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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (10 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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—Yo no veo a Patro desde hace días… no, semanas. Estando mi hijo combatiendo…

—¿Le suena el nombre de Mercedes Expósito?

—No, no, señor.

Se estaba quedando sin caminos. El único, Patro, había volado.

—¿Qué puede contarme de ella?

—¿De Patro? —Mantuvo la sensación de ignorancia—. No demasiado, créame.

—Pero es la novia de su hijo.

—Bueno, la novia… —Enderezó la espalda, como si la idea se le antojara incómoda—. Salía con mi Lluís antes de que él se fuera, pero no estaban prometidos ni nada. Pienso que hoy en día se emplean algunas palabras con demasiada frivolidad, y «novios» es una de ellas.

—La información que tengo es que Lluís estaba loco por Patro.

Era una mujer que había sido joven, adolescente, a fines del siglo pasado. Su aspecto era el de una pequeña gran dama. Sus ojos en cambio reflejaban los mismos sentimientos que cualquiera en las circunstancias del momento. Tal vez se tratase de una familia venida a menos. La señora Anna había dicho «el hijo de los Sanglà», como si eso fuera una seña de identidad.

La expresión «loco por Patro» no le gustó.

Pero la aceptó.

—Ya sabe cómo son los jóvenes de hoy en día. —Suspiró.

Miquel Mascarell apartó a Roger de su mente.

—Sí.

—Mi hijo es un buen chico —manifestó ella con serenidad—. Lo tuve casi a los cuarenta, ¿sabe? Un milagro. Ya no lo esperaba. Para mí y para mi marido fue una bendición. Sobre todo para él, que murió cuando Lluís tenía apenas trece años. Ha sido un estudiante modelo, tiene conciencia, corazón, y si Dios permite que regrese sano y salvo, sé que será una persona de bien, que es más de lo que puedo pedirle ya a la vida después de lo que está pasando. —Su orgullo se desbordó hasta contenerse—. Patro también es una buena chica en el fondo. Diferente, eso sí, más… bueno, no sé —hizo un gesto desabrido y dejó la siguiente frase sin concluir—, pero la guerra…

—¿Cambió?

—¿Y quién no? Una chica joven y tan guapa, con el hambre que hay, tanto miedo, mi hijo peleando lejos…

—Siga —la invitó al ver que se detenía.

—Que yo sepa, porque se trata de lo que me han dicho, no de que lo haya visto con mis propios ojos, ella conoció recientemente a otro.

—¿Sabe de quién se trata?

—Se llama Jaume Cortacans.

—¿Cortacans?

—¿Le suena?

—¿Los de la Bonanova?

—Los de la Bonanova, sí —le confirmó.

—Creí que se habían ido al empezar la guerra, cuando les requisaron las fábricas, aunque ellos se declararon leales a la República.

—No lo sé. Puede que unos y otros ya estén volviendo, ¿no le parece?

Tenía sentido.

—¿Quién le habló de Jaume Cortacans?

—La hija de mi hermana, Empar. Fue la que me dijo que les vio juntos hará cosa de dos o tres semanas, paseando o qué se yo. Se la llevó aparte y le afeó a Patro su comportamiento. Le dijo que Lluís estaba luchando por todos nosotros, y que se lo pagaba de esa forma, dejándose ver con otro. Patro le contestó que cuando Lluís regresara ya hablarían y dejarían las cosas claras, y que a lo mejor… Pero que eso estaba lejos de momento, y no servía de nada si ella se moría de hambre.

—¿Le dijo eso mismo?

—Creo que sí.

—Si no recuerdo mal, la casa de los Cortacans fue requisada los primeros días de la guerra, como muchas otras —dijo en voz alta, más para sí mismo que para su anfitriona—. ¿Dónde se encontró Empar con ellos?

—No lo sé.

—¿Podría darme las señas de su sobrina?

—Ya no están en Barcelona —murmuró con tono lúgubre.

—No entiendo.

Lo entendió nada más terminar de decirlo, cuando a ella se le llenaron los ojos de lágrimas mal contenidas y bajó la cabeza para mirarse las manos vacías.

—Se marcharon ayer, a Figueres, por si las cosas iban tan mal dadas como parece. Mi hermana, su marido, las tres chicas…

Y ella se quedaba sola, a la espera del hijo que tal vez no regresara nunca.

Otro camino cerrado.

—Lamento haberla molestado, señora.

—Oh, no, en serio —exclamó sin apenas énfasis—. Aunque no deja de sorprenderme.

—¿Qué es lo que la sorprende?

—Que aún haya policía, un orden, y se busque a una persona desaparecida.

—La vida sigue.

—¿Está seguro?

No supo si la engañaba, pero trató de que su voz sonara lo más firme posible cuando le respondió:

—Sí.

Se puso en pie. Su anfitriona hizo lo mismo. Vacilaron un par de segundos, hasta que él inició la retirada enfilando el pasillo hasta el recibidor. Al pasar por delante de la cocina se atrevió a pedirle un vaso de agua. Descubrió que tenía la garganta seca. La señora Sanglà se lo ofreció y aguardó a que lo terminara. En la pared frontal a la puerta de la cocina vio diversos retratos, pinturas de una sobriedad exquisita. Una era de ella, de muchos años antes. Una mujer sin duda atractiva. Como Quimeta.

