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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (279 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Sólo esto. Análogamente, un psicólogo cósmicamente botarate puede provocar un desastre más grande que el que pueden desenredar un millar de físicos.

Obel contuvo peligrosamente el aliento. Tenía su propia opinión sobre Haridin y Ranin, pero ningún físico estúpido podría…

La rolliza figura de Qual Wynn, el presidente de la Universidad, se les reunió corriendo. Estaba sin aliento y habló entre resoplidos.

—Me he puesto en comunicación con el Congreso Galáctico y se están disponiendo para evacuar todo Eron, en caso necesario —su voz adquirió una nota suplicante—. ¿Se puede hacer alguna cosa?

Mir Deana suspiró.

—¡Nada… todavía! Todo lo que sabemos es esto: el calamar está emitiendo una especie de campo radiactivo pseudoviviente que no es de carácter electromagnético. Su avance no puede ser detenido por nada de lo que ya hemos intentado, material o vacío. Ninguna de nuestras armas lo afecta, porque dentro del campo, los atributos comunes de espacio-tiempo aparentemente no son válidos.

El presidente sacudió una cabeza preocupada.

—¡Malo, malo! Sin embargo, ¿habéis enviado por Porus? —Se escuchó como si se aferrara a una vana esperanza.

—Sí —gruñó Frian Obel—. Él es el único que realmente conoce a ese calamar. Si él no puede ayudarnos, nadie puede. —Desvió la mirada hacia el brillante blanco de los edificios universitarios, donde la hierba de medio campus no era más que rastrojo de color pardo, y los árboles, ruinas marchitas.

—¿Piensa usted —preguntó el presidente, volviéndose de nuevo a Deana— que el campo puede extenderse hasta el espacio interplanetario?

—¡Nova crepitante, no sé qué pensar! —explotó Deana, y se alejó furioso.

Tan Porus estaba sumergido en una profunda apatía. No se percataba de los brillantes destellos de color por encima de su cabeza. No escuchaba ni un sonido de las melodiosas notas que llenaban el auditorio.

Sólo sabía una cosa: había sido persuadido a asistir al concierto. Aborrecía los conciertos por encima de todo, y a lo largo de veinte años de vida matrimonial se había mantenido libre de ellos con una habilidad y desenvoltura que sólo el mejor de todos los psicólogos podía haber demostrado. Y ahora…

Fue arrancado de su estupor por unos repentinos sonidos discordantes que provenían de la parte posterior.

Hubo una corrida de acomodadores hacia la salida donde el desorden se había originado, una oleada de brazos uniformados protestado, y después una voz estridente gritó:

—Vengo directamente del Congreso Galáctico de Eron, Arcturus, para un asunto urgente. ¿Está Tan Porus entre los espectadores?

Tan Porus estaba fuera de su lugar de un salto. Cualquier excusa para dejar el auditorio era algo enviado por el cielo.

Abrió la comunicación que le extendía el mensajero y devoró su contenido. A la segunda frase, su alegría le abandonó. Cuando hubo terminado, alzó una cara en la que sólo sus penetrantes ojos parecían tener vida.

—¿Qué tan pronto podemos salir?

—La nave ya nos está esperando.

—Vamos, pues.

Dio un paso hacia adelante y se detuvo. Había una mano en su codo.

—¿A dónde vas? —preguntó Nina Porus. Su voz escondía una gran resolución.

Tan Porus se sofocó. Preveía lo que iba a ocurrir.

—Cariño, debo ir inmediatamente a Erón. El destino de un mundo, quizá de toda la galaxia, está en juego. No sabes lo importante que es. Te diré…

—¡Muy bien, ve! Y yo iré contigo.

El psicólogo inclinó la cabeza.

—¡Sí, querida! —dijo. Suspiró.

El consejo de psicología carraspeó y tartamudeó como un solo hombre y después contempló dubitativamente el gráfico a gran escala que tenían delante.

—Con franqueza, caballeros —dijo Tan Porus—. Yo mismo no estoy muy seguro de ello, pero… bueno, todos han visto mis resultados y también los han comprobado. Y es el único estímulo que producirá una reacción anulatoria.

Frian Obel tocó su barbilla con nerviosismo.

—Sí, las matemáticas son claras. Incrementar la actividad del ión hidrógeno más allá del pH
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establecería una Integral de Demane y eso… Pero escuche, Porus, no estamos tratando con espacio-tiempo. Es posible que esas matemáticas no den resultado…, quizá nada dé resultado.

—Es nuestra única oportunidad. Si estuviéramos tratando con espacio-tiempo normal, podríamos echar dentro suficiente ácido para matar al maldito calamar o freírlo con una Tonita. En este caso, no tenemos otra elección que arriesgarnos con…

Airadas voces le interrumpieron:

—¡Déjeme entrar, le digo! ¡No me importa que se estén celebrando diez conferencias a la vez!

La puerta se abrió de par en par y la corpulenta figura de Qual Wynn hizo su entrada. Avistó a Porus y se dirigió hacia él.

