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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (5 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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—Tómatela despacio, que está muy fría —le aconsejó.

La ayudó a incorporarse un poco y permitió que fuera ella misma la que bebiera un par de sorbos. Luego se lo dejó al lado, en el suelo, para que pudiera alcanzarlo con sólo alargar la mano, aunque lo necesitase a él igualmente para beber con un mínimo de comodidad. Al dejarla de nuevo apoyada en la almohada se encontró con sus ojos, siempre lúcidos bajo la tempestad anímica.

—Eres un buen policía —le dijo.

—Gracias.

—Mucha gente te debe favores.

Y muchos le odiaban, aunque nunca se hubiera metido en excesivos problemas ni significado en nada especial, pero eso no se lo aclaró.

—Alguien ha de ayudarte, ¿no?

No se trataba de que jamás hubiera pedido un favor a nadie. Se trataba de que todos aquellos a los que pudiera pedírselo estaban camino de la frontera, con Vicenç y los Soler.

—Habrá mucho caos.

—Tú y tu carácter —jadeó Quimeta.

—Tú y tu fe ilimitada en mí.

—Eres capaz de trabajar hasta el último momento.

Otra vez Reme, y Merche, y su maldito sexto sentido.

—¿Me vas a tener aquí de cháchara toda la noche?

—¿Qué decía la radio?

El cáncer la devoraba a bocados atroces, pero mantenía su fino oído para determinadas cosas.

—Que se combate encarnizadamente por el Segre, en Mequinenza…

—¿Cuántos hijos habrán de caer todavía por nada?

A veces se sentía atrapado, hiciera lo que hiciese, dijera lo que dijese.

—Descansa.

Sonó más a orden que a recomendación.

—No te pases la noche en vela. —Su esposa suspiró mientras él caminaba hacia la puerta de la habitación—. Luego de día no hay quien te aguante.

Día 2
Martes, 24 de enero de 1939
7

Los periódicos de la mañana no diferían mucho de los del día anterior. Soflamas y argumentos para la resistencia, siempre apoyados en una fe ciega en la victoria. La principal noticia era la resolución del Consejo de Ministros declarando el estado de guerra en todo el territorio de la República, como le había adelantado Amadeu Sospedra. La nota oficial manifestaba que, reunido el Gobierno el domingo 22 de enero bajo la presidencia del doctor Negrín…, se acordó mantener la residencia del Ejecutivo en Barcelona, si bien desde hace tiempo adoptó las medidas necesarias para garantizar, ante cualquier eventualidad, el trabajo continuo de la administración del Estado y de la obra de Gobierno, preservándolas de las perturbaciones inherentes a las continuas agresiones aéreas de las que es objeto la capital catalana.

Se añadía que… el Consejo de Ministros ha examinado la situación creada por la ofensiva de los invasores y rebeldes, acordando nombrar una ponencia compuesta por el ministro de Trabajo, consejero de Asistencia Social de la Generalitat y el alcalde de Barcelona, para proceder a organizar la evacuación ordenada y metódica de la población civil afectada por las obras de fortificación y defensa.

La reunión, que había dado inicio pasadas las diez de la noche del domingo, concluyó en la madrugada del lunes 23 de enero. Lo que ya se sabía se convertía en letra impresa dos días después.

A Miquel Mascarell se le antojó una noticia tardía. El éxodo barcelonés hacía que lo demás sonara antiguo, irrelevante. La distancia entre la realidad y la ansiedad se hacía abismal. El bando militar no era muy distinto. Juan Hernández Saravia, general del Ejército, comandante del Grupo de Ejércitos de la Región Oriental, hacía saber:

Que el Gobierno, en virtud de la facultad que le confiere el artículo 42 de la Constitución y por Decreto publicado en la
Gaceta
de hoy, ha acordado declarar el estado de guerra en todo el territorio de la República.

Quedan suspendidos en el citado territorio los derechos y garantías que se consignan en los artículos 29, 31, 34, 38 y 39 de la Constitución de la República.

Durante el tiempo de esta suspensión, regirá la Ley de Orden Público.

Las autoridades civiles continuarán actuando en todos los negocios de sus respectivas competencias que no se refieran al Orden Público, limitándose en cuanto a éste a las facultades que la autoridad militar les delegare y deje expedidas.

Transcurridas veinticuatro horas de la publicación de este bando, se aplicarán las penas del Código de Justicia Militar.

Leía mientras caminaba. Ya era un experto en hacerlo, sin tropezar, sin caerse del bordillo o meter el pie en un socavón. Hacía demasiado tiempo, multiplicado todo por el desarrollo negativo de la contienda, que cumplía con su cometido andando, yendo de un lado a otro de Barcelona a veces a un paso que se le hacía eterno, pero necesario para no alterar en demasía su quebrantada salud. Su fama de hombre tranquilo, taciturno, de gesto grave y pocas alegrías, agravada desde la muerte de Roger, convergía ahora en aquella amarga espera.

