—Cuánto voy —había preguntado Ortega.
Morescu metió la mano en el bolsillo y sacó un rollo de billetes. El bodegón iba quedando vacío. Ruiz, en el mostrador, cantaba.
—El veinticinco por ciento, más diez mil. —El rumano apartó cuatro billetes y los puso bajo el vaso de Jacinto. —El resto, después de la pelea.
Ortega preguntó en qué round tenía que tirarse. Sentía un gusto amargo en la boca; se acordó, sin saber por qué, de la mixtura aquella de la abuela.
—En el quinto —dijo el otro—. O en el sexto. Volvió a guardar los billetes; dejó cien pesos, y llamando al mozo, hizo un ademán circular que abarcaba la mesa.
—Cóbrese de ahí —dijo. Y salió.
¡Dos!, gritó la voz junto a su oído, y Jacinto pensó que ya no iba a poder levantarse; que todo había sido una larga carnicería inútil. Diez rounds, media hora pegando y aguantando. Hasta olvidar, incluso, a quién y por qué pegaba. Ahora estaba allí, caído: pensando perdóname, pibe. Alcanzaba a ver de pie en un rincón neutral al chico Peralta, borrosamente lo veía y, acaso, más que verlo lo adivinaba. Adivinaba su cara tumefacta, su ojo izquierdo semicerrado, la respiración violenta distendiéndole los músculos del estómago, el temblor incontrolable de las rodillas (como si la sangre, viste, se te volviera azúcar), todo, hasta el miedo secreto que siempre se siente en estos casos, el miedo de que otro, el que está caído y piensa en Dios (ayúdame, no ves que si me abandonas todo fue inútil; por qué me has abandonado, carajo), se levante de pronto, por milagro, como en el quinto round cuando una derecha en contragolpe, amigos, pareció que lo fulminaba y el rumano, Morescu, que todavía no había llegado al estadio ni había metido la mano a la altura del sobaco ni sospechaba que el juego podía desordenarse, sonrió y desvió los ojos del televisor. Porque antes, en el quinto round, Jacinto se dio cuenta de que empezaba a faltarle aire; Peralta, en cambio, daba la impresión de no haber comenzado aún la pelea. Jacinto no atinaba a sacarse de encima esa izquierda, como de púnchimbal, que venía martilleándole la cara desde el primer round; de cerca, sin embargo, a causa de sus brazos largos, el chico se enredaba un poco. Instintivamente, Ortega comprendió que el único modo de cumplir su pacto tácito con el viejo Ruiz era acortar distancias. Todavía ignoraba qué clase de pacto, pero Peralta punteó y Jacinto, sin vacilar, entendió que ése era el momento: la izquierda del muchacho se perdió en el aire, rozando casi la frente del negro. Como un rebencazo, la mano de Jacinto cayó de lleno sobre el flanco de Peralta; el chico se había encogido entonces, y, a muchas cuadras del estadio, el rumano Morescu, sonriendo, desvió los ojos del televisor y pensaba quizá que el realismo de la caída era convincente; porque fue Ortega quien, al avanzar, recibió una derecha en contragolpe sobre el ojo y, como una marioneta a la que súbitamente se le cortan todos los hilos, cayó de rodillas. Veinte mil personas se habían puesto de pie, al mismo tiempo. A partir de aquel instante, nadie creyó lo que veía. Ortega, como si rebotara en la lona, se había vuelto a levantar. Durante un segundo permaneció de rodillas, con el iluminado rostro vuelto hacia la flagelación de los reflectores, y, en ese segundo, supo definitivamente que aquélla era su noche, la noche irrepetible y única noche donde se amontonan todos los días y todas las noches de la vida, cada hora de vigilia y cada sueño, todo, las palabras olvidadas y las que no se atrevió a pronunciar, las siestas de gomera al cuello corriendo descalzo por la orilla del río, el primer cajón de lustrar y su primera negrita azul, tumbada sobre el pasto. Todo. Los cinco pesos de la primera pelea y los diez mil ahora del rumano, a quien definitivamente supo que iba a traicionar porque él tenía un pacto secreto con el viejo Ruiz, y porque todas las grandezas y las canalladas de su vida se pusieron de pie, pobre cristo, buscando justificación. Porque él había sido enviado al mundo para esto. Y tres veces cayó. Y ahora, en el último asalto de esta pelea programada a diez vueltas, negro Ortega piensa en Dios, y Morescu, junto al ring, ya no sonríe. Dejó de sonreír hace mucho, cuando volvió a mirar fascinado el televisor porque Jacinto, como si hubiera rebotado en la lona, apareció de pie bajo las luces y recibió al chico de frente, aguantando por lo menos media docena de golpes brutales en la cabeza. Había que resistir. Y golpear. Sobre todo, golpear; acobardar, a golpes, al pendejo. Está loco, pensó Morescu. Pelea de titanes, dijo el comentarista. Mátalo pibe, gritaron unos hombres. El rumano se había puesto de pie; pidió un taxi: al Luna Park, dijo. «Tres», escucha ahora Ortega, rueda de costado, ve la cara del rumano cubierta de sangre y de saliva y piensa que si no se levanta todo está perdido. Porque Peralta, amigos, se consagra definitivamente en esta noche inolvidable. Mientras el brazo del hombre de blanco baja por cuarta vez, por quinta vez, y la gritería crece de golpe hasta convertirse en una especie de timbal unánime. Jacinto creyó entender que acababa de ocurrir algo extraño e inesperado; al principio no comprendió. Después, las manos del árbitro, sus golpecitos secos limpiándole la resina de los guantes y el sonido de la voz del comentarista le explicaron que sí, que el veterano Jacinto Ortega ha vuelto a incorporarse y él mismo sale ahora a buscar al chico de Parque Patricios porque recuerda confusamente que aquél es el último round de la pelea, de su pelea. Y también recordó que Peralta, al adelantar la izquierda, levantaba el codo derecho sobre la región del hígado. Golpear ahí. Y esto es increíble, amigos. Una impresionante izquierda en swing y Peralta acusa el impacto, otra izquierda a la cara una derecha amargo gusto de mixtura para que aprendas Ortega ha salido a jugarse cuando la pelea parece prácticamente definida cuando el estadio las voces las luces se han puesto a girar un varillazo ardiente en el sitio del dolor una espectacular reacción una gran paliza, Jacinto, cuando aún se tienen veinte años en el último medio minuto de pelea mientras los gritos no me dejan escuchar las palabras del rumano, tirare hijo de puta, ni mis propias palabras, tírate, pibe, no ves que ya no puedo seguir pegando. Y se afirmó, echando todo el cuerpo detrás de su última izquierda. Pensó en Ruiz; recordó sus palabras y su libro; supo que su noche sagrada se le escapaba de las manos. El brazo de Jacinto, tremendo como una oración, pasó de largo, lejos, inútil. Y todos los sonidos cesaron de golpe.
Dio un giro lento, en el vacío; le pareció que se había quedado solo en mitad del universo. Cayó de espaldas, con los brazos abiertos.
… irrumpen en el templo y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.
FRANZ KAFKA
Lo que abyectamente me hacía falta era sol, mosquitos, remar hasta quedar echado, olvidarme, por medio del embrutecimiento físico, de dos o tres ideas grandiosas que en los últimos tiempos venían acosándome: el suicidio, entre ellas. Empeñé, por lo tanto, la máquina de escribir, le dije a la señora Magdalena que necesitaba unos pesos, miré tu retrato, Virginia —tu retrato a lápiz hecho por mí una tarde de canteros andaluces y otoño, en el Rosedal—, murmuré entre dientes y no sin ternura que todas las mujeres son una manga de hijas de puta, y, considerando mejor el empeño de la máquina, vendí por lo que me dieron las figulinas japonesas y las terracotas, tus tortugas de caparazón de nuez y hasta el abominable bonzo de arcilla que me obligaste a comprarte en Montevideo, tiré a la basura lo invendible, desempeñé la Remington, tapié de libros como lápidas la repisa y me tomé un tren para San Pedro.
