Una eternidad.
Fernando ya no estaba allí, y la puerta se había cerrado.
Miquel Mascarell se sintió muy solo.
—Ahora dígame qué está haciendo aquí, inspector…
—Mascarell —se lo recordó antes de agregar—: Y ya se lo he dicho, busco a una joven.
—¿Me toma el pelo?
—En absoluto.
—El Gobierno se ha ido, cualquiera con un cargo político o público ha dejado Barcelona durante estas últimas cuarenta y ocho horas, señor Mascarell. No queda nada por hacer, y menos aún por investigar.
—Yo sigo aquí —le dijo con serenidad—. Y sigo investigando.
—¿Por qué?
—Ética.
—Extraña palabra, ¿no le parece? Ética en tiempos de guerra.
—Precisamente.
—¿Y a quién reporta el resultado de sus investigaciones?
—A mí mismo.
—¿Policía y juez?
—No, eso no.
Pasqual Cortacans unió las yemas de sus diez dedos. Un gesto muy propio de reflexiones en despachos de abogados y asociados a la hora de los negocios. Un gesto delator. Dos años y medio de guerra no cambiaban los hábitos, adquiridos o heredados. Amadeu Sospedra pedía que los obreros dieran su sangre en la última defensa de Barcelona. Y mientras, las águilas volvían a sus nidos.
A veces pensaba que tanto le daban unos como otros. Desde la muerte de Roger sentía que aquél ya no era su mundo. Pero bajo el peso de Pasqual Cortacans y su influjo todavía se sentía capaz de tomar partido.
—Me resulta tan extraño como fascinante encontrar algo de normalidad en estas horas de caos, inspector.
—La justicia no conoce buenos o malos tiempos.
—Pero se supedita a ellos.
No quería discutir de justicia, ni de ninguna otra cosa con él. Pero ahora estaba atrapado, formaba parte de su mundo. Y Fernando seguía al otro lado de la puerta, escopeta en ristre.
Miró un puñado de fotografías diseminadas sobre una mesita. Ellas sí tenían marcos y portarretratos lujosos. En la mayoría se veía a la que había sido dueña de aquella casa, y también a un solitario hijo varón, Jaume. Un chico guapo, como la madre. Si no había ido a la guerra tal vez era porque se había escondido. Otras fotografías, en apariencia más antiguas por el tono de la impresión, mostraban a una niña sonriente y feliz, pero después de una cierta edad, diez, once años, ya no había ninguna más de ella.
—¿Son sus hijos?
—Montserrat y Jaume.
—¿Dónde está él, señor Cortacans?
—No lo sé.
—Debería. Acaba usted de mencionar el caos.
—Ya es mayor.
—¿Están aquí, en esta casa?
—Ahora sí, aunque hacemos vidas separadas. Le veo muy poco. Supongo que estará tratando de reorganizar su propia vida, ver qué amigos le quedan, cómo está todo…
—¿Y su esposa?
—Murió unos años antes de la guerra. No pudo soportar la pérdida de nuestra pequeña Montse, la hermana mayor de Jaume.
—Lo siento.
Su voz sonó más indiferente que pesarosa o agradecida por su condolencia.
—A veces Dios tiene buenos detalles. No permitió que mi mujer viera lo que ha sucedido con España.
Dijo «España» como si fuera suya, con una nota de orgullo y poder en la voz, la «s» sibilina, la «p» rotunda y fuerte, la «ñ» suave y viscosa. Todo ello envuelto en un fugaz halo de rabia.
—¿Dónde han estado estos dos años y medio?
—La guerra es para los políticos y los soldados —respondió evadiendo los detalles.
—Y la paz para los empresarios, sobre todo al comienzo.
—Buen apunte. —Subió la comisura de su labio—. Oiga… —Cambió bruscamente de tono para romper la insustancialidad de su conversación—. Esa joven de que me ha hablado…
—¿Sí?
—¿Era alguien especial, un allegado suyo?
—No, sólo la hija de una vieja prostituta llamada Remedios.
Alzó ambas cejas con sorpresa.
—¿Y qué tiene que ver mi hijo Jaume con eso, si me permite la pregunta?
—Me han dicho que él se veía desde hace unas semanas con una amiga de la desaparecida.
—Hable con la amiga.
—No parece muy dispuesta a hacerlo. —Le mostró las cartas sin ambages—. Ha echado a correr nada más verme.
—¿Cómo se llama esa supuesta conocida de Jaume?
—Patro Quintana.
—¿Patro? —lo dijo como si el nombre fuera una afrenta—. ¿Y la otra?
—Mercedes Expósito. Merche.
—Patro y Merche Expósito. —Se mordió el labio inferior y casi estuvo a punto de sonreír—. No sabía que mi hijo hubiera estado tan apartado de la vida en estos dos años y medio.
—Yo pienso que es todo lo contrario.
—¿Por qué?
—Patro Quintana es una joven llena de esa vida, como Mercedes Expósito, y muy guapa, se lo aseguro. Las dos lo son.
Chocó contra el muro de piedra de sus ojos.
—¿Tiene hijos, inspector?
—No.
—Son una bendición, y también una maldición —repuso con la misma frialdad con la que había hablado de su difunta esposa.
—Escuche…
—No, escuche usted —lo detuvo—. Todas esas jóvenes, guapas, llenas de vida, como acaba de decir, están ahí afuera, en las calles, a merced de lo que sea con tal de poder comer, subsistir un día más. Es lo que la guerra ha hecho de ellas. Muchas venderían su alma al diablo por unas medias. ¿Ha desaparecido una y su amiga le rehúye a usted? Por Dios, ¿qué espera? La que ha desaparecido estará en cualquier parte, donde haya calor, comida, un paréntesis de la guerra. Y la otra no querrá delatarla, por compañerismo. Y tampoco es que abunden mucho los hombres, ¿no le parece? No sé qué pinta mi hijo en todo esto, pero él también es joven, así que…
—Hay algo más, señor Cortacans.
—¿Ah, sí?
—La madre de la muchacha desaparecida, la ex prostituta, ha muerto hoy.
—¿Y?
—Un extraño suicidio que puede encubrir un asesinato.
No se alarmó por la palabra asesinato. Al contrario.
—¿Y espera usted resolverlo antes de que entren las tropas del Ejército nacional?
Las tropas del Ejército nacional.
No le respondió.
Ya no.
Los dos hombres sostuvieron una vez más sus respectivas miradas.
La distancia se agigantó.
Y sin embargo la conversación parecía haber llegado a su fin. El dueño de la casa quería que se marchara. Y él quería irse cuanto antes, para volver a respirar el aire fresco de la tarde.
Un aire limpio.
—Le diré a mi hijo que vaya a verle si sabe algo, inspector.
Sabía que no lo haría, así que no le entregó su tarjeta personal. Por si acaso.
Miquel Mascarell fue el primero en ponerse en pie.
A veces el hambre se hacía acuciante. Otras lograba domesticarla. Éste fue el caso. Lo que no conseguía era vencer la sensación de impotencia. Por todo. Por Quimeta, sola en casa, quizás con un acceso de dolor. Por Reme, muerta, y por Merche, desaparecida. Por la espera del fin de Barcelona, al menos de la Barcelona que había conocido. Y también era impotencia por el mal sabor de boca que acababa de dejarle Pasqual Cortacans.
Si ellos volvían era por algo.
Y no precisamente para llorar el fin de la República.
Enfiló por el paseo de la Bonanova, hacia la izquierda, para descender en dirección al centro de la ciudad. Llevaba la vista hundida en el suelo, por delante de sus zapatos, y la cabeza envuelta en nubes, como si volara. Cumplir con su deber no era jugar a policías y ladrones. Jamás había sido un juego. Pero en aquellas circunstancias le parecía un acto desesperado.
«Te sientes culpable».
Y él mismo se respondió:
«No, no es eso».
¿Entonces qué?
¿Necesidad de morir combatiendo en su guerra personal?
Tuvo un extraño presentimiento y miró hacia atrás un instante.
Por aquella zona no había nadie. No tan sólo se trataba de que fuera el extrarradio, las afueras de Barcelona; probablemente también subsistía el miedo a la presencia de las primeras tropas entrando en ella. A ambos lados se abría un desierto silencioso formado por campos y algunas pequeñas villas ajardinadas. ¿Quién iba a caminar por allí?
Y sin embargo el presentimiento se reprodujo.
Antes de llegar a la plaza de la Bonanova tuvo la certeza final.
Alguien le seguía.
Fue su instinto, la voz de alarma de su sexto sentido, incluso la falta de sutileza de su perseguidor, que cometió un par de errores: un paso ruidoso, el ligero golpe dado a una piedra. Miquel Mascarell se envaró y se olvidó de todo lo demás. Cada paso fue ya una tensión añadida. No volvió la cabeza. No era necesario. Mejor que quien le seguía se confiara, que siguiera creyendo que se trataba de un hombre mayor, incluso un poco sordo.
Su mano rozó la pistola, pero no la extrajo de su funda.
Examinó el panorama a lo lejos, la cercana plaza, la calle Muntaner por la que pensaba bajar. No había dónde esconderse, salvo probar fortuna en uno de los descampados y sorprender al intruso. Claro que eso también podía hacerlo en alguna casa con portal. Meterse dentro y esperar.
«Calma».
Cambió de acera y al llegar a la esquina de la siguiente calle, formada por otro muro de piedra, la dobló, desapareciendo del plano visual de quien le siguiera. Fue entonces cuando su mente se disparó, trabajando a toda velocidad, y reaccionó de acuerdo con sus posibilidades.
Al otro lado, en la acera opuesta, vio una casa en ruinas.
Corrió en su dirección, mirando hacia atrás, para saber si era visto o no, y se ocultó bajo los primeros cascotes, aunque no se detuvo en ellos, sabiendo que el intruso sería lo primero que examinara al descubrir que ya no se encontraba en su campo de visión. Los cascotes formaban una especie de bóveda por la que continuó avanzando, doblado sobre sí mismo. Ahora sí extrajo su arma reglamentaria.
Llegó hasta una habitación que se mantenía en pie. La parte de la izquierda estaba aplastada. La de la derecha se abría en dirección a un pasillo medio derruido. Se internó por él hasta que se vio obligado a gatear para salvar una zona muy angosta. Jadeaba, y se estaba poniendo perdido el abrigo y el pantalón. Al otro lado pudo incorporarse.
No había otra salida. Sólo el pasillo por el que acababa de arrastrarse.
Entonces, por una grieta de la pared, atisbó la calle.
Fernando, el servidor de Pasqual Cortacans, se encontraba en la esquina opuesta, mirando a ambos lados con expresión furiosa. No llevaba su escopeta de dos cañones, pero tampoco le hacía falta. Le bastaban sus ojos y aquellos labios horizontales que formaban un trazo cruel en su rostro. No era la cara de un hombre amable. Era la expresión del diablo. Sin darse cuenta, él apretó aún más la culata de la pistola entre sus dedos.
Su pistola con dos balas.
Fernando no perdió mucho tiempo; acabó cruzando también la calzada, comprendiendo que, o bien había desaparecido o el único lugar en el que, tal vez, se había ocultado, era aquél.
Aunque eso significaba que lo había descubierto.
Miquel Mascarell contuvo la respiración.
Dejó de ver al perro de presa de Pasqual Cortacans cuando éste entró en el terreno de la casa en ruinas. Entonces se aplastó contra la zona más oscura de la habitación en que se encontraba y apuntó con la pistola al pasillo. Si Fernando llegaba por allí, gateando, sería un blanco fácil.
Seguía sin respirar.
Con el corazón a mil.
No escuchó ningún ruido. Nada. Comenzó a imaginar cosas, que Fernando decidía esperarle fuera, hasta que saliera, o que…
¿Qué?
El tiempo dejó de tener un valor real.
Un minuto, dos…
El primer roce fue apenas perceptible. El segundo sonó a trueno ahogado. Lo acompañó un jadeo y una imprecación exhalada en voz muy baja. Fernando se hallaba al otro lado del pasillo.
Miquel Mascarell presionó suavemente el gatillo. Apuntó al lugar por el que debía de aparecer el sicario de Pasqual Cortacans. El hecho de no respirar motivó que los ojos se le llenaran de lucecitas, así que tuvo que soltar el aire retenido en sus pulmones y volver a aspirarlo para nutrirse de oxigeno.
Fernando no llegó hasta él.
Un enjambre de segundos después escuchó otro ruido, y no precisamente donde creía, al otro lado del pasillo derruido que conducía hasta su escondite. O no había querido ensuciarse, o pensó que no estaba allí, o decidió que el riesgo era extremo.
Abandonó la zona oscura y regresó a la grieta de la pared.
El sirviente de Pasqual Cortacans no tardó en reaparecer ante su vista, caminando entre las ruinas de la casa, mirando a todos lados en busca de un rastro o una huella. Desde allí, bañado por la luz de la tarde que ya declinaba sobre Barcelona, pudo verle la cara de fastidio y contrariedad. Puños cerrados, mandíbulas apretadas, rostro contraído.
Se quedó unos segundos de pie, quieto.
Luego renunció.
Cruzó la calzada, llegó a la otra acera y tomó el camino a la mansión de su amo.
Por lo menos desapareció de su vista tras aquella esquina.
Miquel Mascarell no se confió. Se apoyó en la pared, liberando toda la tensión acumulada, pero no se confió. Durante un buen rato, cinco o diez minutos, ni siquiera miró el reloj. Hundió los ojos en aquella esquina, por si aparecía la nariz de Fernando, su sombra, lo que fuera que indicara que seguía al acecho, esperándole.
Cuando estuvo casi seguro de que el hombre no estaba allí desanduvo el camino en dirección al exterior, gateando por la parte angosta del pasillo, hasta la primera habitación, y de ella al exterior.
Continuó con la pistola en la mano.
No la guardó hasta que pudo ver el paseo de la Bonanova, libre del rastro de Fernando.
Sólo entonces su mente se llenó de preguntas.
¿Por qué le había seguido? ¿Por qué le importaba a Pasqual Cortacans controlarle? ¿Por qué el buscar a una adolescente desaparecida despertaba su alarma? ¿O sólo era por ser policía y no se fiaba? ¿Querían ver a dónde iba, qué hacía o dónde vivía? ¿Había algo más?
Preguntas.
Pero con alguien como el viejo burgués no podía fiarse.
«¿Y ahora qué?», se dijo.
Plaza de la Bonanova, calle Muntaner abajo, su casa.
Paseo de la Bonanova, la mansión Cortacans, el instinto.
Quería irse a casa. Había llegado a asustarse por la presencia de Fernando tan cerca de él, pero echó a andar en dirección opuesta, de regreso a las inmediaciones de la mansión Cortacans.