Cuatro días de Enero (16 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

BOOK: Cuatro días de Enero
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—Perdone, no tenía que haberme presentado así. Lo siento. —Su rostro se trastocó en una mueca de dolor.

—Al contrario, perdóneme a mí.

—Yo…

Miquel Mascarell le puso una mano en el hombro. Estuvo a punto de abrazarlo. Era un poco mayor que Roger, pero eso se le antojó lo de menos. No lo hizo por alguna extraña dignidad y respeto, quizás para mantener el equilibrio entre el vértigo de sus sensaciones.

—¿Cómo se llama?

—Tomàs Abellán.

—Recuerdo un Tomàs en una de sus cartas.

—Ése era yo. —Sonrió con ternura—. Luchamos juntos desde el 37. Codo con codo.

—¿Estaba con él cuando murió?

—Sí, sí, señor. Yo le enterré.

—¿Usted?

—No quise dejarlo allí tirado. Me la jugué, pero era lo menos que podía hacer con él. Estábamos ya en retirada y otros compañeros optaron por irse. Yo aproveché el agujero de un obús para meterlo dentro y cubrirlo. Puedo decirle dónde está, por si algún día…

Algún día.

Miquel Mascarell cerró los ojos.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, es que llevo sin comer…

—Yo tengo algo, señor. Sería un placer compartirlo con usted.

—No, no…

—Por favor.

Seguían en la puerta del edificio, a expensas de la salida o entrada de alguna vecina.

—¿Podemos subir a su piso? —le preguntó Tomàs Abellán.

—No. —Fue demasiado rápido y tuvo que aclarárselo—: Mi mujer está muy enferma. No quiero que escuche esto ahora.

—Entonces…

—Venga.

Le tomó del brazo y caminaron unos metros, hacia la izquierda, hasta detenerse en el chaflán de Enric Granados, fuera de la vista de su casa. El bordillo no era el mejor de los lugares, pero fue el primero en sentarse en él. Su compañero lo imitó. Sin decir nada sacó un pequeño pedazo de pan y otro aún más pequeño de queso de bola de su macuto.

—¿Y eso? —Frunció el ceño el policía.

—Un lujo, ¿verdad?

—Le aseguro que sí.

Tomàs Abellán partió el pan y el queso por la mitad. Le dio un pedazo de cada cosa y guardó el resto. Apenas dos bocados. Imposible guardarle un poco a Quimeta. Miquel Mascarell ya no pudo resistirse.

Se sintió culpable por ella, pero si le subía aquello tendría que mentir.

—Hábleme de Roger —le pidió mientras masticaba.

—Era un buen chico. —La sonrisa del soldado fue franca—. Limpio de corazón, justo, honrado… Y también valiente. —Hizo un gesto difuso—. Bueno, valientes lo éramos todos, porque con lo que se nos venía encima y lo que aguantamos, sobre todo ya en esta parte final…

—¿Cómo murió?

La pregunta se le antojó horrorosa. Estaba preguntando por la muerte de Roger mientras devoraba un pedazo de pan con queso, sentado en un bordillo, con Quimeta en el piso consumida por el cáncer.

Más que nunca odió la guerra, y la forma en que convierte a los seres humanos en animales.

—Me gustaría decirle que atacando a los facciosos, matando enemigos y todo eso, pero… Usted ya sabe que era un tipo estupendo, ¿verdad? No hace falta que le mienta.

—No, no es necesario.

—Fue una bala perdida —lo confesó mientras hundía los ojos en el suelo, entre sus pies—. Ni siquiera sé de dónde vino. Pudo incluso ser de nuestro lado. Estábamos parapetados, reorganizándonos, o al menos eso era lo que se decía en mitad de aquella huida. Lo único que sé es que se desplomó entre nosotros.

—¿Sufrió?

—No, no, señor. La bala le atravesó el corazón.

Se le quedó una bola de pan en la garganta.

Creyó que se ahogaba.

