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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (521 page)

BOOK: Cuentos completos
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»Naturalmente, nosotros la queríamos, y también, imagino, una docena de los mayores museos del mundo. No era una cuestión, por supuesto, de simple oferta. La persona que la ofrecía en venta tenía que cubrir sus huellas ya que tal vez quería regresar a Chipre para obtener otras piezas, sin ser despojado de sus ganancias y arrojado en prisión además por las autoridades chipriotas. Por esa razón, necesitaba adoptar ciertas precauciones, elaborar ciertas garantías. Y por supuesto ayudaba tener un buen hombre en vista, un hombre persuasivo.

—Una vez me contaste —dijo Rubin— acerca de uno de tu equipo, y dijiste que era exactamente así… Jelinsky.

Pavolini asintió.

—El nombre no es simplemente Jelinsky. Olvidas cómo fue mencionado en primer lugar. Su nombre completo era Emmanuel Jelinsky. Así fue realmente cómo llegué a conocerte, Emmanuel. Es un nombre poco habitual y cuando fui presentado a ti, pensé en mi propio Emmanuel. Eso atrajo mi atención hacia ti. Hablamos acerca de él y entonces tuve oportunidad de conocerte. De todos modos, mi Emmanuel está muerto ahora.

—Lo siento —dijo Rubin.

—Un ataque al corazón. Tenía sesenta y cinco años y no era completamente inesperado, pero, si me permiten ser egoísta, fue trágico, porque con esta muerte se fueron todas las oportunidades de obtener el adorno fenicio —Pavolini suspiró pesadamente—. Para ser honesto, fue con grandes dificultades que me persuadí a asistir a este banquete esta noche… pero había aceptado tu invitación hace casi un mes y mi esposa insistió bastante en que viniera. Dijo que no quería verme preocupado y tirándome del cabello. Ella dijo, “Sal por una noche. Olvida”. De modo que aquí estoy, y no estoy olvidando después de todo.

Hubo un silencio incómodo y entonces Gonzalo, siempre optimista, dijo:

—Algunas veces resulta que podemos ayudar a personas con problemas.

—¿Puedes dejar de hacer afirmaciones estúpidas como esa? —dijo Trumbull con furia instantánea.

—Dije algunas veces —dijo Gonzalo a la defensiva—, e intento continuar el interrogatorio. ¿Qué dices a eso, Manny? Eres el anfitrión.

—¿Te importa si continuamos, Enrico? —dijo Rubin, quien parecía incómodo.

Pavolini esbozó una sonrisa.

—El dejar de hablar no lo traerá de regreso, ni al adorno tampoco.

—Entonces, de acuerdo —dijo Gonzalo—. Usted dijo que la muerte de Jelinsky perdió también su “lo que sea” fenicio. ¿Qué museo lo obtuvo?

—Deseo que cualquiera de ellos lo hiciera. Sería lo mejor para el mundo en general. El problema es que el objeto simplemente desapareció.

—¿Cómo? ¿Por qué? —estalló Trumbull.

Pavolini suspiró.

—Bueno, entonces desde el comienzo. Déjenme explicarles acerca de Jelinsky. Estuvo en el museo más tiempo que yo y era simplemente invalorable. No deseo exagerar, pero en algunos sentidos el museo debe comprometerse en actividades que tienen alguna atmósfera de trabajo de espionaje. Hay negociaciones delicadas a ser llevadas adelante; contactos clandestinos a ser realizados; objetos a ser conseguidos ilegalmente y, sobre todo, secretamente; otros museos a los que espiar y medidas que deben ser tomadas para evitar los espías de los otros.

»Por supuesto, todo esto son insignificancias ya que los aparatos involucrados y los riesgos, también, son mucho más pequeños que los que un gobierno o aun una industria pueden disponer. Por otro lado, no tenemos gran poder al que recurrir en nuestra protección, y para nosotros, al menos, si no para todos, los riesgos son altos.

»Jelinsky era lo que consideraríamos un maestro espía, si fuera un empleado de la CIA. Podía rastrear objetos valiosos y hacer sus contactos antes que nadie más estuviera en el asunto. Era persuasivo, podía convencer a un pájaro para que dejara el árbol y fuera a su mano, podía cerrar un trato con la mayor ventaja para nosotros, aun cuando otros estuvieran detrás del mismo objeto con ofertas el doble de lo que podíamos ofrecer. Nunca supimos cómo lo hacía.

»Una vez le pregunté acerca de eso, pero él sólo me guiñó un ojo y dijo, “Nunca lo sabrás, Enrico. Después de todo, si alguna vez me despides, tendría que encontrar trabajo en algún otro lugar y entonces sería inconveniente si conocieras mis métodos”.

»Tenía de todos modos una particularidad que todos conocíamos. Era imposible de olvidar. ¡Hacía garabatos! Nunca estaba sin un anotador y en cualquier momento ese anotador tenía la primera hoja cubierta con fascinantes abstracciones. Nunca eran las mismas, pero eran netamente geométricas… triángulos, cuadrados, trapecios, octógonos, tanto solos como en extrañas combinaciones. Algunas veces podían ser palabras construidas con letras dibujadas en formas prolijamente geométricas. Algunas veces podía decir que era una palabra que ocupaba su mente en el momento del garabato. Recuerdo una vez, cuando estábamos en conferencia, escribió las primeras letras de mi nombre, cada letra construida como una serie de segmentos en forma de huevo. Le pregunté si me permitiría conservarlo como una curiosidad, y él lo miró asombrado como si no fuera consciente de haberlo hecho. Me lo dio con un aire de interrogación sobre porqué podría quererlo. Todavía lo tengo.

»Una vez le pregunté por qué garabateaba y me dijo que no estaba seguro. Dijo, “Tal vez es lo que hago en lugar de menear los pies o golpetearme las uñas. Tengo una mente incansable y esto la pone en foco, y evita que me distraiga en direcciones indeseadas. Tal vez. Y tal vez sólo sirve como salida de un impulso artístico que yace dormido dentro de mí. No lo sé. En cualquier caso, nunca noto que estoy garabateando cuando estoy garabateando. Pero al menos me ajusto a la geometría de modo que nunca descubro mis pensamientos”.

»“Excepto cuando escribes letras”, le dije, y se sonrojó e insistió en que nunca significaban nada.

Con satisfacción y mientras sorbía su brandy y extendía el vaso para que Henry lo volviera a llenar, Gonzalo dijo:

—Apuesto a que uno de los garabatos de Jelinsky tiene su parte en todo esto.

—Sí —dijo Pavolini con tristeza—, o no debería haberme explayado tanto en eso. Obviamente. Hace dos semanas recibí un llamado de Jelinsky. Estaba en Halifax. No habló del artefacto fenicio directamente… y otra vez no deseo exagerar… porque sabía que su habitación podía ser espiada y grabadas sus conversaciones telefónicas. Algunos de nuestros competidores son al menos tan inescrupulosos como nosotros.

»Entendí bien el significado de lo que estaba diciendo, de todos modos. Había cerrado el trato y tenía el objeto. Por qué el trato había sido cerrado en Halifax no lo sé y no se lo pregunté. Tal vez el cazador de botines era canadiense o tal vez Jelinsky le había persuadido a venir a esa ciudad tan imposible para esfumar el rastro tanto como pudiera por el interés mostrados por los colegas. Eso no importa.

»Aunque Jelinsky tenía posesión física del objeto, no intentaba llevarlo con él hasta New York. Lo había colocado en un lugar poco llamativo en la forma de un paquete que no daba pistas de lo que contenía ni de su valor, y bajo condiciones donde estaba claro para las personas que lo guardaban que podía estar algún tiempo antes de que fuera solicitado. Estaba viniendo a New York con la información y entonces alguien más volaría a Halifax para traer el objeto. La mayor parte de todo esto fue dicho indirectamente; virtualmente en código.

—¿No son todas esas indirectas exageradas? —dijo Halsted.

