—Si quisieras. Robaré un caballo, no importa si luego el patrón me mata a palos.
Erika sonrió triunfante, pero no debió sonreír, estúpida, no ve que los rasgos del muchacho se endurecen. Erika, debes sonreír triunfante, aunque los rasgos de él se endurezcan, yo te amo, sonríe, sonríe así, pero los rifles son tan largos. Y yo no podré recordarte luego, y este dolor y el miedo. Acércatele, antes de que sea tarde, acércatele o todo está perdido. Ella sonríe sin darse cuenta de lo que va a decir el muchacho: yo lo sé, el hombre tirado en el camastro lo sabe y, por eso, el muchacho lo dice:
—Y por qué no se lo pides al otro, al Patrón. Me quieres engañar, como siempre, luego me despreciarás como siempre. El Patrón, él te da cosas, yo te he visto abrazada con él, y ahora quieres caballo para salvar al pequeño.
Erika golpeaba impaciente el suelo con su pie, y el pequeño, el hombre de los pies deshechos, sabe lo que piensa, piensa al Patrón no más, nunca más, a esa bestia lujuriosa y puerca.
Mentiras. Ella sabe que el Patrón nunca volverá a darle nada, perra mentirosa, ni collares ni monedas amarillas, nada, nunca te dará más nada. Dijo:
—No le pido porque no, porque no quiero. El muchacho la miró, miró su vestido de aire y de verano, liviana Erika de los pájaros, y el muchacho dijo:
—Te lo llevaré a la cabaña aunque me mate a palos. Ella dijo:
—Pronto. Tiene que ser pronto.
Juntos mientras el muchacho viene, mientras ellos vienen también por las piedras, con los largos rifles y la muerte.
—¿Cómo te sientes ahora? —pregunta Erika.
—Debemos irnos —dice él—: ahora mismo.
—Después. Pronto traerán un caballo y nos iremos. El dice:
—Erika, sabes, tengo la cabeza llena de fuego y fuego. Erika muchacha de las guirnaldas, amor, sabes, esto no es más que un sueño. ¡Ríete!, porque esto es solamente un sueño, despertaré, despertarás mañana, y los dos estaremos en la aldea, en la aldea donde hay casas de paja y amarillo tibio, muchacha mía, pequeña de andar entre las flores cantando, mañana, oye, despertarás y yo despertaré en la aldea.
—No grites —dice Erika.
Él grita, me duele la garganta de gritar, él grita y camina por el cuarto con piso de madera, duelen los pies deshechos. Grita:
—Un sueño, Erika. Una pesadilla, nada más que sombras que dan miedo, pero mañana seremos niños, casi niños, y yo volveré a encontrarte junto al estanque, en el claro donde las hojas de los ceibos son verdes y hay flores rojas, muy rojas, y entre el follaje se ve el agua azul. Erika, sabes, hubo un tiempo en el que aún no tenías catorce años y yo te amaba, catorce años cuando nos quedamos dormidos, entre las guirnaldas y los pájaros.
Ella lo mira con sus ojos selváticos, es bella, bella como una estampa viejísima y ajada pero bella, igual a sí misma, hermosa como sólo ella puede serlo y luego dice:
—Catorce años, sí, cuando nos quedamos dormidos, amor, y yo te amaba.
—Yo iba, Erika, lo recuerdas, iba por las noches al borde del agua, y te encontraba allí, y sabía canciones. Tú no las sabías, yo sí, y te enseñaba entonces todas las cosas, y por eso mañana despertaremos en la aldea.
—Despertaremos, sí, despertaremos hace mucho.
—Ahora entiendes, verdad que entiendes, no hubo huida sobre las piedras grises, ni habrá hombres con la muerte en los rifles, buscándome por tu culpa, perra, cuerpo de diablo. Erika pequeña de los pájaros, amor, Erika, porque mañana despertaremos y seremos niños. Yo te traeré aquel libro, sabes, el libro mío, el nuestro de las estampas.
—Te ríes, me haces sonreír. Estás hermoso.
Él ríe, ambos ríen largamente. De pronto los ojos de él, mis ojos arden y él tiene miedo, siente odio mientras ella recupera una expresión casi olvidada de sentirse indefensa, y él grita:
—¡El libro! Dónde está, quiero mi libro, el libro mío de imágenes, ¡ahora mismo! No, no, ahora o después pero no tengas esa mirada de cansancio, y triste, esa mirada no, sonríe, ya no quiero el libro, yo lo buscaré, quietecita, quieta como un animalito, como la perra que eres, que serás siempre, muchacha de los ceibos, amor. Te amo.
Pero ella ha buscado en un rincón y trae el libro. Es un libro azul, yo lo recuerdo ahora, encuadernado con piel azul y perfumada. Es bello como un libro. Él ríe a carcajadas, pero acaso no ríe, porque dice:
—Nuestro libro, Erika, nuestro hermoso libro. Se han sentado en el suelo y lo hojean, como quienes acarician un libro de imágenes y ella dice:
—Mira. Mira ésta.
—Ésta, sí. Todas, tuyas y mías. Ruido de cascos.
Son ellos, pienso, ellos que vienen a matarme y me he puesto de pie, tiemblo, debemos huir y se lo digo:
—¡Es necesario huir!
Sé que ella dirá lo que dirá, que tendrá otra vez los ojos tristes y dirá:
—Mi pequeño miserable, amor.
Pero quien llega es el muchacho moreno, llega con su caballo, mi caballo de huir. No. Tal vez hay tiempo todavía, no. Pero ella tiene ahora la mirada grave y vieja y secular y maternal que él teme. Erika dirá, lo dice:
—Debo pagarle.
Él solo en el cuarto contiguo. Ya no le arde la cabeza y todo está muy claro: no despertarán mañana. Dios mío. Necesito decir Dios mío, preguntar, Dios, por qué todo, por qué yo aquí, solo. Capillas hubo. Santos de palo tallados por manos de leñadores, antes, mucho antes de esto. Esto que no sé qué es, dónde es, ni sé cómo, en qué sitio. Ella y el muchacho hablando. Puedo saber de qué hablan, pero no quiero, porque antes hubo despedidas al crepúsculo que no fueron así pero pudieron serlo: la muchacha, ella, que ahora se llama Erika, corría hacia el lago. Corre hacia el agua y sube a una embarcación pequeña, y tan chata, que, mientras se aleja, parece la muchacha flotar sobre el agua azul. El la ve desde la boca del cántaro, pues el follaje siempre es así, como la boca de un cántaro verde y con flores rojas, y desde allí, se ve el lago con muchacha. Ella rema con un remo largo y fino como un remo de junco, y el agua es tan azul que da miedo.
¡La puerta! ¡Ella ha abierto la puerta! Qué quiere, por qué abre la puerta cuando yo pienso en Erika de los crepúsculos, perra Erika de ahora, amor de siempre, no abras, no.
Ella abrió la puerta y entró en este cuarto.
—Escúchame —ha dicho su voz triste de Erika, y ha entrado con sus ojos tristes y antiguos de Erika y su cansancio—. Escúchame, no temas nada, amor pequeño, muchacho del libro azul y las canciones. No es la primera vez. No. No es la primera vez que lo hago.
Él no piensa cuando dice lo único que no debió decir. Pero ya la puerta se cerraba nuevamente. Y dijo:
—Ya lo sé —y se da cuenta de que es cierto—. Ya lo sabía.
Y ahora la espiaré. Yo voy a espiarte ahora, puerca, yo de rodillas ante la puerta, yo, mientras una Erika sin cara desprende hábilmente ropas de muchacho que tiene miedo, pero no sólo tiene miedo sino que la desea, hipócrita, y se siente, ha de sentirse superior, eso, mejor que la mujerzuela de los sapos, ramera de lagartos, único amor mío que se le entrega. Él, el hombre arrodillado detrás de la puerta, puede entrar como el viento y hacerlo marchar a bofetadas, puede entrar como sólo una vez, esta vez, y únicamente él puede entrar y matar. Y el hombre de rodillas ante la puerta sabe, yo he comprendido, sé que él podría utilizar su noche irrevocable —ésta—, pavorosa pero suya, como sólo una vez en la vida, en el sueño, dónde, a todos está dado utilizarla, a mí, para justificarse o fulminar el universo con un gesto, o —como a él, ahora— para ponerse de pie y ser, de pronto, parecido al viento, hijo del viento, igual al estallido de un astro y a una tempestad tumbando, descuajando. Y entrar entonces. Matarlo a bofetadas. Pero qué más da; ella solamente paga. Sin embargo él intuye, yo conozco lo que ocurrirá, nadie puede evitarlo desde que llegó corriendo con los pies deshechos de correr entre las piedras, sabe que ella, de pronto, tendrá un rostro extraño, un rostro feliz que no será el cansado rostro de Erika, puerca, te entregas de verdad, no pagas, víbora de pantano, me engañas, amor, no ves que me engañas a mí, que te amo, a mí, grandísima perra, que me quedo solo amándote como en el tiempo de las aldeas y el crepúsculo.
Es necesario esconder la cara entre las manos.
Erika y él, nuevamente solos. El muchacho se ha ido. Erika, sin moverse del camastro, espera que él llegue a su lado, él, que tiene los pies hechos pedazos. Qué triste estás, muchacha.
Ella dice:
—Tu caballo está afuera. Puedes irte.
Él la mira, pero ella no lo mira. El caballo está afuera, el caballo que dejó el muchacho moreno. Por la ventana de la cabaña se ve el desierto de las piedras, no se ve la aldea. El, arrastrando los pies, sus guiñapos, llega y se sienta al borde del camastro.
—No —dice ella—. Afuera hay un caballo. Debes irte. Qué triste estás, muchacha, amor.
—Erika —dice él—. Erika de los pájaros.
—No. Afuera hay un caballo.
Él tiende una mano hacia la mujer, hacia su frente, y dice:
—Debo matarte, Erika.
Ella asiente con los ojos cerrados.
—Debo matarte porque mañana no despertaremos en la aldea, y no podré enseñarte mis canciones, ni te irás por el agua. Ayúdame, Erika, porque debo matarte.
Erika tomando las manos del hombre las abrió sobre su garganta donde las manos se quedaron quietas, y ella dijo:
—Lo he dado todo, sabes.
—Todo, qué es todo. Ayúdame.
—Todas las cosas.
—Es necesario que te odie, Erika.
Lejos se pueden escuchar ladridos. Ladridos que vienen por las piedras. Ellos, los hombres de los largos rifles, vienen con sus perros ladradores. Vendrán, abrirán la puerta y nos matarán.
—Debes irte, amor. El caballo es veloz y ellos están fatigados, no podrán encontrarte.
—Voy a matarte ahora, Erika.
—Sí.
—Ayúdame.
Ella no lo mira, tiene los ojos cerrados. Ella dice:
—Voy a ayudarte, pequeño cobarde, sucio bicho de los albañales, sabandija de los rincones, también le he dado nuestro libro, tu hermoso libro azul de imágenes, el libro que me enseñabas a mirar junto al estanque de la aldea, todo, también tu bello libro de piel perfumada, todo, infame rata, pequeña rata temerosa de los sótanos, el muchacho moreno se llevó tus estampas y te amo.
—Gracias, Erika.
Y él apretó, y ella mientras tanto sonreía. Las manos de él se juntaron una con otra al apretar su garganta y ella sonreía. Ella, Erika de los pájaros.
Luego él levantó el cuerpo de Erika. Y salió de la cabaña en dirección a las piedras, a los largos rifles, a los perros.
Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro, incapaz de adaptarme al florido mundo, donde, para tranquilidad de la hermosa gente, se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero al menos hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que pasó esta noche: soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer
feliz
a un miserable. Quién podría juzgarme, quién sobre la Tierra (quién en el cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido pero trataré de ser coherente.
Todo empezó esta misma tarde; es decir, la tarde de ayer, puesto que ahora deben de ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata, más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodean, parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Supongo que nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Había ido a dar sabe Dios cómo a cualquier sórdido callejón del Dock, cuando, al oír un acordeón y las risas de un cafetín del muelle, reparé en la fecha. Entonces
me vi
en el viejo parque de nuestra casa. No sé explicarlo. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que —como quien se lava— decidí celebrar mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mí me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero que ahora es mi casa. Con orgullo pueril, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua serenidad hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien; era una sensación extraña, como de paz —un gran sosiego—, pero, poco a poco, empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto. Para qué lo había hecho: para quién. Podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo y, por primera vez en muchos años, necesité imperiosamente de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y ésa no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formara parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie —llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso—; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegué frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo —también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto. Una mujer pintarrajeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas abrazaban a mujerzuelas indescriptibles que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas dijo: «¿Quién te crees vos que soy?», y, adornado con un insulto brutal, le respondieron quién se creían que era. No podía soportar aquello; por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un minuto más iba a vomitar, o a golpear a alguien, o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo.