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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (529 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Es algo tonto, pero está envenenando mi vida.

Otra vez hubo silencio alrededor de la mesa.

—Señor Anderssen —dijo Avalon, entonces—, nosotros los Viudos Negros somos firmes escépticos en lo supernatural. ¿Nos está diciendo la verdad acerca del incidente?

—Le aseguro que les he dicho la verdad —dijo Anderssen con vigor—. Si hay una Biblia aquí, juraré sobre ella. O, lo que es mejor en lo que a mí concierne, les dará mi palabra como hombre honesto de que cada palabra que les he dicho es completamente cierta tanto como mi memoria y mi humana credulidad pueden permitir.

Avalon asintió.

—Acepto su palabra sin reservas —dijo.

—Podrías habérmelo dicho, John —dijo Gonzalo, ofendido—. Como dije, vi a Helen dos días atrás, y nada me pareció mal. No tenía idea… Tal vez no es demasiado tarde para que nosotros ayudemos.

—¿Cómo? —dijo Anderssen—. ¿Cómo podrían ayudar?

—Podríamos discutir el asunto —dijo Gonzalo—. Algunos de nosotros podemos tener ideas.

—Tengo una —dijo Rubin—, y creo que es una muy lógica. Comienzo por acordar con Anderssen y todos aquí en que no hay brujería y, por lo tanto, la señora Anderssen no es bruja. Pienso que ella entró en el restaurante y que de alguna manera consiguió evadirse a los ojos de su esposo. Entonces, cuando él estaba ocupado en la cocina o en el mostrador de recepción, se fue del restaurante y del hotel rápidamente, tomó un taxi, se fue a casa, y entonces le esperó. Ahora, ella no admitirá qué hizo lo que hizo para estar un paso arriba en este innecesario combate matrimonial. Mi propia sensación es que un matrimonio no es útil si…

—Olvide los sermones —dijo Anderssen mostrando su corto temperamento—. Por supuesto eso es lo que sucedió. No necesito que usted me lo explique. Pero usted se saltea la parte difícil. Usted dice que ella entró en el restaurante y “de alguna manera consiguió evadirse a los ojos de su esposo”. ¿Podría decirme sólo cómo ella consiguió ese truco?

—Muy bien —dijo Rubin—. Lo haré. Usted entró, miró a derecha e izquierda, y estaba seguro de que ella no estaba allí. ¿Por qué? Porque usted estaba buscando una inequívoca pelirroja. ¿Ha escuchado alguna vez acerca de una peluca, señor Anderssen?

—¿Una peluca? ¿Usted quiere decir que ella se puso una peluca?

—¿Por qué no? Si parece que ella tiene cabello castaño, sus ojos pasarían por encima. De hecho, sospecho que su cabello rojo es lo más importante que usted ve en ella, y que si ella estuviera con una peluca castaña y se hubiera sentado en una de las mesas, usted habría estado mirando su rostro sin reconocerla.

—Insisto que aun así la hubiera reconocido, pero ese punto no tiene importancia. Lo importante es que Helen nunca tuvo una peluca. Para ella, usar una es impensable. Ella está consciente de su cabello rojo como todos los demás, y está orgullosa de él, y no soñaría en esconderlo. Tal vanidad es natural. Estoy seguro de que todos aquí son vanidosos de su inteligencia.

—Se lo aseguro —dijo Rubin—. La inteligencia es algo de lo que uno se puede sentir vanidoso. Sin embargo, si sirve a algún propósito que me parece importante, pretenderé ser un idiota por unos minutos, o aun un tiempo más largo. Pienso que su esposa pudo haber estado deseosa de usar una peluca castaña sólo el tiempo necesario para escapar a su mirada. La vanidad nunca es un absoluto, excepto en los tontos declarados.

—La conozco mejor que usted —dijo Anderssen—, y digo que ella nunca usaría una peluca. Además, les dije que fue hace un mes. Estábamos en verano y era una noche cálida. Todo lo que Helen vestía era un vestido de verano con ropa interior por debajo, y tenía un ligero chal por el aire acondicionado. Sostenía un pequeño bolso, sólo lo suficientemente grande para contener algún dinero y maquillaje. No había dónde esconder una peluca. No llevaba una peluca con ella. De todos modos, ¿por qué habría de llevar una peluca? No puedo creer y no lo haré que ella deliberadamente planeó tener una pelea, y hacerme el truco en orden de conseguir una mano más alta por mucho tiempo. Es una criatura impulsiva, se los aseguro, y es incapaz de hacer planes de esa clase. La conozco.

—Concediendo su vanidad y su impulsividad, ¿qué me dice de su dignidad? —dijo Trumbull—. ¿Habría pensado en meterse debajo de una mesa y esconderse tras el mantel colgante?

—Los manteles no llegaban hasta el piso. La hubiera visto. Les dije que volví al restaurante y lo estudié con sangre fría. No hay ningún lugar donde ella pudiera esconderse. Incluso estaba tan desesperado para preguntarme si pudo haber subido por la chimenea, pero el hogar no es real y no está conectado con ninguna.

