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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (522 page)

BOOK: Cuentos completos
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—¿Estaba Jelinsky citado con un oculista? —dijo Rubin.

—No sé nada del hombre, pero parece razonable que las negociaciones pueden haber tenido lugar en lo de un oculista, o más probablemente, enfrente de un oculista. Con la palabra “bifocal” fija delante del rostro, Jelinsky bien pudo haber comenzado a escribirla sin darse cuenta.

—Es posible —dijo Avalon, juiciosamente.

Pero Pavolini cruzó los brazos sobre el pecho, y miró con tristeza a los hombres reunidos alrededor de la mesa.

—No funcionó —dijo—. Tuve un par de nuestros hombres recorriendo la ciudad para encontrar el oculista en cuya vidriera, o en cuyo cartel, pudiera estar la palabra “bifocal”. Todavía no encontramos ninguno. Parece que los oculistas no recetan bifocales. Son para personas mayores. Es mejor impresionar al público con la belleza y con las cualidades atractivas de sus gafas. Todo para la juventud, o para juventud aparente. Sin embargo, no hemos terminado de buscar.

—Pueden estar buscando en la dirección equivocada —dijo Drake—. Si Jelinsky hizo esas letras con decoraciones pueden no ser fácilmente identificables. Por ejemplo, es fácil dibujar una e minúscula que se parezca a una i. Jelinsky puede no haber intentado “bif”. Puede haber intentado “bef”. Su lapicera puede haber salteado la pequeña curva porque el papel estaba grasoso en ese punto.

—¿Qué tendrías con “bef”? —preguntó Rubin.

—No lo sé. Podía haber estado comenzando a escribir “beforehand”
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, por decir, porque había aventajado a sus rivales y había llegado al vendedor de antemano.

—Eso no ayudaría a encontrar el paquete —dijo Rubin.

—¿Quién dice que tendría que hacerlo? —preguntó Halsted.

—Lo que Jelinsky escribió puede no tener nada que ver con el paquete y puede no ayudar para nada. Estamos sólo tratando de averiguar la verdad, y si la verdad no nos queda bien… —Drake abrió los brazos en un gesto de resignación fatalista.

—No, no —dijo Pavolini—. Permítame detenerle. Yo no puedo decir si nos ayudará si penetramos el significado de la palabra. Tal vez no. Pero al menos estoy bastante seguro de que la palabra comienza con “Bif” y nada más. La i era una i y no una e porque, por alguna razón, Jelinsky había colocado un punto sobre ella. De hecho, Jelinsky adornó incluso el punto de modo que era un punto triple.

—¿Un punto triple? —dijo Gonzalo—. ¿Qué quiere decir?

—Como esto —dijo Pavolini—. Esto sí lo puedo dibujar, de todos modos. Parecía algo así —Sacó un pequeño anotador del bolsillo interior de su chaqueta, tomó una hoja de papel, y dibujó tres líneas verticales cortas, muy cerca una de la otra.

—¡Así! —dijo—. Era muy pequeño.

Fue en este punto cuando Henry interrumpió.

—Señor Pavolini, ¿puedo ver ese trozo de papel?

Pavolini se quedó mirando a Henry por un momento; entonces, con un dejo divertido, dijo:

—Si usted desea verlo, camarero. Aquí está. Tal vez usted tiene una teoría también.

—No lo tomaría con esa actitud, señor Pavolini. Henry podría tener una teoría sobre eso —dijo Gonzalo.

—Muy bien —dijo Pavolini—. Adelante, camarero. De esas tres pequeñas líneas, ¿puede decirme dónde está escondido el paquete?

—No exactamente, señor Pavolini —dijo Henry con cuidadosa deferencia—. Puedo pensar en dos lugares y puede haber posiblemente uno o dos más, pero no puedo ajustarlo a un lugar.

—¿De veras? —dijo Pavolini—. ¿Usted puede decirme dos, posiblemente cuatro, lugares, y el paquete estará en uno de ellos?

—Eso creo, señor.

—Usted lo cree. ¡Maravilloso! En ese caso sólo dígame los cuatro. Le desafío —La voz de Pavolini se había elevado hasta el grito.

—Puedo señalar primero que ya que no hay palabra posible en inglés que comience con “bif”, puede ser que el señor Jelinsky no estuviera escribiendo una palabra en inglés.

—Tiene mi palabra —dijo Pavolini glacialmente—. Jelinsky no conocía otro idioma que el inglés. No era un hombre educado y, a excepción de su especialidad, realmente sabía muy poco.

—Aceptaré eso —dijo Henry—, pero tenemos que preguntarnos, no cuál palabra conocía y entendía, sino qué palabra encontró en el lugar donde estaba negociando la venta. Si estaban sentados en un restaurante francés —ubicado en una ciudad de cultura británica— bien podía vender carne y la tendría por supuesto, en el menú, en la vidriera o en el cartel, de acuerdo con su propia ortografía. “Bistec”, en francés se convierte en “bifteck”.

—¿Bifteck? —dijo Pavolini en voz muy baja.

