Cuentos completos (277 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Y los conservaron?

—Pues, lo intentamos, pero los animalitos no aguantaron. Una vez muertos, ya no nos servían para nada y teníamos que enterrarlos. Intentamos conservarlos en hielo; pero así lo único que no se estropeaba era el exterior. Por dentro, se formaba una fea mezcla, y era el interior precisamente ¡o que querían los científicos.

»Como es lógico, si cada minino muerto representaba para nosotros un millón de dólares perdidos, no queríamos que perecieran. Uno de nosotros imaginó que si pusiéramos a un gatito de aquéllos dentro de agua caliente, cuando estuviera a punto de morir, el agua le penetraría dentro. Luego, después de fallecido, helaríamos el agua, de manera que todo formara un sólido pedazo de hielo, y de este modo el gatito se conservaría.

Pregunté automáticamente:

—¿Resultó?

—Lo intentamos varias veces, hijo, pero no lográbamos helar el agua bastante aprisa. Para cuando la teníamos helada, el transformador cuatridimensional del cerebro del minino se había corrompido ya. Helamos el agua más y más aprisa pero, nada. Al final no nos quedaba más que un solo minino, y también se disponía a perecer. Estábamos desesperados… cuando he ahí que a uno de los compañeros se le ocurrió una idea. Concibió un aparato complicado que helaría el agua así, ¡zas!, en una fracción de segundo.

»Cogimos al último animalito, lo pusimos en el agua caliente y conectamos la máquina. El minino nos dirigió una última mirada, soltó un gemidito curioso y murió. Apretamos el botón y convertimos gato y agua en un sólido bloque de hielo en un cuarto de segundo —Mac exhaló un suspiro que debía pesar una tonelada—. Pero fue inútil. El Cronogatito se estropeó antes de los quince minutos, y perdimos el último millón de dólares.

Yo contenía el aliento.

—Pero, señor Mac, acaba usted de decir que helaban al Cronogatito en un cuarto de segundo. ¡No tenía tiempo de estropearse!

—Ahí está la cosa, amiguito —dijo fatigadamente—. Lo helábamos demasiado aprisa, maldita sea. ¡El gatito no se conservaba porque helábamos aquel agua caliente tan endiabladamente aprisa que el hielo quedaba tibio todavía!

El número imaginario (1942)

“The Imaginary”

El transmisor emitía su señal intermitente, mientras Tan Porus permanecía sentado junto a él con satisfacción. Sus penetrantes ojos verdes brillaban triunfales, y su diminuto cuerpo estaba vibrante de excitación. Nada hubiera evidenciado mejor la grandeza de la ocasión que su extraordinaria posición… ¡Tan Porus tenía los pies sobre el escritorio!

El transmisor cobró vida y un ancho semblante arturiano miró ceñudo y con impaciencia al psicólogo rigeliano.

—¿Tiene que sacarme de la cama, Porus? ¡Es la mitad de la noche!

—En esta parte del mundo es pleno día, Final. Pero tengo algo que decirle que le hará olvidar todo lo referente al sueño.

Gar Final, director de la
RPG —Revista de Psicología Galáctica—
permitió que una mirada de alerta cruzara su rostro. Sin importar las faltas de Tan Porus —y Arcturus sabía que eras varias—, nunca había lanzado una falsa alarma. Si él decía que algo grande estaba en el aire, no era simplemente grande… ¡era colosal!

Era bastante evidente que Porus lo estaba gozando.

—Final —dijo—, el próximo artículo que envíe a su periodicucho será lo más importante que jamás ha publicado.

Final estaba impresionado.

—¿Lo dice realmente en serio? —preguntó estúpidamente.

—¿Qué clase de pregunta idiota es ésa? Claro que lo digo en serio. Escuche… —siguió un silencio dramático, durante el cual la tensión del rostro de Final alcanzó proporciones dolorosas. Después, en un ronco susurro, Porus dijo—: ¡He resuelto el problema del calamar!

Por supuesto, la reacción fue exactamente la que Porus había esperado. Hubo una explosión en el otro extremo, y durante treinta interesantes segundos el rigeliano fue sorprendido al averiguar que el formal y respetable Final poseía un vocabulario mordaz.

El calamar de Porus era tema de habladurías por toda la galaxia. Desde hacía dos años había estado inquietándose por un oscuro animal draconiano que insistía en dormirse cuando se suponía que no debía hacerlo. Había establecido ecuaciones y las había destruido con una regularidad que se había convertido en una broma fija entre todos los psicólogos de la Federación… y ninguna de ellas había explicado la reacción desusada. Ahora Final había sido sacado de la cama para enterarse de que la solución había sido alcanzada… y eso era todo.

Final pronunció una frase para acabar con todo, excepto con el transmisor.

Porus aguardó a que la tormenta pasara y luego dijo calmadamente:

—Pero ¿sabe cómo lo resolví?

La respuesta del otro fue un gruñido poco claro.

