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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (3 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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—¿Y los cientos de aviones y carros de combate franceses que se dijo que habían llegado hace unas semanas?

—¡Mentiras! ¡Para elevar la moral! Lo mismo se dijo hace unos días acerca de que tropas francesas habían cruzado finalmente la frontera para ayudarnos. ¡Incluso los habían visto! ¡Mentiras y más mentiras! ¡Todos sabemos que las últimas barricadas son las de los periodistas y los periódicos, o la radio, para quien pueda escucharla! ¡Por eso escribí ese artículo! ¡Defender Barcelona no es sólo posible, sino necesario! Pero quizás sea la voz que clama en el desierto. Si la defensa es sólo militar, se acabó.
Frente Rojo
publicará mañana un artículo titulado «¡Todos a las barricadas! ¡Cómo el 19 de julio!», acaba de contármelo un compañero. Sí, la defensa es posible, pero si los obreros se quedan en sus pobres agujeros, les entregamos la ciudad y entrarán como Pedro por su casa. Y esos obreros son conscientes de que si salen morirán. ¡Les han roto la moral, la combatividad, los han desmoralizado hasta llevarlos a la indiferencia! ¿Qué haría usted?

—El futuro con una dictadura fascista no es prometedor.

—¡Es que ni siquiera hay futuro! —gritó Amadeu Sospedra—. Y por supuesto no lo habrá ni para usted ni para mí.

Algunas personas ya no se limitaban a pasar cerca de ellos y mirarlos. Un par se había detenido, y otros iban menguando el paso, quizás con ánimo de intervenir, tal vez con deseos de enterarse de algo más, puesto que ambos daban la impresión de saber de qué estaban hablando, de manera especial el periodista. Cuando se dieron cuenta se apartaron de la entrada del hospital.

Apenas unos pasos.

Amadeu Sospedra se detuvo de nuevo, fuera del alcance de oídos ajenos, y lo sujetó por un brazo. Sus pupilas saltaron en mitad de las ciénagas oscuras de sus ojos. De pronto a Miquel Mascarell le pareció que deliraba.

—Mire, los obreros han tragado mierda toda la vida —insistió con voz de conspirador—. La tragaron con la burguesía, la han tragado en esta guerra por parte de casi todos, volverán a tragarla si resistimos a Franco y la tragarán con los fascistas si ganan la guerra. Así que en el fondo…

—Usted escribe que la defensa es posible pero no cree en ella.

—No, no. —Apartó su mirada con disgusto—. Hablo de la realidad y de lo necesario, de lo posible, pero ateniéndome a la verdad y a las circunstancias. Las alternativas son simples: o asumimos una batalla a muerte por Barcelona o ellos estarán en la plaza de Catalunya en una semana. No creo que haya término medio. O todo o nada.

Deseó no haberse detenido. Se había hablado demasiado, y seguía haciéndose. La izquierda se detenía para hablar y la derecha avanzaba dándolo todo por hecho. La eterna diferencia. Los inteligentes se cuestionaban todo y los imbéciles actuaban con el monolitismo de los que lo dan todo por sentado. Su prisma era multidireccional.

Pero los otros iban a ganar la guerra.

Los muy hijos de puta…

El mundo entero presenciando la soledad de España.

—¿Tiene su pistola? —escuchó la voz del periodista como si regresara de una excursión por su conciencia.

—Sí.

—Bien —dijo su compañero sin que Miquel supiera a ciencia cierta de qué le hablaba—. ¿Y su hijo?

—Se quedó en el Ebro.

Amadeu Sospedra asintió de forma apenas perceptible. Toda su ira, su encendida oratoria, se desvaneció, y de ella surgió la débil pátina del ser humano abocado a la miseria, a la destrucción moral, espiritual y física.

—Lo siento.

—Seguiremos en nuestras trincheras. —Miquel Mascarell le tendió la mano—. Usted en las de la prensa y yo…

Inesperadamente el periodista le dio un abrazo, como poco antes hicieron Bartomeu Claret y él.

Sonó a despedida.

4

Al llegar a su casa, eludiendo cualquier otro encuentro callejero o vecinal, abrió la puerta sin hacer el menor ruido. El estado de Quimeta le hacía tomar todas las precauciones posibles. Para ella, una hora de descanso era una hora de bendiciones. Si dormía y la despertaba, no se lo perdonaba. Bastante hacía con callarse su dolor, morderse los labios, no gemir aunque el daño la devorase por dentro, lacerándola en carne viva. Y todo para no despertarlo a él, para no inquietarlo, aunque ya hubiese desarrollado un sexto sentido que le hacía abrir los ojos a la menor señal. Bastaba un movimiento en la cama, porque a pesar de todo dormían juntos.

Quería aprovechar su calor hasta el último día.

Sentirla.

Entornó la puerta, pensando en cerrarla después, y cubrió la breve distancia que le separaba de la habitación de matrimonio, la más cercana a la entrada del piso y el recibidor. La penumbra era suficiente, así que al atisbar por la puerta entreabierta con lo que se encontró fue con la cama vacía.

Entonces, el gemido.

Provenía de la habitación de Roger, pasillo adelante, dos metros más allá. Vaciló sin saber qué hacer, pero le pudo más la inquietud y la prisa. El gemido podía ser cualquier cosa, incluso que se hubiera caído al suelo. Por esta razón se deslizó hasta el lugar y se asomó a su interior.

Ya no quedaban persianas en las ventanas. Las habían quemado para calentarse. Y tampoco había cortinas. Con las últimas hicieron bragas y calzoncillos el invierno anterior. Los cristales estaban cubiertos con cartones, para no dejar pasar la luz. Claro que la corriente eléctrica hacía mucho que no funcionaba las veinticuatro horas, y por tanto el peligro de ser un reclamo para los bombardeos ya no existía.

Los malditos bombardeos, ciegos, cobardes.

Los aviones entraban por el Besòs, en pasadas rápidas, y descargaban sus bombas en la ciudad, en zonas humildes y densamente pobladas, para quebrantar la moral de los más firmes defensores de la República, y en el puerto, para causar daños a las infraestructuras bélicas, antes de salir por el Llobregat. En medio de las sirenas y las alarmas, las bombas retorcían cañerías, desventraban casas, destrozaban cristales, arrancaban árboles. Cuando eran incendiarias, el fuego lo abrasaba todo. Cuando eran de penetración, de cono de explosión, de proyección de metralla, de proyección de ruinas, succión, soplidos… Existían nombres diversos para la misma muerte que llegaba desde el cielo. Y había días en que los bombardeos eran dobles, o sólo de madrugada, o al anochecer… O, como en marzo del 38, cada tres horas. O, como en octubre del mismo 38, a diario. Las gentes acudían en masa a las estaciones de metro, preguntándose si al volver sus casas seguirían en pie. El terror era absoluto.

Quimeta estaba de pie, frente al armario de Roger, con los dos batientes abiertos. Su mano acariciaba la ropa de su hijo. La acariciaba y se la llevaba al rostro, para olerla, aspirarla, llenarse de los restos de una vida que solamente estaba ya impregnada allí. El primer gemido había sido el del dolor liberado. El segundo fue el de la impotencia.

Pareció a punto de desmayarse.

A espaldas de ella, Miquel Mascarell estuvo a punto de entrar en la habitación.

Una parte de sí mismo dio la orden. La otra lo obligó a retroceder. Pero no fue una huida, sino más bien la necesidad de volver a empezar, para darse la oportunidad de forzar una tregua. No quería sorprenderla, ni asustarla, ni sumarse a la agonía que no hacía sino acentuar la debilidad de su resistencia. Llegó hasta la puerta del piso, todavía entornada, y fingiendo que acababa de entrar la cerró con fuerza.

Se quitó el abrigo en el recibidor, para darle a ella tiempo para salir de la habitación de Roger.

Al darse la vuelta la vio en mitad del pasillo, igual que un moribundo perdido en el desierto, tan desvalida, desmejorada, apenas una sombra de la hermosa mujer que fue hasta dos años antes.

—Estás levantada.

No fue una pregunta, sólo una observación.

Tan neutra.

—¿Qué tal has pasado la mañana?

—Bien.

No sabía ni por qué preguntaba. Se retorcía de dolor y repetía aquella única palabra. Bien. Bien. Bien. No entendía de dónde sacaba ella tanto valor, o tanta resistencia. O sí. En el fondo sí. La sacaba de su voluntad y por él.

Moriría con una sonrisa, para regalársela con el suspiro final.

Miquel Mascarell se detuvo frente a su mujer y la abrazó, con cuidado. Los dos se quedaron así unos segundos. Sus labios buscaron un resto de vida por entre los cabellos secos mientras ella gastaba unas pocas energías en el contacto. Sin separarse, le preguntó:

—¿Qué tal por la comisaría?

—Intentamos dar sensación de normalidad —le mintió.

—¿Cuántos quedan?

—Menos de la mitad.

—¿Mariano?

—Se ha ido.

—Es natural. ¿Y Matías?

—También.

No sabía mentirle. Nunca había podido. Pero a su favor tenía el hecho de que seguían abrazados y que la penumbra hubiera impedido de todas formas que ella le viera los ojos.

—No estés tanto rato de pie.

—He pasado todo el día echada.

—Bueno, ya, pero…

Se apartó de su lado y pretendió conducirla a la habitación de matrimonio. No lo consiguió. Quimeta se movió en dirección contraria, hacia el comedor. No les quedaban sillas, tan quemadas como las contraventanas, las persianas o las puertas, a excepción de las de su habitación y la de Roger. A las dos butacas también les habían serrado las patas, pero seguían siendo útiles, aunque ella necesitaba de su ayuda para sentarse o levantarse. La radio, como un símbolo, se encontraba en medio de ambas, presidiendo la mesita salvada de la quema y en cuyos distintos estantes laterales e inferiores se concentraban la mayoría de las fotografías familiares.

