Cuatro días de Enero (17 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

BOOK: Cuatro días de Enero
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La carta terminaba así, abruptamente, como si algo lo hubiera arrancado de la paz con que la escribía, con aquella simple reflexión en torno a una de las manías de Quimeta. Casi parecía un chiste. Una carta sin final, que habría seguido escribiendo al día siguiente, o al otro.

La leyó una segunda vez.

Luego la guardó en el bolsillo y pensó en volver a casa, olvidarse de Remedios y Mercedes Expósito.

Algo inútil.

La bala perdida que había matado a Roger pudo ser disparada por cualquiera. El que hizo la carnicería con Merche en cambio tenía un nombre.

Miró la hora y se puso en pie.

23

Pasó delante del estanco de la esquina de Rambla de Catalunya con Rosselló. El rótulo ya era habitual: «Esta semana no hay
saca
». Ni siquiera un paquete de tabaco por persona. En la pared leyó otros carteles: «Mujer, ni el hogar ni los hijos pueden detenerte. Toma la defensa activa o lo perderás todo», «¡Resistir!», «¡No pasarán!». Un poco más abajo encontró al chico que vendía los periódicos y le compró
La Vanguardia
. No quiso leerlo de camino. Tenía prisa. Lo único que vio fue el titular, debajo del número, el 23.357, y el rótulo que lo definía como «Diario al servicio de la democracia». Decía: «El Llobregat puede ser el Manzanares de Barcelona». Luego estaban los subtítulos: «La batalla de Cataluña», «Las tropas españolas contienen con heroísmo los intensísimos ataques de las divisiones italofacciosas», «La aviación extranjera persiste en sus ataques contra las poblaciones civiles de las zonas catalanas».


La Vanguardia
, claro —dijo en voz alta.

Se guardó las cuatro páginas del periódico, dobladas, en el bolsillo derecho, porque el izquierdo seguía siendo propiedad de Merche y ahora también de Roger, y mantuvo el ritmo de sus pasos una vez decidido el cambio de su rumbo.

Se dio cuenta de su prisa.

En cuanto bajaba la guardia se le aparecía el cuerpo de Merche.

Y necesitaba de su mejor temple para seguir creyendo que podía hacer algo antes de que todo terminara.

Aquella carta también le había disparado la adrenalina.

Llegó a la redacción de
La Vanguardia
sin excesivas esperanzas de encontrar a nadie, tanto por lo temprano de la hora como por la situación, pero tampoco se sorprendió al ver a los que quedaban al pie del cañón trabajando en el periódico del día siguiente, con una aparente normalidad no exenta de tensión. Su objetivo se hallaba apoyado en una mesa, con los brazos cruzados, escuchando lo que le decía un compañero. Al verlo aparecer alzó las cejas y, desde la pequeña distancia que los separaba, le expresó su sorpresa con un radical:

—¡Coño, Miquel!

Al contrario que Amadeu Sospedra, Rubèn Mainat era un periodista menos impetuoso y visceral, más entero y con los años precisos como para merecer un respeto ganado a pulso. Tendría más o menos su edad y la guerra no parecía haber influido en su aspecto, porque seguía siendo más que orondo. Con su calva reluciente, los ojillos de águila y el bigote frondoso, su aspecto impresionaba. Solía escribir de todo, porque también sabía de todo y conocía a todos. Entre un confidente de la calle y él, Miquel Mascarell lo prefería a él. Raramente se equivocaba. Nunca mentía.

Una
rara avis
de la prensa.

Esperó a que Rubèn Mainat terminara de hablar, cosa que hizo prácticamente de inmediato. El periodista se excusó con su interlocutor y se acercó hasta donde se encontraba su visitante, todavía en la puerta de acceso a la ya exigua redacción, sin atreverse a entrar en ella.

Los dos hombres se estrecharon la mano con fuerza.

—¿Cómo estás, Rubèn? —El primero en hablar fue Miquel Mascarell.

—Como en Pompeya antes de que el Vesubio les sepultara. ¿No te largas?

—No.

—¿Por qué?

—Mi mujer. Está enferma.

Rubèn Mainat chasqueó la lengua.

—Yo también me quedo. ¿A dónde voy a ir con este cuerpo? —Acarició su abdomen con las dos manos y volvió a arquear las cejas mitad resignado mitad indiferente—. De todas formas ya veremos qué pasa. ¿A qué debo el honor?

—¿Tienes un par de minutos?

—Me recuerdas al Miquel Mascarell inspector de policía.

—Soy el Miquel Mascarell inspector de policía.

—¿Ah, sí?

—¿No estás tú aquí, trabajando? Pues lo mismo yo.

—¿En serio?

—¿Tanto te sorprende?

—Pero si la ciudad entera está manga por hombro.

—¿Y qué quieres, que deje escapar a un asesino?

Logró interesarle. Rubèn Mainat plegó los labios y frunció el ceño.

—¿Estos días?

—¿Qué pasa? ¿Tienen bula?

—Ven.