Quimeta, sola en casa, mientras él jugaba todavía a policías y ladrones.

O asesinos.

—Gracias. —Le devolvió el vaso.

No hubo más. Alcanzaron el recibidor, se estrecharon la mano y el visitante salió al rellano. Ella no cerró la puerta, por cortesía, hasta que él hubo desaparecido por el primer tramo de las escaleras, rumbo a la calle.

El día seguía siendo apacible y hermoso aunque frío.

Miquel Mascarell volvió a caminar.

Enfiló por la calle València, en dirección al centro.

Todavía le quedaba una salva que disparar.

Mientras caminaba, intentó hacerse un mapa de la realidad, o mejor decir de la nueva realidad. Patro Quintana había conocido a Jaume Cortacans. Nada menos. Desde luego, eso significaba que las ovejas volvían al redil. La mayoría de familias burguesas de Barcelona habían preferido abandonar la ciudad al empezar la guerra, para refugiarse en sus casas de campo o en lugares donde pudieran pasar más inadvertidas. Con sus mansiones de Sarrià o la Bonanova requisadas, lo mismo que las fábricas, negocios o empresas, sobre todo las que tuvieran vinculación con sectores afines a la guerra, armamento, alimentación, textil, su adhesión a la República siempre había resultado más que sospechosa en infinidad de casos. ¿Cuántos de ellos habían sido quintacolumnistas durante aquellos dos años y medio?

¿Qué hacía un Cortacans en Barcelona, libre, como si tal cosa, saliendo con una joven humilde como Patro Quintana?

Por lo menos, de momento, se movía por la misma zona: la casa de Patro, la de los Sanglà, la mercería de la señora Anna. No tenía que andar de lado a lado de la ciudad.

Cruzó la calzada de la calle Bailèn justo a tiempo. Un camión cargado de soldados dobló en ese mismo momento la esquina para enfilar calle abajo. La maniobra le hizo aminorar la marcha. Primero se fijó en los hombres armados, sus rostros extraviados, la dureza de sus facciones. No formaban parte de la Quinta del Biberón. Eran veteranos. Aunque la mayoría no hubiera cumplido todavía los veinticinco años.

De pronto uno saltó del transporte.

Pudo escucharle claramente.

—¡Ésa es mi casa! ¡Mi madre está en la ventana, por Dios, que la he visto!

Los otros no reaccionaron.

—¡Adiós, tened cuidado!

Echó a correr.

Y el camión siguió su carrera, sin detenerse, ajeno, llevando a los hombres a cualquier parte, a la utópica defensa de la ciudad, al muelle para embarcarlos rumbo a Valencia, a la estación de tren, al aeropuerto o a donde fuera, porque la guerra seguía. Si al lado del conductor había un oficial ni tan sólo se había apercibido del gesto de su hombre al escapar.

Miquel Mascarell le vio correr, mirar hacia arriba, agitar una mano, arrojar su arma a la cloaca.

Permaneció en la esquina, desde donde podía ver ambas escenas: el camión alejándose y el soldado transmutándose en civil, volviendo a casa.

Aquel soldado podía haber sido Roger.

La conmoción persistió hasta que no hubo rastro de uno ni de otro.

Aun así, tardó en reaccionar.

Llegó a la siguiente calle, Girona, y dejó de pensar en cuanto le torturaba inevitablemente a cada momento. De pronto, ante el irremediable fin, la muerte de Roger se le antojaba más y más absurda. Era una cuña hundida en su cerebro. Sentía rabia. Una rabia sorda y tan devoradora como el cáncer que se estaba llevando a Quimeta. Tuvo que centrarse de nuevo al detenerse por segunda vez en las últimas horas delante de la casa de Patro Quintana.

La garita de cristal de la portera volvía a estar vacía.

Subió al segundo piso y llamó a la tercera puerta.

No confiaba en su suerte. Una especie de desaliento le dominaba más y más, empujándole al hastío, a la rendición, obligándole a cuestionarse qué estaba haciendo en la calle en lugar de esperar en casa el desarrollo de los acontecimientos, al lado de su único punto de contacto con la esperanza, como el soldado que acababa de preferir la vida a la muerte. No confiaba y, sin embargo, quizás aquello era lo que le mantenía con vida.

Para su sorpresa, escuchó un ruido al otro lado de la puerta.

Volvió a llamar, no sólo al timbre; también a la madera, con los nudillos.

—¡Abran!

—¿Quién es? —preguntó una voz queda, de marcado tono infantil.

—Policía.

Hubo una pausa.

—¿Qué quiere?

—Abre —insistió—. Necesito hablar con alguien de la casa.

—No puedo abrir, señor.

—¡Abre! ¡Soy un representante de la ley!

—Estamos solas —proclamó la voz del otro lado—. No me dejan…

—¿Quieres que eche la puerta abajo?

Aquello debió de ser definitivo.

Pasaron tres segundos.