—Sí, señor. Conozco dos buenos restaurantes franceses en Halifax y puede haber uno o dos más. Sugiero que intente en el guardarropa de los cuatro, si fuera necesario.

—¡Está adivinando! —dijo Pavolini.

—Realmente no, señor. No después que vi las tres pequeñas líneas que usted dibujó. ¿Podrían esas líneas haberse visto un poco más como esto, señor? —Sobre la misma hoja de papel Henry dibujó—. Porque si es así, eso es una flor de lis, la cual se puede encontrar muy a la vista en uno o en otro lugar en casi todos los restaurantes franceses. Si tomamos las tres letras y la flor de lis juntas, apenas se puede dudar dónde estaba sentado Jelinsky cuando hizo el garabato.

La boca de Pavolini estaba abierta, y ahora la cerró con un “flap” audible.

—Por los cielos, usted tiene razón. Partiré, caballeros. Adiós a todos ustedes, con mi agradecimiento por esta maravillosa cena, pero tengo trabajo que hacer —Comenzó a salir apresuradamente, entonces se detuvo y se volvió—. Mi agradecimiento a usted particularmente, Henry, ¿pero cómo lo hizo?

—Los restaurantes son mi especialidad, señor —dijo Henry, seriamente.

POSTFACIO

Esta es la vigésimo octava historia de los Viudos Negros que Fred me compró para
EQMM
y, por desgracia, la última, ya que la muerte (como a todos nosotros) finalmente le llegó al hombre que probablemente hizo más que ninguna otra persona desde Conan Doyle por el campo del misterio. Siempre será extrañado por quienes leíamos sus historias de Ellery Queen, por todos quienes lo tratábamos como editor, y por quienes lo tenían como amigo.

En conexión con la historia que acaban de leer, ya que estamos en eso, recibí una carta de un restaurador de museo quien señaló que la historia no describe los métodos actuales utilizados por los museos para obtener sus objetos de exhibición, y que perpetúa un estereotipo falso de los museos como promotores del robo de tumbas.

Estoy seguro de que tiene razón y pido disculpas a todos los museos. El hecho es que no sé nada acerca de los reales trabajos en las adquisiciones de los museos, y todo lo inventé en mi cabeza para que encajara en el complot. De todos modos, sospecho que es la manera en que tiene que ser, si el que trabaja como escritor de misterio tiene que ganarse la vida.

Consideremos, por ejemplo, los escritos de Agatha Christie (ese modelo de lo que todo escritor de misterio debería ser, aunque tiene opiniones muy peculiares acerca de cómo hablan y actúan los americanos). Si ella fuera tomada en serio, no habría familia de clase superior en Inglaterra que no haya tenido un miembro asesinado en la biblioteca, con un abrecartas clavado en el corazón y una mirada de horror indescifrable en el rostro, y que no haya tenido otro miembro que fuese el asesino. Pero lo aceptamos (suspensión de la incredulidad) y no esperamos que el mundo del misterio tenga una correspondencia de uno a uno con el mundo real.

La historia apareció en el número de mayo de 1982 del
EQMM.

Un lunes de abril (1983)

“A Monday in April”

Charles Soskind era llamativamente atractivo. Eso fue obvio desde el momento en que Thomas Trumbull lo presentó a los miembros de los Viudos Negros en ocasión de su cena mensual.

De hecho, era obvio aun antes de ser presentado. Era alto, delgado, de cabello oscuro. Tenía una complexión pálida con ojos que eran, por ese motivo, más sorprendentemente negros todavía. Con rasgos asombrosamente regulares, labios firmes con un trazo de sensualidad, y una encantadora sonrisa. Estrechó manos con fuerte apretón y sus uñas estaban bien cuidadas. Exudaba un rastro de loción para después de afeitarse y la palidez de sus mejillas estaba sombreada por el azul de una barba aunque ésta no era visible. Estaba bien rasurado y se parecía a un anuncio de los cuellos Gibson.

Trumbull dijo:

—Charles es relativamente nuevo en el Departamento. Obtuvo su título en estudios eslavos en la Universidad de Michigan.

Dio toda la vuelta estrechando manos y cada Viudo Negro mostró ese cierto aire de desconfianza con el que los hombres comunes reciben a un extraordinario espécimen de su propia especie.

Mario Gonzalo fue el más obvio, tal vez, en su reacción. Se colocó de modo de ubicar su reflejo en el espejo y retocó la línea de su chaqueta en lo que pudo haber pensado era una manera discreta.

Al verle, Emmanuel Rubin le desengañó enseguida. Con una amplia sonrisa que mostraba el espacio pronunciado entre sus dos incisivos superiores, Rubin susurró:

—Olvídalo, Mario. En comparación tú sales del bote de los desperdicios.

Gonzalo levantó las cejas y miró fijamente a Rubin, menos alto que él, con arrogante desprecio.

—¿De qué demonios estás hablando?

Rubin sostuvo su sonrisa.

—Tú lo sabes —dijo— y yo lo sé, y seguramente eso es suficiente.

Exactamente igual, Rubin pasó los dedos distraídamente entre su escasa barba, como si un repentino e imposible deseo de tenerla crecida de una manera pulcra e impresionante, le hubiera asaltado.