—Entonces los demás se retiraron y yo hice lo que le he dicho. Por dignidad. No creo que ellos, los facciosos, se hubiesen molestado en enterrarle. Roger habría hecho lo mismo conmigo, me consta. Las pasamos canutas, de todos los colores. Hicimos tantos planes para cuando acabara la guerra…

—¿Y el lugar en el que está enterrado…? —Se quedó a media pregunta.

—Sabía que pasaríamos por Barcelona, así que memoricé el sitio y más tarde hice un plano.

Lo sacó del bolsillo de su uniforme. Un plano tosco, con apenas unas referencias, el río, unos árboles, una montaña, unas rocas… Tal vez suficiente.

Suficiente si seguía vivo y un día era capaz de tanto en medio de la negra España que se avecinaba.

Un imposible.

—Gracias, Tomàs. —Consiguió tragar la bola de pan.

—Le he traído algo más, señor Mascarell.

—¿Qué es?

—Acabe de comer. —Le señaló el último pedazo de queso que sostenía en la mano—. Dispongo de unos minutos todavía.

—¿A dónde va?

—No voy a volver a la guerra, ¿sabe usted? Está perdida. Ya ni siquiera hay frente, ni resistencia. Estarán en Barcelona mañana. Pasado como mucho. Esto se ha acabado.

—¿Y qué hará?

—Iré a la frontera.

—Un largo camino.

—Debe de haber miles ya en ruta. Uno más no importa. No quiero morir aquí, ni vivir bajo su bota. Espero que lo entienda.

—Lo entiendo.

—No soy un cobarde, señor.

Se encontró con sus ojos endurecidos por la guerra, pero transparentes como los de un niño.

—Lo sé.

—¿Usted va a quedarse?

—Sí, por mi mujer.

—Lo malo es el uniforme. —Suspiró llenando sus pulmones de aire—. ¿Sería pedirle mucho si me diera algo de ropa de paisano?

Tenía toda la de Roger.

Por lo menos serviría de algo.

De pronto recordó la escena del día anterior, el soldado que saltó del camión al pasar por delante de su casa.

—Iré a buscársela ahora mismo.

—Gracias. ¿Qué le dirá a su esposa?

—Que un chico joven me la ha pedido.

Tomàs Abellán tenía los ojos húmedos. Y no era por el tema de la ropa. Era por estar allí, por lo que sentía, por la zozobra del momento.

—Mis padres ni siquiera sabrán si estoy vivo. —Suspiró.

—Deme su nombre y dirección. Si no me matan haré lo que esté en mi mano para comunicarme con ellos, como usted ha hecho conmigo. ¿De dónde es?

—De Amposta.

Miquel Mascarell fue a ponerse en pie. La mano del soldado se lo impidió.

Entonces se lo dijo.

—Roger dejó una carta medio escrita, señor. No pudo terminarla la noche anterior a su muerte. Es lo que he venido a traerle.

22

Abrió la puerta del piso con la esperanza de que Quimeta siguiera durmiendo, pero se la encontró levantada, asomada a la de la cocina, siempre resistente, más por tozudez que por necesidad. Cuando caía en cama era porque ya no podía más.

Era capaz de morir de pie, sin ceder.

Los dos se quedaron mirando como fantasmas, y a él, de pronto, se le antojó que la carta de Roger era un grito, y que ella lo escucharía. Se puso rojo y rozó con la mano el bolsillo del abrigo. No la había leído. No podía. Eso era algo que necesitaba hacer solo y al margen de cualquier mirada. La carta le hacía ahora compañía a la fotografía de Mercedes Expósito y el mapa con las indicaciones del lugar en el que estaba enterrado. Una extraña circunstancia. Un chico y una chica muertos, sin que la vida les hubiese dado la menor oportunidad. El bolsillo de su abrigo era una tumba simbólica.

—¿Te has dejado algo? —le preguntó Quimeta.

No supo cómo decírselo.

—Abajo hay un joven…

—¿Sí? —lo apremió al ver que se detenía.

—Va a la frontera —lo resumió de forma sencilla—. Lleva uniforme y me ha pedido ropa para podérselo quitar. He pensado…

—¿Es de la edad de Roger?

—Más o menos. —Tragó saliva.

—Dásela —asintió ella.

—¿Algo… en particular?

La habitación de su hijo quedaba en medio de los dos. Un punto equidistante de sus propias realidades. Quimeta fue la primera en dar un paso hacia ella.

Miquel Mascarell se preguntó de dónde sacaba tanto valor.

—No necesita mucho —dijo—. Yendo a pie no puede ir muy cargado.

Su mujer no respondió a la observación. Se detuvieron frente al armario y ella misma extrajo la ropa. No su mejor abrigo. No su mejor traje. No sus mejores camisas. Pero sí lo necesario para protegerse de las inclemencias del tiempo en lo peor del invierno, y también algo más liviano para la primavera, porque no sólo hizo una acertada selección destinada al momento. Separó lo que sería utilizado de inmediato, metió el resto en un pañuelo y anudó las cuatro puntas hasta convertirlo en un hatillo. Cuando terminó la operación volvió hacia él su rostro serio, sereno.

—¿Por qué no sube a cambiarse aquí?

—Le he dicho que dormías, y mejor lo hace abajo. No pasa nada. Tampoco sé quién es, mujer.

Volvieron a mirarse.

Con aquella ropa, Roger se iba un poco más.

—No te he oído marchar.

—Estabas muy tranquila.

—Ya, pero…

—Me he encontrado a la señora Hermínia. Me ha dicho que hoy habría píldoras del doctor Negrín, que te animaría a bajar o que si no ya iría a por ellas con la cartilla.

—Bien. —No se comprometió a nada.

El diálogo intrascendente, trivial, destinado a llenar un hueco temporal y aparcar lo que sentían por lo de la ropa, tocó a su fin. Volvió la realidad más inmediata.

—¿Seguirás con eso que estabas investigando? —quiso saber ella.

—Sí, por dignidad.

—Está bien.

Quimeta se acercó y le dio un beso en los labios, suave. Un roce de matrimonio veterano.

Una despedida, como tantas y tantas otras a lo largo de los años.

—Gracias —se relajó él.

—No hagas locuras, ¿de acuerdo?

—¿Yo?

—Sí, tú —asintió ella con determinación.

Lo acompañó hasta la puerta. En un brazo llevaba la ropa que iba a ponerse Tomàs Abellán de inmediato. En el otro sujetaba el hatillo con el resto. Le dirigió una última mirada a su mujer y emprendió el descenso.

No se dio cuenta de que las piernas le flaqueaban hasta que cerró la puerta del piso.

Entonces se apoyó en la pared, tomó aire y continuó bajando las escaleras en medio de la tormenta desatada en su cerebro.

El amigo de Roger abrió los ojos al verlo tan cargado.

—¿Pero esto qué es?

—Le hará falta una muda, y ropa para más adelante.

—No sé cómo…

—Lo que ha hecho usted por mí tiene mucho más valor, se lo aseguro. Y lo que hizo por mi hijo, enterrándolo… Le habría bajado más pero entiendo que no puede ir demasiado cargado. Es todo lo que…

Se encontró con el abrazo del joven.

Y le correspondió.

Igual que si fuera Roger.

—Cuídese —farfulló Tomàs Abellán.

—Usted también. —Le palmeó la espalda.

—Y si consigue ver a mis padres dígales que…

Miquel Mascarell se encontró con su mirada extraviada.

—Dígales que estoy vivo, nada más.

Lo vio alejarse Enric Granados arriba, en dirección a un solar, para cambiarse de ropa, quitarse el uniforme de la derrota y convertirse en un nuevo civil. No se movió de la esquina hasta que el compañero de su hijo hubo desaparecido de su vista.

Entonces sí reaccionó.

Una ráfaga de aire le obligó a levantarse el cuello del abrigo. En los últimos minutos se había olvidado del invierno. Para cuando echó a andar se sintió como si huyera.

Pero la carta seguía en su bolsillo.

Dejó atrás la calle Balmes, y también Rambla de Catalunya, antes de detenerse para leerla, vencido.

Se sentó en un banco del paseo y extrajo la simple hoja de papel, arrugada, escrita a lápiz. Incluso tenía un par de manchas oscuras. Primero la olió, esperando encontrar en ella algo de Roger. Pero su pituitaria no halló ningún rastro reconocible. Después la alisó, sin prisa, con respeto. No sentía ninguna necesidad imperiosa de devorar aquellas líneas. Su hijo no sabía al escribirlas que iba a morir al día siguiente. Por lo tanto no era más que una carta.

Como cualquier otra.

Y más que leerla él, lo que escuchó fue la voz de Roger…

Queridos padre y madre:

No sé cuándo leeréis estas líneas, porque aquí las cosas parecen ir bastante mal. Mucho me temo que estaré en Barcelona antes de lo previsto, pero no desfilando triunfador, sino con el rabo entre las piernas. Hacemos lo que podemos. Somos valientes. Pero ellos están mejor armados y mejor comidos, y no sé qué es más importante ahora mismo. Quizás podría considerárseme un derrotista. Vosotros sabéis que no lo soy. La realidad es la que impone sus reglas y a ella me atengo.

En esta noche tranquila, como si la guerra no existiera, pienso mucho en vosotros. Cuando uno ve la locura de cerca, y cuando además toma parte en ella, se da cuenta de lo que de verdad importa. En estos últimos días he reflexionado mucho acerca de lo que sucede, y de mí mismo como soldado y como persona. Ojalá no fuera lo primero y sí, únicamente, lo segundo. ¿Sabéis?, en todo este tiempo he disparado muchos tiros. Muchos. Pero aún no sé si le he dado a alguien. ¡Soy un soldado que no sabe si ha matado a algún enemigo! Y ni siquiera sé si a eso puedo llamarlo suerte o no. Sé que peleo por lo que es justo, por la democracia que nos quieren robar, por la libertad que ganamos, y sé que el enemigo nos quiere arrebatar eso, imponer su voluntad, devolvernos al pasado bajo el peso de una dictadura. Pero el enemigo no creo que sean muchos de los desgraciados que tenemos delante. El enemigo son Franco, Queipo de Llano y todos los uniformados cargados de medallas y estrellas que ostentan la bandera de su poder absoluto. El enemigo son aquellos que hablan de la patria y el honor con la boca llena, pero de su patria, y según su honor. Una patria excluyente en la que no cabemos todos, sólo los que ellos quieren. Y son también los que utilizan a Dios como si fuera algo de su propiedad. Yo era religioso, por lo menos en cierta medida, aunque no practicaba demasiado, por costumbre, y ahora creo que odio a Dios, si es que existe, porque si alguien lucha por él como lo hacen ellos y lo consiente es que ese Dios es una mierda. Y no te escandalices, madre. Tú aún crees en el cielo y el infierno, pero el que está en el infierno sin haberse muerto soy yo. Dejadme que por lo menos diga lo que pienso.

Hace tres días vi morir a un compañero. Se llamaba Ignasi. Se encontraba en el lado republicano al estallar la guerra. Toda su familia está en el otro bando, así que puede que sus hermanos fueran los que le mataron. Era el ser más inocente del mundo. Le tocó estar en un sitio, pero pudo haber estado en el otro. Ayer en cambio fue herido un camarada, Agustín, y se resistió a ser evacuado. Decía que podía disparar con un solo brazo. Su odio al fascismo y las sotanas es absoluto. Así que pienso que cada uno tiene su historia, pero también su propia guerra. Una es la de todos, la otra es la personal. Lo malo es cuando se mezclan.

Yo estoy bien de salud. Más delgado, pero todavía fuerte. Lo malo de la guerra es que es asquerosa, madre. A veces, cuando me rebozo en barro, me echo a reír yo solo, recordando lo maniática de la limpieza que eres.

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