He visto por mi cuenta otros campos, cerca de Riga, en Letonia. Allí, aún se los fusila y los cadáveres son incinerados sobre piras de madera. El monóxido de carbono en baños de duchas —procedimiento empleado con los enfermos mentales en algunas localidades del Reich— requiere demasiados edificios. En Lublin (Maidanek) se emplea un derivado del ácido prúsico que experimenté con los judíos de Alta Silesia.
En mi próximo informe diré cómo procedemos en Auschwitz. Un método, ideado por mí, consiste en desnudarlos, pedirles que recuerden el sitio donde dejan las ropas y hablarles en yidish. He hecho que un judío me enseñara, estoy aprendiendo hebreo. Escuchar su jerga les da confianza. Lo fundamental es la disciplina. Blobel me contó que, en Chelmo, unos cuantos rompieron las paredes e intentaron huir.
Alguien, atrás, gritó alguna cosa, llamándolo, pero Samuel ya había saltado el cerco del campamento y estaba corriendo en dirección al pueblo; corriendo en plena noche, sintiendo el chicotazo de las ramas bajas en la cara, su cara, cara de judío de quince años que de pronto ha descubierto una respuesta para la pregunta que formuló hace mucho, frente al espejo grande de la sala, la vez que no entendió qué quería decir «ser judío», la vez que no pudo comprender por qué Marisa se había puesto vengativamente las manos detrás de las orejas, o aquella otra, después, cuando tenía catorce años y en el Nacional alguien dijo:
—A ver, moishe, mostrala —y los otros cuatro se reían, repitiendo: «sí, que la muestre», y querían decir que se abriera la bragueta, y sintió miedo, y creyó entender que
ser judío
ya no tenía nada que ver con él, con Sammy, sino con los otros, los que no eran judíos y necesitaban que él tuviera esas orejas, y ese perfil, y ese miedo típico de judío de mierda.
—Te digo que la mostrés, judío de mierda.
Sammy, esa tarde del Nacional, se había ido retirando hacia la pared. Tenía catorce años y no era tan corpulento como ahora, la noche de la carrera a campo traviesa, pero era casi tan corpulento como el otro, el que tenía los puños cerrados y se venía acercando, despacio. Pero allí no contaba la corpulencia, contaba el miedo. Y Samuel sentía que las rodillas temblaban, sus rodillas, que tampoco debían de ser como las rodillas de los otros muchachos, los que estaban detrás del que tenía los puños cerrados.
Tuvo ganas de gritar, pero sólo dijo:
—No quiero pelear. No tiene sentido.
Sin darse cuenta, había ido bajando las manos hacia la entrepierna como quien se cubre. El otro frunció la boca, imitó el gesto y dijo, moviendo los hombros: «No me pegues, machón, no tiene sentido», después, antes de que Sammy supiera qué estaba ocurriendo, una mano describió un círculo amplio, él sintió un ardor, un sonido junto a la oreja, y estaba en el suelo con los brazos abiertos. Dos de ellos le sostenían las muñecas. El otro dijo:
—A chotearlo.
Y le abrieron el pantalón, y, mientras él pataleaba de miedo, los otros —que a lo mejor se asombraron al ver que aquello no era distinto, ni más feo, ni más chico, ni más raro que el de cualquiera— se lo sacaron fuera del calzoncillo, entre risas, y lo escupieron uno por vez. Cinco escupidas.
Una por cada mil años: cinco exactas. Exactamente ahí, porque los judíos son los enemigos seculares de la Nación, y deben ser exterminados, querido Rauser.
«Lieber Otto von Rauser», ario puro de ojos clarísimos cuya foto estaba hoy, esta mañana, entre los papeles que Samuel iba guardando apresuradamente en su bolso…
—¡Sammy!
…antes de salir para el campamento Scholem Aleijem, donde lo esperaban David, y Abraham, y Jaime, y Ruth, y Ezequiel, elementos raciales de características asiáticas, negroides, levantinas o hamíticas adversas al espíritu patriótico alemán: urge entonces darle una solución definitiva al problema judío, porque si no logramos destruir a Raquel, a Samuel, a las fuerzas biológicas del judaísmo que esta noche se reunían en torno de las fogatas y —al principio— cantaban, ellos algún día nos destruirán a nosotros. Pero después no cantaban. Se quedaron quietos, en silencio, oyendo a Sammy, asombrándose de que papá Benjamín hubiera robado aquello, estos informes con membretes góticos y águilas desplegadas, perplejos porque papá Benjamín era un héroe, un Macabeo, como dijo Marcos, quien estuvo a punto de vomitar, antes, cuando Sammy traducía que se felicita al doctor Mengele y al doctor Caluber por sus ensayos de esterilización mediante inyecciones en las trompas, lo que origina estados inflamatorios pero ninguna otra perturbación. Excepto la muerte. O las escupidas hace un año, o las vengativas orejas de Marisa. O el Bunker IV que no funciona por sobrecarga de cadáveres —2.800—, hoy, septiembre de 1942, Auschwitz.
«Una voz, llamándome».
Ningún inconveniente, tampoco, si se los trata con ácido prúsico o formol, porque las típicas manchas cadavéricas aparecen después de poco tiempo («llamándome a mí, a quién, esta mañana en casa, o ahora mientras corro»), y es patriótico que las manchas aparezcan pronto, querido Rauser, de lo contrario los muy puercos echarán a correr desde el Scholem Aleijem algún día, en plena noche, y nos perseguirán cinco mil años, y tendremos miedo típico, y nos escupirán nuestros prepucios, tan hermosos, de características netamente germanas y en los que por fortuna no se advierte ninguna perturbación, si a los judíos se les inyecta metanol: la evacuación de materias fecales no es frecuente. Los rostros, al abrir las cámaras, no están congestionados. Se congestionan luego, cuando aquellos papeles vuelan por el aire, Sammy da aquel alarido y, saltando increíblemente por encima de las fogatas, ya está fuera del cerco, corriendo en dirección al pueblo porque, de pronto, ha descubierto una respuesta a su pregunta de hace siete años: cinco mil años. «Soy judío, entonces».
Y repentinamente fue un tajo en las entrañas, un desgarrón y supo que había algo además de su perfil y de sus orejas y de su miedo: esto, esta carrera, soy judío entonces. Quiero ser judío. De golpe se detuvo.
Estaba solo en mitad del campo, a plena noche y a pleno silencio: se llevó las manos a los costados de la boca, abiertas, como una bocina. Y al principio fue un ronquido; después, lieber Otto dolicocéfalo bávaro, Rauser de ojos clarísimos —cuya foto iba hoy, esta mañana, entre los papeles que Sammy atropelladamente metía en el bolso—, después, elevándose por encima de los árboles, sobresaltando a los pájaros dormidos, se oyó aquel grito:
—¡Soy judío!
Ninguna otra perturbación.
La voz de papá, esta mañana, llamando desde el piso bajo.
—Voy —dijo Sammy, junto a la gaveta.
O quizá ni siquiera lo dijo, absorto como estaba; deslumbrado, imaginándose ahora a un hombre heroico e increíble: papá Benjamín. Mi padre.
Apresuradamente fue guardando todo aquello en su bolso, instalación proyectada sobre el Bug, una foto de algo que, mirado de cerca, igual parecía un hormiguero monstruoso, un arrecife de bichos: anteojos. Millones. Y aunque se le revolvía el estómago, la incineración de cadáveres se ha tornado un problema, no podía dejar de imaginarse, de admirar a aquel hombre que, abajo, lo llamaba porque el olor de los crematorios se ha tornadoblema, desvió la vista y miró el fondo del cajón: una pistola.
Estuvo a punto de tocarla, pero retiró la mano. «Soy miedoso». Con decisión la empuñó y la sostuvo un instante, frunciendo la cara como si quemase; después advirtió que la estaba apretando, leyendo incineración porque el olor de los crematorios llega hasta las poblaciones cercanas.
—¡Sammy!
Dejó la pistola en su sitio y se sintió aliviado, cercanas, poblaciones cercanas. Y se teme una sedición popular. Ordene usted el fusilamiento de cuanta persona, alemán o no, se acerque a los campos. Porque es necesario que todos los judíos que caigan en nuestras manos durante esta guerra sean aniquilados. Si no logramos destruir ahora las fuerzas biológicas del judaísmo, ellos…
—¡Adolph!
Samuel, sobresaltado, cerró la gaveta de un golpe: ya voy, pensó. Le confiamos el comando de las operaciones en Auschwitz en su carácter de Standartenführer.
—¡Voy! —dijo.
—
Heil Hitler
. Berlín, verano de 1942.
Guardó atropelladamente aquella carta en el bolso, recogió en el aire una fotografía que casi cae al suelo y bajó a todo correr las escaleras. Mientras bajaba, alcanzó a meter la foto junto al arrecife de bichos y en el bolso había sitio porque faltaban los hombres que usaron estos anteojos, orejas y narices cremadas donde apoyar anteojos faltan, pero no debo pensar en esto, y miró con admiración a papá Benjamín que estaba allí, impaciente, junto a la puerta, y a Samuel ya no le importó que él, tironeándole la manga, dijera: siempre el mismo atolondrado y que llegaría tarde al campamento. Después, mientras caminaban, siguió mirando con admiración a aquel judío asombroso que nunca había querido hablar de cuando robó esto en Alemania, de cuando fue, acaso, guerrillero jugándose la vida en las calles despavoridas del
Ghetto
cualquier tumultuosa noche de hombres pardos, gamados, blandiendo pistolas Luger, dando miedo típico, y escupiéndome a mí cinco veces.
—¿Eh?
—No, nada —dijo Sammy, que a lo mejor, antes, había dicho papá.
Aquel hombre, erguido como un Macabeo, que había llegado a la Argentina en 1945, y a quien las buenas gentes de un pequeño pueblo de provincia saludaban ahora sacándose el sombrero. Y cuando el ómnibus arrancó y papá se quedó abajo con los pies juntos y la mano alzada, Samuel dijo que sí, que llevaba todo y que no olvidaría el sitio donde dejaba la ropa…
… para encontrarla rápidamente después del despiojamiento —tradujo Sammy; las fogatas iluminaban la caras, tensas de tanto apretar los dientes—. Les hablo en yidish: hice que un judío me enseñara y estoy aprendiendo hebreo. Escuchar su jerga les da confianza —tradujo Samuel.
