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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (561 page)

BOOK: Cuentos completos
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»La llevé a la habitación y Stephen la miró, sonrió y dijo sin dudar: "Hola, Artemis".

»Ella dijo un poco vacilante: "Hola, Stephen".

»Ella no era una buena actriz. Lo miró con ansiedad y Stephen habría tenido que ser mucho menos inteligente de lo que claramente era para no adivinar que ella había recibido instrucciones y estaba intentando descubrir si él podía ser un impostor.

»Finalmente observó: "Ciertamente tiene el mismo aspecto que Stephen, excepto que Stephen tenía pelitos en la parte baja de los dedos. Yo lo consideraba muy viril. No los veo ahora".

»A Stephen no pareció importarle que se hablara de él en tercera persona, ni ofenderse porque la mujer buscara una diferencia. Solamente sonrió y levantó las manos: "El pelo está aquí". Ella declaró: "Tendría que ser más oscuro". Sin embargo, no parecía muy segura acerca de ello.

»Stephen dijo: "¿Recuerda la vez en la que yo tropecé con mis propios pies mientras estábamos bailando y mi mano se escapó de la suya y usted dijo que era porque eran tan suaves? Esto da a entender que usted estaba muy impresionada por mi vello, ¿no es cierto?".

»La cara de Artemis se iluminó. Ella se volvió hacia mí y dijo: "Sí, sucedió así".

»"Y usted recuerda que me excusé por ser un mal bailarín y usted siguió diciendo que era un buen bailarín, pero yo sabía que usted sólo se mostraba amable e intentaba hacer que me sintiera mejor. ¿Lo recuerda, Artemis?".

»Ella asintió con cara de felicidad. "Sí, lo recuerdo. Hola, Stephen. Me alegro de que sea usted".

»Stephen exclamó: "Gracias por reconocerme, Artemis. Me habría encontrado en un apuro considerable si no lo hubiera hecho".

»Yo interrumpí, con algo de irritación, supongo: "Espere, Miss Cataldo. No se precipite a sacar conclusiones".

»Él intervino: "¿Es ése su apellido, Artemis? Me lo preguntaron, pero yo no lo sabía. Nunca me lo dijo".

»Yo le hice un gesto de que se detuviera y continué: "Hágale algunas preguntas, Miss Cataldo; cosas pequeñas que él tenga que acertar".

»Artemis se ruborizó: "¿Me besó alguna vez, Stephen?".

»Stephen pareció un poco incómodo: "Lo hice una vez… solamente una vez. En el taxi, Artemis. ¿Recuerda?".

»No le di a la mujer ocasión de contestar. Dije ásperamente:

"Vaya a los detalles, Stephen. Y sin vacilar".

»Él se encogió de hombros: "Estábamos en el taxi que nos llevaba a un lugar llamado Spittal Pond, un refugio de aves que Artemis deseaba ver. Artemis me riñó porque expresé lo agradable que era estar con una mujer joven que desease ver refugios de aves y no clubes nocturnos, y ella dijo que a la semana siguiente yo la habría olvidado por completo y ni siquiera recordaría su nombre. Así que protesté galantemente: ¿Qué dice? ¿Olvidar a Artemis, la casta cazadora.' Yo pasé la mano por delante de ella y escribí el nombre en la ventanilla del coche a la izquierda. Era un día húmedo y había una delgada película de vaho sobre el cristal".

»"¿Dónde entra el beso?", pregunté. Y él contestó: "Bien yo estaba sentado a la derecha y me incliné por delante de su pecho con el brazo derecho para escribir su nombre. Mi brazo izquierdo estaba en el respaldo del asiento". Él me mostró cómo estaba, estirando su brazo izquierdo detrás de un compañero imaginario y luego empujando su mano derecha por delante de él de modo que sus brazos casi encerraban a aquel compañero. Continuó: "Había acabado de escribir el nombre de ella, cuando el taxi dio un bandazo, por alguna razón. Mi codo casi tropezó con la cabeza del conductor, así que yo agarré el hombro de Artemis para mantenerme firme, por puro reflejo, y quedé abrazándola". Él todavía estaba haciendo demostraciones. "Encontré la posición tan irresistible que la besé. Solamente en la mejilla, siento decir".

»Yo miré a la mujer. "¿Qué?".

»Sus ojos estaban brillando y ella afirmó: "Así fue exactamente como sucedió. Mr. Koenig. Éste es Stephen, de acuerdo.

No hay duda acerca de ello. —Y añadió con énfasis—: Identifico a este hombre como el hombre del barco y de las Bermudas".

»Stephen sonrió con un toque de triunfo, según me pareció, y yo dije: "Muy bien, puede marcharse, Miss Cataldo".

»Y eso fue todo.

Koenig dejó de hablar y miró a los Viudos Negros con las cejas levantadas.

Gonzalo explotó:

—¿Eso es todo? Pensaba que usted rompió la coartada.

—Lo hice, sí. Pero ustedes querían sólo que yo les hablara de la coartada. Y ahora les toca romperla.

—¿Y usted no se ha dejado nada?

—Nada esencial —respondió Koenig.

Avalon se aclaró la garganta y observó:

—Supongo que usted encontró a Stephen Dos. Eso rompería la coartada.

—Sí que lo hubiera hecho —asintió Koenig alegre—; pero nosotros nunca pudimos encontrar a Stephen Dos, lamento decirlo.

Halsted inquirió:

—¿Es posible que Miss como se llamase fuera pagada? ¿Que estuviera mintiendo?

—Si era así —respondió Koenig—, nosotros no encontramos ninguna prueba que lo respaldase. En cualquier caso, la coartada fue rota completamente aparte de cualquier cosa que ella dijera o dejase de decir… ¿Alguno de ustedes, caballeros, ha visitado alguna vez las Bermudas?

Hubo un silencio general y por fin Gonzalo respondió:

—Me llevaron allí cuando tenía cuatro años o algo así. No recuerdo nada.

Trumbull preguntó:

—¿Está usted insinuando que Stephen equivocó algunos de los lugares de las Bermudas? ¿Ocurrió que no había ningún refugio de aves de la clase que mencionó o ningún «Princess Hotel» o algo así?

—No, citó correctamente todos los lugares. No hubo ninguna equivocación que pudiéramos encontrar en cuanto se refería a la geografía o las vistas del lugar.

Hubo silencio de nuevo y Drake por fin preguntó:

—Henry, ¿hay alguna cosa en eso que le choque como pista aprovechable?

Henry, que estaba precisamente volviendo del estante de libros de consulta, comentó pensativo:

—No puedo hablar con conocimiento de primera mano, porque yo tampoco he estado nunca en las Bermudas; pero es posible que lo que Mr. Stephen contó, pudiera probar que él tampoco estuvo nunca en las Bermudas.

Drake inquirió con sorpresa:

—¿Por qué? ¿Qué es lo que dijo?

Henry explicó:

—Mr. Koenig terminó su relato con la descripción del beso en el taxi, así que yo pensé que algo en aquella explicación rompía la coartada. Las Bermudas son una colonia de la Corona británica y me llama la atención que pueda seguir la costumbre inglesa en cuanto se refiere a tráfico. Acabo de comprobar la Enciclopedia Columbia en el estante de consulta y no dice nada de eso; pero es una posibilidad.

»Sí, en las Bermudas el tráfico va por la izquierda, como en Gran Bretaña. Los coches deben tener el volante, y por tanto el conductor, en el lado derecho del asiento delantero, como en Gran Bretaña. Mientras que en los Estados Unidos, con el tráfico a la derecha, el volante y el conductor están a la izquierda. Si Mr. Stephen estaba sentado a la derecha de la joven y pasándole la mano por delante para escribir su nombre en la ventanilla izquierda, tal como explicó, difícilmente podía haber estado a punto de tocar al conductor cuando el taxi dio un bandazo. El conductor habría estado en el otro lado.

