—Standartenführer Rauser…!
Pero luego sí, todo, con espanto. Con el mismo espanto de quince años atrás, cuando alguien le avisó que todo estaba perdido y que Adolph acababa de matarse.
Samuel Milman tenía ocho años cuando, por primera vez, creyó entender que el mundo es complejo. Lo entendió en la escuela, y no porque durante la clase la maestra hubiera explicado esa cosa, la regla de tres, sino porque ahora, en el recreo, Marisa se había puesto las manos detrás de las orejas, imitando pantallas, y estaba diciéndole:
—Orejudo judío.
Después, con exagerado desprecio, le había sacado la lengua y salió corriendo.
Samuel, esa tarde, comprendió que si bien sus orejas eran bastante grandes y algo apantalladas también, es cierto, Marisa jamás se lo habría hecho notar así, delante de todos, si él no hubiera resuelto antes que ella aquel problema de las bolsas y la harina. De cualquier modo, Samuel Adolfo Milman, de ocho años, estaba secretamente enamorado de Marisa, y aquel día sufrió su primer desengaño.
Esa noche, mientras papá Benjamín terminaba de comer su barénique y el señor Adim contaba recuerdos de Varsovia, Samuel, en sigilo, se deslizó hasta el espejo de la sala y luego de achatarse las orejas con la punta de los dedos, frunció la cara: no. No le gustaba mucho verse sin orejas. En realidad, no le gustaba en absoluto: debe ser porque uno se acostumbra, pensó, y después inútilmente trató de verse de perfil. Pero verse el perfil ya resultaba bastante más difícil; había que torcer los ojos de un modo ridículo y esto, naturalmente, lo hacía parecer de verdad feo a uno.
—¡Papá…!
Y desde el comedor llegó después la voz del señor Benjamín, una especie de sonido desganado, tan lerdo, que se cruzó en el aire con la pregunta inmediata de Sammy. Y entonces, sí. Hubo un silencio inquieto; el inquieto silencio de dos hombres que, en el comedor, se estaban mirando tensos, con mirada de judío alerta, porque un chico en la sala acababa de preguntar:
—¿Qué quiere decir «ser judío»?
Samuel nunca comprendió demasiado bien aquello, aquella explicación. Ni esa noche sobre las rodillas del señor Adim que decía: es así, el mundo es así y lo fundamental es ser fuerte y estudiar (…y portarse bien, y quererlo mucho a papá Benjamín que se había sacrificado tanto desde que mamá estaba en el cielo, mamá Gretel como la llamaban a veces, no ahora, porque era el señor Adim quien hablaba y dijo: tu pobre madre Sara que está en el cielo), ni lo comprendió después, cuando discutía con la pequeña Raquel en el cobertizo, o cuando encontró aquellos papeles con membretes góticos y águilas, donde se decía los judíos son los enemigos seculares de la Nación y deben ser exterminados porque si no logramos destruir las fuerzas biológicas del judaísmo algún día ellos nos destruirán a nosotros, téngame al tanto de los procedimientos empleados en el Este e interiorícese de la utilidad que puede prestar el monóxido de carbono.
Ni tampoco lo comprendió a los diez años, cuando todavía no había hallado los papeles, pero escuchó por primera vez la palabra Treblinka.
—Cheket! —murmuró Benjamín ese día, el día que se mencionó la palabra Treblinka.
Samuel había entrado de improviso en la habitación y allí estaba, con los ojos asombrados, junto a la puerta. Detrás de su hombro asomó Raquel; Raquel tenía ocho años y mataba hormigas. Además era hija de los señores Adim, quienes, en este preciso instante, también se han quedado mirando a papá, que ha dicho:
—Cheket! —después pareció confuso—. Es muy chico todavía.
Y quería decir que Sammy era muy pequeño para saber ciertas cosas, en especial si se trataba de cosas referentes a Chelmo o a Treblinka. O a Auschwitz. Pero Raquel, que tenía dos años menos que Sammy y ahora estaba tomada de su mano, dijo:
—Yo sé. Ahí mataban a las personas. Luego, en el cobertizo, el chico preguntó:
—Pero, por qué.
