Cuentos completos (278 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
8.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se sobresaltó un poco al pensar en su esposa. Había sido un truco sucio obligarla a permanecer en casa durante los últimos dos años, pero había sido necesario. Miró los papeles delante de él, una vez más. Sentía un ligero nerviosismo en los dedos mientras los ordenaba. Había pasado todo un día calculando las reacciones de ella cuando le viera tras dos años de ausencia, y no eran nada agradables.

Nina Porus era una mujer de emociones indómitas, y él tendría que actuar con rapidez y eficiencia.

La localizó rápidamente entre la multitud. Sonrió. Era agradable verla, incluso si sus ecuaciones predijeron tormentas largas y graves. Volvió a repasar su discurso inicial y realizó un cambio en el último minuto.

Y entonces ella le vio. Le hizo frenéticas señas con la mano y se separó del gentío. Llegó hasta Porus antes de que éste se diera cuenta y, mientras se abrazaban cariñosamente, quedó helado por la sorpresa.

¡Aquélla no era la reacción prevista! ¡Algo andaba mal!

Ella le conducía con destreza a través de la nube de periodistas hacia el estratocoche que esperaba, hablando rápidamente durante el camino.

—Tan Porus, creía que no viviría lo bastante para volver a verte. Es tan bueno a tenerte conmigo otra vez; no tienes ni idea. Aquí en casa, todo sigue igual, por supuesto, pero no es lo mismo sin ti.

Los ojos verdes de Porus se nublaron. Este discurso no era nada característico de Nina. Para los sensibles oídos de un psicólogo, sonaba como el desvarío de un maníaco. Ni siquiera tuvo la suficiente presencia de espíritu como para gruñir en los intervalos adecuados. Congelado y mudo en su asiento, observó el suelo desaparecer abajo y escuchó el aullido del aire por detrás mientras enfilaban hacia su pequeña casa junto al mar.

Nina Porus charlaba alegremente —el único aspecto normal de su conversación era su facultad de mantener los dos extremos de un diálogo con suave eficiencia.

—Y, naturalmente, querido, he preparado un
tryptex
entero, bien asado y acompañado de
sarnees.
Y, ah, sí, respecto a aquel asunto del año pasado con el nuevo planeta… ¿se llama Tierra? Me sentí tan orgullosa de ti cuando me enteré. Dije…

Y prosiguió, hasta que su voz degeneró en una insensata aglomeración de sonidos.

¿Dónde estaban sus lágrimas? ¿Dónde estaban los reproches, las amenazas, la apasionada autocompasión?

Tan Porus se animó con un gran esfuerzo a la hora de cenar. Contempló fijamente la fuente humeante de
tryptex
que tenía delante con una extraña falta de apetito y dijo:

—Esto me recuerda una ocasión en que cené con el presidente delegado en Arcturus…

Entró en detalles, extendiéndose sobre la alegría y el desenfreno del acontecimiento; se puso lírico sobre su propia diversión, acentuando, casi sin sutilezas, el hecho de que no había extrañado a su esposa; y, finalmente, en un último estallido de desesperación, mencionó casualmente la presencia de un sorprendente número de mujeres rigelianas en el sistema arturiano.

Y mientras tanto, su mujer siguió sonriendo.

—Maravilloso, querido —había dicho—. Me alegro tanto de que te hayas divertido. Cómete el
tryptex.

Pero Porus no se comió su
tryptex.
Tan simple pensamiento de comida le daba náuseas. Con una prolongada mirada de consternación a su esposa, se levantó con toda la dignidad que pudo y se encaminó hacia la intimidad de su habitación.

Rompió las ecuaciones con furia y se desplomó en una silla. Ardía de ira, pues evidentemente algo le había salido mal con Nina. ¡Terriblemente mal! Ni siquiera el interés por otro hombre —y por un momento se le ocurrió esta idea como una posible explicación— hubiera causado tal revolución en su carácter.

Se mesó el cabello. Existía otro factor oculto más sorprendente que aquél, pero no tenía ni idea de cuál podía ser. En aquel momento Tan Porus hubiera dado la suma total de sus posesiones terrenales por que su mujer entrara e intentara —aunque sólo fuera una vez— arrancarle el cuero cabelludo, como antes.

Y abajo, en el comedor, Nina Porus no pudo evitar que un destello de astucia brillara en sus ojos.

Lor Haridin dejó la pluma y dijo:

—¡Adelante!

La puerta se abrió, y su amigo, Eblo Ranin, entró, limpió una esquina de la mesa y se sentó.

—Haridin, tengo una idea. —Su voz era un insólito susurro de culpabilidad.

Haridin le contempló sospechosamente.

—¿Como aquella vez —dijo— que preparaste una estúpida trampa para el viejo Obel?

Ranin se estremeció. Había pasado dos días escondido en el pozo de ventilación tras aquel brillante trabajo.

—No, ésta es legal. Escucha. Porus te dejó a cargo del calamar, ¿verdad?

—Oh, ya veo adonde quieres ir a parar. Pero no te servirá de nada. Yo puedo alimentar al calamar, pero eso es todo. Si tan sólo golpeara mis manos para inducir un tropismo de cambio de color, al jefe le daría un ataque.

—¡Al espacio con él! De cualquier forma, está a muchos parsecs de aquí. —Ranin extrajo un viejo ejemplar de la
RPG
de dos meses atrás y dobló la hoja de la portada—. ¿Has estado siguiendo los experimentos de Livell en Procyon U? Ya sabes… campos magnéticos aplicados, con y sin radiación ultravioleta.

—Fuera de mi especialidad —gruñó Haridin—. He oído hablar de ello, pero nada más. ¿Qué pasa con eso?

—Bueno, lo que produce es una reacción de tipo E, lo creas o no, un fuerte Efecto Fimbal en prácticamente todos los casos, especialmente en los invertebrados superiores.

—¡Humm!

—Si pudiéramos experimentarlo en ese calamar, podríamos…

—¡No, no, no, no! —Haridin sacudió la cabeza con violencia—. Porus me mataría. ¡Grandes estrellas y pequeños meteoros, cómo me mataría!

—Escucha, tú tonto… Porus no puede decirte qué hacer con el calamar. Es Frian Obel quien tiene la última palabra. Él es el director del Consejo de Psicología, no Porus. Todo lo que has de hacer es solicitar su permiso, y lo tendrás. Sólo entre nos, desde aquel asunto del Homo Sol del año pasado, no puede siquiera ver a Porus.

Haridin cedió.

—Solicítala tú.

Ranin tosió.

—No. En realidad, creo preferible no hacerlo. Tiene la sospecha de que fui yo quien preparó esa trampa tonta, y prefiero no cruzarme en su camino.

—Humm. Bueno…, ¡de acuerdo!

Lor Haridin tenía el aspecto de no haber dormido bien durante una semana, lo que demuestra que a veces las apariencias no engañan. Eblo Ranin le contempló con paciente amabilidad y suspiró.

—¡Escucha! ¿Quieres hacer el favor de sentarte? Santin dijo que hoy tendría los resultados finales, ¿verdad?

—Lo sé, lo sé, pero es humillante. He pasado siete años estudiando matemáticas superiores. ¡Y ahora cometo una estúpida equivocación y ni siquiera puedo encontrarla!

—Quizá no está para que la encuentres.

—No seas tonto. La respuesta es imposible. Debe ser imposible. Tiene que serlo. —Arrugó la amplia frente—. Oh, ya no sé qué pensar.

Siguió en su concentrado intento de gastar el pelillo de la alfombra y meditó amargamente. De pronto se enderezó.

—Son esas integrales de tiempo. No se puede trabajar con ellas, te lo digo. Las buscas en una tabla, te pasas media hora para encontrar la entrada apropiada, y te dan diecisiete resultados posibles. Tienes que escoger el que tiene sentido, y, ¡Arcturus me ayude!, ¡o lo tienen todos, o ninguno! Tropiezas con ocho de ellos, tal como nos ha ocurrido en este problema, y tenemos bastantes permutaciones para que nos duren el resto de nuestra vida. ¡Respuesta equivocada! Es una maravilla que lo sobreviva.

La mirada que echó sobre el grueso volumen de las Tablas de Integrales de Tiempo, de Helo, no chamuscaron la encuadernación, para gran sorpresa de Ranin.

La señal luminosa parpadeó, y Haridin saltó hacia la puerta.

Arrancó el paquete de manos del mensajero y rompió la envoltura con frenesí.

Buscó la última página y leyó la nota final de Santin:

«Sus cálculos son correctos. Felicidades… ¡y que esto no haga perder la cabeza a Porus! Es mejor que se ponga en contacto con él inmediatamente.»

Ranin lo leyó por encima del hombro de su amigo y durante un largo minuto los dos se miraron fijamente.

—Yo tenía razón —murmuró Haridin, con los ojos hinchados—. Hemos encontrado algo en lo que el número imaginario no cuadra. ¡Hemos conseguido una reacción predicha que incluye una cantidad imaginaria!

El otro tragó saliva y se repuso de su asombro con un gran esfuerzo.

—¿Cómo lo interpretas?

—¡Gran espacio! ¿Cómo puedo saberlo? Tenemos que avisar a Porus, eso es todo.

Ranin chasqueó los dedos y agarró al otro por los hombros.

—Oh, no, no lo haremos. Ésta es nuestra gran oportunidad. Si llegamos a resolverlo, conseguiremos el éxito de nuestra vida. —La excitación le hizo tartamudear—. ¡Arcturus! Cualquier psicólogo vendería dos veces su vida por tener la oportunidad que se nos ha presentado.

El calamar draconiano nadaba plácidamente, sin asustarse por los enormes solenoides que rodeaban su tanque. La masa de cables enredados, los conductores de corriente, las lámparas de vapor de mercurio que había encima no significaban nada para él. Mordisqueaba tranquilamente las hojas del helecho marino que le rodeaban y estaba en paz con el mundo.

No así los dos jóvenes psicólogos. Eblo Ranin revisaba la complicada instalación en un esfuerzo de último minuto por comprobarlo todo. Lor Haridin le ayudaba a intervalos mientras se mordía las uñas.

—Todo dispuesto —dijo Ranin, y se enjugó la húmeda frente con cansancio—. ¡Conectémosla!

La lámpara de vapor de mercurio se puso en marcha y Haridin cerró las cortinas de la ventana. En la fría luz infrarroja, dos rostros de tinte verduzco contemplaban minuciosamente al calamar. Este se movía incansable, mientras su cálido rosa se transformaba en un negro opaco bajo la luz de mercurio.

—Conecta la electricidad —dijo Haridin con voz ronca.

Se oyó un clic suave, y eso fue todo.

—¿No hay reacción? —inquirió Ranin, medio para sí. Y después sostuvo el aliento mientras el otro se acercaba más.

—Algo le ocurre al calamar. Da la impresión de que brilla un poco…, ¿o son mis ojos?

El brillo se hizo perceptible y después pareció desprenderse del cuerpo del animal y adoptar una forma esférica. Transcurrieron largos minutos.

—Está emitiendo una especie de radiación, campo, fuerza, como quieras llamarlo, y parece existir una expansión con tiempo.

No hubo respuesta, y tampoco la esperaba. Volvieron a aguardar y observar.

Y entonces Ranin emitió un sonido ahogado y agarró fuertemente a Haridin por el codo.

—¡Cometas crujientes! ¿Qué hace?

La brillante esfera globular, o lo que fuera, había producido un seudópodo. Una pequeña proyección brillante tocó la oscilante rama del helecho marino, ¡y en aquel lugar las hojas se volvieron marrones y se marchitaron!

