Y ahora los van a matar.
Quién sabe, a lo mejor ni siquiera es necesario el grito: cualquier sonido sorpresivo, un relincho en las caballerizas o el chillar de un pájaro espantado pueden desatar esto, esta alegría violenta que sube por las venas. El grito no será sino un desencadenante, un estallido de la noche. Desde que entró en el cuartel, o desde el parapeto, mucho antes de escuchar la voz de su hermano que acaba de saltar la tranquera y va a llamarlo, Anselmo Iglesias ya estaba teniendo la sospecha de que eso andaba en el aire. Ganas de reírse, o de hablar fuerte. Trató de no mirar al vasco Iturrain pero adivinó en su respiración, levísima, la misma ráfaga, contenida, la misma tempestad. No, no era miedo. Era casi todo lo contrario del miedo: necesidad de que se les apareciera un soldado por delante, o un escuadrón entero, y poder entonces agitar los brazos con libertad, revolear los picos y putear a gusto, cualquier cosa que no fuera este deslizarse silencioso detrás de las caballerizas, como sombras, eludiendo los rayos de luz de alguna bomba de agua, rehuyendo tocarse entre ellos para evitar el menor ruido, el menor roce que hiciera reventar la noche. Anselmo sintió la frente mojada de sudor y la garganta seca; no se atrevió ni a levantar la mano ni a tragar saliva. Pasaban, ahora, frente a la cantina de tropa. El teniente se agachó por debajo de la línea del friso, y Anselmo y los demás se agacharon juntos por debajo de la línea del friso. Las luces, había dicho Lago, van a estar apagadas en las cuadras de los escuadrones más cercanos. Estaban apagadas. Cuando vean que se apaga y se enciende una luz en el otro extremo de la Plaza de Armas, en la ventana de los calabozos, es que ya hemos tomado la sala de guardias: crucen hacia el Depósito de Arsenales. La luz se encendió en el otro extremo, en la guardia. Cruzaron, agachados. Lago, en aquel instante, estaba dando un rodeo por detrás de la Intendencia. Diez guarniciones rebeldes al gobierno argentino esperaban que llegase a la Mayoría. Anselmo Iglesias se mordió los labios. El teniente desenfundó la pistola Colt y comenzó, lentamente, a levantar el brazo. Martín Iglesias, a cincuenta metros de allí, derribó de un fierrazo a un conscripto que le dio el alto, alcanzó a ver unos ojos incrédulos, de chico, cuando el muchacho caía, y arrebatándole el máuser en el aire gritó:
—¡Anselmo!
Los diez hombres de las canteras se irguieron al mismo tiempo. Quién vive, se oyó lejos. Viva Perón, gritó Martín y zumbó en las lajas el primer tiro. Viva Perón, contestó Anselmo, todos contestaron, mientras comenzaban a encenderse luces y los gritos y las órdenes crecían entre los fogonazos y los vivas.
Y ése es Martín. Viene revoleando un máuser entre los disparos y los haces luminosos que parten como manantiales desde los cuatro extremos del cuartel. El teniente, con espanto, le ha apuntado al verlo cruzar. Anselmo le desjarretó la cabeza al teniente con la zapa. Aquel que se vuelve hacia la guardia, tropezando con sus hombres que avanzan sobre la Plaza de Armas, es el coronel Lago: un soldado que apuntaba al bulto lo mata por la espalda. Un cohete, al caer, ilumina el salto de Lago y la masa de los hombres de las canteras que le pasan por encima, gritando, viniendo al encuentro de los Iglesias y su gente, que ahí van: Martín a la par de Anselmo, revoleando su máuser delante de los hombres de Piedra Negra, a juntarse todos al grito de Perón vuelve, dando la vida por Perón, carajo, amenazando con el puño a los que tiran. Iluminados en el centro de la Plaza de Armas.
