La sexualidad, como la crueldad, asume en la obra de Castillo un aspecto muy ritual. Es un juego serio en el que se procede de acuerdo con variados protocolos dictados por los participantes. Se eligen el momento y la situación, se establece un campo erótico en el que se juegan relaciones en las que se mezcla tanto el placer como el dolor, lo contestatario y lo compartido. Hacer el amor es, como el acto de crueldad, una forma esencial de las relaciones intersubjetivas de los personajes, que se constituyen y destruyen mutuamente en ese acto, en el ejercicio de lo erótico. Hasta en lo que podría leerse como una relación superficial o pasajera, como la de María Fernanda y el protagonista en
Los ritos
, se diagraman los límites de las posibilidades —o de las imposibilidades, en este caso— de relación de estos dos sujetos, proyectados sobre la memoria del lejano romance con la impredecible Virginia.
Los relatos, formas del artificio, recurren a menudo a paralelismos insospechados con sistemas que preceden al texto. Se produce así un desplazamiento de estrategias extratextuales a otro terreno, la narración. Se disfraza, por así decirlo, la verdadera intencionalidad de los personajes con sistemas de fácil identificación pero de difícil aplicación, como ocurre con una jugada de ajedrez en el cuento
La cuestión de la dama en el Max Lange
. El campeonato y la jugada misma, en la mejor tradición de la novela policíaca, proveen un fondo y un enunciado aparentemente exacto de lo que es, en realidad, un asesinato/venganza, un ajusticiamiento de la esposa infiel por parte del amante, bajo la amenaza del revólver del mando engañado y justiciero. Maniobra oblicua, como en el ajedrez, en la que un acto se avala por sus efectos y sus consecuencias más mediatas. El juego ejemplifica aquí la pluralidad de funciones de los actuantes y la dificultad en precisar la exacta naturaleza de las motivaciones de los protagonistas, a partir de los efectos más visibles. Nada es exactamente lo que parece; sin embargo, los hechos son irrefutablemente reales. En el cuento
La casa del largo pasillo
, el protagonista, quien como ascensorista vive dentro de la más absoluta verticalidad, queda fascinado por las posibilidades que ofrece la entrada a un largo pasillo cerca de su casa. Sufre así lo que podría llamarse el vértigo de la horizontalidad. Explora finalmente parte de este pasadizo oscuro para encontrar en una recámara al legendario Sandokán, el pirata malayo, héroe de las novelas de aventuras juveniles previas a los ascensores y las jaulas. Este final sugiere la posibilidad de que un humilde y oscuro pasillo —otro sistema, no vertical en este caso— pueda ocultar lo maravilloso y remoto. La presencia del bello y exótico Sandokán es una especie de
aleph
borgeano para el ascensorista, el premio por haber descubierto que, en realidad, existe siempre otra dirección distinta de la hasta entonces transitada. Y esta dirección, en la que reina la oscuridad, y donde le sobrecoge el miedo, puede también albergar lo maravilloso, sacudir la rutina del desprestigiado ascensorista. Por otra parte, en
La garrapata
y en
Vivir es fácil…
, la narración revierte el sistema que sustenta el relato. En el primero, la garrapata es la mujer que, como el insecto, parece nutrirse de la sangre del marido más joven, quien, visiblemente desmejorado, envejece rápidamente al tiempo que ella se va convirtiendo en una chiquilina. El segundo relato crea la posibilidad del suicidio de la mujer rechazada, pero acaba con el del hombre que la incita a la autodestrucción, de allí el equívoco título de la narración. En estos dos casos, la reversión de un sistema visible produce la desestabilización del lector, no gracias a un desenlace sorpresivo, sino precisamente al recurrir deliberadamente a los pasos de un proceso que tiene otro destinatario (
Vivir es fácil…
) u otro destino (
La garrapata
). El sistema que encubre una realidad «falsa» tanto como el sistema revertido desorientan al lector desatento y ponen en duda la validez de dichos sistemas como correlativos de la conducta humana; pero ofrecen, por otra parte, una posibilidad de desplazamiento interpretativo que enriquece la lectura. Se trata, como diría el propio autor, de enunciados que nunca son inocentes.
La lectura de los relatos de Castillo requiere un lector no cómplice sino testigo, como el autor; distanciado, atento a las diversas seducciones de lo narrado y al detalle revelador. Entre éstos se incluye la presencia del escritor, quien entra en varias de sus propias ficciones identificado por nombre o profesión, y, como escenario de la trama, su San Pedro natal. Este deslizar de lo concreto extra textual dentro de lo fictivo cancela, por una parte, la antinomia realidad/ficción al borrar los límites que separan lo concreto de lo inventado y, por otra, sugiere que la realidad es una ficción más o, como establece el título abarcador de su obra cuentística, que todo es parte de esos mundos reales en los que reside la creación de este autor.
MARTA MORELLO-FROSCH
University of California
Santa Cruz, California
A Betina
También yo he sentido la inclinación a obligarme, casi de una manera demoníaca, a ser más fuerte de lo que en realidad soy.
SOREN KIERKEGAARD
Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza —porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia— nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
—¡No!
—Sí. Una mujer.
—¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos —porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias—, y luego, en voz baja, preguntó:
—¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
—¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
—¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
—Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
—Si no fuera la madre… No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
—Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
—Pero es la madre.
—La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
—Y se los come.
—Claro que se los come. ¿Y entonces?
—Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
—Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
—Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo —quién sabe— que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
—No digas porquerías, querés —me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
—No se lo deben de haber prestado.
—A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
—No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
—¿Cómo será ahora?
—Quién… ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
—Esto es una asquerosidad, che.
—Tenés miedo —dije yo.
—Miedo no; otra cosa. Me encogí de hombros:
—Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
—No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
—¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
—Es Julio —dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
—Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
—Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
—¿Cuánto falta?
—Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
—Al fin de cuentas, es un castigo —tu voz, Aníbal, no era convincente—: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
—¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
—¿Y si nos hace echar?
—¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
—Llévalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
—A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
—Como en misa —dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
—¡Mira si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.