»Yo supongo que Stephen Dos le habló a Stephen del incidente del beso; pero olvidó mencionarle el tema del volante o del conductor, dándolo por sabido. Mr. Stephen añadió el asunto del conductor para darle más verosimilitud al relato, y ése fue su gran error. Porque, sin duda, Mr. Koenig se dio cuenta de ello en seguida.

Koenig se arrellanó en la silla y sonrió con admiración:

—Eso está muy bien, Henry.

—No, en absoluto. El mérito es de usted, Mr. Koenig —protestó Henry—. Yo sabía que usted había roto la coartada; sabía que lo había hecho por medio de un razonamiento lógico; y sabía que este razonamiento tenía que deducirse de los hechos que usted nos daba. Usted, al romper la coartada, no tenía la ventaja de ese conocimiento especial.

POSTFACIO

La influencia de que yo haya pasado mis vacaciones en las Bermudas (ver el post scriptum anterior) se muestra claramente en este relato.

La receta (1990)

“The Recipe”

Roger Halsted susurró a Geoffrey Avalon:

—Él es mi fontanero.

Avalon lo miró durante unos momentos, más con incredulidad que con desaprobación.

—¿Su fontanero?

—Lo era, más bien. Está retirado y se ha trasladado a los suburbios. Es un buen tipo, y si se le quiere juzgar por los criterios usuales norteamericanos acerca del éxito, siempre ha hecho mucho más dinero que yo.

—No me sorprende en absoluto —respondió Avalon—. Un maestro fontanero…

—Él lo era. Y yo simplemente enseño álgebra en una escuela media. No hay comparación. Pero ya sabe, Jeff, nosotros siempre tenemos a intelectuales como invitados en estos banquetes de los Viudos Negros, y pensé que sería refrescante contar con alguien que trabaje con las manos.

Avalon dijo, con poco convencimiento:

—Está lejos de mí el abandonarme al esnobismo social, Roger; pero puede ser que él pueda encontrarnos incómodos a nosotros.

—Nunca se sabe… Y puede darnos una oportunidad de averiguar cosas acerca de fontanería.

En otra parte de la habitación, Thomas Trumbull daba cuenta de su whisky con soda y añadió:

—Acabo de leer
The Third Bullet
de John Dickson Carr, Jim.

James Drake miró de soslayo a Trumbull y comentó:

—Esto es una antigualla.

—Tiene medio siglo de antigüedad, según la ficha del copyright. Yo lo leí hace unas décadas; pero no lo recuerdo lo bastante como para no volver a entretenerme. Es una de esas historias de misterio de habitaciones cerradas, ya sabe.

—Lo sé. Era la especialidad de Carr. Nadie lo hizo con tanta coherencia o tan bien como él.

—Sin embargo… —Trumbull meneó la cabeza—. Algo me dejó preocupado.

Emmanuel Rubin había gravitado hacia la pareja al oír la primera mención de misterio y comentó:

—Déjeme adivinar lo que le preocupa, Tom. Carr es magnífico, pero tiene sus defectos. En cierto modo sus escritos tienden a ser demasiado dramáticos, de modo que el lector no deja de percibir, con cierta incomodidad, que está leyendo una obra de ficción. Luego, cuando Carr finalmente llega a la solución, ha inventado una que al menos requiere veinte páginas. Y lo que es más, es tan intrincado que el lector no puede seguirlo sin leerlo varias veces, cosa que nunca hace. Y eso significa que todo resulta poco convincente.

—Ahí está la cuestión —afirmó Trumbull—. En ese último detalle. No es convincente. Un relato de misterio de habitaciones cerradas normalmente está tan torturado en su construcción y en su solución que uno no puede aceptarlo. Quiero decir, ¿ha habido alguna vez una historia de misterio de habitaciones cerradas en la vida real? Lo dudo.

