Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Por qué no? —preguntó Rubin parapetándose a ojos vistas en su escepticismo a cada momento.
—Porque ella percibe a los rateros de tiendas, los cuales, como ustedes saben, en estos tiempos causan enormes pérdidas por medio de miles de pequeños robos. No es que Mary sea de algún modo hábil o que tenga un ojo especial o los persiga incansablemente. Simplemente reconoce al ratero, sea hombre o mujer, cuando entra en la tienda, aunque nunca haya visto a la persona y aunque en realidad no la vea entrar siquiera. Al principio los seguía personalmente breves instantes, y luego se ponía histérica y comenzaba sus balbuceos. El gerente de la tienda terminó por relacionar las dos cosas: la conducta característica de Mary y los robos en la tienda. Comenzó a observar primero a uno, luego al otro y no le llevó mucho tiempo descubrir que ella nunca se equivocaba. Las pérdidas se redujeron rápidamente casi a cero en esa tienda, a pesar de hallarse en un barrio de mala reputación. El gerente, por supuesto, recibió felicitaciones. Probablemente haya sido él el responsable de que nadie supiera la verdad, por miedo a que le quitaran a Mary. Pero creo que luego terminó por asustarse. Mary señaló a un ratero que no era ratero, pero que más tarde apareció mezclado en un incidente con armas de fuego. El gerente había leído algo sobre el trabajo que mi departamento desarrolla y acudió a nosotros. Terminó por traernos a Mary. Logramos que ella viniera regularmente a la universidad. Le pagamos, por supuesto. No mucho, pero tampoco pedía mucho. Era una chica más bien desagradable, nada brillante, de casi veinte años, recelosa de hablar y describir lo que le pasaba por la mente. Supongo que durante toda su infancia le habían sacado sus rarezas a golpes y había aprendido a ser cauta.
—¿Nos quiere decir que tiene el don de la precognición? —preguntó Drake.
—Dado que precognición es el término latino que significa “ver cosas antes que sucedan”, y ya que ella ve cosas antes que sucedan, ¿cómo hacer para describirlo de otro modo? Ella ve solamente cosas desagradables, cosas que la trastornan o la asustan, lo que, según me imagino, debe de hacer que su vida sea un infierno. Es esa cualidad de ponerse alterada o de sentir miedo la que rompe la barrera del tiempo.
—Examinemos nuestras condiciones básicas —expresó Halsted—. ¿Qué es lo que presiente? ¿A qué distancia en el tiempo ve cosas? ¿A qué distancia en el espacio?
—Nunca pudimos lograr que hiciera mucho por nosotros —dijo Eldridge—. No puede utilizar sus facultades a voluntad y con nosotros nunca pudo relajarse. Por lo que el gerente nos contó, y por lo que pudimos averiguar, parecería que nunca puede detectar algo con más de algunos minutos de anterioridad. Media hora o una hora, cuando mucho.
Rubin resopló.
—Unos pocos minutos —dijo Eldridge amablemente— son tan válidos como un siglo. El principio es el mismo. Rompen con la ley de causa y efecto y revierten el decurso del tiempo. Y en cuanto al espacio, parece no haber límites. Según ella lo describió cuando pude lograr que dijera algo, y según lo que yo interpreté por sus palabras torpes e incoherentes, el trasfondo de su mente es una constante fluctuación de formas aterradoras. De vez en cuando eso se ilumina como por el resplandor de un relámpago y ella ve, o toma conciencia. Ve más claramente lo que está cerca o lo que le preocupa más: los robos en la tienda, por ejemplo. Ocasionalmente, sin embargo, ve lo que está sucediendo más lejos. Mientras más grande el desastre, más lejos puede ver. Sospecho que sería capaz de detectar una bomba nuclear que se prepara a explotar en cualquier parte del mundo.
—Me imagino que ella habla en forma incoherente —intervino Rubin— y que usted completa el resto. La historia está llena de profetas en trance cuyos balbuceos son interpretados como sabiduría.