—¡Corta la corriente!

La corriente fue desconectada; la lámpara de vapor de mercurio fue apagada; las sombras se desvanecieron y los dos se miraron con nerviosismo.

—¿Qué fue eso?

Haridin movió la cabeza.

—No lo sé. Era algo definitivamente de locos. Nunca vi nada como esto.

—Tampoco viste antes a un número imaginario en una ecuación reactiva, ¿verdad? En realidad, no creo que ese campo expansivo fuera alguna forma de energía conocida…

Se quedó sin respiración tras exhalar un largo silbido y se apartó lentamente del tanque que contenía el calamar. El molusco estaba inmóvil, pero a su alrededor la mitad del helecho colgaba seco y marchito.

Haridin se sobresaltó. Corrió las cortinas y, en las tinieblas, el globo de brillante neblina aumentó de tamaño hasta ocupar medio tanque. Pequeños tentáculos curvados de luz se deslizaron hasta el helecho restante y un pulsante filamento se extendió a través del cristal y estaba avanzando por la mesa.

El miedo que había en la voz de Ranin produjo un sonido quebrado, apenas inteligible.

—Es una reacción retardada. ¿No lo analizaste por el teorema de Wilbon?

—¿Cómo podía hacerlo? —El corazón del otro latía locamente y sus labios resecos luchaban por formar las palabras—. El teorema de Wilbon no tenía sentido con un número imaginario en la ecuación. Lo dejé.

Ranin se puso en acción con febril energía. Salió de la habitación y volvió al cabo de un momento con un diminuto animal parecido a una ardilla que no dejaba de chillar, procedente de su propio laboratorio. Lo dejó caer en el camino del filamento luminoso que avanzaba por la mesa, y lo aguantó allí con una regla métrica.

El brillante filamento vaciló, pareció sentir la presencia de vida de alguna ciega y horrible manera, y arremetió contra él. El pequeño roedor dio un solo chillido, un penetrante alarido de infinita tortura, y se relajó. Al cabo de dos segundos era una parodia arrugada y encogida de su anterior individualidad.

Ranin blasfemó y soltó la regla con un repentino grito, pues el filamento luminoso —algo mas brillante y algo más grueso— había empezado a trepar por la madera en dirección a él.

—Vamos —dijo Haridin—, ¡acabemos con esto! —Jaló con fuerza de un cajón y extrajo de su interior la pistola cromada de Tonita. Su delgado y agudo rayo de luz púrpura se dirigió hacia el calamar y explotó con brillante y silenciosa furia contra el borde de la esfera de fuerza. El psicólogo disparó una y otra vez, y después comprimió el gatillo para formar un chorro púrpura continuo que sólo cesó cuando la energía faltó.

Y la brillante esfera permanecía intacta. Abarcaba todo el tanque. Los helechos eran pardas masas de muerte.

—Recurramos al consejo —gritó Ranin—. ¡Escapa completamente a nuestro control!

No hubo ninguna confusión —los humanoides en general no están sujetos al pánico, aparte de los medio genios y medio humanoides habitantes de los planetas de Sol—, y la evacuación de los terrenos de la Universidad se llevó a cabo con serenidad.

—Un loco —dijo el anciano Mir Deana, el mejor físico de Arcturus U— puede formular más preguntas de las que mil sabios son capaces de contestar.

Se rascó la barba desordenada y su nariz de botón resopló con sonoro desdén.

—¿Qué quiere decir con eso? —interrogó vivamente Frian Obel. Su verde piel vegana se oscureció de cólera.

Other books

The Best Man by Richard Peck
Iron Council by China Mieville
Jagger's Moves by Allie Standifer
Looking for Trouble by Cath Staincliffe
Lost in Paradise by Tianna Xander
Belleza Inteligente by Carmen Navarro
Mohawk by Richard Russo
The Bloodletter's Daughter by Linda Lafferty
Undone Deeds by Del Franco, Mark