Drake sugirió:

—Tendríamos que preguntar a alguien que sea un conocedor de los misterios de la vida real. ¿Manny?

—No me miren a mí. Yo me limito a la ficción. Nunca he intentado escribir un relato de misterio de puertas cerradas porque, francamente, creo que Carr acabó con el mercado. No puedo decidirme a inventar una nueva variación.

Mario Gonzalo se unió al grupo en ese momento y afirmó:

—Esto me recuerda un juego que ustedes pueden probar de cuando en cuando. Se llama: «Cuál es el… más grande que no sea el de…»

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Rubin con suspicacia—. Suponiendo que usted lo sepa.

—Es fácil. Se trata de hacer una pregunta como, ¿cuál es la tragedia más grande de la época isabelina que no sea de Shakespeare?

—La respuesta normal a eso —respondió Rubin—, es
La duquesa de Malfi,
de Webster, aunque a mí nunca me ha gustado.

—Muy bien. ¿Cuál es el mejor vals que no sea de Johann Strauss?

—El vals de
La Viuda Alegre
de Franz Lehar, diría yo —afirmó Rubin.

—¿Y qué pasa con el vals de
Los patinadores? —
inquirió Gonzalo.

—Es cuestión de gusto —opinó Rubin.

—¿Cuál es la ópera cómica más grande que no haya sido escrita por Gilbert y Sullivan?

—¿Y que les parece
El Murciélago
de Strauss? — preguntó Rubin.

—¿O cualquier cosa de Offenbach? —sugirió Drake.

—Y ahora —concluyó Gonzalo—, ¿cuál es la historia de misterio de habitaciones cerradas más importante que no esté escrita por John Dickson Carr?

Hubo un tremendo silencio, seguido por el comienzo de charla de tres personas a la vez y otras que se juntaban al grupo. En medio de la cháchara creciente, Henry, el imperturbable camarero, anunció que la cena estaba servida.

El invitado de Halsted, el fontanero, era Myron Dynast. Su proceso de envejecimiento no había sido muy benévolo. La mayor parte de su cabello había desaparecido, tenía bolsas bajo los ojos, un cuello arrugado y una barriga pronunciada.

Sus ojos, sin embargo, eran vivos; su voz no era áspera y su vocabulario era razonablemente bueno. Avalon, en consecuencia, comentó por lo bajo a Halsted:

—No
parece
un fontanero.

Halsted contestó:

—Lo que usted quiere decir, Jeff, es que él no se parece al estereotipo mental de fontanero que tiene usted.

Avalon se irguió totalmente y bajó sus cejas formidables, para dirigir a Halsted una mirada ofendida. Pero luego, se lo pensó mejor y dijo con suavidad:

—Quizá tenga razón, Roger.

Dynast, sin embargo, no habló mucho. Ya fuera porque se sintiese confundido al encontrarse en compañía de intelectuales, o porque sólo estaba interesado en los temas de conversación que animaban la comida, permaneció callado durante casi todo el tiempo, con sus ojos rápidos echando flechas de un orador a otro.

Finalmente, a la hora del brandy, Halsted golpeó su vaso de agua con la cuchara y dijo:

—Jeff, ¿nos hará los honores respecto a su invitado?

—Tendré mucho gusto —contestó Avalon.

Con una cortesía algo exagerada, se volvió a Dynast y le explicó:

—Es costumbre, en estos banquetes nuestros, comenzar por solicitar a nuestro invitado que explique a qué se dedica.

Mr. Dynast, ¿a qué se dedica usted? Con otras palabras…

—No necesito otras palabras, Mr. Avalon —respondió Dynast—. Ser un buen fontanero es toda la dedicación que necesito. ¿Ha habido alguien que se haya levantado a media noche y se haya dado cuenta de que, de repente, necesitaba un físico nuclear revolucionario? Piense en todas las emergencias en las cuales uno se sentiría mucho más feliz si tuviera en la puerta de al lado a un fontanero como yo, en vez de un profesor como…, como…

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