Las caras, los rostros aún no congestionados —porque se congestionarán luego— de los muchachos judíos de la carpa Scholem Aleijem. Alguien murmuró:
—Pero que hijo de…, pero cómo se puede ser tan hijo de puta.
Y otro decía que mirasen ahí, ese oficial de la Gestapo o qué sé yo, ese oficial sonriendo, y mientras Marcos repetía aún «Macabeo», otro dijo que no aguantaba más estar mirando eso, y el que había hablado al principio agregó que un tipo con esa cara y que supiera yidish podía hacerse pasar por algo que Sammy no entendió pues Raquel estaba pidiéndole que tradujese esa dedicatoria.
—En mi primer día de Standartenführer —leyó Samuel.
Y, como la vista va más rápido que la palabra, fue lo último que leyó. Porque había dado vuelta la foto y la estaba mirando. Y a pesar de todo, estuvo un rato sin moverse; a pesar de que aquel oficial nazi era papá Benjamín, su fotografía: una instantánea dedicada a Gretel, a mamá, en su primer glorioso día de Standartenführer, Auschwitz, 1942. Alemania. Samuel, que de pronto se llamaba Adolph, se quedó quieto mirando la foto. Mirándola familiarmente porque allí estaban, y era necesario estarse quieto, las orejas, mezcladas a un uniforme pardo, las orejas típicamente pantalludas de papá, su nariz, su gesto particular de llevarse la mano al sombrero o a la gorra militar, las orejas bajo la gorra militar, la nariz en gancho y las típicas orejas, cinco mil años de orejas hamíticas, semitas, bajo la gorra típicamente nazi de un típico dolicocéfalo puro de orejas típicamente dináricas, nazis, bávaras, judías hasta la carcajada, arias hasta el alarido que desordena a los arios a los judíos a los prepucios de los levantinos orejudos mientras los papeles las fotos las águilas góticas dibujadas del Reich vuelan sobre las cabezas judías de Raquel de David sin otra perturbación que los judíos muertos por el Standartenführer del Campo de Exterminio de Auschwitz o las caras congestionadas de los muchachos judíos del campamento Scholem Aleijem porque Adolph von Milman Samuel ben Rauser se ha puesto de pie con los brazos abiertos y al ponerse de pie han volado por el aire todos los documentos y las cartas y las fotos, desbaratados, y antes de que alguno tenga tiempo de hablar o de pensar, mientras los papeles, bailoteando, dan vueltas sobre las fogatas, Adolph von Rauser, ario puro de ojos azules, quedó horizontal en el aire y estaba del otro lado del cerco. Gritando. Corriendo mientras las ramas bajas le desordenaban los cabellos tan rubios. De pronto se detuvo: hacía cinco mil años que había salido huyendo, una noche, desde Egipto. Y ahora estaba en mitad del campo, a plena sombra y a pleno silencio.
Al principio fue un ronquido, una especie de estertor largo que cortó el sueño de los pájaros.
Y el 3 de agosto de 1960, el señor Benjamín Milman de la colectividad judía de un pequeño pueblo de provincia se despertó sobresaltado.
La crueldad tiene un corazón humano y los celos un rostro humano; el terror tiene la divina forma humana y el misterio tiene el vestido del hombre.
WILLIAM BLAKE
La noté rara, o diría: ansiosa. Como quien teme algo, algún acontecimiento desagradable que, de todos modos, va a sobrevenir. Le pregunté qué le pasaba. Con agresividad dijo que no le pasaba nada. Altanera, pensé; como siempre. Doña Isabel mientras tanto hablaba con alegría, mirándome como a un resucitado y diciendo «la nena» cada vez que nombraba a Laura, recordándome cosas de cuando éramos chicos, cosas que yo no recordaba, y otras que sí, pero que me hubiera gustado no recordar. Laura miró una vez más el reloj, aquel enfático reloj de pared, su rococó apócrifo, labrado en cedro; reloj que tenía una historia que he olvidado, donde había una abuela italiana, la guerra, un casamiento. Cuando tu madre se fue y te enfermaste, estaba diciendo ahora doña Isabel, las noches que pasé en vela, cuidándote. Se acuerdan de cuando jugaban a los novios, preguntó de golpe, y yo pensé quién me habrá mandado venir. Laura dijo:
—Pero mamá.
—Qué tiene, che —dijo doña Isabel. Y el che me golpeó brutalmente en el oído, y a Laura también; es decir, a ella le golpeó a través de mí, de mi gesto quizá—. Al fin de cuentas eran chicos.
—¿Te acordás de la máquina de cine? —pregunté yo.
Laura sonrió apenas y dijo que sí. Una caja de zapatos, dos carreteles de hilo Corona. Un mecanismo delicado. Había una manivela. Pegábamos en largas tiras las historietas. El pato Donald. Las pasábamos en el cuartito, con las caras juntas. Dijo rápidamente: