No le quitó la caja de las manos.
Tampoco se sentó.
—¿Has cenado?
—Yo sí. ¿Y tú?
—¿En serio? —No la creyó.
—Quedan garbanzos, y puedes ver los platos en el fregadero. No los he limpiado. ¿Te preparo algo?
—Ya lo haré yo.
—No, tú te sientas. ¿No dices que has pasado el día de aquí para allá? Por Dios, que yo no he hecho nada y no me estoy muriendo.
Esto último lo dijo con intención.
Porque a veces, ella, bromeaba a conciencia.
Quimeta se levantó, dejó sobre la cama la caja de las fotografías, más bien un cofrecillo, y salió de la habitación llevándose la vela. Miquel no tuvo más remedio que seguirla para no quedarse a oscuras.
Se había limpiado el abrigo antes de subir, pero sus pantalones conservaban el polvo del paseo a gatas por aquella casa en ruinas. Se los sacudió de nuevo con más brío, confiando en que ella no lo notara con tan poca luz. La visión de los garbanzos en la cocina hizo que su estómago se alborotase otra vez. El sonido fue tan cavernoso que hasta su mujer lo escuchó.
—Vaya por Dios. —Suspiró.
La vio moverse por la cocina, recoger un cazo, llenarlo con agua, echar bajo el fogón un puñado de astillitas y una hoja de periódico, porque no había carbón, luego prender una cerilla y arrancar la primera llama de él. Los garbanzos eran escasos, los últimos. Colocó el cazo sobre el fuego, lo alimentó con más hojas de periódico y entonces buscó los cubiertos, la servilleta.
Miquel Mascarell pensó en Jaume Cortacans.
Su defecto le había impedido ir a la guerra.
Eso sí era suerte, aunque también dependía del bando en el que hubiese preferido combatir porque, por lo que había dejado traslucir en su breve conversación, era fiel a la República.
—Me olvidaba. —Se detuvo en seco Quimeta—. Te han llamado por teléfono.
—¿Ah, sí? —Se extrañó de veras—. ¿Y por teléfono?
—Es lo único que funciona. A mí también me parece asombroso. —Y le dio el mensaje—: Era ese amigo tuyo, el médico, Bartomeu Claret.
—Estuve con él ayer por la mañana.
—Pues quiere que vayas a verle.
—¿Cuándo ha sido eso?
—A primera hora de la tarde.
—Vaya.
Se quedó atrapado en zona de nadie, sin saber si sentarse a cenar los últimos garbanzos o marcharse. Miró la hora y se preguntó si su amigo seguiría en el hospital. Apostaba a que sí, pero salir de noche, aunque la distancia no fuese excesiva…
—Voy a telefonearle.
—Cena primero.
—Un minuto, mujer.
—Vas a desmayarte, eso es lo que te va a pasar.
Fue hasta el teléfono, descolgó el auricular, buscó el número en la agenda situada al lado y lo discó. Tuvo que pasar dos controles previos antes de que una tercera voz le dijera que el doctor no podía ponerse al aparato. Le dejó el recado de que le llamara, colgó y regresó a la cocina, a por sus garbanzos, intentando no parecer hambriento. La mesa del comedor ya estaba dispuesta, así que se sentó en su sitio y Quimeta hizo lo mismo enfrente.
Tomó una primera cucharada.
Su estómago se volvió loco.
Tomó una segunda cucharada.
Cerró los ojos, mientras intentaba masticar de forma pausada, y permitió que la sensación de placer lo inundara. El sabor era intenso, sus glándulas salivares segregaron más y más líquido. La tercera cucharada apenas si pudo masticarla.
—Despacio —le aconsejó ella.
—Ya. —La observó con contenida desesperación—. ¿Vas a quedarte ahí plantada como un pasmarote viéndome cenar?
—¿Quieres que me vaya?
—No, mujer. —Se sintió mal por haberlo dicho.
—Desde luego…
—Era broma.
Había ya ingerido la mitad del plato y tenía más hambre que al comienzo.
—Miquel.
—¿Qué?
—Vicenç y Amàlia se han ido, ¿verdad?
¿Mentía?
—¿Por qué lo dices?
—No sabemos nada de ellos desde hace una semana.
—No están los tiempos como para ir de visita.
—Miquel, mírame.
Dejó de masticar.
—Vamos, Quimeta.
—¿Se han ido o no?
—Supongo que sí.
—¿Sólo lo supones?
—Me dijo que pensaba hacerlo, sí, hoy o mañana.
—¿Cuándo te lo dijo?
—No sé… ayer, o anteayer. Me lo encontré y hablamos.
—¿Te pidió que fuéramos con ellos?
—Sí.
—¿Qué le dijiste?
—Que no podíamos.
Cuando a ella se le encendían los ojos temía lo peor. Era su irreductible fuerza interior, su carácter que mantenía firme como una última torre frente al avance del cáncer. Moriría quemando su última energía, en pie. De los dos, siempre había sido la más fuerte, la mejor.
La mejor.
—¿Y si nos arriesgáramos también nosotros? —exhaló Quimeta.
—¿Quieres meterte en una carretera abarrotada de gente desesperada?
—El instinto de supervivencia hace milagros.
—No seas tonta. —Tenía ya aquel nudo en la garganta.
—Aún estamos a tiempo —insistió ella.
—Ya lo hemos hablado —arrastró cada palabra hasta el límite—. Esta mañana, ayer, anteayer…
—La frontera no está lejos.
—¿Y crees que les dejarán irse de rositas, sin más?
—Mejor morir de pie que…
—Quimeta… Ni siquiera sabemos si los franceses les permitirán pasar, que menudos son.
No se rendía. Era el momento de su guerra. Eso significaba que se encontraba lo suficientemente bien como para sostenerla. Un alto en su Vía Crucis personal.
—Mira que eres terco.
—No lo soy.
—Como una mula.
—¿Vas a pasarte la noche discutiendo otra vez?
—¿Qué te harán? —insistió.
Dejó la cuchara en el plato. Le quedaban apenas dos viajes con ella para terminárselo. Alargó la mano, tomó el vaso de agua y lo apuró hasta más de la mitad.
—He sido un buen policía, nada más.
—Leal a la República.
—No me he significado en nada. —Bajó la cabeza avergonzado al oírse a sí mismo decir eso.
—Diles lo que quieran oír.
—Ya.
—Harán falta personas como tú, aunque sea a base de tragar por un lado y engañarles por otro.
—¿Crees que se dejarán engañar?
—No pueden fusilar a todo el mundo.
Lo dijo con un tremendo sentimiento de frustración.
—Tranquila. —Alargó la mano para tomar las suyas—. Y no volvamos a hablar de esto, ¿quieres?
—Es que…
El timbre del teléfono le salvó del abismo en el que se asomaban cada vez que el inevitable miedo los atrapaba. Se sobresaltó, porque no lo esperaba y porque intentaba volcar toda su atención y su amor en ella, para evitar que se derrumbase, llorase o Dios sabía qué más podía sucederle ya.
Antes de levantarse se llevó otra cucharada de garbanzos a la boca.
—¿Dígame? —habló todavía con ella medio llena.
—¿Miquel?
—Hola, Bartomeu —lo reconoció.
—¿Qué te pasa?
—Estaba terminando de cenar.
—Bienaventurado tú.
—Los últimos garbanzos, no vayas a creer.
—Escucha, que no tengo mucho tiempo. ¿Puedes pasarte por aquí?
—¿Cuándo?
—Eso depende de ti. Puedes hacerlo mañana, si es que seguimos en el mapa, o darte un paseo ahora. Yo esta noche dormiré aquí.
—¿Para qué quieres…?
—Esa chica que andabas buscando.
—¿Mercedes Expósito?
—La misma.
—¿La tienes?
—Podría ser. Y en tal caso me iría bien que la identificaras.
—¿Está…?
Los garbanzos se le alborotaron en el estómago.
—Lo siento —dijo el médico—. ¿Vienes?
—Sí, ahora mismo voy.
—De acuerdo, te espero.
Colgaron al unísono, aunque Miquel Mascarell se quedó unos segundos quieto, apoyado en el teléfono, con el ceño fruncido y la cabeza llena de disparos silenciosos, los de su propia guerra civil.
Luego regresó a la cocina, a por su última cucharada de la cena y para decirle a Quimeta que salía un momento.
Escapando de una realidad para sumergirse en otra.
Ya no bombardeaban. ¿Para qué? Las calles, aún más vacías de noche, eran las de una ciudad muerta. Sin luces, sin tráfico, sin nada que permitiera intuir un poco de vida ni tan sólo al otro lado de las ventanas de las casas. Sus pasos rebotaban en la propia estela del miedo, solidificada. Y de noche el frío se acentuaba, así que caminaba encorvado, encogido, buscando ofrecer menos volumen corporal frente a la gelidez ambiental.
Más allá de Barcelona, de Catalunya, de España, la vida seguía, el mundo se movía. Pero allí la vida se había detenido.
Sin esperanza.
«¿Qué dirá la historia dentro de cincuenta o cien años?».
Al diablo la historia.
Le dolía el estómago. Los garbanzos daban vueltas sin parar, arriba y abajo. La noche tenía una extraña serenidad, era grave. Sin el rumor de los aviones uno podía levantar la cabeza y mirar al cielo sin recelo. De haber sido verano, tal vez todo habría sido un poco distinto. Sólo un poco. Pero la derrota en invierno era más cruel. Habían sido tres veranos de infierno y tres inviernos de dolor.
Se preguntó cómo sería el próximo verano.
El próximo invierno.
«Quimeta ya no estará».
Los garbanzos se le dispararon, pero hacia arriba. Subieron como un magma caliente por su garganta hasta estallarle en la boca. La arcada y el vómito fueron parejos. Lo único que pudo hacer fue inclinarse hacia adelante y soltar la papilla mientras su mano derecha buscaba un punto de apoyo en la pared más cercana. Vaciló hasta encontrarlo y entonces soltó el resto.