Tres horas más tarde, los naranjales dorados y el peculiar olor a podrido de la refinería que han hecho a la entrada del pueblo me hicieron olvidar los muñequitos. Venía pensando en ellos, en tu costumbre de ordenarlos a tu modo: un caballo de mar junto a la geisha; la tortuga de caparazón de nuez fingiéndole —jurándole, decías vos— amor eterno al samurái de la enorme maza; una miniatura de Balí, tallada a mano, dejándose cortejar por cualquier
kokeshi
de cincuenta pesos, todos en el más heterodoxo desorden, sin el menor respeto por las leyes de la perspectiva, las jerarquías, la unidad de estilo o la Lógica, pero amándose. Me acuerdo de la primera noche en que, al darme vuelta en la cama, no te encontré a mi lado. Estabas ahí, de pie junto a la biblioteca, cubierta a medias con una camisa mía y con un gesto de preocupación tan grande que solté la risa. Me miraste con seriedad y dijiste:
—Vos no sabes querer. ¿Nunca te lo dijeron?
—Mira, no. Y menos a esta hora, y menos una mocosa después de una primera noche de alto vuelo como ésta —respuesta que, en vez de cínica o inteligente, me salió más bien tirando a puerca. Pensé, con estupidez, que ibas a llorar.
Entonces te reíste.
—Yo te los arreglo —dijiste.
Y ésa fue la primera vez que ordenaste, a tu modo cachivachero, los muñequitos de la repisa. Después, durante tres años, cada vez que venías a mi departamento te ocupabas, a tu manera, de reordenarme el mundo.
Y esto lo recordaba no ya en el tren, sino, unos días más tarde, en la vieja casa de San Pedro, de espaldas en la cama y mirando el techo mientras trataba de averiguar, Virginia, por qué una muchacha como vos, es decir con tus ojos, con tus maneras de bachillerato nocturno, se tiene que meter en la vida de un sujeto como yo, en vez de casarse, como corresponde, con un buen empleado de Correos o un cuentacorrentista y parir unos cuantos hijos, y criarlos. Porque, a decir verdad, los sentimientos son una cuestión de perspectiva. Tumbado al sol en el Club Náutico de San Pedro, o mirando un techo que aún repite antiguas rajaduras de infancia, la única mujer que tiene sentido es la que se tuesta al sol con uno o nos enciende el cigarrillo, en la cama.
—En qué pensás —oí, al sol.
—En vos —dije.
—Originalísimo —oí.
Adela era inteligente. Y las mujeres inteligentes que se tuestan al sol con uno son la sal de la tierra. Nos conocíamos desde la adolescencia; leales amigos que cada dos o tres años no desdeñan dormir juntos, en vacaciones, y pueden jurar durante ese mes que, en realidad, el otro siempre ha sido el gran, el único amor de su vida.
—Cierto —dije—. No pensaba en vos, sino en María Fernanda, la mujer del bioquímico —y pensaba, Virginia, que lo peor de todo era haberse acostumbrado finalmente a verte llegar a mi departamento con un caracol recogido en cualquier plaza o una figulina de teja envuelta en un papel de seda, o a encontrarte sentada tranquilamente en el umbral de la puerta de calle y hasta en el cordón de la vereda, sin preocuparme a mí de dónde venías o adonde ibas cuando no estabas, porque lo fundamental era que no metieras ruido ni molestaras mucho; verte aparecer, simplemente, al rato de habernos separado o un mes después, trayendo una hoja de árbol que a vos te parecía la cúspide de lo bello, y que era una hoja de amaranto seco o de paraíso—. No hago más que pensar en eso desde que vine —le dije a Adela—, en que me gustaría saber cómo hizo el bioquímico, con esa cara, para casarse con una mujer como María Fernanda.
María Fernanda era la mujer de un bioquímico, el que, en efecto, tenía una más que regular cara de idiota. Ella era altísima, de manos góticas, le encantaban (supe esa noche) los intelectuales rebeldes, de izquierda, tenía un vago aspecto de orquídea o de planta carnívora, pero había en ella cierta claridad que me daba ánimos; y ahora estaba tomando sol justamente detrás de nosotros.
—Callate que te va a oír —dijo Adela—. Está tirada justamente detrás de nosotros.
—Ya lo sé —dije yo—. Si lo que quiero, justamente, es que me oiga.
Motivo por el cual esa misma noche, en el baile del Club Náutico, Adela bailaba con el marido bioquímico, y yo, en una mesa junto a los ventanales que dan al Paraná, me encontré contándole a María Fernanda, sin razón alguna y como en un arrebato de delirio, la historia de las figulinas de mi repisa. Antes, naturalmente, hablamos de la condición humana en general, de astrología, de música concreta y de una teoría que inventé allí mismo acerca de mi concepción de Lo Poético. Yo quería escribir libros asquerosos. Ya que el martillero público y la señora del escribano y el bioquímico, es decir el Burgués, son mi desocupado lector, había que enchastrarlos todos. Que al abrir la caja de Pandora, en vez de la Esperanza, les quede para lo último una cagada de vaca. Y María Fernanda me observaba con divertida curiosidad y, al ritmo de la música, yo me volvía más pantanesco y cloacal. Ella se reía y adoraba, en mí, a los intelectuales de izquierda. «Sobre todo», dijo, «si somáticamente parecen de derecha».
—Linda frase —dije yo—. El día menos pensado la perpetúo —me reí, con disgusto; ella había agregado:
—Y sobre todo si, como vos, no se diferencian en nada de nosotros. Dame whisky.
—¿Nosotros? ¿Qué ustedes?
—Los malos. —Me miraba, alegremente. Tenía ojos estriados, como ranuras, y un gesto que la hacía parecer diez años más joven. —Mira que sos farsante. Y petiso. ¿Sos comunista?
—Soy loco. Una especie de terrorista cristiano, de masón de izquierda. En realidad, soy un suicida revolucionario. Mi madre me abandonó a los ocho años y eso, ideológicamente, me quebró. A los diez, leí a Lenin, a Salgari,
Gargantúa y Pantagruel
y al conde Kropotkin. Tomé la Comunión. Pasaron los años y escuché la
Sinfonía de los Juguetes
: esa noche pensé matarme. A la mañana siguiente conocí a una muchacha; la única mujer que amé, antes de conocerte. Ella dejó de venir a mi departamento hace seis meses.
Jamás le pregunté dónde vivía, y ahora ya no voy a volver a encontrarla nunca. Seguramente se casó, e hizo bien; tenía el tipo físico justo para engordar con el tiempo y colgar pañales en la cocina: siempre me la imaginé con olor a caca de nene y a leche cuajada. Era, propiamente, la que describió Baudelaire cuando dijo aquello de que, para nosotros, sólo dos tipos de mujeres. O las adolescentes o las cocineras. Mi verdulerita unía, diabólicamente, ambos estilos. En mi vida le pude hacer pronunciar la palabra
Weltamchauung
, ni creo que la tuviera. Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. Suicida, eso es lo que soy; pero con conciencia histórica. Y no tan petiso. En cuanto a. ser o no un farsante, tate tate fólloncicos, dijo Quijano. Nunca te arriesgues a juzgar los procesos históricos a la luz de mi tristeza infinita, porque fuera de que estoy desesperado, y eso, en un poeta, justifica cualquier tipo de desviaciones, puede ocurrirte que el día de la revolución niegue haberme acostado nunca con vos, y farewell. Que te maten sin asco.