—No me gusta que me sigan, nicoleño. —Me he parado, esperándote. La voz me ha salido autoritaria por costumbre, estabas medio lejos. —Qué andas buscando.
Qué se siente, nicoleño, qué sentiste, qué siente un hombre cuando le dicen eso. Escuché: «Don Anselmo», y fue como si la noche se desbaratara. «No, don Anselmo», escuché, «si ando queriendo hablarlo, nomás». Y antes de entender las palabras que siguieron adiviné, adentro, que esta noche nuestra, esta caridad para dos hombres o este sueño que yo había empezado a construir casi como un acto de amor una madrugada de hace diez años, ya no sucedería sobre la tierra, y entreví con miedo lo que ahora sé con indiferencia, que yo estaba solo en el mundo, que siempre había estado solo.
Después, caminando juntos, habíamos dejado atrás el sombrajo y la luz. Y entré solo en mi casa, y alguien brindó por el Partido, por mañana. Tu mujer, ahora, ha venido hasta el sillón y me ha puesto una mano sobre la frente. Un hombre salió a buscarte. Esta vez te matan, nicoleño.
Ya no sé qué me dijiste, ni con qué cara. Mejor me acuerdo de mí, caminando con las manos en la espalda, como el doctor antes, oyendo a mi lado un ruido gangoso, un balbuceo de idiota, pensando que eso también me lo debes, nicoleño: esa voz con la que has dicho «don Anselmo» y que habías cambiado mucho en estos años, diciendo, con esa voz, cambié mucho en estos años mi doctor Arana. La vida nos cambia y si usted quisiera o me necesitara yo podría ayudarle en algo, sin pretensiones, claro, pero supe tener la mano firme y eso queda, y si usted quisiera olvidar. Sí yo quisiera olvidar, nicoleño: eso, cosas como ésa dijiste.
—No quiero matones entre mi gente —dije yo—. Ya sabes cómo trato a los matones.
Aparte que a tu mujer no le iba a gustar mucho verte con esa cara, agregué, y agregué: disculpa.
No, si no pretendías, y ya ni sé qué era lo que no pretendías porque dejé de escucharte y después llegamos y dije espérame, ya vuelvo. Espérame donde los árboles.
Te miré pasar bajo la luz. Ibas cabeceando, como contento.
Estaba ahí sobre el banquito, en mitad de la cocina.
—Mejor la prendo de nuevo —dijo Matías. Cautelosamente, miró a su mujer. Ella dijo:
—¿Cuántas veces la vas a prender? El miró hacia otra parte.
—Y si después se le atraviesa una basurita —murmuró.
—Siempre pensás lo peor —la voz de ella fue lapidaria—. Así vas a llegar lejos, sí.
Y dale con eso, quién les habrá dicho que uno quiere llegar lejos, y además son ellas las que lo desaniman a uno. Basta que un hombre se decida a algo, arreglar estufas por ejemplo, para que ¡zas! la mujer le caiga encima: Arreglando estufas. Ja. ¿Pero me querés decir a dónde vas a llegar arreglando estufas? Sin embargo, por algo se empieza; ahora en los ratos libres, después quién sabe. Por lo pronto ahí estaba, sobre el banquito, una especie de diploma o algo así. Y ciento treinta y cinco pesos son ciento treinta y cinco pesos. No era una cuestión de plata, o también lo era, sí (cómo explicar bien esto, cómo explicárselo a una mujer), y al mismo tiempo era otra cosa: era que ahí estaba su primera estufa, que él la había arreglado y que le iban a pagar por eso, por haberla arreglado.
—Yo la prendo.
—Dale, préndela, así cuando viene el dueño la ve prendida o la nota caliente, y se cree que la estuvimos usando. Si es que viene.
Ahí está, tenía que agregar: si es que viene. Y por qué no iba a venir, vamos a ver. Era necesario que viniera; si el hombre no venía, Matías Goldoni difícilmente iba a poder dormir esa noche. Miró la estufa. De pronto sintió que le tenía cariño.
Lejano, se oyó el timbre de la puerta de calle. Ellos se miraron un instante.
—Debe ser el novio de la Elvia —dijo al fin la mujer.
—Sí, debe ser —dijo Matías.
Elvia era la hija de los dos del primer patio, y Matías pensó que, en efecto, nada impedía que en ese momento llegara el novio. Y se sobresaltó.
—¡Capaz que se viene con uno de los chicos!
—Quién —dijo la mujer—. Qué chicos.
—El hombre. El dueño de la estufa.
—¿Y?
—¡Y! ¿No entendés? Que si Elvia y el novio están en la puerta como saben estar, anda a saber lo que piensa de la casa. Y después nadie nos trae más trabajo.
La mujer hizo un gesto. Matías entendió que ese gesto significaba: Vos te vas a enloquecer con tus estufas. Y sin embargo es cuestión de empezar bien, eso influye mucho. Después uno pone el tallercito, compra herramientas, eh, si no, cómo empezaron Volcán y todos ésos.
Se oyó la voz de un chico.
—En la puerta hay uno que pregunta por el Matías. Su mujer lo miró y él comprendió que también ella estaba asustada ahora. Pero, asustada y todo, tuvo aliento para decir:
—Y, ¿qué esperas?
Menos mal, el hombre gordo había venido solo. Cuando estaban llegando a la cocina, Matías señaló vagamente el lavadero y dijo:
—Todavía no instalé el taller. Por ahora me arreglo más o menos. Provisorio, claro. Pase, pase a la cocina.
Aquello era poco serio. Recibir a un cliente en la cocina: lo iban a confundir con un vulgar tachero. El hombre gordo, sin embargo, no pareció molesto. Cortés, saludó a la mujer y se quitó el sombrero, ella mecánicamente se limpió las manos en el delantal. Matías comprendió que era necesario decir algo.
—Me dio trabajo, sabe. Hubo que desarmarla toda. Se miraron un instante. Sonrieron.
—La taza de calentar estaba picada; no valía la pena soldarla. La cambié por otra más chica, pero sirve lo mismo. Ya va a ver.
Nada de lo cual pareció importarle gran cosa al hombre gordo.
Matías supo que había llegado el momento. Se agachó. Para asegurarse, echó dos medidas de alcohol en el depósito. Quiera Dios que no se le atraviese una basurita.
—Anda perfectamente, ya va a ver.
La mano le tembló un poco; presentía la mirada de su mujer y la curiosidad del hombre clavadas en su nuca. Encendió un fósforo. Durante un segundo, la llamita, azul, luchó por extenderse sobre el alcohol. Después, como si jugara, hizo una pirueta y se apagó. Otro fósforo. Más cerca esta vez, hasta que casi se quemó los dedos. Y la mirada de su mujer y la curiosidad del hombre. Pero el alcohol no prendía. Lo único que me faltaba.
—Viene malo. Le ponen agua, sabe.
El hombre gordo asintió, sonriente. La mujer empezó a cocinar. Matías encendió un nuevo fósforo. La llamita azul, la pirueta a que sí a que no, y finalmente
pfffss
. Matías encendió tres fósforos más: lo mismo. Y justo ahora aquélla se pone a freír milanesas, habla todo el día y justo ahora se queda callada. Estaba haciendo calor en la cocina.
—Alcánzame un papel, vieja.
Ella, en silencio, obedeció. El hombre gordo también guardaba silencio. Matías Goldoni sintió que, por el momento, el universo giraba silenciosamente en torno de un hombre que trataba de prender una estufa. Sí, la verdad que hacía calor. Y para colmo el papel resultó tan inútil como los fósforos. Si sería desgraciado el gallego de la vuelta.
—El alcohol se ríe —dijo Matías. ¿Qué estaba diciendo?
—Le echan agua —dijo—. Compran un litro y venden diez.
Se puso de pie; necesitaba una pausa.
—Vieja, anda, pedile un poco de alcohol fino a la Elvia.
Ella salió.
El hombre gordo comenzó a pasear sus ojos por la cocina. La cortina floreada de la ventanita, el calentador, la calcomanía del morrón, el almanaque con el dibujo de un perro vestido de mecánico. Cuando se le terminó la cocina, la mirada del hombre gordo quedó fija en los ojos de Matías. Matías sonrió. El hombre gordo también sonrió.
—Hace un poco de calor, ¿no? —dijo Matías. Había estado a punto de proponerle que se sacara el sobretodo, pero se arrepintió a tiempo: era un cliente. Agregó:
—Me costó un trabajo bárbaro; tuve que desarmarla. Estaba muy sucia.
No debió haber dicho eso, a ver si el hombre lo tomaba a mal. Trató de explicar:
—Sucia del querosén. El gas. Y los grafitos de las junturas se estropean, claro. Después, pierde.