Su cena.
Con la última energía lo único que expulsó de sus entrañas fue bilis.
Se quedó apoyado en la pared unos segundos, con los ojos cerrados, mareado, exhausto. Le dolía tanto el pecho que temió que se tratara de un infarto.
Esa idea se le rebeló en la mente.
«¡No!».
Recordó lo que acababa de hablar con Quimeta, el momento de decirle que había sido un buen policía y nada más, sin significarse en nada pese a su lealtad a la Generalitat y la República. La voz de su mujer regresó de algún lugar de su memoria:
«Diles lo que quieran oír. Harán falta personas como tú, aunque sea a base de tragar por un lado y engañarles por otro».
Tragar y engañar.
Por ella lo haría todo, mentir, decir lo que fuera, pero después…
¿Qué? ¿Sobrevivir, solo?
Se llevó una mano al pecho y lo presionó. La respiración fue acompasándosele poco a poco. Luego bajó la misma mano hasta el lugar en que llevaba su pistola, su arma reglamentaria, y la palpó, como si necesitara de su contacto para estar seguro de algo.
Dos balas.
Nunca había utilizado su arma contra nadie.
Dos balas.
Guardadas desde hacía algunas semanas, para Quimeta y para él, ahora lo veía claro.
«No os conformaréis con ganar —musitó rabioso—. Vais a arrasar Barcelona, Catalunya entera, a matar a todo aquel que no comulgue con vuestras ideas, a reprimirnos hasta que derramemos la última gota de sangre, como en 1714.»
La rabia le hizo endurecerse.
Rebelarse ante la depresión.
No quería morir solo, en la calle, para que luego su cuerpo fuera dejado a un lado un día, dos, tres, pudriéndose, olfateado por los perros hambrientos antes de que pudieran llevárselo.
No quería escapar con tanta facilidad, dejando a Quimeta a su suerte.
Se enderezó al sentirse mejor y se apartó de su vómito. Tenía los zapatos y la parte más baja de los pantalones manchados de papilla. No se limpió. No valía la pena. Reanudó su paso, de manera más vacilante, y se abrigó un poco más, porque ahora se sentía empapado de sudor.
Cubrió la distancia final con el hospital apartando cualquiera de sus pensamientos negativos, hasta lograr concentrarse en lo que iba a hacer.
Si el cadáver de que le había hablado Bartomeu era el de Mercedes Expósito…
¿Qué?
Dentro del Hospital Clínic el ambiente no era muy distinto del conocido durante el día, aunque sí apreció una mayor lasitud, como si las horas nocturnas ralentizaran los movimientos, las acciones y los gestos. Hasta un parpadeo parecía hecho a cámara más lenta.
No tuvo que preguntar por el médico. Le estaba esperando. Caminaron el uno hacia el otro y se dieron la mano, siguiendo el ritual más habitual. Bartomeu Claret apreció su aspecto.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
—Pues estás pálido.
—Me ha sentado mal la cena, ya sabes, paella, el bistec, la crema catalana… ¡Ah, y el Penedès!
—¿A que te saco a patadas? —El médico forzó una sonrisa—. ¿Cómo se te ocurre mentar esas palabras prohibidas aquí?
—Creía que los doctores comíais bien.
—Como los policías, no te fastidia.
Le pasó una mano por los hombros y lo guió hasta la zona del depósito de cadáveres. Miquel Mascarell se dejó llevar. Todavía sentía debilidad en las piernas a causa del vómito, dolor en el pecho a causa de la regurgitación violenta y el mal sabor de boca derivado de los ácidos y su mal aliento. No quería ver un cadáver. No quería descubrir que la muchacha con la que iba a encontrarse era la hija de Reme. No quería y, sin embargo, sabía la verdad de antemano. Como policía atendía a lo más elemental en cada caso: la lógica.
Por lo menos ya no vomitaría.
—¿Esa chica…? —musitó.
—Unos quince o dieciséis años, más o menos. Cabello negro, muy guapa…
—Mierda, Bartomeu.
—Antes no me has dicho para qué la buscabas, sólo que era un caso en el que trabajabas.
—Y así es.
—Me parece que es algo más, Miquel.
Se encogió de hombros sin mucha convicción.
—Su madre me pidió que la buscara, me dijo que había desaparecido, y yo no le hice mucho caso, dadas las circunstancias. En el fondo me la quité de encima. No era más que una vieja ex prostituta a la que había detenido un par de veces hace años. Eso fue ayer. Esta mañana la mujer ha muerto, estrellada contra el suelo, y no pienso que haya sido un suicidio, porque no tiene sentido que se haya tirado de su balcón, máxime con su hija desaparecida. Eso sin olvidar otros indicios.
—La guerra está perdida —dijo el médico—. Aún hay venganzas de última hora, como en el verano del 36.
—¿Quién iba a vengarse de una cría de quince años o de una mujer que no tenía nada?