—Concuerdo con eso —dijo Eldridge— y no presto atención, por lo menos no mucha, a lo que no está claro. Ni siquiera les otorgo mucha importancia a sus hazañas con los rateros. Tal vez sea lo suficientemente sensible como para detectar la forma característica en que los rateros miran y se paran, alguna aura, algún olor… Es decir las cosas a las que usted se refería, Rubin, cuando mencionó cosas que no pueden disfrazarse. Pero…
—¿Pero? —lo apremió Halsted.
—Un momento —dijo Eldridge—. ¡Eh, Henry! ¿Podría servirme un poco de café, después de todo?
—Por supuesto —dijo Henry. Eldridge observó cómo el café llenaba la taza.
—¿Cuál es su actitud frente a los fenómenos psíquicos, Henry?
—No tengo una actitud general, señor —admitió Henry—. Acepto lo que me parece que debo aceptar.
—¡Bien! —dijo Eldridge—. Confiaré en usted y no en estos racionalistas llenos de prejuicios que tengo aquí.
—Continúe, entonces —dijo Drake—. Usted se detuvo justo en el momento culminante para despistarnos.
—¡Jamás! —dijo Eldridge—. Estaba diciendo que no tomaba a Mary seriamente, hasta que un día, de pronto, comenzó a retorcerse, a jadear ya musitar por lo bajo. Hace eso de vez en cuando, pero en esa ocasión susurraba: “¡Eldridge! ¡Eldridge!”, y la palabra se hacía cada vez más aguda. Supuse que me estaba llamando, pero no. Cuando le contesté, me ignoró. Una vez tras otra; lo mismo, “¡Eldridge! ¡Eldridge!” Entonces comenzó a gritar “¡Fuego! ¡Oh, Dios mío! ¡Se está quemando! ¡Socorro! ¡Eldridge! ¡Eldridge!", repetidas veces, con todo tipo de variaciones. Estuvo así durante media hora. Intentamos ver si tenía algún sentido. Le hablábamos en voz baja, por supuesto, porque no queríamos entrometernos más de lo necesario, pero le repetíamos, “¿Dónde? ¿Dónde?". En forma bastante incoherente y fragmentaria nos dijo lo suficiente como para hacernos suponer que era en San Francisco, lugar que, obvio es decirlo, está a tres mil millas de distancia. En un espasmo comenzó a farfullar “Golden Gate” con insistencia, y sabido es que sólo hay un puente llamado Golden Gate. Más tarde supimos que jamás había oído hablar de Golden Gate y que tenía una vaga noción sobre la existencia de San Francisco. Cuando establecimos la relación entre todo eso, supimos que se trataba de un viejo edificio de departamentos, situado en un lugar de San Francisco, quizá visible desde el puente, que estaba en llamas. Un total de veintitrés personas se encontraban adentro en el momento de producirse el incendio y, de ésta, cinco no escaparon. Entre los cinco muertos había un niño.
—Y entonces ustedes averiguaron y descubrieron que había habido un incendio en San Francisco y que habían muerto cinco personas, incluyendo un niño —dijo Halsted.
—Así es —convino Eldridge—. Pero lo que me sorprende es esto: uno de los muertos fue una mujer, Sophronia Latimer. Había logrado escapar, pero al advertir que su chico de ocho años no estaba con ella, regresó corriendo como enloquecida a la casa, clamando por su hijo, y nunca más volvió a salir. El nombre del niño era Eldridge de modo que pueden ustedes imaginar qué es lo que ella gritó durante diez minutos, antes de morir. Eldridge es un nombre muy poco común —huelga decirlo—, y mi impresión es que Mary captó ese suceso en particular, a pesar de que tuvo lugar a tanta distancia, simplemente porque estaba ya sensibilizada por el nombre a través de su contacto conmigo y porque el hecho estaba rodeado de tanto sufrimiento.
—¿Usted desea una explicación, no es así? —preguntó Rubin.
—Por supuesto —dijo Eldridge—. ¿Cómo esa chica ignorante pudo ver un incendio con todos sus detalles, no equivocarse en ninguno de los hechos —y créanme que verificamos cada uno de ellos— y todo esto a tres mil millas de distancia?