Raquel se había encogido de hombros. Estaba muy ocupada en perseguir con una ramita a esa hormiga, la que lleva una hoja muchísimo más grande que ella sobre la espalda. Parece un velero.
—Por qué va a ser —dijo—. Porque eran judíos.
La hormiga, inútilmente, corría de un lado para otro; la ramita delante, luego detrás. La gran hoja se bamboleaba peligrosamente: un velero a punto de naufragar. Porque Raquel, ahora, está aplastando a la hormiga.
—¡No! —gritó Sammy, y Raquel lo había mirado; la cara del chico era una cara que no parecía de Sammy. Ella se asustó. El dijo:
—¿Por qué la mataste? Raquel dijo:
—Si era una hormiga.
En el Este, hasta el presente, la operación se lleva a cabo mediante gases de combustión. Ellos, con la ropa todavía puesta, marchan a través de rampas colocadas a la altura de los vagones y pasan directamente a las cámaras. En el garaje próximo los motores de los blindados y los camiones se ponen en marcha; el gas de los motores es llevado a las cámaras por medio de tuberías. El método es deficiente. A veces los motores no funcionan y el proceso se retarda. En general, pasa algo más de media hora antes de que todo quede en silencio dentro de las cámaras; es necesario dejar transcurrir otra media hora antes de abrirlas. Posteriormente se les quita la ropa, y rociándolos con nafta, se los crema en parrillas hechas de rieles. Blobel ha construido en Chelmo varios hornos auxiliares, alimentados a madera y nafta; ensayó, asimismo, la destrucción de cadáveres con la ayuda de explosivos, cosa que no dio, tampoco, resultados muy satisfactorios. Como he dicho, la mayor dificultad consiste en que los motores no siempre funcionan en forma pareja. Muchos pierden el conocimiento y es menester ultimarlos a tiros. En mi opinión, habría que hallar el modo de hacerlos entrar desnudos en las cámaras; esto aceleraría la operación.
—¿Cómo era Alemania?
De noche, con la luz apagada, a Sammy le gustaba hacer preguntas y escuchar la voz profunda de papá Benjamín. Estiró las cobijas hacia la barbilla y preguntó: «¿Cómo era Alemania?» Y papá contaba que él había nacido antes, un tiempo antes de la caída del Imperio, y Sammy, con los ojos cerrados, escuchaba las andanzas del Canciller de Hierro y la República de Weimar; pero nunca supo —o supo muy confusamente— el resto de la historia, porque había un período que papá, como muchos judíos, no quería recordar. De todos modos, no era eso lo que Sammy preguntaba.
—No. No digo de batallas y todo eso. Digo si había ríos, montañas. Cómo eran los árboles.
Samuel Milman tenía doce años y quería saber cómo eran los árboles. Benjamín abrió los ojos en la oscuridad: estaba preocupado. Sin embargo, habló de los Alpes de Baviera, donde había conocido a mamá Gretel, y del Zugspitze, el monte más alto del Reich.
Mamá Gretel. Entonces, sin saber por qué, Sammy pensó en la pequeña Raquel, que esta misma tarde, en el cobertizo, le había dicho:
—Y lo otro.
—¿Lo otro? —preguntó Sammy—. ¿Qué otro?
¡Porque lo que él había estado diciendo es que si las orejas de una persona son de esta manera o de aquélla, y lo mismo la nariz, no tiene por qué ser judío o goi. Porque de lo contrario papá Benjamín era mucho más judío que el señor Adim que tenía las orejas aplastadas y nariz chata. Y a Raquel no le había gustado mucho que Sammy dijera eso de su papá. Dijo: mi papá es tan judío como el tuyo, sabes; y más tarde discutieron. Pero antes de discutir, ella había dicho:
—Lo otro.
Entonces Sammy se dio cuenta de lo que la chica quería decir; de pronto se puso colorado hasta la punta de los cabellos, que eran tan rubios. Sin embargo, preguntó: qué otro. Y ella dijo:
—Lo que les hacen a ustedes. A los varones.
No lo miraba. Se había puesto a jugar, como siempre, con una ramita; pero ahora no jugaba con las hormigas, porque ya era grande y con una ramita también se pueden hacer dibujos, o escribir nombres en el piso de tierra: una vez hizo un corazón, y él lo vio. Claro que ella quería que él lo viese.
—La circuncisión —dijo Sammy—. Pero, vos qué sabes.
Además, lo que Raquel dice no tiene nada que ver porque, entonces, las chicas no son judías, y ella dijo que si seguían hablando, los únicos judíos del mundo, esa tarde, iban a ser él y el señor Benjamín.
—¡Pero si yo no digo nada! —Samuel se defendió confusamente.— Yo digo que, para ser judío, tampoco se necesita que a uno le hagan eso.
—¿Y entonces?
—Entonces qué sé yo. Moisés no tenía.
El argumento era demoledor. Samuel sabía muchísimas cosas de la Biblia y a Raquel la ponía orgullosa que él supiera: ahora Samuel estaba contando que fue Josué quien ordenó aquello, en el Gilgal, antes de Jericó. Después, como la conversación había llegado a un punto muerto, Sammy dijo adonde le gustaría ir cuando fuese grande. Dijo:
—A Alemania.
—¡Sos loco vos! —La chica parecía perpleja; se llevó una mano a la boca.— En Alemania están los nazis.
—¿Qué nazis? —Samuel no comprendía. Ella dijo:
—Los nazis.
Tampoco comprendía, es cierto. Y para evitar que él dijera nunca saben explicar las cosas, agregó apresuradamente por qué iba a ir a Alemania, y no a Israel, que es mucho mejor. Él, entonces, tuvo que empezar todo de nuevo y enseñarle que —como decía papá— uno es del lugar donde nace, y también judío.
Aunque nadie entendía muy bien que se pudiera ser dos cosas al mismo tiempo.
—Mi papá es polaco, entonces —dijo Raquel.
—Claro —dijo Sammy—. Y también judío.
—¿Y vos qué sos? Él dijo:
—Alemán, como papá —y antes de que Raquel agregara nada, ya se había dado cuenta de que aquello no estaba muy claro.
—¡Pero si vos naciste acá!
Y, por lo tanto, ser judío seguía siendo un asunto muy complicado. Lo mismo que lo de las orejas: si uno no es judío, nadie se fija; pero en cuanto saben que uno se llama Samuel o Benjamín, todo el mundo hace burla.
—¡Pero, eso es otra cosa! —dijo Raquel.
Le daba risa: Sammy, por cualquier motivo, salía hablando de las orejas. El chico pensó que las mujeres nunca entienden nada. Dijo:
—Entonces no sé lo que soy. Seré argentino, también.
—Pero si uno es argentino: por qué todos te dicen la rusa, o el ruso, que también quiere decir judío.
—Y yo qué sé —dijo Sammy—. Será como los negros.
—¿Qué negros?
—Qué negros va a ser: los negros. Que nacen donde nacen pero siempre son negros.
Esto le pareció bastante claro (aunque no comprendía por qué papá afirmaba que lo mejor, siempre, es ser alemán), y a ella le había dado otra vez mucha risa, y luego los dos estaban sentados en el suelo, juntos, riéndose. Esto había ocurrido a la tarde, en el cobertizo. Sammy, acostado ahora, escucha en la oscuridad la respiración del señor Benjamín, quien estuvo hablando del Zugspitze y de mamá Sara y que ya debía de estar completamente dormido porque, cuando Samuel decidió hacerle aquella pregunta, papá no respondió:
—Papá… ¿por qué me llamo Adolph?
… Hitler, cuya confianza respecto del Ziklon B nos ha llenado de alegría. El gas, que Hess recomendó a Eichmann sobre la base de una experiencia mía, es totalmente seguro. Se trata de un preparado del ácido prúsico, utilizado por la firma Tesch y Stanevob, de Auschwitz, para matar parásitos y provoca una muerte bastante rápida sobre todo si las cámaras están repletas de gente y, con preferencia, en lugares secos y herméticos. Los judíos destinados al crematorio, hombres y mujeres por separado, son conducidos a las habitaciones donde, luego de desnudarse, se les dice que se trata de una operación de despiojamiento. Para evitar sospechas se les recomienda que dejen sus ropas bien ordenadas y, sobre todo, que no olviden el sitio donde las dejan. Las cámaras, provistas de duchas y tuberías, no les inspiran el menor recelo. Luego de atornillar rápidamente las puertas, los encargados de la operación, ya preparados, arrojan por los agujeros del techo el Ziklon B que, a través de conductos especiales, llega hasta el suelo. La formación del gas es inmediata. Desde las mirillas puede verse cómo los que están parados más cerca de los conductos mueren en seguida. Otros comienzan a atropellarse, gritar y tragar aire. La pérdida del conocimiento sobreviene en relación con la distancia que separa a los judíos del conducto, y según la calidad del gas, que no siempre es la misma.
Media hora después se conecta la ventilación, se abren las puertas y comienza la extracción de muelas de oro, corte de cabellos, etc. Luego de lo cual se los lleva, en ascensores, hasta los crematorios.
Los ancianos, los enfermos, los débiles, caen antes: alrededor de los cinco minutos. Los jóvenes y sanos, y a veces los niños: entre cinco y diez. Los que gritan: antes de los cinco.
Tuvo ganas de gritar, pero dijo:
—No quiero. No voy a pelear.
Estaban, los seis, en el baño del Colegio Nacional, y ahora Samuel tenía catorce años. Era tan corpulento que no pelear solamente podía entenderse de un modo. El otro, el que venía avanzando con los puños cerrados, dijo algo, y Sammy recordó una tarde, en el cobertizo, pero ahora era distinto porque la voz del otro fue amenazante, no curiosa, y Samuel tuvo miedo.
«Esto es miedo, entonces». Cinco mil años de miedo.
Retrocedió hasta la pared: el frío de los azulejos a través del guardapolvo. O quizá, no; otra clase de frío. Algo tan típico como su perfil, como su dolor de barriga ahora: «Entonces es cierto, entonces es así», y no se le ocurrió nada más porque todavía no había hallado en la gaveta de papá —en la gaveta que dentro de un año va a quedar abierta— ciertos papeles mecanografiados o escritos en gótica, ciertos pliegos con membrete de águilas que, una noche, en la carpa Scholem Aleijem, serían arrojados por el aire, de igual modo que ellos —los informes, los documentos, las fotos amarillas— habían arrojado por el aire, desbaratándolos, cinco mil años de perfiles y de orejas y de prepucios, cincuenta siglos de esquema. Porque, el 3 de agosto de 1960, la gaveta quedó abierta y Samuel imaginó a un hombre, un judío glorioso parapetado en las calles despavoridas del
Ghetto
, un Macabeo, su padre que una noche jugándose la vida robó aquellos papeles y aquella pistola Luger que pertenecieron a Otto von Rauser, oficial del campo de exterminio de Auschwitz, ario puro de ojos azules cuya mirada, acaso, pudo ser idéntica a la del muchacho que ahora, en el baño del colegio, venía avanzando hacia Samuel con los puños cerrados. Dando miedo.
«Entonces, es así»; detrás de él, de Sammy, se apretujaron cincuenta siglos y una pared de azulejos, fría; detrás del otro, riendo, asomaban cuatro cabezas. En total, seis cabezas. Y en ninguna cabía muy bien la idea de que uno de ellos, el rubio ese de ojos azules, el orejudo, tuviera algo fundamentalmente distinto al resto, pero daba lo mismo. Es importante que sea así, porque aquí, en el baño del Colegio Nacional, hay uno que es judío.