Y ésta que no viene; a ver si se le queman las milanesas, encima.
Entonces entró la mujer y dijo:
—Dice que no tiene.
Matías y el hombre gordo se miraron. Por distintos motivos, transpiraban.
Matías pidió otro pedazo de papel.
Y el hombre gordo habló por primera vez. Su voz fue tan sorpresiva que ellos se sobresaltaron.
—Mire, la llevo así nomás. Si usted dice que anda…
—¡No! —la voz de Matías era casi dramática—. No. Se la prendo. Usted va a ver. Vieja, ¡el papel! Ella se lo alcanzó. Dijo:
—Ya perdiste demasiado tiempo con esa estufa. No te conviene trabajar así. Al final, perdés plata. El tiempo que te llevó ésa…
—Cosas del oficio —Matías sonrió nerviosamente; cada vez sentía más calor, y ese alcohol de miércoles.— A veces sale aliviada y otras no. Pero, ni bien la prenda, va a ver. Va a ver cómo anda.
Y tal vez fue por la desesperación que puso en el gesto de acercar el papel, o porque estaba de Dios, pero el alcohol se encendió. Primero lentamente, después decidido; por fin, triunfante.
Entonces Matías se dio cuenta de que el alcohol se había derramado sobre el banquito, porque el banquito empezó a arder.
—Pero, eso pierde —dijo el hombre gordo.
—Ponela en el suelo, querés —dijo la mujer.
—Dame un trapo —dijo Matías.
Se atropellaba. Al bajar la estufa se quemó los dedos y estuvo a punto de soltarla. La mujer, con un trapo, apagó el fuego del banquito y echó una mirada de hielo a Matías. El hombre gordo volvió a decir:
—Pero pierde.
Matías, desordenadamente, trató de explicarle que no, que no perdía, sólo le había echado alcohol de más y eso era todo, ahora la taza era un poco más chica pero no tenía importancia, no había que ponerle alcohol una sola vez, sino dos.
—Sí, pero pierde.
Matías comenzó a dar bomba y repitió que no tenía importancia. Dijo que él la había prendido antes y funcionaba perfectamente, ya va a ver. Y la mujer dijo:
—Por qué no esperas que se caliente.
Me va a enseñar a mí cómo se prende una estufa.
—Seguí con tus milanesas —dijo Matías.
Ella se dio vuelta, herida. El hombre trató de sonreír:
—Mire, me parece conveniente cambiarle nomás el cosito del alcohol, mejor la dejo —y se puso el sombrero.
—¡No! Si anda lo más bien. —Matías daba bomba como si se jugara la vida. —Va a ver, va a ver —porque era imprescindible que el hombre viese, porque para eso Matías Próspero Severino Goldoni había arreglado esta estufa y porque él le iba a demostrar, tenía que demostrarle, que la estufa andaba perfectamente—. Va a ver —y daba bomba como si se jugara la vida.
Pero el hombre gordo dijo:
—Yo se la dejo. Le creo que anda.
Matías negaba con la cabeza y seguía dando bomba. La mujer, como con lástima (o tal vez imperceptiblemente de otro modo ahora) lo miraba hacer. Cuando Matías abrió la roseta y pidió un papel, ella dijo en voz baja:
—Esa estufa está fría, viejo.
Y era cierto.
Llamas amarillas subían por los quemadores. Un desagradable olor a querosén crudo se confundía agriamente con el de las milanesas. Matías sintió un nudo en la garganta. Entonces perdió toda compostura:
—Le juro que andaba, yo la probé y andaba. ¡Vos, María Elisa, vos no me dejas mentir!
—Yo le creo —dijo el hombre—. Mire, mañana…
—Es que yo quería que usted la llevara ahora, ¿no entiende? La estufa anda bien; anda bien porque yo la arreglé. No es la primera que arreglo. ¡Usted cree que es la primera, pero no es la primera!
—Pero si yo no digo nada.
—Usted no lo dice, pero lo piensa. ¡Vieja! Decile que andaba.
El hombre gordo ahora parecía realmente molesto. Se acercó a la puerta y, mientras la abría, murmuró un apresurado buenas noches. Desde afuera agregó que mañana iba a volver. Mañana, sí, a la noche, o tal vez pasado mañana.