—¿Alguien más tiene ideas? —dijo Drake—. Yo no.

Hubo un silencio.

—¿Tienes algo que aportar, Henry? —dijo Drake, girando la silla a medias.

—Bien, Dr. Drake —dijo Henry, con una pequeña sonrisa—, siento cierta renuencia en arruinar la broma de la señora Anderssen.

—¿Arruinar su broma? —dijo Anderssen, sorprendido—. ¿Está diciéndome, camarero, que usted sabe lo que pasó?

—Sé lo que fácilmente podría haber pasado, señor —dijo Henry—, que tendría relación con la desaparición sin necesidad de ninguna clase de brujería, y supongo, por lo tanto, que eso fue lo que sucedió, de hecho.

—¿Qué fue, entonces?

—Permítame asegurarme de que entiendo un punto. Cuando usted preguntó a las personas en el restaurante si habían visto una mujer pelirroja entrar, el hombre del sofá se volvió y movió negativamente su cabeza. ¿Correcto?

—Sí, eso hizo. Lo recuerdo bien. Era el único que realmente respondió.

—Pero usted dijo que el hogar estaba en el muro opuesto a la entrada y que el sofá estaba delante de él, de modo que el hombre le daba a usted la espalda. Tuvo que girar para mirarle. Eso quiere decir que su espalda también estaba hacia la puerta, y que leía una revista. De todas las personas allí, era el de menores posibilidades de ver si alguien entraba por la puerta, sin embargo fue la persona que se tomó la molestia en indicar que no había visto ninguna. ¿Por qué lo haría?

—¿Qué tiene eso que ver con todo esto, camarero? —dijo Anderssen.

—Dígale Henry —murmuró Gonzalo.

—Sugiero que la señora Anderssen entró rápidamente y tomó asiento en el sofá —dijo Henry—, una acción común y perfectamente natural que no atraería la atención de un grupo de personas entretenidas con la cena y en conversación, aun a pesar de su cabello rojo.

—Pero la hubiera visto apenas entré —dijo Anderssen—. La espalda del sofá sólo llega hasta los hombros y Helen es una mujer alta. Su cabello hubiera brillado hacia mí.

—En una silla —dijo Henry— es difícil hacer otra cosa que sentarse. En un sofá, de todos modos, uno puede inclinarse.

—Había un hombre sentado ya en el sofá —dijo Anderssen.

—Aun así —dijo Henry—. Su esposa, actuando en un impulso, como usted dice que ella hace, se reclinó. Suponga que usted estuviera en el sofá, y una atractiva pelirroja, con buena figura, vestida con un atractivo vestido de verano, de repente se encoge y apoya la cabeza sobre sus piernas; y que, como ella hizo, levanta prestamente el dedo hacia sus labios, implorando silencio. Me parece que habría muy pocos hombres que no atenderían a una dama en esas circunstancias.

—Bien… —dijo Anderssen con los labios tensos.

—Usted dijo que el hombre sostenía la revista arriba, como si fuese corto de vista, pero ¿podría haber sido que la sostuviera alta lo suficiente para evitar la cabeza de la mujer sobre su regazo? Y entonces, en su ansiedad por ayudar a la dama, ¿no habría afirmado que no la ha visto?

Anderssen se levantó.

—¡Correcto! Iré a casa y lo aclararé con ella —dijo.

—Si puedo hacer una sugerencia, señor —dijo Henry—. Yo no lo haría.

—Seguramente que lo haré. ¿Por qué no?

—En el interés de la armonía familiar, sería bueno si le deja tener esta victoria. Imagino que casi está arrepentida y que no es posible que lo repita. Usted dijo que ella se había comportado muy bien el último mes. ¿No es suficiente que usted sepa en su corazón cómo lo hizo, de modo que no se sienta derrotado? Sería la victoria de ella, sin su derrota, y usted tendría lo mejor de los dos mundos.

Lentamente, Anderssen se sentó y, en medio de un ligero palmoteo de aplausos de los viudos Negros, dijo:

—Usted puede tener razón, Henry.

—Creo que la tengo —dijo Henry.

POSTFACIO

Realmente, a éste lo soñé.

No recuerdo mis sueños frecuentemente y realmente no les doy importancia. (En esto difiero de mi querida esposa, Janet, que es psiquiatra y psicoanalista, y los considera importantes guías de lo que hace funcionar a una persona. Por supuesto, ella puede tener razón)

De todos modos, aun cuando recuerdo mis sueños, parecen ser notablemente no interesantes ya que no contienen elementos de fantasía o imaginación. Es como si utilizara la provisión completa en mis escritos, sin dejar nada para los sueños.

En un sueño, sin embargo, seguía a alguien hacia un salón comedor y encontré que había desaparecido inexplicablemente. Estaba bastante asombrado, porque, como dije, ni en mis sueños desafío las leyes de la naturaleza. Una búsqueda a través de la habitación finalmente localizó a la persona que estaba buscando en el lugar donde se escondió la heroína de la historia precedente.

Le miré y le dije (y eso me ayudó), “Qué estupenda idea para una historia de los Viudos negros”.