Cada paso, de hecho, era como si lo diera en círculos.

No iba a ninguna parte.

Aunque trabajara, o lo fingiera, o lo creyera.

La calle en la que vivía Reme era estrecha y tenía nombre de santo: Sant Gabriel, a la izquierda de Salmerón según se subía. Cortaba la Travessera de Gràcia aunque el tramo inferior era mucho más pequeño que el superior. No recordaba haber vuelto a pasar por allí desde la última vez que se llevó a la madre de Merche. La casa de la esquina se había caído, por vieja o por una bomba ciega, y dificultaba el paso. Salvó los cascotes que nadie tenía intención de retirar y se orientó por última vez. En su fuero interno no dejaba de decirse que aquello era una pérdida de tiempo, que la muchacha habría vuelto la noche pasada, y aunque no fuera así… ¿quién le decía que no estaba camino de la frontera, con un novio del que su madre no sabía nada?

—¿Qué más da? —se dijo en voz alta.

No le gustaba hablar solo. Y cada vez lo hacía más. Sobre todo por la calle, en sus largas caminatas en pos de una información o siguiendo una investigación.

—Tanto da quemar las horas muertas de una forma o de otra.

No llegarían en son de paz. Primero sí, triunfales, prometiendo serenidad, comida, abriendo los brazos. Pero después… ¿Cuándo un conquistador ha sido magnánimo con el derrotado? Tanto daba que se estuviese en la primera mitad del siglo XX. La barbarie siempre era la misma. En la Antigüedad los ejércitos entraban a sangre y fuego. Arrasaban, saqueaban, violaban, mataban y quemaban a su paso. Ahora el grado de civilización quedaba a merced del odio y su dimensión. Igual que en 1714. Se trataba de exterminar a un pueblo.

—Por eso tuviste que morir, hijo.

No, Roger había muerto por defender la legalidad, a la República, la democracia…

¿A quién quería engañar?

Dejó de pensar en todo aquello, aunque sin arrancarse la maldita cuña que le ardía cada vez que pensaba en su hijo, cuando vio el tumulto en mitad de la calle.

Justo frente a la casa de Reme.

Se guardó el periódico, doblado, en el bolsillo derecho del abrigo. No tuvo que sacar su credencial de inspector de policía. A la gente le bastó con verlo mientras se abría paso entre ellos. Como si lo llevara escrito en la frente. La mayoría eran mujeres, en una proporción de cuatro a uno. Los hombres, ancianos, eran los más callados. Ellas por contra hablaban en voz alta.

Una mezcla de impotencia y estupor.

El clamor murió cuando llegó al centro de su interés.

Reme llevaba la misma ropa del día anterior, aunque sin el abrigo, así que la reconoció a pesar de estar caída de espaldas, sobre el gran charco de sangre todavía a medio secar. Su cuerpo parecía no tener ni un hueso sano, porque la postura, además de imposible, era grotesca. La cara se le había quedado medio empotrada entre dos adoquines, con la boca a un lado, en un rictus de estupidez.

—¿Qué ha sucedido?

Nadie le respondió. Un par de mujeres dieron media vuelta, llevándose de allí a sus hijos. El pudor surgía de pronto. Algunos ojos se mostraban hipnotizados ante el cadáver. Para los más, la mueca era de tristeza.

—Vamos, vamos —subió el tono de su voz, hasta hacerlo conminante.

Entonces sí sacó su credencial.

—Se ha caído, ¿no lo ve? —escuchó a una mujer a su izquierda.

—¿Alguien lo ha visto?

La respuesta fue el silencio.

—¿Cuándo ha sucedido?

—Hará cosa de una hora o menos —dijo la misma mujer.

Las demás asintieron. El valor de la primera disparó la voluntad de otras dos.

—Hemos escuchado el ruido.

—El ruido, sí, muy fuerte.

Miquel Mascarell miró hacia arriba. Algunas mujeres más permanecían asomadas viendo la escena. No recordaba el piso de Reme, ni sus ventanas o…

—El tercero —se ofreció a ayudarle la primera de las mujeres que había roto el silencio.

—¿El del balconcito…?

—Sí, sí, señor.

Se mordió el labio inferior. No tenía estómago para inspeccionar el cadáver. Ni estómago ni ganas, y menos allí en medio. Y sin embargo era necesario aproximarse y escrutarlo, como había hecho otras veces.

—Ojalá entren de una vez y esto termine —suspiró otra mujer, indefinida entre el resto.

—¡Cállese!, ¿quiere? —la reprendió una segunda.

—Si es que vamos a terminar todos así —insistió la derrotista.

—¿Quiere callarse? —se puso amenazadora la más combativa.

—¿Y su hija? —preguntó él.

No hubo respuesta.

—¿Conocen a Mercedes Expósito? —insistió.

Algunas de las testigos asintieron con la cabeza.

—¿Alguien la ha visto?

—No —dijo la primera de las dos que habían hablado un poco antes.

—Llevaba dos o tres días sin aparecer por casa —sentenció su compañera. Y mirando al resto aclaró—: Me lo dijo ella. Estaba muy preocupada.

Merche continuaba desaparecida.

Lo esperaba todo menos aquello. Que Merche hubiera vuelto, que Reme le llorara y le suplicara un imposible, que tuviera que decirle que en Barcelona ya no quedaba nadie con quien contar. Cualquier cosa.

Aquello sin embargo era la puntilla.

—¿Alguien la ha oído gritar?

Silencio.

—¿No ha habido grito? —Los abarcó a todos.

—Cuando alguien se tira por una ventana no grita —pronunció uno de los ancianos, apoyado en un bastón.

Las mujeres se volvieron hacia él y levantó la barbilla con desafío.

—La pobrecilla ya no podía más, claro. —Abortó una lágrima una señora menuda, más redonda que alta.

Daban por sentado que había sido un suicidio.

Miquel Mascarell se acercó un poco más al cadáver, procurando no pisar la sangre. Se arrodilló a su lado y lo miró con una mezcla de ternura y dolor. Veinticuatro horas antes Reme le había pedido ayuda. Un grito en el desierto. Y de hecho no hizo más que quitársela de encima, aunque luego entrase en el hospital a preguntar, y aunque estuviese allí a primera hora de la mañana para ver si su hija había regresado. En la comisaría se la quitó de encima.

Ahora estaba muerta.

Pero suicidada…

Calculó la distancia de su balconcito a la calle. El salto había tenido que durar un simple segundo. Ni siquiera dos. Uno o menos. Si Reme hubiese saltado de cara, como era lo lógico, se habría dado la vuelta en el aire y el impacto habría sido de espaldas, o le habría sorprendido a mitad de la vuelta, es decir, de cráneo, en vertical. En caso de no suceder ninguna de esas dos cosas, había caído de cara, sí, pero con la cabeza apuntando a la acera de enfrente. Sin embargo, por la forma del cuerpo en el suelo, boca abajo y con la cabeza apuntando a su propia casa, el salto parecía haberse producido de espaldas y desde luego había dado un giro en el aire.

Nadie se suicidaba saltando de espaldas.

Quedaba un segundo detalle: el instinto hace que ante el impacto los brazos busquen la protección final, delante del rostro.

Y Reme no se había protegido.

Si alguien la había empujado o golpeado, ya estaba inconsciente al caer.

Dominó las náuseas, venció la arcada que nacía en su estómago y apartó el cabello de la porción de cara que le era visible.

La contusión quedaba a la altura del ojo, y afectaba también al pómulo. Un golpe que raramente tenía que ver con el impacto de la caída sobre los adoquines, brutal y traumática.

—¿Quién estaba cerca cuando se cayó? —preguntó a sus espectadores.

Nadie dijo nada.

—¿Quién fue la primera persona que llegó?

Se miraron unas a otras. Apenas hubo unos murmullos.

—Yo vine cuando tú me llamaste.

—Yo al escuchar el grito de ella —señaló a otra mujer.

—Yo salí con Marciala.

—Yo…

Continuó inspeccionando el cuerpo. Sabía el resto de las respuestas. Nadie había visto nada. Nadie había retenido el detalle frente al todo. El efecto catárquico de la muerte las paralizaba, colapsaba los sentidos, a pesar de que en el transcurso de la guerra quien más quien menos se había familiarizado ya con los muertos.

—Pobre Reme —lo resumió todo uno de los pocos hombres.

El único indicio anómalo era el del ojo y el pómulo. Se incorporó resoplando y les dio la espalda a los testigos para entrar en la casa. Unos años antes había sacado casi a rastras a la ahora muerta para llevarla a la comisaría después de que un cliente la denunciara. La portería estaba como la recordaba, y la escalera olía a lo mismo que entonces, a sofritos pegados a las viejas paredes. Subió al tercer piso y se encontró con una mujer esperándole en el rellano. No había más luz que la que provenía del interior de su casa, difusa y lúgubre. La mujer, unos cuarenta y muchos años, rostro cuadrado, grave, con un moño muy prieto, llevaba un delantal a cuadros por encima de un grueso jersey. Sus manos eran grandes y estaban muy rojas, con sabañones evidentes. Calzaba unas alpargatas medio destrozadas.

—Buenos días —la saludó.

—¿Quién es usted?

Le mostró la credencial.

—No sabía que les hubieran llamado.

No se molestó en explicárselo.

—¿Era su vecina?

—Sí, señor.

—¿Tiene la llave de su piso?

—No, claro —se envaró.

—¿Qué puede contarme?

—No oí nada. Los gritos de la calle antes de asomarme. Sólo eso. Cuando me di cuenta de que era ella me quedé… —Se llevó una mano a la boca.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—Ayer.

—¿A qué hora?

—Por la tarde. Estaba muy preocupada por su hija Merche.

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