Luego la puerta se abrió y por el quicio aparecieron dos niñas. Una, la mayor, tendría unos once años. La otra, la menor, agarrada de la mano de la primera, no rebasaría los cinco. Las dos se lo quedaron mirando mitad alarmadas mitad expectantes. Tuvo que dulcificar su expresión para no asustarlas más.

—Hola.

No obtuvo respuesta. Las miradas se hicieron inquisitivas.

—Busco a Patro, ¿está en casa?

—No —dijo la primera.

—¿Cómo te llamas?

—María.

—¿Y tú? —Se agachó para ponerse a la altura de la pequeña.

La niña se refugió de inmediato detrás de su hermana mayor.

—Ella se llama Raquel —le informó María—. ¿Para qué busca a Patro?

—Para hablar con ella.

—¿De qué?

—De una amiga suya. Mercedes Expósito, Merche. ¿La conoces?

—No.

—¿Nunca ha estado aquí? —Le mostró la fotografía de la hija de Reme.

—No —respondió María tras mirarla con atención.

Se la guardó de nuevo en el bolsillo.

—¿Cuándo volverá Patro?

—No lo sé.

—¿Puedo esperarla dentro?

—¡No! —Hizo ademán de ir a cerrar la puerta.

—¿Seguro que no está en casa?

La pequeña Raquel negó con la cabeza, muy seriecita, con los ojos muy abiertos. La reacción de la verdad y la inocencia.

—¿Cómo es que os deja solas?

—Yo ya soy mayor —dijo María.

—Estaba cuidando a Anna Maria, en la mercería de la señora Anna, pero ya se ha ido. —Sonrió para tratar de infundirles confianza—. Pensé que ya habría regresado.

—No siempre vuelve a casa. A veces pasa la noche fuera.

—Nos trae comida —intervino Raquel, más proclive a participar en la conversación.

—¿Os ha dicho algo hoy, antes de irse?

—No —respondió María.

—Patro es mayor, por eso va y viene —colaboró Raquel.

—¡Cállate! —le ordenó su hermana.

—¿Por qué?

—¿Es usted policía de verdad? —inquirió María.

Le mostró la credencial. La estaba sacando más durante aquel día que en las últimas semanas de deterioro de la situación. La niña la inspeccionó con ojo crítico.

—¿Y vuestra madre?

—Está con papá.

—¿Y dónde está vuestro papá?

—En el cielo.

Raquel secundó las palabras de su hermana mayor apuntando con el dedo índice de su mano izquierda hacia arriba mientras asentía con la cabeza.

—¿Quién cuida de vosotras? —Miquel Mascarell tragó saliva, intentando mantener su equilibrio emocional.

—Patro.

Patro Quintana se estaba convirtiendo en un personaje singular.

Aunque a quien buscase fuese a su amiga Merche.

—De acuerdo. —Suspiró vencido—. Ya volveré cuando Patro esté aquí.

No hubo ni siquiera despedida. Fin de la visita. Radical. María empujó la puerta hasta cerrarla y separarlo a él del piso. Se quedó en el rellano por espacio de unos segundos con un profundo mal sabor de boca que se le llenó de saliva agria. Por si acaso aplicó el oído a la madera, pero del otro lado no le llegó sonido alguno. Las dos niñas volvían a su seguridad, a la espera de la hermana mayor que iba y venía, pasaba alguna noche fuera de casa y les traía comida mientras los padres, desde el falso cielo de su ilusión, las protegían de todo mal.

—Mierda… —rezongó.

Tenía un buen trecho a pie hasta la Bonanova, y de subida, aunque fuese relativamente suave, así que no perdió más tiempo y regresó a la calle para iniciar la marcha.

14

¿Cuántos Cortacans habría en Barcelona? ¿Y si se trataba de otro?

«No, la señora Sanglà lo ha confirmado y me lo ha dicho bien claro: los Cortacans de la Bonanova».

Nada menos.

No era un experto, pero había apellidos y apellidos.

Aunque ir a la Bonanova a ver una casa… ¿vacía?

¿Habrían vuelto a ella o estarían en otra parte, tal vez en un piso menos llamativo?

Al estallar la guerra, cuando Barcelona se echó a la calle para defender su integridad, el orden constitucional, la Generalitat y la República, la conmoción libertaria lo había barrido todo de extremo a extremo. Una masa extrovertida que se uniformaba en mangas de camisa había impuesto un tono igualitario como primer síntoma del hecho revolucionario. Luego se habían quemado iglesias y conventos, saqueado almacenes e incautado fábricas así como los principales edificios urbanos. En el Hotel Falcón se instaló el Partido Obrero de Unificación Marxista. En la Escuela Náutica el Comité Central de Milicias Antifascistas, árbitro de la situación en aquellos momentos épicos. En el Hotel Colón se instaló el Partit Socialista Unificat de Catalunya. En Fomento del Trabajo la CNT-FAI. En la Pedrera…

Algunos empresarios se habían apresurado a poner sus fábricas al servicio de la ciudad, la Generalitat y la República. Los más listos y rápidos. Eso no significaba que todos lo hicieran de corazón o buen grado. Primero, salvar la vida.

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