Geoffrey Avalon se aclaró la garganta y se paró más derecho y más tieso de lo habitual. Era dos pulgadas más alto que Soskind y estaba claro que no le importaría si el mundo entero notara ese pequeño hecho.

Roger Halsted hundió su estómago y sostuvo esa incomodidad por casi dos minutos. James Drake, el más viejo de los Viudos Negros, parecía muy naturalmente indiferente, como si fuera solamente la edad y nada más, lo que le mantenía lejos de la carrera… y, lo que era más, alejado de ganarla.

Solamente Henry, el competente mozo, sobre cuyos hombros descansaba el bienestar de los banquetes, parecía verdaderamente ausente de todo mientras acercaba a Soskind un
ginger ale
solo, con una cereza al marrasquino dentro.

Soskind miró el trago un tanto sombrío y entonces, con el aire de alguien que ha sobrevivido interrogatorios sobre el asunto por años, dijo, aunque nadie le había preguntado:

—Ordeno una cereza porque lo hace parecer un trago alcohólico… de alguna clase, y entonces no tengo que explicar por qué no bebo.

—¿Por qué no bebe? —preguntó Rubin con perversidad.

—No es porque sea miembro de Alcohólicos Anónimos —dijo secamente Soskind—. Tengo muy poca tolerancia al alcohol. Un solo trago me deja decididamente borracho y ya que no obtengo placer de esa sensación, elijo no beber. No me tienen que forzar, o convencerme.

—Si yo fuera usted —dijo Gonzalo, sombrío—, tomaría Perrier con una cebollita dentro. Escuché que la tintura que utilizan en las cerezas al marrasquino es carcinógeno.

—Y lo es todo —dijo Soskind—, si elige la cepa adecuada de ratas para experimentar, y se aumentan las dosis lo suficiente.

Con el tartamudeo habitual que parecía invadir siempre su discurso tan pronto como intentaba parecer un hombre de mundo, Halsted dijo:

—Es malo si el alcohol le afecta de modo adverso. Sobrepasarse es bestial, pero no hay nada tan civilizado como el moderado compartir de tragos. Reduce las inhibiciones en la medida de un intercambio social verdaderamente gracioso.

—Créame —dijo asintiendo Soskind asintiendo—, aprecio por completo esa particular desventaja bajo la cual me encuentro. Habitualmente evito los cócteles, simplemente porque no puedo participar en igualdad de condiciones. Y eso no es lo peor de la cuestión. Son los almuerzos de negocios, lo realmente estresante. Les aseguro que si pudiera beber más fácilmente, me complacería hacerlo.

Y casi al mismo tiempo, como a una señal, Henry anunció el final de la hora del cóctel.

—La cena está servida, caballeros.

Drake se encontró sentado junto al invitado y dijo:

—¿Es usted de origen ruso, señor Soskind?

—No, hasta donde sé —dijo Soskind, con la expresión ligeramente alegre ante un trozo de salmón ahumado con cebollas. Tomó una rebanada de pan finamente cortado y manteca, y cuidadosamente retiró las alcaparras a un lado—. El padre de mi padre llegó desde Luxemburgo y los de mi madre eran ambos galeses.

—Pregunté —dijo Drake— por su grado en estudios eslavos. ¿Doctorado?

—Sí, tengo el derecho de ser denominado Dr. Soskind, aunque nunca insisto en ello. Usted es Dr. Drake, supongo.

—En Química. Pero todos nosotros nos podemos denominar doctores en virtud de nuestra membresía en el club. Aun nuestro buen Henry, el invalorable camarero de la organización, es Dr. Jackson, si decidimos llamarle así. ¿Pero cómo se decidió por los estudios eslavos?

—¡Oh, eso! No hay razones personales, si quita la ambición. Después de todo, los Estados Unidos han estado enfrentando a la Unión Soviética en abierta competición por cuarenta años a la fecha. Muchos ciudadanos soviéticos pueden hablar inglés y han estudiado historia y cultura Anglo-Americana, mientras que muy pocos americanos han regresado el cumplido. Eso nos coloca en grave desventaja, y haciendo un esfuerzo personal para lograr el equilibrio me convierto en patriota y, por añadidura, hago mi camino de progreso ya que mis conocimientos son útiles.

—¿Quiere decir en el Departamento de Tom Trumbull?

—Quiero decir —dijo Soskind con cuidado—, en ese órgano del gobierno en el cual los dos servimos.

—Ya comprendo entonces —intervino de pronto Avalon desde el otro lado de la mesa—, que usted lee y escribe ruso con bastante fluidez.

—Sí, señor —dijo Soskind—, con bastante fluidez, y también polaco. Puedo hacerme entender en checo y en serbio. Con el tiempo, espero aprender otros idiomas también. El árabe y el japonés son extremadamente importantes en el mundo de hoy, e intento tomar cursos en cada uno tan pronto como termine mi maldita tarea actual.

Trumbull se inclinó hacia adelante desde su posición en la cabecera de la mesa, la que ocupaba en virtud de que era el anfitrión del banquete de esa noche.

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