Cuentos completos (563 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Se hizo un silencio y luego Rubin preguntó:

—¿Usted estuvo fuera todo el tiempo? ¿No vio nada de eso?

—Casi todo el tiempo, Mr. Rubin. Yo llegué a casa justo cuando la reunión se estaba acabando. Los demás estaban alborotados llevándose a sus niños, y dándoles las gracias a Ginny. Se hallaban la prima y su marido, padres del pequeño Harold. Los dos eran muy bajos de estatura, poco más de metro y medio, pero simpáticos y amables. Vi a su chico durante un momento. Me lo presentaron y él me dio la mano como un hombrecito. Todo era contento en su más alto grado.

Para entonces, Ginny ya había roto la receta y ésta había sido robada de alguna manera.

Halsted se arrellanó en su silla, con las manos cruzadas sobre su abdomen.

—¿Qué certeza puede tener usted, Mike, de que la casa era el equivalente de una habitación cerrada, de que no había ninguna ventana abierta y no existía modo de entrar?

Dynast meneó la cabeza.

—Eso, en realidad, no importa, ¿verdad? Todas las puertas y ventanas
estaban
cerradas, porque Ginny es muy cuidadosa y, mientras los niños estén bajo su custodia, no quiere que ninguno de ellos pueda caerse por una ventana o salir de la casa.

Pero esto no interesa. El hecho es que ella y la receta estaban en esta habitación especial y que nadie entró en esa habitación durante todo el tiempo que existió la receta. No es posible que alguien pudiera haber entrado sin que ella lo notara.

—¿Ni aunque ella estuviera absorta en sus tareas? —preguntó Rubin.

—No podía estar absorta hasta ese punto. Los niños eran primero. Estaría atenta en todo momento.

Gonzalo intervino:

—¿Y no dejó la habitación en ningún instante? ¿No fue al cuarto de baño?

—Oigan —contestó Dynast—. Nosotros hemos hablado de esto y yo le pregunté esa cuestión en particular. No, ella no tuvo que ir al cuarto de baño, pero sí salió de la habitación.

Salió de la casa, incluso.

—¡Ah! —exclamó Gonzalo—. ¿Por qué?

—Recordó que había prometido entregar alguna cosa a los vecinos que vivían al otro lado del camino y temió que seguiría olvidándolo si no lo llevaba entonces. Fue sólo cuestión de quince metros, y no tardó más que un minuto. Así que corrió, tocó el timbre, salió el marido, pues su esposa estaba en la reunión, se lo puso en las manos con una rapidísima explicación, intercambiaron dos frases y desapareció. Todo el tema se desarrolló en dos minutos como máximo.

Gonzalo señaló:

—Usted no estaba allí, Mr. Dynast. Una mujer puede creer que tardó solamente dos minutos cuando en realidad tardó veinte.

—Eso nunca —dijo Dynast con indignación—. Tenía la casa llena de niños que atender. No tardó más de dos minutos. No tenía motivo para entretenerse más de dos minutos.

—¿Cerró la puerta cuando se marchó? —preguntó Gonzalo.

—No, no le gustaba hacerlo. Al no estar allí, tenía miedo de que, si le sucedía algo a ella y luego le sucedía algo a los niños, hubiera una puerta cerrada que pudiera retrasar que la gente entrara. Bien… Eso no importa. Tenía la puerta principal bajo observación en todo momento. Nadie se acercó. Nadie fue a ningún sitio que estuviera cerca de ella. Cuando volvió, cerró la puerta de nuevo, preguntó al pequeño Harold si había sucedido algo mientras estaba fuera y él dijo que no. Ciertamente no había habido ninguna perturbación y los niños seguían tan contentos.

Gonzalo objetó:

—En realidad, no se trata de una habitación cerrada si se abrió en cierto momento.

—No sea tan estricto, Mario —protestó Avalon—. Si la narración es exacta, la casa sigue siendo el equivalente de una habitación cerrada. Debo admitir, sin embargo, que el relato es de segunda mano. Ojalá pudiéramos interrogar a Mrs.

Dynast.

—Bien, no podemos —dijo Rubin.

Trumbull añadió:

—Esperemos un poco. Si estábamos hablando de algo material que fue robado, entonces la casa podía ser considerada como una habitación cerrada. Sin embargo, no fue robado nada material. La tarjeta en la cual fue escrita la receta fue destruida por la propia Mrs. Dynast. Lo que robaron fue la información que había en la ficha, y eso hace que cambie la situación… Mr. Dynast, creo que usted dio a entender que los amigos de Mrs. Dynast, sus compañeras de la comunidad de la iglesia, sabían que estaba preparando recetas.

—Oh, sí. Era la gran noticia.

—¿Y no sabrían que ella estaba trabajando en aquellas recetas en aquel momento especial cuando el resto asistía a la reunión de la parroquia?

—Sí, creo que mencioné que ella se lo había dicho, como excusa para no ir.

—Y, al preparar las recetas, ¿ella les pondría una etiqueta y las identificaría, ¿no?

—Ciertamente. La receta de los bollos de arándanos se llamaría «Bollos de arándanos de la abuelita», porque ésa era la manera en la cual siempre se refería a ellos cuando hablaba conmigo o con cualquier otra persona. Su abuela, al parecer, le había dado la receta; y ella, luego, la había mejorado.

—Y supongo que la habitación en la cual trabajaba tenía ventana.

—Sí, naturalmente.

—En ese caso —objetó Trumbull—, usted no contaba con una habitación cerrada. Puede ser que la gente no hubiera podido entrar físicamente para robar una ficha de receta; pero seguramente podían mirar por una ventana y leer lo que estaba escrito en la tarjetita, ¿no?

—No, no lo creo, Mr. Trumbull —contestó Dynast—. La parte delantera de nuestra casa estaba a nivel de la calle; pero el suelo se inclinaba hacia abajo cuando uno se alejaba de la calle. Eso dejaba espacio para un sótano y un garaje con huecos a nivel del suelo en el patio trasero y con una salida de coches que volvía allí. Pero las habitaciones traseras, en las cuales estaba trabajando Ginny y tenía a los niños, estaban a la altura de un piso. Uno no podría mirar fácilmente a través de las ventanas a menos que tuviera una estatura de unos cuantos metros o que utilizase una escalera. Y creo que Ginny lo habría notado en cualquiera de los dos casos.

Trumbull no dejó el tema.

—Podía ser que esa persona hubiera estado en un árbol si la habitación daba a un patio trasero.

—Cabe que él, o ella, hubieran estado allí pero no había ningún árbol a una distancia de seis metros de aquellas ventanas. Además, como he dicho, Ginny no estaba muy decidida y había escrito la receta muy ligeramente, a lápiz. No creo que nadie pudiera haberla leído aunque hubiera presionado la nariz contra el cristal de la ventana. Y luego, para complicar más las cosas, Ginny después de escribir la receta, la puso debajo de un libro con objeto de que estuviera más segura. Estaba bajo el libro cuando ella se desanimó y la sacó para romperla.

Drake preguntó:

—¿Fue ésa la única vez que fue anotada la receta?

—La única vez.

—¿Y la reprodujeron palabra por palabra? ¿No podía haber sido solamente una receta similar que alguna otra persona hubiera inventado de forma independiente? Después de todo, debo decirle que incluso los mayores descubrimientos científicos a veces son ideados por separado por dos investigadores, y más o menos en el mismo momento. Estas cosas suceden.

—Eran las mismas palabras —insistió Dynast con firmeza—.

Ginny lo jura y yo la creo. En cierto momento, ella escribió:

«Batir furiosamente hasta que vuestra mano esté en peligro de desprenderse. Luego, contar diez respiraciones rápidas y…»

Todo eso estaba precisamente allí. Ésa es la manera que tiene de hablar de cocina cuando habla conmigo. No es probable que nadie más se exprese de esa manera, y con tanta exactitud.

Hubo un silencio alrededor de la mesa, y Avalon continuó:

—Me temo, Mr. Dynast, que no comprendo cómo pudo hacerse esto. Usted no estará bromeando con nosotros, supongo.

Dynast meneó la cabeza.

—Ojalá estuviera haciéndolo, Mr. Avalon; pero no es ninguna broma para Ginny, y si no averiguamos cómo se hizo, no me sorprendería que al final, tuviéramos que vender nuestra casa y marcharnos a otro lugar. Ginny no puede soportar la idea de vivir cerca de la gente que le hizo esto.

Drake preguntó:

—¿Usted afirmaría que su esposa ha dicho realmente toda la verdad?

—Apostaría mi vida por ello —contestó Dynast.

—Entonces, con una habitación en la que había una mujer y cinco niños pequeños, tiene usted que llegar a la conclusión de que la mujer misma robó su propia receta. ¿Usted supone que es posible que Mrs. Dynast organizara el asunto ella misma como una excusa para poder trasladarse a otro lado?

Dynast respondió:

—Si ella quería trasladarse, simplemente podía decirlo. No tenía que organizar un truco grande y fantasioso. Y si ustedes conocieran a Ginny, sabrían le habría sido imposible hacer trucos con sus bollos de arándanos. No pueden imaginarse lo que éstos significan para ella.

Rubin comentó:

—Bien, es la historia de misterio de habitación cerrada más endiablada que he oído nunca. No existe ninguna solución.

En este momento, Henry dijo medio excusándose:

—¿Caballeros?

Rubin levantó la vista.

—Vamos, Henry. ¿Está usted intentando decirnos que
existe
una solución?

—No puedo asegurarlo; pero me encantaría hacerle a Mr. Dynast una pregunta.

Avalon inquinó:

—¿Le parece bien, Mr. Dynast? Henry es un miembro valioso de nuestra organización.

—Lo supongo —dijo Dynast—. Sin duda.

—En ese caso, el chico mayor… Harold.

—¿Sí?

—¿Qué edad dijo usted que tenía Harold?

—Cinco años a lo sumo.

—¿Cómo lo sabe, Mr. Dynast?

—Ginny lo dijo.

—¿Cómo lo sabía ella, Mr. Dynast?

—Supongo que ella se lo preguntó.

—¿Le dijo ella que se lo había preguntado?

—No… Pero yo mismo lo vi cuando llegué a casa. Ya se lo he dicho. Era un muchachito pequeño. Parecía tener unos cinco años.

—Pero, Mr. Dynast, usted también dijo que vio a los padres de Harold y que los dos medían algo más de metro y medio.

Usted no iría a decir que, porque midieran metro y medio, eran unos quinceañeros.

—No. Eran simplemente bajitos.

—Exacto. Y los padres bajitos pueden muy bien tener hijos bajitos. Es posible que pudiera parecer que Harold tenía cinco años si se juzgaba su estatura y tamaño, y sin embargo tener ocho años. Y, por lo que sabemos, él es extraordinariamente brillante para su edad.

—¡Dios mío! —exclamó Avalon—. ¿Usted cree realmente que eso pudo ser así, Henry?

—Considere usted los hechos, Mr. Avalon. Una de las mujeres del vecindario quiere desesperadamente la receta. Ella tiene una hermana de baja estatura, la cual se ha casado con un hombre igual de pequeño y los dos tienen un hijo de talla singularmente reducida, el cual resulta ser un niño prodigio.

Es un chico inteligente, de ocho años, que puede pasar con facilidad por un nene de cinco. Ese muchacho listo es introducido en casa de ustedes, Mr. Dynast, y aleccionado acerca de lo que debe hacer.

»Mrs. Dynast no sentiría preocupación alguna por el hecho de que aquel muchachito la estuviera observando, o mirara con curiosidad lo que ella estaba escribiendo. Al fin y al cabo, según las apariencias, se trata de un niño de edad parvularia, que no sabe leer. El niño la vería escribir una receta de «Bollos de arándanos de la abuelita» y cómo la ponía debajo de un libro. Luego, cuando ella se marcha a su recado, aunque sólo sea por dos minutos, el muchacho saca la receta de debajo del libro, la lee, se la aprende de memoria y la vuelve a poner en el mismo sitio. No debía de ser una cosa tan larga como para no retenerla en la memoria, y los chicos que son listos de modo especial pueden captar semejantes cosas como si su mente fuera papel secante.

»Lo recuerdo muy bien de mi propia infancia.

Gonzalo dijo triunfal:

—Sin duda. Esto lo aclara todo, y no hay otra explicación posible.

Henry intervino:

—Es sólo una posibilidad. Sin embargo, si ustedes pueden descubrir el nombre de su prima y de su marido, sería fácil averiguar qué edad tiene el chico, a qué escuela asiste, en qué grado cursa y cómo se porta. Si aquella mujer rehúsa darles información alguna sobre su prima y su sobrino, esto mismo entrañará que nuestra versión es la correcta.

—¿Quién lo había de pensar? —dijo Dynast con abatimiento.

—Todo debe tener una explicación racional, señor —murmuró Henry—, y, como de costumbre, los Viudos Negros han eliminado con cuidado todas las explicaciones posibles y me han dejado a mí el trabajo de indicar lo que quedaba.

POSTFACIO

Yo estaba leyendo The third bullet, de John Dickson Carr, tal como lo hace Trumbull en el relato, y se me ocurrió que yo no había escrito nunca una narración de Viudos Negros en la que se implicase un misterio del estilo de los de habitación cerrada.

Naturalmente, me sentí en seguida acuciado por el deseo de hacerlo; pero no me pareció posible elaborar un nuevo mecanismo en que se implicaba una habitación cerrada. John Dickson Carr los había agotado todos, y otros escritores habían rellenado los pequeños huecos que pudieran quedar.

De todos modos, me molestaba rendirme. ¿Podría pensar yo en alguna nueva modalidad de historia de misterio de habitación cerrada? Y, para asombro mío, encontré que sí que podía.

Con gran entusiamo me senté y escribí La receta. En una sesión…, toda la historia. Creo que nunca he disfrutado más escribiendo un relato.

Y ahora que está hecha esta colección, puedo decirles, una vez más, que me encuentro todavía con una salud razonablemente buena y que no tengo intención de parar. Los Viudos Negros, se lo garantizo, durarán tanto como yo.

R
ELATOS DE MISTERIO:
E
L CLUB DE LOS ENIGMAS
Prólogo

Hace tres años (en momentos en que escribo este prólogo) Eric Protter, de la revista
Gallery
, me propuso que escribiese mensualmente un cuento de enigmas para dicha revista.

Vacilé.
Gallery
es lo que se conoce comúnmente como una revista para hombres y como todas las de su género, aunque no con tanta falta de gusto como algunas, es muy aficionada a la divina forma femenina, al desnudo. En principio no tengo objeción a tal cosa y he escrito artículos para
Gallery
y para otras publicaciones semejantes. Después de todo, nadie me obliga a leer nada que no me agrade, aun cuando aparezca en el mismo ejemplar que uno de mis artículos. Siempre puedo arrancar las páginas donde aparece mi artículo y abrocharlas con otras del mismo tipo, desechando, si lo deseo, el resto de la revista. Y si aparece una fotografía reveladora en el reverso de una página que contiene parte de mi trabajo, no tengo por qué mirarla. Y si la miro, no me voy a morir. (Estoy seguro.)

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