Afortunadamente desperté en ese momento y, por una vez, el sueño estaba fresco en mi mente. Acto seguido almacené la idea en mi memoria en vigilia y en la siguiente oportunidad escribí la historia, y apareció en el número de octubre de 1984 del
EQMM.

No puedo dejar de pensar que si hubiera podido soñar todos mis trucos, la vida hubiera sido mucho más fácil.

La casa equivocada (1984)

“The Wrong House”

El invitado al banquete mensual de los Viudos Negros frunció el entrecejo ante la rutinaria pregunta que le hacía el mejor de todos los camareros, Henry.

—No —dijo vehementemente—. ¡Nada! ¡Nada! Ni aun ginger ale. Tomaré sólo una copa de agua, si no le importa.

Se volvió, perturbado. Había sido presentado como Christopher Levan. Estaba un poco por debajo de la altura promedio, era delgado y bien vestido. Su cráneo estaba mayormente pelado pero con tan buena forma que la condición parecía más atractiva que otra cosa.

Estaba hablando con Mario Gonzalo y regresó al hilo de la conversación con aparente esfuerzo.

—El arte de la creación de dibujos parece simple. He visto libros que muestran cómo dibujar formas familiares, comenzando por un óvalo, por decir, luego modificándolo en sucesivas etapas hasta que se convierte en Popeye o Snoopy, o en Dick Tracy. Y aun así, ¿cómo decide uno qué óvalo hacer y qué modificaciones agregar en primer lugar? Además, no es fácil copiar. No importa cuán simples parezcan ser los pasos, cuando trato de seguirlos, el resultado final es distorsionado y aficionado.

Gonzalo miró con cierta complacencia la caricatura del invitado que acababa de dibujar.

—Tiene que tener en cuenta una especie de talento innato y años de experiencia, señor Levan.

—Lo supongo, y sin embargo usted no dibuja un óvalo con modificaciones. Usted simplemente dibujó esa cabeza a mano alzada, tan rápido como pudo, y sin ningún esfuerzo, tanto como puedo asegurar. Excepto que mi cabeza parece algo brillante. ¿Lo es?

—No en particular. Es sólo una licencia del caricaturista.

—Excepto que —dijo Emmanuel Rubin, acercándose con un trago en la mano—, que si las licencias fuesen necesarias para hacer caricaturas, Mario nunca calificaría. Algunos pueden tener talento, pero Mario las obtiene por desfachatez.

Gonzalo sonrió.

—Quiere decir chutzpah
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. Manny conoce de eso. Realmente envía a editores las historias que escribe.

—Y las vende —dijo Rubin.

—Una indicación de la ocasional desesperación editorial.

Levan sonrió.

—Cuando escucho a dos personas discutir de esa manera, estoy seguro de que realmente hay un profundo afecto entre ellas.

—Oh, Dios —dijo Rubin, visiblemente repugnado. Su escasa barba se erizó y sus ojos, agrandados a través de los gruesos cristales de sus anteojos, brillaron.

—Usted ha dado en el blanco, señor Levan —dijo Gonzalo—. Manny me daría hasta su camisa si nadie estuviera mirando. Lo único que no me daría es una palabra gentil.

Geoffrey Avalon, el anfitrión del banquete, levantó la voz.

—¿Estás enredándote en alguna tontería entre Manny y Mario, Chris?

—Voluntariamente, Jeff —dijo Levan—. Me gustan esas contiendas con almohadas y palos acolchados.

—Se pone pesado —dijo Avalon, mirando desde su altura de setenta y cuatro pulgadas—, cuando es el encuentro cincuenta y siete. Pero, ven y siéntate, Chris. No tenemos nada peor que langosta esta noche.

Que una cena elaborada de langostas tiende a inhibir un poco la conversación, es algo que no puede ser negado. El quiebre de las conchas lleva atención considerable y el untado en mantequilla derretida no es un asunto a ser llevado a cabo casualmente. Por lo tanto, el periodo entre la cazuela portuguesa de pescado y la
coupe aux marrons
fue largamente silencioso, en cuanto a voz humana se refiere, aunque el juego del cascanueces mantuvo a la mesa en un bajo gruñido.

—Desprecio la ensalada de langosta —dijo Roger Halsted con su café—. Es como comer sandía sin semillas cortada en cubos. El valor del premio es directamente proporcional al esfuerzo para ganarlo.

—Supongo entonces —dijo Levan—, que estarán muy en contra de las ventas libre de interés —y rió entre dientes con aire satisfecho.

—Bien —dijo James Drake, con voz su ronca y sorda—. Imagino que incluso Roger lo consideraría llevar los principios demasiado lejos.

Thomas Trumbull miró a Levan con los ojos echando chispas.

—Ése es un chiste de banquero. ¿Es usted banquero?

—Un momento, Tom —dijo Avalon—. Estás comenzando a preguntar y la sesión de interrogatorio todavía no ha sido abierta.

—Bien, entonces ábrela, Jeff. Estamos terminando el café, y Henry vendrá con el brandy en un milisegundo —Trumbull miró su reloj—. Y la langosta nos ha demorado, de modo que adelante.

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