—¿Por qué le impresionan tanto las tres mil millas? —inquirió Rubin—. En estos tiempos no significan nada: es la sexta parte de un segundo a la velocidad de la luz. Mi conclusión es que ella oyó la historia por radio o televisión —más probablemente en esta última— y se la transmitió a usted. Por eso eligió esa historia: debido al nombre Eldridge. Supuso que produciría efecto mayor en usted.
—¿Por qué? —preguntó Eldridge—. ¿Por qué habría ella de urdir esa farsa?
—¿Por qué? —La voz de Rubin se desvaneció momentáneamente como si la sorpresa fuera más fuerte que todo, pero luego gritó—: ¡Dios mío, con los años que hace que trata con esa gente y no se da cuenta de las ganas que tienen de inventar historias! ¿No cree usted que se siente una sensación de poder al urdir una buena farsa? Y hay dinero, también, no lo olvide.
Eldridge lo pensó un momento y luego sacudió la cabeza.
—Ella —dijo— no posee la inteligencia suficiente como para fraguar todo eso. Para tramar una farsa se necesita algo de materia gris. Para que sea una buena farsa, al menos.
—Escucha un poco. Voss. —interrumpió Trumbull—. No hay ninguna razón para suponer que ella esté sola en esto. Es posible que haya un cómplice. Ella pone la histeria, él las ideas.
—¿Quién podría ser ese cómplice? —preguntó Eldridge con calma.
Trumbull se encogió de hombros.
—No sé.
Avalon se aclaró la garganta y dijo:
—Concuerdo con Tom en eso, y mi impresión es que el cómplice es el gerente de la tienda. Él notó su habilidad con los rateros y pensó que podría utilizarla para algo más espectacular. Apuesto a que es eso. Él se enteró del incendio por la televisión, captó el nombre Eldridge y la aleccionó.
—¿Cuánto podría llevar aleccionarla? —inquirió Eldridge—. Insisto en advertirles que ella no es muy despierta…
—Aleccionarla no sería muy difícil —dijo Rubin rápidamente—. Usted dijo que hablaba en forma incoherente. Él pudo haberle enseñado unas pocas palabras claves: Eldridge, incendio, Golden Gate, etcétera. Luego ella las repitió al azar, con ciertas variaciones, y ustedes, inteligentes parapsicólogos, hicieron el resto.
—Bastante interesante —admitió Eldridge—, excepto que no hubo tiempo para adiestrar a la chica. En eso reside justamente la precognición. Conocemos la hora exacta en que ella tuvo su ataque y sabemos la hora exacta en que estalló el incendio en San Francisco. Sucede, justamente, que el incendio comenzó casi un minuto después del ataque de Mary. Fue como si una vez comenzado el incendio realmente, dejara de ser un asunto de precognición, y Mary perdiera contacto. De modo que ustedes comprenderán que no pudo haber adiestramiento alguno. La noticia no llegó a la televisión hasta esa tarde. Fue entonces cuando nosotros lo supimos y comenzamos nuestra investigación.
—Un momento —prorrumpió Halsted—. ¿Y la diferencia de hora? Hay una diferencia de tres horas entre Nueva York y San Francisco, y un cómplice en San Francisco…
—¿Un cómplice en San Francisco? —repitió Eldridge abriendo mucho los ojos y mirándolo fijamente.
—¿Sugiere que se trata de una conspiración nacional? Además, créame, yo conozco la diferencia de hora, también. Cuando dije que el incendio comenzó justamente cuando Mary terminaba, quise decir teniendo en cuenta la diferencia horaria. El ataque de Mary comenzó exactamente a la una y cuarto de la tarde, hora de la costa Atlántica y el incendio en San Francisco comenzó alrededor de las diez y cuarenta y cinco de la mañana, hora de la costa del Pacífico.
—Tengo una sugerencia —intervino Drake.
—Adelante —dijo Eldridge.