El rigeliano empezó a hablar con rapidez. Todo rastro de diversión había abandonado su rostro y, tras unas cuantas frases, todo rastro de cólera abandonó el de Final.

La expresión del arturiano era de un atónito interés.

—¿No? —balbuceó.

—¡Sí!

Cuando Porus hubo terminado, Final corrió locamente a hacer urgentes llamadas a los impresores para demorar la publicación del siguiente número de la RPG por dos semanas.

Furo Santin, director del departamento de matemáticas de la Universidad de Arcturus, miró larga y sostenidamente a su colega de Sirio.

—¡No, no, usted está equivocado! Las ecuaciones de él eran válidas. Yo mismo las comprobé.

—Matemáticamente, sí —replicó el sirio de cara redonda—. Pero psicológicamente no tienen sentido.

Santin se palmeó su alta frente.

—¡Sentido! ¡Escuchen lo que dice el matemático! Gran espacio, hombre, ¿qué tienen que ver las matemáticas con el sentido? Las matemáticas son una herramienta, y mientras puedan manipularse para dar respuestas apropiadas y para hacer predicciones correctas, el sentido real no tiene significación. Diré esto por Porus… la mayoría de los psicólogos no saben bastantes matemáticas como para manejar eficientemente una regla de cálculo, pero él conoce su parte.

El otro asintió dubitativamente.

—Supongo que sí. Supongo que sí. Pero usar cantidades imaginarias en ecuaciones psicológicas amplía mi fe en la ciencia sólo un poco más. ¡Raíz cuadrada de menos uno!

Se estremeció…

El salón de los graduados superiores del edificio de psicología estaba abarrotado y zumbaba de actividad. El rumor de la solución de Porus al ahora clásico problema del calamar se había extendido con rapidez, y las conversaciones no trataban de otra cosa.

En el centro del grupo más numeroso se encontraba Lor Haridin. Era joven y acababa de adquirir el rango superior. Pero como ayudante de Porus era, bajo las presentes condiciones, el amo de la situación.

—Mirad, muchachos, de qué se trata exactamente, no lo sé. Éste es el secreto del viejo. Todo lo que puedo deciros es que tengo una idea general de cómo lo ha resuelto.

Los otros se apretujaron aún más.

—Escuché que tuvo que hacer una nueva notación matemática para el calamar —dijo uno—, como aquella vez en que tuvimos problemas con los humanoides de Sol.

Lor Haridin sacudió la cabeza.

—¡Peor! No imagino qué le hizo pensar en eso. Fue una idea genial o una pesadilla, pero en cualquier caso introdujo cantidades imaginarias… la raíz cuadrada de menos uno.

Hubo un espantoso silencio y después alguien dijo:

—¡No me lo creo!

—¡Es un hecho! —fue la complaciente respuesta.

—Pero no tiene sentido. ¿Qué puede representar la raíz cuadrada de menos uno, psicológicamente hablando? Vaya, significaría… —estaba haciendo rápidos cálculos mentales, como la mayoría de los otros— ¡que las sinapsis nerviosas estaban unidas en nada menos que cuatro dimensiones!

—Claro —intervino otro—. Supongo que si hoy estimulas al calamar, reaccionará ayer. Esto es lo que significaría un número imaginario. ¡Gas de cometas! Esto es lo que creo.

—Por eso no eres un hombre como Porus —dijo Haridin—. ¿Supones que le importa cuántos números imaginarios hay en los pasos intermedios si todos resultan menos uno en la solución final? Lo único que le interesa es que le dan el signo apropiado en la respuesta, una respuesta que explicará este asunto del sueño. En cuanto a su significado físico, ¿qué importa? Al fin y al cabo, las matemáticas son sólo una herramienta.

Los otros lo consideraron silenciosamente y se maravillaron.

Tan Porus se hallaba en su camarote a bordo de la nave interestelar más nueva y lujosa, y contemplaba con felicidad al joven que tenía delante. Estaba de un sorprendente buen humor y, quizá por primera vez en su vida, no le importaba ser entrevistado por los sagaces y eficaces empleados de la Éter Press.

El periodista de la Éter a su lado se preguntaba en silencio por la afabilidad del científico. Por amarga experiencia, había averiguado que los científicos, en general, detestaban a los periodistas… y que los psicólogos, en particular, pensaban que era divertido practicar un poco psicología aplicada con ellos e inducir reacciones mortalmente divertidas… para otros.

Recordaba esa vez cuando aquel anciano de Canopus le había convencido de que la vida arbórea era el bien más grandioso. Habían sido necesarios veinte hombres para hacerle bajar de las copas de los árboles y un experto psicólogo para devolverlo a la normalidad.

Pero aquí estaba el mayor de todos ellos, Tan Porus, contestando realmente preguntas como un ser humano normal.

—Lo que ahora me gustaría saber, profesor —dijo el periodista— es de qué se trata todo eso de esta cantidad imaginaria. Es decir —añadió apresuradamente—, no las matemáticas de la cuestión —confiaremos en su palabra—, sino sólo una idea general que los humanoides normales puedan razonar. Por ejemplo, he oído decir que el calamar tiene una mente de cuatro dimensiones.

Porus gruñó:

—¡Oh, Rigel! ¡Disparates de cuatro dimensiones! Para decir la pura verdad, ese número imaginario que usé —que parece haber atrapado la fantasía popular— probablemente no indica nada más que una anormalidad en el sistema nervioso del calamar; pero cuál, no lo sé. Es verdad que los métodos generales de ecología y microfisiología no han encontrado nada anormal. Sin duda, la respuesta descansa en la física atómica del cerebro de la criatura, pero aquí no tengo esperanzas. —Hubo una sombra de desdén en su voz—. Los físicos atómicos están mucho más atrasados que los psicólogos para esperar que se pongan al día a estas alturas.

El periodista usaba furiosamente su bolígrafo. El titular del día siguiente estaba claro en su mente:
¡Notable psicólogo Ataca a los Físicos Atómicos!

Y también el titular del segundo día:
¡Indignados Físicos Denuncian a Notable Psicólogo!

Las contiendas científicos eran buen material para la Eter Press, especialmente las que había entre psicólogos y físicos, quienes, como era bien sabido, se odiaban mutuamente.

El periodista levantó la vista con vivacidad.

—Dígame, profesor, ya sabe que los humanoides de la galaxia están muy interesados en las vidas privadas de ustedes, los científicos. Espero que no le importe si le hago unas cuantas preguntas sobre su viaje de regreso a Rigel IV.

—Adelante —dijo Porus con cordialidad—. Dígales que es la primera vez que voy a casa en dos años. Ya tengo ganas de llegar. Arcturus es un poco demasiado amarillo para mis ojos y los muebles que ustedes tienen aquí son excesivamente grandes.

—¿No es verdad que tiene una esposa en casa?

Porus tosió.

—Humm, sí. La mujercita más dulce de toda la galaxia. Tengo ganas de verla. Escríbalo.

El periodista lo apuntó.

—¿Cómo es que no la trajo con usted a Arcturus?

Algo de la cordialidad abandonó el rostro del rigeliano.

—Me gusta estar solo cuando trabajo. Las mujeres están muy bien… en su lugar. Además, mi idea de unas vacaciones es estar completamente solo. No lo escriba.

El periodista no lo apuntó. Contempló el pequeño cuerpo del otro con abierta admiración.

—Dígame, profesor, ¿cómo se las arregló para que se quedara en casa? Me gustaría que me confiara el secreto. —Luego, con notable emoción agregó—: ¡Podría emplearlo!

Porus se echó a reír.

—Se lo diré, hijo. ¡Cuando eres un buen psicólogo, eres el amo en tu propio hogar!

Con un gesto, dio la entrevista por terminada y entonces asió repentinamente al otro por el brazo. Sus ojos verdes le penetraron con agudeza.

—Y escuche, hijo, esta última observación no es para que se publique, ya lo sabe.

El periodista palideció y retrocedió unos pasos.

—¡No, señor; no, señor! En nuestra profesión tenemos un pequeño proverbio que dice: «Nunca te hagas el tonto con un psicólogo, o él hará un tonto de ti.»

—¡Muy bien! Ya sabe que puedo cumplirlo al pie de la letra, en caso necesario.

El joven empleado del periódico se alejó rápidamente después de eso, se secó el frío sudor de la frente y se fue con la historia. Por un momento, hacia el final, se había sentido colgando de un borde. Tomó nota mental de rechazar todas las futuras entrevistas con psicólogos… a menos que le aumentaran la paga.

A diez mil billones de millas de distancia, el globo blanco puro globo Rigel llegaba a los ojos de Porus, y algo se contrajo en su corazón.

Reacción de tipo B… nostalgia; reflejo condicionado por la asociación de Rigel con escenas felices de juventud… Palabras, frases, ecuaciones giraron a través de su inteligente cerebro, pero se sintió feliz a pesar de ellas. Por un momento, el hombre triunfó sobre el psicólogo y Porus abandonó el análisis por la superior alegría de la felicidad indiscriminada.

Se levantó en pleno período de sueño, dos noches antes de aterrizar, para echar un primer vistazo a Hanlon, cuarto planeta de Rigel, su mundo de origen. En algún lugar de aquel mundo, en las costas de un mar tranquilo, había una pequeña casa de dos pisos. Una pequeña casa, no aquellas estructuras gigantescas que sólo convenían a los arturianos y otros grandes humanoides.

Era la estación del verano y las casas estarían bañada por la nacarada luz de Rigel, y tras el chillón resplandor amarillo-rojizo de Arturo, eso sería un gran descanso.

Y —casi gritó de alegría— la primera noche insistiría en atiborrarse de
tryptex
asado. Hacía dos años que no lo saboreaba, y su esposa era la mejor cocinera de
tryptex
de todo el sistema.

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