Le precedió por un pasillo hasta un despachito vacío. Apenas cuatro paredes y una mesa, con dos sillas delante. Cerró la puerta y le señaló la más cercana. Él ocupó la otra, de espaldas a la ventana. Una vez acomodados el periodista inclinó su cuerpo hacia adelante.

Tenía que haber sido policía. Impresionaba.

—¿Qué es lo que estás investigando? —quiso saber.

—Una vieja amiga vino a verme a comisaría. Yo estaba solo. No le hice mucho caso y ahora está muerta. Ella y su hija de quince años. Cumplía dieciséis en unos días.

—¿Y qué esperas encontrar?

—No lo sé.

—Y aunque pilles al que lo haya hecho…

—No lo sé —le repitió.

—De acuerdo. —Rubèn Mainat se echó para atrás y apoyó la espalda en el respaldo de la silla—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Pasqual Cortacans.

El periodista silbó. Largo, trenzando una curva sonora en el aire. La fijeza de sus ojos se hizo aún mayor. Penetró hasta casi el centro de su mente.

—¿Es sospechoso?

—Es una pista.

—Hace mucho que no sé de él, desde que empezó el baile.

—Está en su casa del paseo de la Bonanova.

—¿En serio?

—Lo vi ayer.

—Así que ya están volviendo…

—¿Qué sabes de él?

Se tomó un par de segundos para respirar y reflexionar. Su cabeza estaba hecha de compartimientos estancos. Un archivo ilimitado que se beneficiaba de su excelente memoria. No tenía más que acudir a ella y abrir una puerta.

—Creo que es de Sabadell, de eso no estoy muy seguro. Por lo menos sus padres y los negocios sí estaban allí cuando se empezó a hablar de ellos. Hijo de una familia relativamente influyente, dedicados al textil, con una pequeña fábrica, destaca por su buen olfato para los negocios; consiguió que la pequeña fábrica se convirtiera en una gran empresa y dio el definitivo salto cuando se casó con Berenguela de la Mora, Gela para los círculos sociales, hija de los De la Mora, con ramificaciones en la industria, aceros, serrerías…

—Todo a lo grande.

—Mucho. Y Pasqual Cortacans feliz, en la cúspide. El clásico pez capaz de nadar en todas las aguas, y hasta a contracorriente si es necesario.

—¿Hermanos, hermanas?

—Un par de hermanas, si no recuerdo mal. Nadie que pudiera interferir en sus planes. Por el camino también dejó a algún socio más o menos trasquilado y en la cuneta.

—Tiene un hijo.

—Un chico, sí —lo corroboró—. Una hija se le murió, de algo raro, una de esas enfermedades con nombre imposible. Un golpe que no mucho después se llevó a la madre, pobre mujer. Y no debió de llorarla mucho.

—¿No eres un poco cruel?

—¿Yo? —Puso cara de no creérselo—. De puertas adentro no sé cómo sería su vida familiar, pero de puertas a fuera parece que el tal Pasqual era de todo menos un hombre ejemplar y buen marido. Viajes, libertad, dinero… Hablé con él dos veces, ambas accidentales, y te puedo jurar que daba un poco de miedo. Mejor tenerlo como amigo que como enemigo. Eso sí, era discreto.

—Así que no hay pruebas de que tuviera una vida, digamos, disoluta.

—No.

—Su hijo se llama Jaume. ¿Sabes algo de él?

—No.

—Es tullido… —Buscó la forma de explicar su anomalía física—. Tiene una pierna apenas útil y camina de manera desgarbada. Pudo ser polio o algo parecido.

—Nunca le he visto.

—Al empezar la guerra Cortacans debió de ofrecerse de forma inquebrantable a la Generalitat y a la República.

—Inquebrantable, tú lo has dicho —asintió Rubèn Mainat—. Pero no lo hizo antes de que supiéramos quién iba a ganar aquí. O eso o se lo olió rápido, así que se aseguró de ofrecer su lealtad al vencedor.

—¿Crees que es un fascista?

—Del todo.

—¿Y por qué no lo tocaron?

—No lo sé. Pero una cosa es cargarse a un cura de mierda o vengarse de un vecino cabrón, y otra matar a un tipo como él. Quien hace favores también los recibe. Es un toma y daca. Fue listo y rápido; antes de que sucediera lo inevitable él mismo entregó las fábricas a los comités obreros, los negocios a la administración… y supongo que se retiró discretamente a alguna villa en la que pudiera sentirse seguro, con gente que le protegiera, en la misma casa o en el pueblo. Pasqual Cortacans, para mí al menos, y ya sabes que yo soy un radical, es un cerdo burgués y capitalista, muy burgués y muy capitalista, porque los hay que merecen la pena. Gela de la Mora en cambio era muy querida, una mujer de los pies a la cabeza, discreta, siempre en su lugar, una gran dama.

—El hecho de que hayan vuelto a Barcelona es bastante explícito, ¿no?

—Tú dirás, Miquel.

—¿Sabes algo de su vida privada?

—No.

—Antes has dicho que no era un hombre ejemplar ni un buen marido.

—Hay rumores, pero nunca he sabido si eran ciertos, y ya sabes que a mí me gustan las pruebas, no las palabras que suenan, por bonitas y periodísticas que sean. Otra cosa es lo que se intuye, lo que piensan los demás o uno mismo. De todas formas no era sólo Pasqual Cortacans. Todos esos tipos de la burguesía catalana, rama católica acérrima, meapilas, poniendo cirios a Dios y velas al diablo… —Arrugó su rostro con disgusto—. Gela de la Mora era una mujer encantadora, una gran dama, ya te lo he dicho, pero no dejaba de ser su esposa a fin de cuentas. Y con las esposas no se hace según qué. Las esposas en casa y con los hijos. Para algunos actos sociales iba con ella, pero en otros… No le veo de beato y buen marido. No se correspondía con su imagen en los negocios, porque en ellos su fama era de despiadado. Implacable hasta el punto de cortar cabezas sin inmutarse. A mí es que es un tipo de gente que me revienta, Miquel, ya me conoces y sabes mis ideas. No van a llorar por la República. Ni uno de ellos. No me extrañaría nada que muchos tuvieran contactos con los facciosos.

—¿Quintacolumnistas?

—Lo mismo que te he dicho antes al preguntarme si creía que era faccioso él: del todo.

—Ayer me pareció un tipo bastante siniestro, y resentido.

—¿A ti qué te parece? ¿Cómo no va a estarlo? Lo había perdido todo… hasta ahora. En cuanto entren ellos ¿qué te apuestas a que recupera su patrimonio? De momento, ya me dices que estaba en su mansión de la Bonanova.

—Con un criado que tiene una escopeta para cazar elefantes.

—Oye. —El periodista le miró de hito en hito—. Y esa chica que dices que ha muerto…

—Mercedes Expósito.

—¿Cómo la han matado?

—La violaron y golpearon. Murió reventada.

Rubèn Mainat hizo un gesto de desagrado.

—¿Qué clase de pista asocia a Pasqual Cortacans con esto?

—La chica tenía una amiga, y la amiga estaba saliendo con Jaume Cortacans.

—No es mucho.

—No es nada, pero es lo que tengo. Ni siquiera sé qué buscar o por dónde seguir, porque la amiga ha desaparecido también. Ayer echó a correr nada más oírme decir que era policía. En cuanto a Pasqual Cortacans… me dijo que no sabía dónde estaba su hijo. No me pareció que tuviera una relación muy buena con él, y cuando logré encontrarle y vi lo de su pierna…

—Un hijo impedido que es su único heredero.

—Y creo que con ideas rojas, o por lo menos eso deduje de sus palabras.

—Perfecto —lo aplaudió—. Ya me cae bien ese chico. Y no creo que él matara a la muchacha.

—No seas fanático, Rubèn.

—¿Es fuerte?

—No lo sé.

—¿Y tu asesinada?

—Normal, ¿por qué?

—¿Crees que un hombre con una pierna inútil puede violar a una jovencita en plenitud?

—Sí.

—Entonces apriétale las tuercas.

—Es lo que intento, pero antes necesitaba información.

—¿Por qué de su padre y no de él?

—En primer lugar imaginaba que del hijo no sabrías nada. En segundo lugar, ayer Pasqual Cortacans me lanzó a su perro de presa cuando me fui de su casa.

—¿Cómo que te lanzó?

—Me siguió.

—Normal. Vas a preguntar por su hijo y le dices que es sospechoso de algo. Cualquier padre, por mal que se lleve con su vástago, saca el instinto de protección.

—A mí es que no me pareció que protegiera a su hijo, Rubèn.

La respuesta flotó en el aire.

—Tú y tu instinto, ¿no? —El periodista sonrió.

—Los dos nos servimos de él.

Sostuvieron sus respectivas miradas comprendiendo que habían llegado al punto final de su conversación. No quedaba mucho más que decir. El diálogo de sus ojos fue sin embargo más intenso que el de sus palabras. Un diálogo hecho a base de respeto mutuo.

De reconocimiento.

—Menuda forma tienes tú de pasar el rato, Miquel. —Esbozó una sonrisa el periodista.

Su tono fue condescendiente, de compañero de infortunio, en parte resignado en parte levemente tintado de admiración. Los dos atrapados en medio de ninguna parte. Los dos sintiéndose residuos de un mundo en aras de desaparecer. Ni la vieja policía ni los viejos periodistas tenían cabida en lo que se avecinaba.

El fascismo era control.

Absoluto.

—Gracias por tu ayuda. —Miquel Mascarell se puso en pie.

—Siento no haberte servido de mucho —le secundó su amigo.

—Nunca se sabe.

—A esa chica pudo haberla matado cualquiera. En estos días todo es posible, como en julio del 36. Si dices que era joven y guapa… Un soldado de paso y ya medio loco, un vecino que llevase tiempo espiándola, un ex novio resentido de verla con otro…

—¿Y a su madre? ¿Quién y por qué la mató a ella?

No hubo respuesta. Salían del despachito y enfilaron el pasillo hacia la salida de la redacción. Los escasos héroes del periodismo trabajaban en el último o el penúltimo periódico de la Barcelona leal a la República.

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