—Porus, le aseguro que me estoy volviendo loco. El Parlamento sostiene que yo, como presidente de la Universidad, soy responsable de todo esto, y ahora Deana dice que… —tartamudeó hasta callarse y Mir Deana, que se encontraba, muy sereno, detrás de él, prosiguió la explicación.

—Ahora el campo cubre más de mil millas cuadradas y su velocidad de crecimiento aumenta continuamente. Parece que ya no existe ninguna duda de que puede extenderse al espacio interplanetario si lo desea, y también al interestelar, dado cierto tiempo.

—¿Lo oyen? ¿Lo oyen? —Wynn casi bailaba de ansiedad—. ¿Pueden hacer algo? ¡La galaxia está condenada, se los digo, condenada!

—Oh, no se quite la túnica —gruñó Porus— y deje que
nosotros
nos ocupemos de esto —se volvió a Deana—. ¿Realizó su comparsa de físicos alguna desmañada investigación, como la velocidad de penetración del campo a través de diversas sustancias?

Deana asintió rígidamente.

—En general, la penetración varía en sentido inverso a la densidad. El osmio, el iridio y el platino son los que mejor lo detienen. El plomo y el oro son bastante buenos.

—¡Perfecto! ¡Eso concuerda! Lo que necesitaré es un traje chapado de osmio con un casco de vidrio al plomo. Y que tanto el traje como el casco sean buenos y gruesos.

Qual Wynn parecía horrorizado.

—¡Un chapado de osmio! ¡Osmio! Por la gran nebulosa, piense en el gasto.

—Estoy pensando —dijo Porus con frialdad.

—Pero lo cargarán a la Universidad; lo… —se recobró con dificultad cuando las sombrías miradas de los psicólogos reunidos se posaron sobre él—. ¿Cuándo lo necesita? —murmuró débilmente.

—¿Piensa ir usted mismo? ¿Realmente?

—¿Por qué no? —preguntó Porus, desembarazándose del traje.

Mir Deana dijo:

—El casco vidrio de plomo no resistirá el campo más de una hora, y probablemente tendrá penetraciones parciales en mucho menos tiempo. No sé si podrá usted hacerlo.

—Yo me preocuparé de eso. —Hizo una pausa y después prosiguió vacilante—: Estaré listo en pocos minutos. Primero me gustaría hablar con mi esposa… a solas.

La entrevista fue muy corta. Fue una de las pocas ocasiones en que Tan Porus olvidó que era psicólogo, y habló como si lo moviera su corazón, sin detenerse a considerar la natural reacción de su interlocutora.

Sólo sabía una cosa —por instinto más que por razón— y era que su mujer no se desesperaría ni se pondría sentimental delante de él; y en eso tuvo razón. Sólo en los pocos segundos finales bajó los ojos y le tembló la voz. Sacó un pañuelo de su ancha manga y salió de la habitación corriendo.

El psicólogo contempló su marcha y después se detuvo a recoger el librito que se había caído cuando ella sacó el pañuelo. Sin mirarlo, lo metió en el bolsillo interior de su túnica.

Sonrió torcidamente.

—¡Un talismán! —dijo.

La reluciente nave individual de Tan Porus penetraba en el «campo mortífero». La pegajosa sensación de desolación le impresionó en seguida.

Se encogió de hombros. «¡Imaginaciones! Ahora no debo ponerme nervioso.»

Había un resplandor de lo más vago —un destello más sentido que visto— en el aire de su alrededor. Después, invadió la misma nave, y el rigeliano, al levantar los ojos, vio que los cinco pájaros de Eron que había llevado consigo yacían muertos en el suelo de su jaula, convertidos en una confusa masa de plumas sucias.

«El "campo mortífero" está adentro», murmuró. Había pasado a través del casco de acero de la nave.

El crucero aterrizó con torpeza sobre el amplio campo de atletismo de la Universidad, y Tan Porus, una figura incongruente en el voluminoso traje de osmio, descendió de él. Examinó los deprimentes alrededores. Desde los pardos rastrojos debajo de sus pies hasta la vacilante neblina que ocultaba el azul normal del cielo, todo parecía… muerto.

Entró en el Pabellón de Psicología.

Su laboratorio estaba a oscuras; las cortinas seguían cerradas. Las separó y estudió el tanque del calamar. La bomba del agua seguía funcionando, pues el tanque estaba lleno. Sin embargo, esto era lo único normal. De lo que una vez había sido un helecho marino, sólo quedaban unas hebras marrones, deshechas y putrefactas. El mismo calamar yacía inerte sobre el suelo del tanque.

Tan Porus suspiró. Se sentía cansado y aturdido. Tenía la mente nublada e imprecisa. Durante largos minutos contempló lo que le rodeaba sin verlo.

Después, con un esfuerzo, alzó la botella que llevaba y miró la etiqueta: «Ácido clorhídrico. 12 molar.»

Gruñó vagamente para sí: «Doscientos cc. Sólo échalo todo dentro. Eso obligará a bajar el pH…, si la actividad del ión-hidrógeno significa algo aquí.»