—Sé que suena paranoico —dijo Pavolini—, pero Jelinsky era un hombre conocido. Podía ser seguido, su equipaje podía ser revisado. Después de todo, ¿por qué dudar en robar un objeto que ya era robado? En cualquier caso, Jelinsky sintió que no era seguro llevar él mismo el objeto hasta New York. (Podríamos enviar) Enviaría algún desconocido a traer el objeto, alguien que estaría seguro por ser desconocido.

—Excepto que él murió —dijo Gonzalo excitado— antes de que pudiera pasar la información necesaria.

—De un ataque al corazón, como les dije —dijo Pavolini—, en el aeropuerto Kennedy. Naturalmente, nunca tuvo la oportunidad de decirnos dónde había metido el objeto.

Avalon se veía solemne.

—Apenas deseo molestarle exagerando el asunto —dijo—, de modo que le pediré que nos asegure y nos diga que no existe posibilidad de que Jelinsky haya sido asesinado y la información sacada de su cuerpo.

—Para nada posible —dijo Pavolini—. Estaban los que le vieron colapsar, estaba su historia de enfermedad cardiaca, y hubo una cuidadosa autopsia. No había dudas, era una muerte natural, y una muy desafortunada para nosotros. Por un lado, habíamos perdido un hombre irreemplazable, pero él hubiera muerto eventualmente. Fue el preciso momento de su muerte lo que resultó una calamidad.

»No sabemos dónde está el objeto. Suponemos que está en algún lugar de Halifax, pero eso es todo. Esencialmente, el adorno fenicio está una vez más enterrado, y solamente será recuperado por accidente y por… quién puede decir quién.

»Aun si fuera encontrado por alguien y fuera colocado en el mercado otra vez, el hecho de que ya hubiéramos pagado una suma sustancial por él no significaría nada. Es posible que no seamos capaces de probar propiedad y, lo que es peor, es menos posible aun probar propiedad legal. Si es encontrado, y si el hallazgo es publicitado demasiado abiertamente, el gobierno griego chipriota lo reclamará y probablemente lo reciba. Podemos afrontar la pérdida del dinero, pero la pérdida del objeto mismo es dura de soportar. Muy dura —Pavolini sacudió la cabeza abatido.

Prosiguió.

»Lo que lo hace más frustrante es que no hay absolutamente ninguna razón para pensar que fue robado. Él estaba bajo observación de varios, como dije, cuando tuvo el ataque, y los guardias del aeropuerto estuvieron a su lado casi al instante. Sus bolsillos contenían lo habitual: una cartera razonablemente provista de efectivo, incluyendo billetes americanos y canadienses. Había monedas, tarjetas de crédito, pañuelo, y todo lo demás.

—¿Completamente nada de interés? —preguntó Halsted incrédulo.

—Bueno, uno de los objetos era un control de reclamo. Nosotros, como sus empleadores, pudimos realizar un reclamo de eso… aunque no sin considerables problemas. De todos modos, no nos ayudó. Sospecho… espero… que el control de reclamo sea del paquete que contiene el objeto, ¿pero qué bien me hace? El control de reclamo carece completamente de marca distintiva. Es rojo, rectangular y hecho de cartulina. Sobre él en letras negras gruesas está el número 17. Sobre el otro lado, nada. No hay modo de identificar donde en esta tierra —o al menos, dónde en Halifax— pertenecía este control.

—Nada más —dijo Trumbull—. Ni libreta de direcciones. Ni una hoja de papel doblada dentro de su billetera.

—Créanme, revisamos cada cosa en sus bolsillos y equipaje, bajo la mirada de la policía, debo agregar —y parece no haber nada que pueda indicar el lugar donde había colocado el paquete. Había una libreta de direcciones, por supuesto, pero no tenía ninguna dirección de Halifax; tampoco había ninguna dirección fuera de Halifax que nos pareciera de algún modo sospechosa. También estaba su anotador. Si no hubiera estado presente, hubiera estado seguro de que fue robado. Pero, bajo el escrutinio más cerrado, no había dirección en ninguna de sus páginas. Podíamos haber controlado todo por escritura secreta —pensé en eso— pero ¿por qué habría llegado tan lejos?