Matías lo siguió a todo lo largo del patio. Iba repitiendo que la estufa andaba, que tenía que creerle. Después, en la calle, y cuando el hombre ya estaba lejos, todavía lo repetía.
Amainaron guapos junto a las ochavas
cuando un elegante los calzó de cross.
CELEDONIO FLORES
Lo tumbó el asombro. Pero un viejo famoso por lo antiguo, y por sus zafadurías —y porque una noche de 1890 en la Vuelta de Obligado se entreveró a sablazos con el ánima de un inglés muerto cuando el sitio de la escuadra anglo-francesa, inglés al que juraba entre risitas haberlo sableado «como Moisés al ángel», hasta que clareó—, el viejo Chaico, viendo esta noche a Marcial venirse al suelo entre las mesas, tan hombre y sopapeado por ese cajetilla, dicen que dijo no, a Marcial no lo tumbó el asombro. Lo tumbó la historia. O a lo mejor dijo la vida o cualquier otra cosa. Lejos, música y fogatas. Porque ese año las romerías se arrimaron por primera vez al bajo de San Pedro, cuando las fiestas de San Pedro y San Pablo. Unos acordeones borrosos italianizaban la melodía igual de cualquier ranchera. Y el viejo, si es que había dicho algo, lo dijo con seriedad. Fue en La Rinconada. Aquel almacén junto a la laguna que hoy es la estrafalaria cantina del Balneario Municipal, pero que aún conserva, donde debió ser el patio, un anacrónico palo de quebracho con su correspondiente argolla de fierro. Sabrá Dios para sujetar qué, a no ser fantasmas de caballos. Fue ahí, ha de hacer medio siglo. Y, salvo el viejo, nadie quiso entender esa noche de antiguas estrellas y música y un hombre por el suelo gateando en cuatro patas (pero los ojos amarillos y levantándose despacio ahora, con maneras de puma), nadie quiso o supo entender qué significaba ese intruso arribeño, ahí en Las Canaletas. Si hasta era cómico al principio, como un sueño verlo al tilingo animársele a la mujer de un hombre del bajo. Cómico con su chaleco color patito en La Rinconada, hediendo a agua florida, entrando y mirándola fijo a la Valeria, que se dejó mirar y no bajó los ojos. Marcial llegó al rato, se paró ahí, en la noche del hueco de la puerta, y era el único en La Rinconada que no sonreía. Después cruzó entre los hombres, después habló. Pero yo sé que antes, mirando al tilingo desde la puerta, hizo el gesto de espantar una sombra que le atormentó la frente, borrascosa por costumbre; algo como un agüero o un ala. Sin sonreír se paró a espaldas del arribeño y habló. Dijo que en la noche del Santo Patrono, él, no mataba a un hombre. Debió ser lindo oírlo. Pero fue lo único lindo porque después se escucharon otras palabras, humillantes, y Marcial estaba rodando despatarrado entre las mesas. Me han dicho que hubo quien no se atrevió a mirarlo caído, por miedo a que Palma alguna noche le recordara los ojos. De cualquier modo, Marcial no miró a la gente ni la consideró. Miró al cajetilla, y si pensó algo pensó en el cuchillo. Lo sintió, quizá, en los dedos. Y ahora ya estaba de pie, más alto que el otro, recobrando de a poco su vieja índole de mirar a los hombres a desnivel y acordándose de que esta vez no había cuchillo. El otro estaba parado ahí, sin saco, con los puños cerrados y los brazos extendidos hacia adelante, muy tiesos. Una caricatura en daguerrotipo. Porque esta vez era así, sólo con las manos. A lo hombre, había dicho sonriendo el tilingo. Marcial dio un paso, y Valeria (que a lo mejor sí lo miró los ojos) volvió a ser mujer de Palma. Un segundo antes, si alguien se hubiera fijado en ella, habría notado cómo se le arrimó a lo gata al cajetilla de la pose cómica. Lindo hombre, además, dicen que era. Marcial caminó lentamente, apartando con el pie una silla caída, y el viejo de los ojitos, el viejo Chaico, sentado como siempre junto a la ventana que da al río, entrecerró los párpados. Y antes de que a Marcial lo doblara en dos un puñetazo que nadie vio, antes de que su cabeza saltara hacia atrás golpeada por un puño que describió una parábola como de guadaña, el viejo, mirando por entre las pestañas caminar a Marcial, acaso recordó durante un segundo esa apostura, pero en otro cuerpo y muchos años antes.