—Es una chica sin educación y no muy inteligente —usted lo ha repetido varias veces—, que ha tenido un ataque, un ataque epiléptico, por lo que veo.
—No —dijo Eldridge firmemente.
—Está bien; un ataque profético, si prefiere. Susurró, farfulló, gritó, hizo cualquier cosa excepto hablar claramente. Emitió sonidos que usted interpretó y a los que usted dio sentido. Si a usted se le hubiera ocurrido oírle decir algo como “bomba atómica”, entonces la palabra que interpretó como “Eldridge” se habría transformado en “Oak Ridge”, por ejemplo.
—¿Y San Francisco?
—Puede ser que usted haya oído “no resisto” y lo haya trocado en eso otro, de algún modo.
—No está mal —dijo Eldridge—. Excepto el hecho de que nosotros ya sabemos que es difícil entender algunos de esos trances y somos lo suficientemente inteligentes como para hacer uso de la tecnología moderna. Es práctica de rutina grabar todas nuestras sesiones, de modo que tenemos grabada ésa. La hemos escuchado varias veces y no existe duda de que ella dijo “Eldridge” y no “Oak Ridge”, “San Francisco” y no “no resisto”. Hemos hecho que diferentes personas la escuchen y todas concuerdan en eso. Además, por lo que sabemos, tuvimos todos los detalles del incendio antes de conocer los hechos. No tuvimos que modificar nada posteriormente. Todo coincide exactamente.
Hubo un largo silencio en la mesa.
—Bueno, asunto concluido —dijo finalmente Eldridge—. Mary predijo el incendio a tres mil millas de distancia, con media hora de anticipación, y vio todos los hechos tal como sucedieron.
—¿Usted lo acepta? ¿Cree que es precognición? —inquirió Drake, incómodo.
—Intento no hacerlo —dijo Eldridge—. Pero, ¿por qué razón podría dejar de creerlo? No quiero engañarme creyéndolo, pero ¿qué otra posibilidad tengo? ¿En qué momento me engañaría, entonces? Si no fue precognición, ¿qué fue? Pensé que quizás alguno de ustedes pudiera ayudarme, caballeros.
Nuevamente un silencio.
—Mi situación es tal —continuó Eldridge— que debo referirme al gran precepto de Sherlock Holmes: “Cuando lo imposible ha sido eliminado, lo que resta, sea lo que fuere, y por muy improbable que parezca, es la verdad”. En este caso, si cualquier tipo de simulación es imposible, la precognición debe ser la verdad. ¿No están de acuerdo?
El silencio se tornó más pesado que antes, hasta que Trumbull gritó:
—¡Maldición! Henry se está riendo. Nadie le pidió a él, todavía, que explicara esto. ¿Y, Henry?
Henry tosió.
—No debí haber sonreído, señores, pero no pude evitarlo cuando el profesor Eldridge recurrió a esa cita. Parece la última evidencia que faltaba para demostrar que ustedes, señores, quieren creer.
—¡Qué vamos a querer! —protestó Rubin, frunciendo el ceño.
—Si así fuese les habría venido seguramente a la memoria una cita del presidente Thomas Jefferson.
—¿Qué cita? —preguntó Halsted.
—Me imagino que el Sr. Rubin la conoce —dijo Henry.
—Probablemente, Henry, pero en este momento no puedo pensar en ninguna que sea apropiada. ¿Está en la Declaración de la Independencia?
—No, señor —comenzó Henry, cuando Trumbull los interrumpió con un bufido.
—No juguemos a preguntas y respuestas, Manny. Continúe, Henry. ¿A qué quiere llegar?
—Bueno, señor; decir que cuando lo imposible ha sido eliminado, lo que resta, sea lo que fuere y por muy improbable que parezca, es la verdad, es suponer, generalmente sin fundamento, que todo lo que debía ser considerado ha sido realmente considerado. Supongamos que hayamos considerado diez factores. Nueve son claramente imposibles. ¿Resulta entonces que el décimo, por muy improbable que sea, es el verdadero? ¿Qué pasaría si hubiera un undécimo factor, y un duodécimo y un decimotercero…?