Quimeta se hundió en la butaca de la izquierda.

Emitió un prolongado suspiro que derivó en un ronquido agónico.

Miquel Mascarell se arrodilló a su lado.

—Eso, como cuando te declaraste. —Su mujer le sonrió.

—Yo no me arrodillé.

—¿Ah, no?

—Una rodilla sólo no es arrodillarse, es hacer el ganso.

—Pues te salió bien. Fue lo que me convenció.

—Nunca me lo habías dicho.

—Un matrimonio que no se guarda algo para la vejez se queda sin energías.

Solían tener conversaciones triviales como aquélla. Puro despiste. Pero también reveladoras. Al único que no engañaban, además de a sí mismos, era al dolor, que insistía en actuar como una cuña inesperada paralizándola de manera intermitente. Entonces Quimeta se quedaba rígida, conteniéndose, hasta que la sacudida menguaba lo suficiente como para restablecer su equilibrio.

—¿Alguna tienda abierta?

—Ya no.

—Dijeron que esta semana habría lentejas.

«Píldoras del doctor Negrín», las llamaban.

—Dicen muchas cosas, pero el racionamiento cada vez es peor.

—¿Y la comida de los almacenes? Tú dices que ahí hay mucha, y que la gente lo sabe.

—Puede que no tarden en asaltarlos a la desesperada.

Por alguna extraña razón recordó la pregunta de Amadeu Sospedra acerca de si tenía pistola. La llevaba en la funda, tan presente en su vestimenta como la corbata. Solía dejarla en el recibidor al llegar a casa. Ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que la sacó, y no para disparar, sólo para esgrimirla como elemento disuasorio. Nunca le había disparado a nadie.

Una pistola con dos balas.

Aunque era imposible que tuviera que detener a una multitud hambrienta, por lo tanto…

—¿En qué piensas? —quiso saber ella.

—Una tontería.

—¿Desde cuándo no me interesan tus tonterías?

—Pensaba en mi arma reglamentaria, y en que sólo llevo dos balas. Un mal chiste.

—¿Y por qué llevas sólo dos balas?

—Tuvimos que repartir lo que teníamos hace unas semanas, y me tocaron dos.

—¿En serio?

—Ya ves.

—No me lo habías contado.

Se encogió de hombros e hizo ademán de levantarse, porque empezaban a dolerle las rodillas. Quimeta se lo impidió sujetándolo por los brazos.

—Miquel, por favor, vete.

—No seas absurda.

—El absurdo eres tú. Vete, y cuando amaine el temporal vuelves.

—Sabes perfectamente que el temporal no amainará.

—Entonces sálvate tú. Yo puedo quedarme con mi prima, o incluso con la vecina del tercero, que ya lo hemos hablado.

—No me pasará nada.

—Has sido una persona leal a la República.

—He sido un buen policía. Y mande quien mande, seguirán haciendo falta los buenos policías.

—Miquel, yo ya no…

Casi se le echó encima, para sellarle los labios. Más que un beso fue un tapón en la boca. Le sujetó la cara con ambas manos y trató de absorber aquella sequedad para convertirla en humedad. Una vida juntos, a veces no basta. Demasiados olvidos o treguas suelen sembrar de minas todas las rectas finales. Notó cómo Quimeta luchaba apenas unos segundos, hasta rendirse, dejar de insistir y relajarse. En los últimos días cada hora era una lucha. Tiempo de decisiones. Trataban de dominar las emociones, no hacerlas tan y tan evidentes que resultasen aún más dolorosas, pero se les hacía difícil.

Los dos acompasaron sus respiraciones.

Luego se levantó, de manera pesarosa, apoyándose en el respaldo de la butaca, aunque sin ejercer mucha presión, no fuera a desencajarla. Le hurtó la mirada a su esposa y caminó hasta el balconcito con un deje de impotencia. Siempre había sido un hombre serio, reflexivo, pausado en sus formas. Un hombre de interiores más que de exteriores, de luces pálidas y sombras quietas. La guerra lo había sumido a veces en estados catatónicos, que lo paralizaban y lo empujaban a impulsos casi autodestructivos. La guerra, la muerte de Roger, la enfermedad de Quimeta…

¿Qué hacer cuando no queda nada?

Pensó en las dos balas de su pistola.

Abrió las cristaleras del balconcito y salió al exterior, pese al frío. El día era plácido, y el silencio tan brutal como solían serlo los ronroneos de los aviones que pasaban sobre sus cabezas en los bombardeos. Miró las casas de la otra acera. Nadie asomado a una ventana o a un balcón. La vida se ocultaba. A la izquierda, entre el vacío de un descampado, se veía un trozo de la Diagonal. Ni un coche, ni una bicicleta, ni un tranvía.

—Pobre Barcelona. —Suspiró.

¿De verdad esperaba alguien que los obreros, hambrientos, moribundos, cansados, se echaran a la calle a defender los restos de la República con palos y dientes frente al ejército franquista, bien armado y bien alimentado?

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