Estaba manipulando el tapón de la botella, y —súbitamente— empezó a reír. Se sintió exactamente igual que la única vez que había estado borracho en su vida.

Sacudió las telarañas que se juntaban en el cerebro. «Sólo dispongo de pocos minutos para hacer…, ¿para hacer qué? No lo sé… algo, de todos modos. Echa esta cosa adentro. Échalo dentro. ¡Échalo! ¡Échalo! ¡Échalo de golpe!» Estaba murmurando para sí mismo una tonta canción popular mientras el ácido caía a borbotones dentro del tanque abierto.

Tan Porus se sintió satisfecho de sí mismo y se echó a reír. Removió el agua con el puño enguantado y volvió a reírse. Seguía cantando aquella canción.

Y entonces se percató de un sutil cambio en el ambiente. Lo buscó a tientas y cesó de cantar. Y luego se dio cuenta con la sensación repentina de una ducha de agua fría.
¡El resplandor de la atmósfera había desaparecido!

Con un rápido movimiento, destrabó el casco y lo lanzó lejos. Aspiró profundas bocanadas de aire, un poco mohoso, pero inofensivo.

Había acidificado el agua del tanque, y destruido el campo en su punto de origen. ¡Las matemáticas puras de la psicología se apuntaban otra victoria!

Se desembarazó de su traje de osmio y se desperezó. La presión que tenía sobre el pecho le recordó algo. Extrayendo el librito que se le había caído a su esposa, dijo: «¡El talismán ha tenido éxito!», y sonrió indulgentemente ante su propia extravagancia.

Se le heló la sonrisa en los labios al ver por vez primera el título del libro.

Era
Curso Intermedio de Psicología Aplicada. Volumen 5.

Fue como si algo grande y pesado hubiera caído súbitamente sobre la cabeza de Porus y le hubiera metido el entendimiento en ella: que
Nina había estado estudiando psicología aplicada a lo largo de dos años enteros.

Éste era el factor que faltaba. Podía tenerlo en cuenta. Tendría que usar integrales de tiempo triples, pero…

Accionó el interruptor del comunicador y esperó el contacto.

—¡Hola! ¡Aquí Porus! ¡Vengan, todos ustedes! ¡El campo mortífero ha desaparecido! He vencido al calamar —cortó la comunicación y añadió triunfalmente—: ¡… y a mi esposa!

Cosa extraña —o quizá no tan extraña—, era la última hazaña la que le causaba más satisfacción.

Fraile negro de la llama (1942)

“Black Friar of the Flame”

Los ojos de Russell Tymball estaban llenos de lóbrega satisfacción, mientras contemplaban las ruinas ennegrecidas de lo que unas cuantas horas antes había sido un crucero de la flota lasiniana. Las vigas maestras retorcidas, diseminadas por todas direcciones, atestiguaban ampliamente la extraordinaria fuerza de la caída.

El gordinflón terrícola volvió a entrar en su propio y bruñido estrato-cohete y aguardó. Sus dedos retorcieron distraídamente un largo cigarro durante unos minutos antes de encenderlo. A través del humo ascendente, sus ojos se entrecerraron y permaneció sumido en sus pensamientos.

Se levantó al oír una cautelosa llamada.

Dos hombres entraron apresuradamente lanzando una última y fugitiva mirada hacia atrás. La puerta se cerró sin ruido, y uno se dirigió inmediatamente hacia los controles.

El desolado paisaje desértico apareció muy por debajo de ellos casi en seguida, y la proa plateada del estrato-cohete apuntó hacia la antigua metrópoli de Nueva York.

Pasaron unos minutos antes de que Tymball hablara.

—¿Todo claro?

El hombre que estaba en los controles asintió.

—Ni una sola nave tiránica a la vista. Es evidente que el
Grahul
no ha podido solicitar ayuda por radio.

—¿Tienen el mensaje? —preguntó ansiosamente el otro.

—Lo encontramos con bastante facilidad. Está intacto.

—También encontramos —dijo el segundo hombre, con amargura— otra cosa… el último informe de Sidi Peller.

Por un momento, la redonda cara de Tymball se dulcificó y algo parecido al dolor se adueñó de su expresión. Y después volvió a endurecerse.

—¡Murió! Pero fue por la Tierra, y por lo tanto no fue muerte. ¡Fue martirio!

Calló un momento y después dijo tristemente:

—Déjeme ver el informe, Petri.

Cogió la única y doblada hoja que le alargaron y la sostuvo ante sí. Lentamente, leyó en voz alta:

»El 4 de setiembre, entrada con éxito en el crucero
Grahul
de la flota tiránica. Me mantuve escondido durante el viaje de Plutón a la Tierra. El 5 de setiembre, localicé el mensaje en cuestión y me apropié de él. Acabo de cerrar los reactores, del cohete. Cierro este informe junto con el mensaje. ¡Larga vida a la Tierra!«

La voz de Tymball sonaba curiosamente emocionada al leer la última palabra.

—Los tiranos lasinianos nunca han inmolado a un hombre tan grande como Sidi Peller. Pero nos lo cobraremos, y con interés. La raza humana aún no está en completa decadencia.

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