—Supongo —dijo Halsted—, que ustedes podrían utilizar la fuerza bruta. Podrían ir a todos lados en Halifax que pudieran imaginablemente utilizar tales controles de reclamo y tratar de recuperar el paquete en cada uno.

—¿Cada hotel? ¿Cada restaurante? ¿Cada estación de trenes o de autobús? ¿Cada aeropuerto? —dijo Pavolini—. Eso sería verdaderamente un acto de desesperación. ¡No! En su lugar tratamos de reducir las posibilidades.

—¡Los garabatos! —gritó Gonzalo.

—No los ha olvidado —dijo Pavolini—. Sí, había garabatos en la primera página del anotador. Debieron haber sido hechos en el avión, pero garabateaba principalmente cuando estaba en conferencia, y eso debía haber sido en Halifax.

—Pero usted dijo —señaló Avalon— que no había ninguna dirección en ninguna página del anotador.

—Es correcto, pero había otras cosas. Estaban sus construcciones geométricas características, tan identificables como huellas digitales. Si eso fuera todo lo que había, sería inútil, pero había más. Era una de esas raras ocasiones en que él construía letras y sé que tenía que ser de una palabra, de una frase, que había atraído su atención. Desafortunadamente sólo había escrito una parte. Había una B mayúscula, una i y una f, cada una en grafía rebuscada. Esas letras fueron absolutamente identificadas como de su puño y letra también. En otras palabras, “Bif” era el comienzo de alguna palabra que había atrapado su atención cuando estaba negociando la compra, y si podíamos averiguar qué palabra era y dónde la había visto, tengo la impresión de que sabríamos dónde está el paquete.

—Por todo lo que sabe —dijo Trumbull—, ese garabato tal vez puede haber sido hecho el día anterior a las negociaciones, o la semana anterior. Puede no tener ninguna conexión con las negociaciones.

—Es posible —dijo Pavolini—, pero no probable. En mi experiencia, Jelinsky nunca los guardaba mucho tiempo sino que echaba a la basura la primera hoja cuando comenzaba otra. Por lo tanto, no debía ser muy vieja.

—Pero no puede estar seguro —persistió Trumbull.

—No, no puedo estar seguro pero no tengo nada más que agregar —dijo Pavolini, exasperado.

—¿Tiene el papel con usted? —dijo Gonzalo con ansiedad.

—No —dijo Pavolini, levantando los brazos y dejándolos caer—. ¿Cómo puede pensar que lo llevaría conmigo? Está seguro en mi oficina. ¿Podía haberme imaginado que este tema se convertiría en la discusión de esta noche?

—Es sólo que me pareció —dijo Gonzalo—, que si pudiéramos ver los garabatos, podríamos sacar algo de ellos. ¿Puede reproducirlos para nosotros?

Pavolini levantó el labio superior con desdén.

—No soy un artista. No podría hacerlo. No podría siquiera reproducir los adornos en las letras. Créame, no hay nada allí sino letras, y nada de significación sino las letras. Nada.

—Las letras no me parecen muy significativas —dijo Halsted—. De todos modos, ¿qué palabras comienzan con “bif”?

—Bifurcar —dijo inmediatamente Rubin.

—¡Bien! —dijo Pavolini—. Una palabra útil por cierto. ¿Dónde vería Jelinsky “bifurcar” en el curso de las negociaciones? Mis amigos, no me senté a adivinar sobre el asunto. Utilicé el diccionario completo. “Bifurcar” significa “dividir en dos”. Está “bífido” que significa “en dos partes”. Hay términos químicos, “biformato”, “bifloruro”, y todos los demás. Esos son inútiles. No está dentro de las posibilidades el que él estuviera mirando cualquiera de estas palabras mientras estaba sentado —dondequiera que estuviera sentado— con el hombre que le estaba vendiendo el artefacto. Hay sólo una palabra, sólo una, que parece como si pudiera ser útil, y esa palabra es “bifocal”.

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