedaba mucho por decir, salvo que hablaran de la guerra, de Barcelona, de la espera, y ninguno de los dos parecía mostrar mucho interés en ello. Claret se debía a sus pacientes, y él…

—Me voy a casa.

—Un beso a Quimeta.

—De tu parte.

Se dieron la mano. Entonces comprendieron que tal vez no volvieran a verse nunca.

El abrazo fue espontáneo, y las palmadas en los hombros y las espaldas también. Un pequeño estallido emocional que los envolvió, los atrapó y los serenó hasta conducirlos al relajamiento.

Ya no hubo más.

Miquel Mascarell enfiló la salida del hospital con el mismo paso cansino, aunque vivo, que solía acompañarlo siempre desde que la edad se había impuesto a su físico.

3

Se encontró con Amadeu Sospedra en la puerta del hospital, cara a cara, sin posibilidad de eludirlo. En algunas ocasiones prefería no hablar con él, porque era un gato viejo a la búsqueda de la noticia; en otras era todo lo contrario: le interesaba hacerlo por la misma razón. Ahora no era ni lo uno ni lo otro. Estaban allí, frente a frente, representando lo que representaban, que no era poco. El viejo periodista de
El Socialista
se lo quedó mirando con curiosidad, casi por encima de sus gafas redondas arqueadas sobre su aguileña nariz.

Fue el primero en romper el silencio.

—¿Qué hace todavía aquí, inspector?

—Trabajo.

—¿En serio? —Mostró su sorpresa.

—La vida sigue.

No le creyó. Su mirada se hizo más escrutadora. Los dos se estudiaron con la aprensión derivada de las circunstancias. Fueron apenas tres segundos hasta que el periodista esbozó una sonrisa cómplice.

—¿No va a marcharse? —preguntó.

—No —respondió el policía.

—Yo tampoco. —Asintió con la cabeza, mezclando en ello una parte de orgullo y otra de valor aderezadas con un profundo sentimiento de hidalguía—. ¿Leyó mi artículo de ayer?

—¿«Podemos evitar la derrota»?

—Sí.

—¿Cree sinceramente en ello?

—Ayer era ayer, hoy es hoy y mañana será mañana. —Hizo un gesto ambiguo—. Pero creo en lo que dije. Si consiguiéramos fortificar la ciudad los fascistas no se darían el paseo que se han estado dando desde que cruzaron el Ebro, recorriendo hasta quince o veinte kilómetros diarios sin oposición. Bastaría con que los especuladores y los emboscados utilizaran las palas, y que la clase obrera levantara la cabeza, que recobrara la confianza en sí misma. Una confianza que les hemos arrebatado entre todos.

—La gente ya no puede más.

—Pero ahora es el cara o cruz, amigo mío. Si no constituyen sus Comités de Salvación de la Revolución y sus organismos independientes del poder estatal burgués, como hicieron el 19 de julio del 36… Vamos a asistir a la repetición de la catástrofe del mes de marzo en el frente de Aragón, pero a una escala aún mayor: traiciones en el alto mando, la huida de nuestros gobernantes… ¡Todas las posiciones estratégicas construidas alrededor de Barcelona están siendo entregadas sin combatir! ¡Balaguer, el Segre, Borges Blanques, el cerco de Tarragona! Ahora sólo nos quedan el Garraf, el Tibidabo, Montjuïc y, más allá, las carreteras que vienen de Vilafranca del Penedès e Igualada.

—Suele decirse que Barcelona es indefendible.

—¡Tonterías! —se agitó Amadeu Sospedra—. Aunque por supuesto es más fácil defenderla desde fuera que desde la periferia urbana. ¡Es mucho más defendible que Madrid!

—¿Con qué armas?

—¿Actúa usted de quintacolumnista?

—Soy el abogado del diablo.

—El diablo no necesita abogados —negó el periodista—. El problema no es sólo que los facciosos estén mejor armados, y comidos, a consecuencia de la pasividad del proletariado internacional, adormecido por la política del Frente Popular. El problema es que la estrategia y la técnica militar están subordinados a la política, sobre todo en una guerra civil. ¿Sabe que se ha constituido el «gobierno de la victoria»? ¡El gobierno de la victoria! ¡Léalo mañana en el periódico! Nuestro ministro de Agricultura, el comunista Uribe, ha comunicado que se ha declarado el estado de guerra en lo que queda de la España gubernamental. ¡El estado de guerra! ¿Qué ha habido en este país los últimos tres años? Pero esto ni siquiera ha sido lo más extraordinario. Lo es que, mientras decían esto, ya se estaban marchando todos de Barcelona, ¡usted lo sabe! ¿Queda alguien en su comisaría? ¡Han pedido a los obreros cenetistas de Barcelona que derramen una vez más su sangre y salven la situación! ¡Y ellos a resguardo, en sus Rolls-Royce y sus Hispano-Suiza! Según esa caterva, el proletariado, en tiempos normales, debe respetar la ley burguesa, ser continuamente estafado, con sus militantes maltratados, pero en momentos de peligro, se afloja la cadena y se les pide que mueran generosamente. ¡Es patético!

—¿Sabe algo de la defensa de Barcelona, si es que existe?

—Se ha convocado con urgencia a García Oliver para que se ponga a la cabeza de seis divisiones confederadas y dirija las operaciones. Algo inútil, claro.

—García Oliver no es militar.

—Cierto.

—Y los obreros de Barcelona ya no pueden más, usted lo ha dicho, están desmoralizados por la marcha de la guerra, el hambre, los bombardeos…

—Amigo Mascarell —Amadeu Sospedra iba cargándose de adrenalina a medida que hablaba—, ¡se ha matado la revolución y con ello se ha matado la guerra contra el fascismo! Para comprender el presente hemos de remitirnos al 3, 4, 5 y 6 de mayo del 37. Fueron los estalinistas los que provocaron y organizaron aquellos acontecimientos, con el desarme del proletariado, la destrucción de sus organismos de lucha, los asesinatos de militantes obreros, instaurando un régimen de terror contra ellos. ¡Recuerde usted la forma en que se les echó de la Central Telefónica, propiedad del capitalismo americano, y cómo se les ametralló! ¡Usted es policía, aunque en su descargo debo reconocer que nunca ha sido un maldito burgués, porque tiene conciencia social! —Hizo una pausa una vez dejado claro ese punto, pero no menguó su ánimo combativo y cada vez más exaltado—. Mire, todo se justificaba por la política del Frente Popular de que primero había que ganar la guerra. Pero estábamos solos, no se ganó el apoyo de Francia e Inglaterra, y más solos estamos ahora. El proletariado catalán es el que más ha sufrido, y en consecuencia el que está más harto. Los obreros de Barcelona se daban perfecta cuenta de que Franco y los suyos representaban lo peor, pese a su desconfianza en Negrín, que a fin de cuentas es un españolista, pero desde mayo del 37 ¿qué les ha quedado? La mayoría del proletariado de Barcelona es anarquista, mientras que en Madrid es comunista. Aquí, el 19 de julio, aplastaron el embrión de la rebelión militar. Si hubieran hecho igual los obreros de toda España, los fascistas ya habrían sido expulsados. ¡Barcelona ha sido el latir de este país! De aquí, en apenas unos días, salieron doscientos mil voluntarios, con Durruti, Ortiz, Rovira o Domingo Ascaso al frente. Madrid ha resistido desde el comienzo de la guerra, pero a Barcelona le toca resistir después de treinta meses, cuando ya estamos desangrados. ¿Y con qué?

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