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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (442 page)

BOOK: Cuentos completos
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No obstante, el propio Artaxerxes constituía una impresión mayor aún. Naturalmente, él no me reconoció como viejo amigo de la familia. Yo no le había visto desde hacía nueve años, pero nueve años no habían cambiado mi noble apostura ni mi lozano y abierto semblante. Nueve años antes, sin embargo, Artaxerxes era un joven anodino de diecinueve años. Medía poco mas de metro y medio, llevaba gafas grandes y redondas y tenía aspecto encorvado.

—¿Cuánto pesas? —le pregunté de improviso.

—Cuarenta y cuatro kilos —susurró.

Le miré con sincera compasión. Era un tipejo endeble de cuarenta y cuatro kilos, objeto natural de la burla e irrisión de los demás.

Luego, se me ablandó el corazón al pensar: ¡Pobre muchacho, pobre muchacho! Con un cuerpo así podría tomar parte en alguna de las actividades esenciales para una adecuada educación universitaria? ¿Rugby? ¿Carreras? ¿Lucha libre? Cuando otros muchachos exclamaban: “Tenemos este viejo granero, podemos cosernos nuestras propias ropas, vamos a montar una comedia musical”, ¿qué podía hacer
él?
Con unos pulmones como los suyos, ¿podría cantar de forma que no fuese como una delicada soprano?

Es lógico que se viese obligado, contra su voluntad, a dejarse deslizar en la infamia.

Con suavidad, casi tiernamente, le dije:

—Artaxerxes, muchacho, ¿es verdad que estás estudiando cálculo y economía política?

Asintió con la cabeza.

—Y también antropología.

Sofoqué una exclamación de disgusto.

—¿Y es verdad que asistes a clases? —pregunté.

—Lo siento, señor, pero así es. Al final de este año haré la lista del decano.

Había una lágrima delatora en la comisura de uno de sus ojos, y en medio de mi horror, albergué alguna esperanza en que, por lo menos, reconociera el abismo de depravación en que había caído.

—Hijo mío —le dije—, ¿es que no puedes apartarte de esas despreciables prácticas y retornar a una pura e inmaculada vida universitaria?

—No puedo —sollozó—. He ido demasiado lejos. Nadie puede ayudarme.

Yo pugnaba desesperadamente por hallar alguna solución.

—¿No hay en esta Universidad una mujer decente que pueda ocuparse de ti? En el pasado, el amor de una buena mujer ha obrado milagros, y seguro que puede volver a hacerlo.

Se le iluminaron los ojos. Era obvio que yo había puesto el dedo en la llaga.

—Philomel Kribb —dijo con voz entrecortada—. Ella es el sol, la luna y las estrellas que brillan sobre el mar de mi alma.

—Ah —dije, percibiendo la emoción oculta tras su controlada fraseología—. ¿Lo sabe ella?

—¿Cómo puedo decírselo? El peso de su desprecio me aplastaría.

—¿No renunciarías al cálculo para anular ese desprecio?

Inclinó la cabeza.

—Soy débil…, débil.

Me separé de él, decidido a encontrar inmediatamente a Philomel Kribb.

No me costó mucho trabajo. En Secretaría, rápidamente averigüé que se estaba especializando como animadora de espectáculos deportivos, con una dedicación secundaria a la música coral. La encontré en el local de ensayos.

Esperé pacientemente a que terminaran los complicados y briosos pasos y los melodiosos grititos, luego pedí que me indicaran quién era Philomel: se trataba de una muchacha rubia de mediana estatura, reluciente de salud y de transpiración y poseedora de una figura que me hizo fruncir los labios en signo de aprobación. Era obvio que bajo la académica perversión de Artaxerxes latía una oscura comprensión de cuáles eran los debidos intereses de un estudiante.

Una vez que hubo salido de la ducha y se hubo puesto su vistoso y escueto vestido estudiantil, vino a mi encuentro, con aire tan fresco y radiante como un prado cubierto de rocío.

Inmediatamente fui al grano y le dije:

—El joven Artaxerxes considera que tú eres la iluminación astronómica de su vida.

Me pareció que sus ojos
se
enternecían un poco.

—Pobre Artaxerxes. Necesita mucha ayuda.

—Podría aprovechar la que le diera una buena mujer —señalé.

—Lo sé —dijo—, y yo soy tan buena como la que más…, eso dicen, al menos. —Se ruborizó—. Pero, ¿qué puedo hacer? Yo no puedo ir contra la biología. Bullwhip Costigan humilla constantemente a Artaxerxes. Se burla de él en público, le da empujones, tira al suelo sus estúpidos libros, todo ello entre las crueles risas de los presentes. Ya sabe lo que ocurre en el aire hirviente de la primavera.

—Ah, sí —dije emocionado, recordando los felices tiempos y las muchas, muchísimas veces que yo había custodiado las chaquetas de los contendientes—. ¡Las peleas de primavera!

Philomel suspiró.

—He esperado mucho tiempo que, de alguna manera, Artaxerxes hiciera frente a Bullwhip…, un taburete le ayudaría, naturalmente, habida cuenta de que Bullwhip mide 1,95; no obstante, por alguna razón, Artaxerxes se niega a hacerlo. Tanto estudiar —se estremeció— debilita la fibra moral.

—Indudablemente, pero si tú le ayudaras a salir del agujero…

—Oh, señor, él está profundamente hundido, y es un muchacho bueno y considerado, y yo le ayudaría si pudiese, pero el equipamiento genético de mi cuerpo impone su influencia y me llama al lado de Bullwhip, Es guapo, musculoso y dominador, y esas cualidades dejan su impronta natural en mi entusiasmado corazón de animadora.

—¿Y si Artaxerxes humillase a Bullwhip?

—Una animadora —dijo, y se irguió orgullosamente, ofreciendo una espectacular ostentación de esplendor frontal— debe seguir a su corazón, que, inevitablemente, se apartaría del humillado y alcanzaría hacia el humillador.

Sencillas palabras, que yo sabía que brotaban del alma de la honesta muchacha.

Estaba claro lo que debía hacer. Si Artaxerxes hacía caso omiso de la insignificante diferencia de cuarenta y cinco centímetros y cincuenta kilos, y arrojaba al fango a Bullwhip Costigan, Philomel sería de Artaxerxes y le convertiría en un auténtico hombre, que se pasaría la vida entregado a la útil tarea de beber cerveza y ver la televisión.

Estaba claro: era un caso para Azazel.

No sé si te he hablado alguna vez de Azazel, pero es un ser de otro tiempo y lugar, de dos centímetros de estatura; al que puedo llamar a mi lado mediante conjuros y hechizos secretos que sólo yo conozco.

Azazel posee poderes muy superiores a los nuestros; sin embargo, carece de cualidades sociales, pues es una criatura extraordinariamente egoísta, que constantemente antepone sus triviales ocupaciones a mis importantes necesidades.

Esta vez, cuando apareció, estaba tendido de costado, con los diminutos ojos cerrados y acariciando lentamente el aire vacío ante él con suaves y lánguidos movimientos de su cola.

—Poderoso —dije, pues él insiste en que se le dé ese tratamiento.

Abrió los ojos, y, al instante, emitió estridentes silbidos en la gama más alta de mi audición. Muy desagradable.

—¿Dónde está Astaroth? —exclamó—. ¿Dónde está mi preciosa Astaroth, que en este mismo momento se encontraba en mis brazos?

Luego, reparó en mi presencia y dijo, rechinando los dientes:

—¡Oh, eres tú! Te das cuenta de que me has llamado a tu lado en el preciso momento en que Astaroth…? Pero eso no viene al caso.

—En efecto —dije—. No obstante, considera que, una vez me hayas prestado una pequeña ayuda, puedes volver a tu propio continuo medio minuto después de tu marcha. Para entonces, Astaroth habrá tenido tiempo de sentirse molesta por tu súbita ausencia, pero no furiosa todavía. Tu reaparición le llenará de alegría, y lo que estuvierais haciendo, se puede hacer por segunda vez.

Azazel reflexionó unos instantes, y luego dijo, en lo que para él era un tono afable:

—Tienes una mente pequeña, primitivo gusano, pero es una mente retorcida y astuta, que puede sernos útil a los que tenemos mentalidades gigantes pero padecemos el inconveniente de una naturaleza luminosamente directa y sincera. ¿Qué clase de ayuda necesitas ahora?

Expliqué la situación de Artaxerxes; Azazel reflexionó y dijo:

—Podría aumentar la potencia de sus músculos.

Meneé la cabeza.

—No es sólo cuestión de músculo. Están también la habilidad y el valor, que necesita desesperadamente.

Azazel se mostró indignado.

—¿Quieres que me ponga a aumentar sus cualidades espirituales? —exclamó.

—¿Tiene alguna otra cosa que sugerir?

—Claro que la tengo. No en balde soy infinitamente superior a ti. Si tu frágil amigo no puede atacar directamente a su enemigo, ¿qué tal una eficaz acción evasiva?

—¿Quieres decir escapar corriendo a toda velocidad? —Meneé la cabeza—. No creo que eso resultara muy impresionante.

—No he hablado de huida; a lo que me refiero es a una acción evasiva. Sólo necesito abreviar mucho su tiempo de reacción, lo cual se consigue de manera muy sencilla por medio de uno de mis grandes logros. Para evitar que desperdicie su fuerza de forma innecesaria, puedo hacer que esa abreviación sea activada por la descarga de adrenalina. En otras palabras, será operativa únicamente cuando se encuentre en un estado de miedo, ira u otra pasión fuerte. Déjame verle sólo unos momentos, y yo me ocuparé de todo.

—Por supuesto —dije.

En cuestión de un cuarto de hora, visité a Artaxerxes en su habitación y dejé que Azazel le observara desde el bolsillo de mi camisa. Azazel pudo así manipular a corta distancia el sistema nervioso autónomo del joven y luego volver a su Astaroth y a las obscenas prácticas a que deseara entregarse.

Mi paso siguiente fue escribir una carta, astutamente disfrazada con letra de estudiante -con mayúsculas y a lápiz-, y deslizaría bajo la puerta de Bullwhip. No hubo que esperar mucho. Bullwhip puso en el tablón de anuncios de los estudiantes un mensaje citando a Artaxerxes en el bar del “Gourmet Bebedor”, y Artaxerxes tenía demasiado sentido común como para no acudir.

Philomel y yo acudimos también, y nos quedamos en la parte exterior del nutrido grupo de estudiantes que se habían congregado, ansiosos por lo que ocurría. Artaxerxes, a quien le castañeteaban los dientes, llevaba un pesado volumen titulado
Manual de Física y Química.
Ni siquiera en aquellas críticas circunstancias podía liberarse de su perversión.

Bullwhip, seguido en toda la plenitud de su estatura y contrayendo de manera ostensible los músculos bajo su camiseta, cuidadosamente rasgada, dijo:

—Schnell, ha llegado a mi conocimiento que has estado diciendo mentiras acerca de mí. Como buen universitario, te daré una oportunidad de desmentirlo antes de hacerte pedazos. ¿Has dicho a alguien que una vez me viste leyendo un libro?

—Una vez te vi mirar un libro de tiras cómicas —respondió Artaxerxes—, pero lo tenías cogido al revés, por lo que no pensé que lo estuvieras leyendo, así que nunca dije a nadie que lo leyeras.

—¿Has dicho alguna vez que yo tenía miedo a las chicas y que fanfarroneaba de cosas que no podía hacer?

—Una vez les oí a unas chicas decirlo, Bullwhip —respondió Artaxerxes—, pero nunca lo repetí.

Bullwhip hizo una una pausa. Aún faltaba lo peor.

—Bien, Schnell, ¿has dicho alguna vez que yo era un sucio cornudo?

—No, señor —respondió Artaxerxes—, lo que dije es que eras un absurdo del todo.

—Entonces, ¿lo niegas todo?

—Categóricamente.

—¿Y reconoces que todo es falso?

—Clamorosamente.

—¿Y que eres un maldito mentiroso?

—Abyectamente.

—Entonces —dijo Bullwhip, con los dientes apretados—, no te mataré. Me limitaré a romperte uno o dos huesos.

—Las peleas de primavera —exclamaron los estudiantes riendo, mientras formaban un círculo en torno a los dos combatientes.

—Será una pelea limpia —anunció Bullwhip, que, aunque era un cruel camorrista, seguía el código universitario—. Nadie me ayudará a mí, y nadie le ayudará a él. Será estrictamente uno contra uno.

—¿Puede haber algo más justo? —coreó el ávido auditorio.

—Quítate las gafas, Schnell —dijo Bullwhip.

—No —replicó audazmente Artaxerxes, y uno de los espectadores le quitó las gafas.

—Eh, estás ayudando a Bullwhip —protestó Artaxerxes.

—No, te estoy ayudando a
ti —
dijo el estudiante que tenía ahora las gafas en la mano.

—Pero así no puedo ver claramente a Bullwhip —dijo Artaxerxes.

—No te preocupes —dijo Bullwhip—, me sentirás claramente.

Y, sin más preámbulos, lanzó su pesado puño contra la barbilla de Artaxerxes.

El puño silbó a través del aire, y Bullwhip giró sobre sí mismo a consecuencia del impulso, pues Artaxerxes retrocedió ante la aproximación del golpe, que falló por medio centímetro.

Bullwhip parecía asombrado; Artaxerxes, estupefacto.

—Bien —dijo Bullwhip—. Ahora vas a ver.

Avanzó un paso y lanzó alternativamente ambos brazos.

Artaxerxes danzaba a derecha e izquierda con una expresión de extrema ansiedad en el rostro, y yo temí realmente que fuera a resfriarse por el viento que producían los violentos movimientos de Bullwhip.

Era obvio que Bullwhip se estaba fatigando. Su poderoso pecho subía y bajaba convulsivamente.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó con voz quejumbrosa.

Pero Artaxerxes ya había comprendido que, por alguna razón, era invulnerable. Por consiguiente, avanzó hacia su contrincante y, levantando la mano que no sostenía el libro, abofeteó sonoramente la mejilla de Bullwhip, al tiempo que decía:

—Toma,
cornudo.

Al mismo tiempo, todos los presentes contuvieron el aliento, y Bullwhip fue presa de un súbito frenesí. Todo lo que se podía ver era una poderosa máquina embistiendo, golpeando y girando, con un danzante blanco en su centro.

Al cabo de unos interminables minutos, Bullwhip jadeaba, sudoroso y exhausto. Ante él, se alzaba Artaxerxes, fresco e intacto. Ni siquiera había soltado su libro.

Y con él precisamente, golpeó ahora con fuerza a Bullwhip en el plexo solar. Éste se dobló sobre sí mismo, y Artaxerxes le golpeó con más fuerza aún en el cráneo. Como consecuencia, el libro quedó bastante estropeado, pero Bullwhip se derrumbó en un estado de beatífica inconsciencia.

Artaxerxes volvió en derredor sus miopes ojos.

—Que el granuja que me quitó las gafas me las devuelva
ahora
—dijo.

—Sí, señor Schnell —convino el estudiante que las había cogido, y sonrió espasmódicamente tratando de congraciarse con él—. Aquí están, señor. Las he limpiado, señor.

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