Cuesta, Anselmo Arana, da trabajo llegar y, algunas noches, hasta miedo. Hay que tener lo que hace falta, tripas fuertes y mano pesada. Hay que sacrificar gente si hace falta: un hombre boca arriba en una zanja, o una mujer, que cualquier día estorba. Vivir como quien tira los baúles en un naufragio. Hay que abrirse paso y pisar firme como los que saben qué quieren y adonde van, para llegar a esta noche de verano y a este cruce de calles donde flamean canelones con su nombre y se oyen petardos y voces que gritan Intendente y gritan que hable, y usted va a subir y a hablarles sin importarle mucho las palabras, sin importarle mucho ninguna cosa, como siempre, ni el Partido ni el estruendo de los aplausos ni esas mujeres chillonas de ahí abajo ni los tapes del Comité rodeándolo ahora mientras sube, ellos con el bulto del revólver bajo el saco protegiendo a don Anselmo como usted antes al doctor, porque el doctor tampoco se rebajó nunca a usar más arma que su gente: la gente. Y eso también se aprende, como se aprende a decir redondas las palabras, difíciles, dando ahí arriba la impresión de estar mirando a todo el mundo en los ojos (pero mirándote únicamente a vos, nicoleño, mientras subo), como diciendo acá subí y acá me quedo. Y mientras yo esté acá arriba, infelices, no hay Partido que valga sino yo, el Carancho, don Anselmo ahora y sin apodo, oyendo esas sombras gritonas de ahí abajo y viéndote a vos solo, pero sin importarme nada, y mucho menos tu cara: ni esta noche ni antes, en los Arrecifes, aplastada tu cara contra el piso bajo mi bota hace mucho, hace como diez años. Les hablo de la Patria mirando tu odio, nicoleño, y te leo en los ojos un revólver que no te vas a animar a sacar mientras yo te mire. Después sí, no ahora. Después, cuando me sigas por la calle con tu cara rencorosa y torva, cara de mestizo bruto que no olvida esa raya que te hizo Anselmo Arana, que te hice yo con la espuela, un rayón de la jeta hasta la oreja por el que vas a seguirme y a sacar un revólver o un cuchillo que te veo relumbrar en los ojos como si te lo estuviese pidiendo, nicoleño, como si te oyera o te inventara los pensamientos y me viera yo mismo, don Anselmo que les habla a estos infelices y me odiara desde tus ojos chinones que ahí abajo están jurándome: No lo olvido, Anselmo Arana. Le juro que no lo olvidé un solo minuto de una sola hora de un solo día de todos estos años. Ni el odio ni esta canaleta en mi cara se me borraron desde la noche que me tuvo un rato largo contra las paredes y alguien dijo me parece que está bueno mi comisario Aran, porque le dijo Aran no Arana, hasta que me vine al suelo y usted me dio vuelta la cara con la bota y yo sentí ese ardor que es esta cicatriz y ahí me quedé, mirándolo desde el suelo hace diez años. Y después, nicoleño. También mirándome después, entre unas máscaras de carnaval alguna noche, desde los ojos sin cara de los sueños, en la vidriera empañada de un café, hace poco, o entre esta gente ahora bajo el cartelón azul de anchas letras blancas que cruza la bocacalle, el gran cartel de género agujereado para que pase el viento, moviéndose, azul, con un nombre escrito a todo lo largo de la noche junto a otros cartelones azules de grandes letras blancas: Vote a Arana. Vóteme a mí.
«Ya votaste, Carancho».
«¿Cómo que ya voté?»
«Que cómo ni que la mierda», se habían reído, «si te han dicho que ya votaste, ya votaste», y se rieron. «Cómo te llamas».
«Anselmo Aran».
La libreta de enrolamiento, enarbolada en la punta de la bayoneta de un milico, apareció a la altura de mi cara. De puro chiquilín, de puro pavo, me atropellé y el gesto de echar mano amagó una intención que no tenía. Cosa que no ha de repetirse, mi atolondramiento, historia que no les cuento a esos infelices de ahí abajo pero les cuento una parte. Cosas que ocurrían en este país hace treinta años, les digo, pero que no volverán a repetirse, no al menos mientras nuestro glorioso Partido sea gobierno y el Intendente de esta ciudad sea yo. Veles las caras, nicoleño, oílos cómo aplauden. Hasta vos aplaudís. A vos te conocí muchos años después de esa mañana, pero que yo ahora esté bajando de acá arriba para que vos me sigas esta noche empieza con aquel culatazo. En el pecho me pegaron, y me tumbó. El sopapo me sorprendió cuando iba cayendo; estaba por gritar «no peguen», o tal vez lo grité, cuando sonó el primer tiro, y después otros. La urna de los votos, astillándose en el aire, es lo que mejor recuerdo: un machetazo, me pareció. Viva el doctor, gritaban, y yo estaba sin respiración caído de rodillas entre un revuelo de papeletas y la espantada de los caballos. Me acuerdo también que nunca había matado a un hombre. Ese milico que atropellaba a sablazos desde la puerta fue el primero. Dicen que lo maté yo. Yo no sé. Lo que sé es que desde un coche me gritaron vení correligionario y que mucho más tarde, en el Comité, el doctor en persona decía:
—Me ha salvado la vida, che —y me miraba a mí, y me había puesto la mano en el hombro—. Cómo es su gracia.
—Me dicen Carancho. Soy Aran, el del turco.
—Conozco a su padre.
Me miró con desconfianza; había retirado la mano. Dijo:
—Pero él no es de los nuestros, si no ando errado.
Supe entonces lo que había que decir, nicoleño. Y lo dije. Muchas veces, después, me oí pronunciando palabras en ese tono. Dije lentamente:
—El no.
Por eso, nicoleño, por cosas como ésa, hasta hace un rato; estuve en ese palco hablándoles a esos infelices y mirándote a vos que ahí venís medio escondiéndote entre los últimos que gritan por la Calle Ancha. Y porque hasta de oírse nombrar se cansa un hombre, ahora he dicho estoy cansado y agregué que me vuelvo a pie, que quiero caminar solo. Mi hombre de confianza y tu mujer me esperan en mi casa. A tu mujer no te la quité: se vino. Llegó a reclamar no sé qué, diciendo que habías quedado medio idiota, casi inútil después de la paliza y que yo no tenía alma si me negaba a ayudarla. Me gustó y le dije quédate, ni me sacó la mano que le había puesto en la cadera cuando se lo dije. Nunca creí que iba a durarme tanto. Ni el doctor le cambió el rumbo. Me di cuenta de quién era yo cuando el doctor, por ella, por ganármela, empezó a querer sacarme del medio a mí. Y lo medité. Un año antes se la daba, ahora me pareció que no era justo. Yo lo quería a ese viejo; daba vergüenza verlo pavear por una mujer. El hombre que lo mató se llamaba Soria.
Desde aquel día, o ya de antes pero sin saberlo, no hice más que acatar mi destino, ciegamente, como hasta entonces había acatado la voluntad del doctor. Porque ahora sé que la vez de Arrecifes, cuando te patié la cara y te marqué desobedeciendo sus órdenes, premeditaba como un recuerdo esta calle, estos árboles, el socavón de esta noche donde me estás buscando: «Hay un negro, el nicoleño, ladrón de urnas y matón: usted se me va de comisario interventor a los Arrecifes, m'hijo, y lo hace meter preso; se lo mandan pedir de Ramallo y lo entrega, allá se encargan», y el doctor, con las manos a la espalda, caminaba, medio inclinado hacia adelante. Me gustaba esa manera de hablar mirando el suelo. Le copié el gesto y aprendí a pensar. Como en su biblioteca, frunciendo la frente, había aprendido a entender lo que hace falta entender de los libros. «¿Comisario yo?», debo de haber preguntado haciéndome el chiquito, y él, que a veces alzaba la vista y me miraba como si quisiera saber qué estaba pensando yo realmente, me contestó: «Natural. Y a tu vuelta de Arrecifes vamos a conversar largo: me has salido por demás bueno, Carancho, y habrá que ir pensando qué dos encabezamos la lista del Partido en la próxima». Y se sonrió. Me había dicho «carancho» pero me autorizaba a figurarme su igual, y se reía. «Hay un título de Bachiller a nombre de Anselmo Arana, que es apellido más nacional. Con lo que sabes, sobra. Y no te hago Procurador porque ahí llegas solo». Después me dijo que los sentimientos son un defecto, y me miraba. Y agregó que por eso yo iba a llegar lejos. «La gente», habló como si no me hablara, de tan bajo que habló, «la gente sigue a los hombres como vos. Explícamelo si podes». Y se reía. Cuando regresé de Arrecifes con tu mujer, volvió a tratarme de usted y estaba serio. Le conté que vos te me habías retobado y que juzgué necesaria, «aleccionadora» le dije, la paliza; que en el trayecto a Ramallo, sabe Dios cómo, te me escapaste. Habló del Partido y preguntó que quién carajo era yo para juzgar nada y encima dejar suelto a un hombre al que se le quitó la mujer, si yo era idiota o andaba queriendo que vos, nicoleño, me buscaras toda la vida. No le dije que sí.
Le dije en cambio que yo, siendo comisario, juzgaba como comisario mientras no hubiera más comisario que yo; que la mujer me la traje porque me gustaba y que, cuando la viera, lo iba a entender del todo. Lo hice sonreír. Me preguntó: «Pero, y qué va a hacer, dígame, con su mujer legítima». Como me acuerdo ahora, me acordé esa vez de que yo tenía mujer. Dije:
—Echarla.
Antes y después hay muchas cosas. No sé cómo se llega, nicoleño, por qué fatalidad, con cuanto esfuerzo se llega a don Anselmo, a este cansancio. De las mujeres, creo, aprendí a tratar con los hombres: metérselos debajo, usarlos y vejarlos; es la ley. De los libros, aprendí a que me lo agradecieran. Dicen que mi padre, agonizando, me llamaba por el diminutivo de mi nombre. Cuando me lo contaron, le perdí el respeto. A vos, ahora que lo pienso, yo te respeté; eso fue lo que pasó. Nomás de verte te temí, te respeté los ojos, y por eso me estás siguiendo ahora. Me aguantaste de pie y con la mirada fija, turbia desde el entrevero bestial de las cejas, mordiéndote. No me ensañé, nicoleño. Probé a darte con toda mi alma por ver hasta dónde aguantabas. Pegarte, esa noche, fue lindo por vos; por cómo se te agrandaba el animal adentro. Cuando el cabo me anunció ya está bueno mi comisario Aran, y volví en mí y me aparté, recién entonces te derrumbaste. Quise verte los ojos y te di vuelta la cara con la bota: abiertos los tenías. Mirada de acordarte. Te marqué por lujo, ritualmente, como quien hace un nudo en el pañuelo de otro. Abandonarte en una cuneta del camino a San Nicolás, esa misma noche, fue como apostar contra tu muerte, a que te despabilaban y te restañaban el rocío y el barro; como querer, hace diez años, que ahora dobles la esquina del Centro de Comercio y que, cuando yo me interne por la Calle de los Paraísos, vos apresures resueltamente el tranco. Revólver no llevas, de lo contrario ya me habrías muerto bajo ese foco. Con arma blanca ha de ser, y eso me va a exigir presencia de ánimo: cuando lo cortan, uno ha de tender a abrazarse, a enredarse. Es más puerco. De ser vos, yo te seguiría por una calle paralela a ésta, midiéndote el paso para verte cruzar en las esquinas. Cuando se está en el lugar que hace falta, uno camina rápido, dobla en la primera transversal y espera tranquilo en la ochava. Vos no. Vos seguís de atrás, a lo perro. No llega a la luz, Anselmo Arana: eso venís pensando. Es raro estar a unas cuadras de la casa de uno, Carancho, donde hay mujer y festejo celebrando por adelantado lo que ni el propio doctor llegó a celebrar nunca, y que lo hallen después boca abajo en esa zanja. Porque seguramente ha de ser allí, en el sombrajo de esos dos árboles, junto a la zanja. Y pensar, nicoleño, que de tener voluntad me ganaba bajo esa luz de una corrida y, de un grito, te hacía mear en los pantalones. Sería diversión. Pero no corresponde.