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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (23 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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Cuando se precipitó sobre la boca oscura del portal ya sudaba, de miedo, y el frío insistía en agarrotarle los músculos. Se encontró con la portera barriendo el suelo, exactamente igual que unos momentos antes, al abandonarlo. Apenas se detuvo.

—¿Ha entrado alguien después de salir yo, un desconocido…?

—Sí —dijo la mujer—. Un hombre…

Dejó de correr. Tenía que pensar rápido, y no era sencillo.

—¿Tiene llaves de los pisos?

—De algunos. Los vecinos que…

—¿Tiene las del segundo primera?

—Sí, pero…

Volvió a interrumpirla.

—Démela, es una emergencia.

—Pero yo no puedo…

La credencial fue menos efectiva que la pistola, que empuñó ya con su mano derecha.

—¡Ay, Dios mío! —La mujer pareció a punto de desmayarse.

—¡Por favor, señora, hay una vida en juego! —la apremió.

La portera no dejó la escoba. Echó a correr hacia su vivienda, se introdujo por la puerta abierta y no tuvo que hacer mucho más. Las llaves de la escalera, los terrados y los pisos que depositaban su confianza en ella para lo que fuera menester se hallaban en un pequeño estante, a la izquierda. Descolgó un manojito formado por tres llaves y se lo entregó con un último apremio.

—El señor Niubó es muy buena persona, yo le limpio el piso y no me meto en…

Miquel Mascarell ya no estaba allí.

Eran cuatro tramos de escaleras. La carrera de la calle Trafalgar hasta allí había sido frenética. Pero la ascensión lo era más. Jadeaba en el entresuelo, resollaba en el principal, apenas si podía respirar en el primero y coronó el segundo piso sin alma y con una fuerte presión en el pecho, aunque era más debido al vértigo de la situación que al riesgo de un infarto.

Llevaba las llaves del piso en la mano izquierda y la pistola en la derecha.

No llegó a alcanzar la puerta.

Los vio por la ventana del rellano que daba al patio, la misma que él había dejado entreabierta. A poco más de tres metros, visibles a través de la otra ventana, en la sala del piso de Niubó en el que se refugiaba Patro Quintana, ella y un hombre forcejeaban yendo de un lado a otro.

Miquel Mascarell comprendió que nunca conseguiría abrir la puerta, llegar hasta ellos e impedir que la matara, porque el hombre ya tenía sus manos en la garganta de la muchacha, y no la soltaba a pesar de los desesperados esfuerzos de ella por liberarse, al límite de sus fuerzas.

Abrió un poco más la ventana del rellano y levantó su arma.

Dos balas.

Dos cuerpos moviéndose a unos metros y él agotado, aturdido, jadeando y llevando la imprecisión a su pulso.

Contuvo la respiración como pudo.

Hasta que, de pronto, ellos dejaron de moverse y Patro se rindió.

Entonces, una fracción de segundo antes de disparar, el asesino levantó la cabeza y pareció mirarle.

Fernando.

El perro de presa de Pasqual Cortacans.

El disparo de Miquel Mascarell hizo que el cristal del ventanal que daba al patio de luces saltara en pedazos y la cabeza del asesino estallara parcialmente, llenándose de una nube roja que flotó otra fracción de segundo en el aire antes de que él y Patro cayeran al suelo.

31

El disparo fue seco, rompió el silencio y estalló de un lado a otro con un eco mortecino, ahogando el fragor de los cristales cayendo hacia el interior del piso. Un petardo de San Juan en enero. Mientras algunas puertas se abrían y las primeras voces se elevaban en espiral por la escalera, el policía se apoyó en el quicio de la ventana para no caer al suelo.

Sus ojos estaban llenos de lucecitas.

Un disparo.

Con suerte, aprovechando su única oportunidad.

Asombroso.

—¿Qué ha sucedido?

—¿Qué ha sido eso?

La primera persona que llegó hasta el rellano se detuvo de inmediato al ver el arma. Instintivamente levantó las manos. Era un hombre de unos cincuenta años, con el rostro atravesado por alguna enfermedad, porque más parecía un cadáver ambulante que un ser humano. La segunda persona, procedente del piso superior, se llevó las manos a la boca y ahogó un grito. La tercera fue la portera, que había subido tras él después de darle las llaves.

—¡Señora Carme! ¿Qué pasa? —chilló una segunda mujer.

Miquel Mascarell se guardó la pistola. Extrajo una vez más su credencial y la elevó por encima de su cabeza.

—¡Vuelvan todos a sus casas! —ordenó con voz de mando—. ¡Esto es un asunto de la policía! ¡No ha pasado nada!, ¿entienden? ¡Nada!

—Pero el disparo…

Fue una insistencia inútil. El hombre se encontró con la mirada del representante de la ley y eso fue suficiente. Miquel Mascarell se sentía muy cansado, pero también irritado.

Quedaba Patro.

Tal vez estuviese ya muerta a pesar de todo.

—¡Vuelvan a sus casas! —gritó.

La desbandada fue general. La señora Carme, la portera, desapareció la última. Cuando se quedó solo miró las tres llaves en la palma de su mano, una muy grande, enorme, y dos más pequeñas. Respiró con profundidad, tratando de dominar el dolor en el pecho, y cerró los ojos para vencer aquel arco iris multicolor que se los poblaba. El precio de la carrera, la subida de las escaleras y la tensión le pasaban factura y hasta se dijo que sería una monumental incongruencia morirse allí con el corazón roto.

—Eres un aprensivo —buscó su propio aliento.

Llegó a la puerta del piso y probó con una de las dos llaves pequeñas. No era la buena. Lo fue la segunda. Eso le hizo exhibir una mueca de burla. Marcado por el destino. Cuando se coló en la casa cerró sin hacer ruido y entonces, por mera precaución, se guardó las llaves en el bolsillo del pantalón y tomó de nuevo su arma reglamentaria.

No tuvo que emplearla.

Fernando y Patro Quintana estaban caídos en el suelo de la sala, una sobre el otro, boca arriba ambos. El hombre tenía la frente borrada de sus facciones y la parte superior del cráneo astillada. El disparo había sido limpio, certero. Por supuesto que un alarde de fortuna. La muchacha seguía llevando la misma bata, abierta una vez más por la pelea y la caída, así que su desnudez era de nuevo una provocación.

Estaba empezando a cansarse de verla así, por mucho regalo que fuese para sus sentidos.

Se agachó y la tapó.

Luego le puso la mano en el cuello.

Encontró su pulso.

Y respiró aliviado.

Tuvo la tentación de dejarse caer a su lado, descansar unos minutos, pero la venció. Se incorporó y lo primero que hizo fue separarla de su fallido asesino. Le bastó con tomarla de los tobillos y tirar de ella, por el lado opuesto al de los cristales que llenaban el suelo, al pie de la ventana rota por su disparo. Cuando lo hubo hecho siguió arrastrándola hasta llevarla a la habitación. Más complicado fue subirla a la cama. Lo hizo en dos tandas, primero la parte superior del cuerpo, después la inferior. Cuando lo hubo logrado sí se sentó a su lado, asegurándose de que la bata seguía cerrada, y se reequilibró de nuevo. Un par de minutos después comprobó su pulso para asegurarse, se incorporó y buscó la cocina. Regresó al lado de la joven con un pequeño trapo mojado en agua.

Le bastó con pasárselo un par de veces por la frente y una por los labios para que ella moviera la cabeza, rompiera su catarsis y parpadeara. La marca de las manos de Fernando era visible en su garganta. Un cepo oscuro, rojizo, que pronto sería un collar cárdeno y un recuerdo que el tiempo se encargaría de desvanecer.

Patro Quintana exhaló un gemido.

—Tranquila —le susurró él.

La voz la hizo volver en sí mucho más rápido. Los primeros parpadeos habían sido reflejos. Con el último abrió los ojos y los depositó en él por primera vez.

Lo reconoció.

—¡Oh, no! —Hizo ademán de saltar hacia el otro lado.

Miquel Mascarell la detuvo con firmeza pero sin violencia.

—Vamos, Patro —le aconsejó—. Cálmate.

—¿Qué ha…? —De pronto pareció recordar algo.

Se llevó una mano a la garganta y sus ojos se dilataron por completo.

—Ya pasó —dijo él.

Tembló como una hoja, y al mirar en derredor se fijó en la puerta.

El cadáver de Fernando, sobre el charco de su sangre, era visible desde allí.

—¡Dios! —gimió aterrorizada.

—Ya no podrá hacerte daño.

—¿Está…?

—Muerto, sí.

Ahora le miró de otra forma. La mezcla de miedo y furia fue barrida por otra de incomprensión y sorpresa.

—Unos segundos más y la que estaría muerta serías tú. —Fue mordaz.

—No, no… —Empezó a llorar y bordeó la histeria.

Miquel Mascarell le sujetó las dos manos. La obligó a mirarlo.

—Respira.

—No… puedo…

—Respira. Estás a salvo. Ya pasó todo, ¿de acuerdo?

Ella asintió con la cabeza, aunque sin demasiado convencimiento. Sus ojos siguieron velados por aquella punta de locura. El cuerpo de Fernando era algo más que un testimonio.

—Ha llamado a la puerta, he preguntado quién era, sin abrir. Sabía que no era usted porque acababa de verle doblar la esquina hacía unos segundos y no podía haber vuelto tan rápido… Me ha dicho que era de parte de don Ernest, he abierto y…

—Relájate.

—¿Usted… cómo sabía?

—No hables ahora —le aconsejó—. Quédate aquí.

—Pero…

—Hay tiempo. Primero recupérate.

—¿Adónde va? —quiso retenerlo.

—No me iré, tranquila. Voy a registrarle. Descansa unos minutos, ¿de acuerdo? —La habitación seguía siendo cálida gracias a la presencia de la mesita con el brasero—. Aquí se está bien, aunque sería mejor que te vistieras.

Patro dijo que sí con la cabeza.

—Buena chica. —El policía suspiró.

Se levantó de la cama y salió de la habitación. Cerró a su espalda. Lo primero que hizo fue acudir a la puerta del piso, para echarle la llave, por si acaso a Patro se le ocurría escapar de nuevo. Más relajado, ya recuperado de su agitación, regresó a la sala y se arrodilló junto al cadáver del hombre de Pasqual Cortacans. Lo contempló con una mezcla de desprecio y asco. El registro fue minucioso aunque rápido. El cuchillo con el que había matado a Ernest Niubó lo llevaba en uno de los bolsillos. Una navaja de las que se cierran, como de bandolero. La documentación era mínima: Fernando del Collazo Pérez. Nada más. Ningún carnet, ninguna otra acreditación, nada que lo vinculara con entidades, partidos, empresas…

—Ya no puedes hablar, ¿verdad?

Caso cerrado.

La conexión con los Cortacans moría con él.

Y las piezas todavía no encajaban.

Le quitó los zapatos, por si llevaba algo en ellos. Palpó su cuerpo, bajo la ropa, hasta estar seguro de que estaba limpio. Al terminar el registro se incorporó y se dirigió a la ventana de la sala que daba a la calle, la misma por la que Patro había mostrado su intención de saltar para obligarlo a que se marchara.

Parecía haber pasado una eternidad.

Se asomó.

Desde allí no se veía la otra escena, la de la calle Trafalgar, con el cuerpo de Ernest Niubó y su coro de testigos paralizados.

Nunca le hablaba a Quimeta de su trabajo. Lo dejaba en la comisaría, en la calle. Su mundo era otro. Esta vez, sin saber muy bien por qué, deseó contárselo, explicarle cómo su marido se resistía a rendirse y caminaba de un lado a otro de Barcelona, con Franco a las puertas, salvando la vida de jóvenes disolutas y matando a asesinos irredentos.

El último héroe.

Él.

Necesitaba tanto una caricia y una palabra de amor…

Cerró la ventana y caminó despacio hasta la habitación de Patro. Llamó con los nudillos, quedamente.

—¿Estás visible?

—Sí, pase.

Abrió la puerta y se encontró con ella. Se había vestido muy rápido, pero no se había peinado ni arreglado la cara, así que su juvenil belleza se le antojó un grito salvaje, un canto desesperado. Llevaba un sencillo vestido gris, con un cinturón negro, medias y zapatos gruesos. Estaba sentada en la cama, mirando al suelo, con las manos unidas sobre su regazo.

No levantó los ojos ni siquiera cuando él se sentó a su lado.

Pero sí se estremeció cuando Miquel Mascarell puso una de sus manos sobre las suyas, y se las presionó, en un gesto de calor y humanidad.

Un gesto paternal.

32

El silencio sólo duró unos segundos.

—¿Qué quiere saber?

—Todo. Y desde el comienzo.

—No es fácil.

—Tengo tiempo —dijo con naturalidad.

—Es que todavía no entiendo… —Rozó una crispación que logró controlar.

—Sí lo entiendes, seguro —repuso él—. Con Merche muerta tú eres la conexión. Todavía no sé de qué, pero lo eres. Has estado a punto de morir por terca, por no confiar en mí.

—No le conozco.

—Soy policía. Debería bastarte.

Soltó un bufido que sonó a burla.

Miquel Mascarell casi la comprendió. Quizás lo más patético fuera aquello, su papel.

—¿Conocías tú a ese hombre? —señaló la puerta cerrada de la habitación.

—Sí.

—¿De qué?

—Nos avisaba cuando…

—¿Cuándo qué, Patro? —Mantuvo su mismo tono paciente, intentando ganarse su confianza, que no se le cerrara en banda ni se le escapara de entre las manos ahora que estaba tan cerca.

—Cuando nos necesitaban.

—¿Quién y dónde os necesitaba?

—Por favor… —Le ocultó su rostro y se dobló hacia adelante.

No quiso forzar el camino. El equilibrio de la muchacha era más que frágil. Dio un rodeo.

—¿Conoces a Pasqual Cortacans?

Patro se estremeció al escuchar el nombre.

—Ese hombre, Fernando, trabajaba para él —dijo el policía.

—Lo sé. —Suspiró ella recuperando un poco la entereza.

—¿Para qué os necesitaban?

—Para las… fiestas.

—¿En casa de Cortacans?

—No sólo era en ésa.

—¿Había más casas?

—Sí.

—¿La de Ernest Niubó?

—No, la suya no, por su mujer y su hijo. Salvo este piso no tenía ningún otro sitio al que pudiera acceder. El lugar de cada fiesta lo sabíamos siempre a última hora —farfulló con un hilo de voz.

—¿Qué clase de fiestas eran ésas? —volvió a intentarlo.

Patro movió la cabeza de lado a lado. Daba dos pasos pero retrocedía uno.

—¿Merche y tú ibais a esas fiestas?

—Merche no. Fue la última. Apenas si… Yo me salí gracias a don Ernest. Ya no estaba en eso, ¿comprende? Yo ya no…

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