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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (565 page)

BOOK: Cuentos completos
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Eran las cuatro y veinte de la tarde cuando comenzamos y puedo asegurarles que ambos estábamos muy serios. Estábamos luchando por el triunfo en la guerra y por diez dólares; tanto el otro como yo teníamos una elevada opinión de lo que son diez dólares.

Dije “mesa” y él dijo “cama”. Dije “Di Maggio” y él dijo “corner”. Dije “soldado G.I.” y él dijo “Joe”. Dije “clarinete” y él dijo “Benny Goodman”. El juego se prolongó de este modo durante bastante rato, mientras yo complicaba cada vez más las cosas mediante pasos muy cautelosos y delicados.

Por fin a las cinco menos cuarto yo dije “terror de la huida” y él dije “tristeza de la tumba”. En este punto yo hice la señal convenida y un hombre sentado en el otro extremo del cuarto se levantó, se acercó, aferró al compañero y se lo llevó. Mi compañero gritaba todo el tiempo hasta que salió del recinto: “¡Me debes diez dólares!” Debo decirles que no tenía muchas posibilidades de cobrar la deuda.

Por lo que acabo de contarles, creo que pueden ver lo que sucedió, de modo que, si no tienen inconveniente, me pondré al día con el sueño que me faltaba.

Tuvimos que despertarlo.

—¿Qué sucedió? —le pregunté, sacudiéndolo con violencia, al punto que le costó algún trabajo mantener derecho su vaso de whisky—. Termina la anécdota.

—¡No me digas que no entendiste! —exclamó indignado—. “Terror de la huida” pertenece a la tercera estrofa de nuestro himno nacional, que dice así:

¿Y dónde existe esa banda que orgullosa juró que el destrozo de la guerra y el fragor de la batalla habría de dejarnos sin hogar y sin nación? Su sangre ha lavado la horrorosa impureza de sus sucios pies. Ningún refugio podría salvar al lacayo y al esclavo del terror de la huida y la tristeza de la tumba. ¡Y la bandera cubierta de estrellas flamea triunfante en la tierra de los libres y la patria de los valientes!

—Vamos, señores, ningún norteamericano leal y auténtico conoce la letra de la primera estrofa de nuestro glorioso himno nacional y ni siquiera ha oído hablar jamás de la tercera (salvo en mi propio caso, desde luego, pues lo sé todo). De todos modos, la tercera estrofa es chauvinista y sanguinaria y, prácticamente, la borraron del himno durante los grandes años de pacifismo consecutivos a la Segunda Guerra Mundial.

Sucede, simplemente, que los alemanes son tan meticulosos que enseñaron a sus agentes con el mayor cuidado las cuatro estrofas del himno y verificaron que las supiesen ala perfección. Y esto fue lo que los delató.

Lo malo es que mi jefe no me dio nunca el aumento de sueldo y ni siquiera me reembolsaron la pérdida de los diez dólares de la apuesta.

—Dijiste que no llegaste a pagar los diez dólares —señalé.

—Sí —dijo Griswold— pero ellos no lo sabían.

Dicho lo cual, volvió a dormirse.

El número telefónico (1980)

“The Telephone Number”

—Ahora soy una compañía —declaró Jennings con aire de dudosa satisfacción—, pero lo que significa es que tengo un número de identificación como empleador que debo recordar. Esto, además de mi número de previsión social, mi número telefónico, mi número de código postal y el número de mi chapa de automóvil.

—Y tu dirección, la combinación de alguna caja de seguridad que tengas —comentó Baranov con un tono más melancólico aún—, y los cumpleaños y aniversarios de tus parientes y amigos. Somos prisioneros de una sociedad numerada.

—Es la razón —dije— por la cual necesitamos que nos computaricen. Alimentemos la computadora con todos esos números y que ella sea la que se preocupe.

Ante este comentario Griswold se agitó. Su sillón crujió con insolencia al inclinarse él hacia adelante, resoplando a través de su bigote blanco y mirándonos con malignidad.

—Yo no sirvo mucho para recordar números —dijo—, pero recuerdo a un hombre que jamás olvidaba ninguno.

Griswold calló para beber un sorbo de whisky con soda de ese vaso que siempre parece tener en la mano. No había posibilidad de zafarse. Hay algo en la manera de mirar de Griswold con esos ojos un poco inyectados en sangre que provoca en sus interlocutores una suerte de parálisis verbal.

—Se llamaba Bulmerson —dijo Griswold—, y era la época en que vivíamos encerrados en un cuartito del Pentágono, imposible de localizar por nadie salvo Bulmerson, yo y dos o tres que trabajaban con nosotros.

El cuarto tenía un aspecto de armario empotrado que no se usa ya mucho y el cartel de la puerta no tenía nada que ver con lo que ocurría en el interior. Dudo que fuera de nuestro grupo hubiese más de cinco hombres que estuvieran al tanto de nuestras actividades y quiero incluir aquí a las categorías superiores del personal del Pentágono.

Recuerdo al almirante que entró una vez suponiendo que se trataba de un retrete. Con aire desconcertado buscaba los mingitorios como si tuviese la certeza de que teníamos uno oculto en un armario. Debimos conducirlo afuera amablemente.

Lo que se desarrollaban allí, desde luego, eran tareas de inteligencia. No me refiero a las hazañas heroicas de un James Bond. Se trataba de algo mucho más aburrido. Infinitamente más importante. Se trataba de pesar la información que llegaba y decidir si tenía importancia o no, así como de qué manera un dato podría tener relación con otro y hasta qué punto era posible que quien hubiese dicho “sí” hubiese querido decir en realidad “no” o viceversa.

Después de haber hecho toda esa tarea debíamos estar preparados para aconsejar al Presidente o al Departamento de Estado y destilar los resultados. La verdad es que nos ganábamos el salario que por otra parte no era gran cosa…

Bulmerson era el más antiguo. Hombre robusto, ancho, pelo blanco, siempre con el rostro enrojecido, cuello de toro y costuras en toda la ropa que parecían a punto de reventar. Por su físico merecía haber fumado cigarros. Pero no los fumaba.

Era el hombre que jamás olvidaba un número. Conocía el número telefónico de un millar de funcionarios y de diez mil individuos más y nunca los confundía. También sabía manejar otra clase de números, pero los telefónicos eran su fuerte. Creo que abrigaba la ambición secreta de reemplazar la guía telefónica.

Quizá fuese ese pequeño giro dentro de su cerebro lo que le permitía tener un sexto sentido para determinar cuándo un hombre de estado había caído en la debilidad de decir algo que no fuera mentira. Nadie sabe cómo se compaginan las diferentes aptitudes. Quizá fuese este sentido de los números lo que hacía de Bulmerson un infalible descubridor de raras verdades, aptitud poco frecuente. Hombre muy respetado el tal Bulmerson…

Gran cantidad de datos nos llegaba sin elaborar. Cualquier información anónima recibida por teléfono pasaba a nosotros. No sabemos los motivos que hacen que la gente nos pase información. Nosotros nos limitamos a aprovecharla. Siempre que nos atrevamos a ello. A veces los datos que obtenemos provienen de locos inofensivos; otras de agentes enemigos que intentan deliberadamente confundirnos. Encontrar una aguja en un pajar es otra de nuestras funciones.

Debo decir que teníamos un informante infalible. En primer lugar fue él quien nos encontró a nosotros, hecho ya de por sí impresionante. Nos llamaba directamente y nunca descubrimos cómo había hallado el modo de establecer la comunicación. Siempre acertaba con sus datos.

Sin embargo, nunca logramos establecer su identidad. Tenía una voz suave y ronca; en cierto modo no sonaba mucho a norteamericano. Lo llamábamos Nuestro Muchacho. De haber sucedido todo doce años más tarde, podríamos haberle dado el apodo de la película pornográfica “Garganta Honda”. Pero todo sucedió a principios de la década del 60.

No intentamos nunca localizarlo o identificarlo porque temíamos que cualquier medida que tomásemos lo hiciera callar y no queríamos que callara. El hombre era nuestro ojo de la cerradura para mirar dentro del Kremlin. Después de 1965, no volvimos a saber nada de él. Quizá lo sacaron del país, quizá murió. De muerte natural, inclusive… Pero lo que voy a contar sucedió unos dos años antes.

Nos llamaba, pero siempre lo hacía de un modo especial. Primero llamaba otra persona y nos daba un número telefónico y un límite de tiempo. Si marcábamos ese número telefónico dentro del plazo indicado, siempre dábamos con él. Teníamos una pequeña frase para identificarnos mutuamente. Luego él hablaba durante uno o dos minutos y cortaba la comunicación. Siempre seguíamos sus indicaciones y nunca tuvimos motivo para lamentarlo.

Los números eran siempre de teléfonos públicos (esto sí fue controlado) pero no sabíamos qué sistema utilizaba para elegirlos ya que, desde luego, nunca usaba el mismo dos veces. Tampoco parecía recurrir nunca a la misma persona para hacer el llamado inicial. No sabemos cómo elegía a estas personas. Quizá se tratase de borrachos cuya colaboración obtenía comprándoles una botella de vino para hacer ese único llamado. Sin embargo, por teléfono, no se detecta el olor a alcohol.

A Bulmerson le encantaba ser quien contestara el teléfono cuando el mensaje era de Nuestro Muchacho: un número telefónico y la hora fijada. Los demás debíamos apuntar el número. A veces decíamos: “Repita el número, por favor”.

Cuando eso ocurría Bulmerson se mostraba insoportable durante el resto del día y aludía a casos de senilidad precoz. Reaccionaba como un niño.

Claro que cuando él contestaba el llamado, se limitaba a escuchar y luego colgaba el auricular sin decir una palabra. Después, cuando llegaba el momento, hacía el llamado sin haber apuntado nada después de registrar el número en aquella su infalible memoria.

Fue exactamente dos meses antes del asesinato del presidente Kennedy.

Yo estaba en la oficina con Bulmerson —que en aquel momento no tenía aspecto muy saludable— y otros dos empleados. ¿Cómo se llamaban? No recuerdo, pero no tiene importancia. Digamos que se llamaban Smith y Jones.

Era un día húmedo, nublado y triste, bastante bochornoso a pesar de que estábamos casi exactamente en el equinoccio de otoño que, según se supone, señala el fin del verano. En las inmediaciones de Washington, desde luego, el verano nunca termina con tanta exactitud.

Bulmerson estaba de mal humor porque el maldito sándwich que había comido para el almuerzo le había provocado ardor de estómago. No me sorprendí, dadas las dificultades que estábamos pasando en Vietnam.

Ngo Dinh Diem manejaba Vietnam del Sur un poco a su antojo y su modo de hacerlo no nos venía bien a nosotros. Su impopularidad aumentaba y en son de protesta los monjes budistas estaban inmolándose en las calles, cosa que no hacían los de Vietnam del Norte y que nos hacía aparecer como los villanos de la película. Y es más, los “asesores” norteamericanos aumentaban sin cesar y ya pasaban de diez mil.

Era obvio, por lo menos para nuestro pequeño grupo, cuya misión consistía en estudiar el mundo de la política internacional, que estaban arrastrándonos a una trampa mortal pero, al parecer, no se podía hacer nada para evitarlo. No podíamos retirarnos y dar la impresión de abandonar a un aliado y los demócratas, en particular, habrían sido sacrificados vivos de habernos retirado. Pero todos ustedes conocen la historia.

Lo que nos hacía falta era un medio de alcanzar una victoria limpia, más o menos incruenta y sobre todo rápida para después retirarnos. Lo que sucediese después no pillaría, al menos, a los norteamericanos entre dos fuegos. Lo malo es que las cosas no resultaron así.

Y entonces, aquel día al que me refiero, sonó el teléfono. Fue Bulmerson, quien malhumorado, tomó el llamado.

—Tiendita de Adamson —dijo, dando el santo y seña del día. Sin expresión alguna Bulmerson escuchó y colgó el receptor sin decir una palabra. Un poco agitado se volvió entonces hacia nosotros y dijo—: Nuestro Muchacho quiere hablar con nosotros y tiene que ser dentro de treinta minutos, entre las 14.30 y las 14.35. Y es doble Z.

Era la clave usada por Nuestro Muchacho cuando el asunto era de máxima prioridad. La última vez que la había usado había sido durante la crisis de los misiles cubanos el año anterior y fue para decirnos que podíamos meternos con la seguridad de que ganaríamos, cosa muy conveniente. Pero es otra historia.

—No olvides el número telefónico —le dije. Por el rostro sudoroso de Bulmerson pasó una expresión de desprecio.

—¿Estás loco? Es tan sencillo que no hay manera de olvidarlo ni resulta divertido recordarlo. Hasta tú podrías recordarlo. Por lo menos, podrías recordarlo hoy. Hasta te diré cuál es y verás. Es 9…

Fue todo lo que dijo, porque luego hizo un ruido mitad jadeo, mitad quejido, se apretó el pecho y cayó hacia adelante. Quedó tendido allí en el suelo agitándose y sacudiéndose. Ya no era acidez de estómago. Era un trastorno coronario muy serio.

No podíamos hacer nada, salvo llamar a Emergencia. En honor del Pentágono debo decir que en cinco minutos nos hicieron llegar un equipo y los internos hicieron lo posible por reanimar a Bulmerson por un rato, luego lo colocaron en una camilla y se lo llevaron. Fue inútil. El pobre hombre murió en el hospital esa misma noche.

Una vez que se llevaron a Bulmerson permanecimos en la oficina, chocados, mudos. Cuando sucede algo semejante, es difícil recobrar la calma.

En ese momento Smith me codeó. Tenía un color pálido y cadavérico, y no era por lo que acababa de presenciar.

—Bulmerson no llegó a decirnos el número telefónico —dijo.

Era como para quedarse pensativos. En nuestra actividad, lo primero es lo primero.

Miré el reloj. Eran las 14.31 y nos quedaban cuatro minutos.

—No se preocupen —dije—. Nos reveló lo suficiente. Llamé y conseguí hablar con Nuestro Muchacho. Lo que tenía que decirnos era lo que esperábamos oír. Había una manera de acorralar a la República Popular China. Llevaría tiempo, pero si desempeñábamos correctamente nuestro papel, Vietnam del Norte no podría moverse y tendríamos una excusa perfecta para hablar de una victoria y salir de Vietnam del Sur.

Desenlace feliz… salvo que las cosas salieron mal. El 10 de noviembre asesinaron a Diem, el 22 de noviembre, asesinaron a John F. Kennedy y, cuando nuestro gobierno volvió a funcionar, había pasado la oportunidad y no había salida. Johnson debió elevar más y más el número de gente y finalmente… bien, ustedes conocen el fin.

Griswold comenzaba a cerrar los ojos, pero los tres lo acosamos a la vez.

—¿Cuál era el número telefónico y cómo lo descubriste? —preguntó Baranov.

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