—No seas ególatra —le dije—. Me haces acordar a esas chicas que te preguntan si no has visto tal película porque ellas se parecen a la actriz.
—Cállese, adulador —dijo ella—. Se lo habrá dicho a tantas.
Y así hablamos y jugamos y reímos y mordimos y cucaracheamos, hasta que yo sentí una especie de hachazo en el medio del pecho, o del alma, y me tapé la cara con las manos en la oscuridad y me encontré diciéndole que la quería.
Ella encendió la luz. Yo abrí los ojos.
—Lo que me emocionaría mucho —dijo ella, rígida—. Si no fuera que acabas de llamarme Virginia. Por segunda vez. Busqué un cigarrillo. Lo encendí.
—Bueno, no es la única mujer con la que me pasa. —No era el mejor camino; pero, de cualquier manera, ya no tenía arreglo. —Perdona, no fue eso lo que pensé decir.
El resto es previsible. Con idiotez, traté de abrazarla; ella se apartó. Yo me enfurecí, con ella y sobre todo conmigo, y me puse a fumar y a mirar el techo. De modo que por segunda vez; la primera, entonces, María Fernanda había estado bastante generosa. La miré de reojo. Ella, a mi lado, fumaba en silencio y miraba el techo. Lástima, claro, que siempre se las ingenian para que uno lo note. Y a los veinte minutos, aquel fumar y aquel callar y aquel rozarnos era tal porquería, y tan monótono, que lo mejor fue abrir las alcantarillas y tirarse de cabeza.
Incoherente, comencé:
—Por lo demás, si supieras —y María Fernanda, su voz apagada, me interrumpió:
—Ya lo sé —dijo.
Me senté violentamente en la cama.
—Si supieras lo que significó para mí, carajo, no adoptarías ese aire de Blanca Nieves ofendida.
Ella no levantó la voz, ni me miró.
—Ya lo sé. Uy, si lo sé. Ella era silvestre y acomodaba ritualmente tus figulinas, con gran sentido erótico. Caballito con geisha;
kokeshi
con Santa Bibiana de Bernini. Y ahora pregúntame si estoy celosa, así yo puedo contestarte que no seas idiota. Y tortuga macho con máscara javanesa. Me lo contaste diez veces, y hace veinte días que nos conocemos. Y la pequeña Virginia llegaba a tu departamento como Alicia al País de las Maravillas, y se quedaba, en camisa, palmeteando con manos regordetas con hoyuelos ante la vitrina donde…
—La repisa —dije secamente—. Se trataba de un pedazo de biblioteca. Seguí.
Yo estaba sentado en la cama. María Fernanda hablaba con voz controlada, tenue: un arroyo impersonal y transparente, fluyendo.
—O repisa, o jaula del canario, porque para la Sirenita, puesto que eran tuyas, esas cosas se le figuraban escaparates con arabescos de André-Charles Boule, propiedad del rey sol. Y luego de palmetear, o de llegar misteriosamente de nunca supimos qué sitio, o de esperarnos en el cordón de la vereda con sus excitables hipocampos y sus marfilinas, iba y ponía geisha con pollito, bambi con la Victoria de Samotracia original, hoja de árbol del Paraíso con palacio del generalife.
—Delfín —murmuré yo, y ella se interrumpió—. Que los muebles tallados por Boule, no fueron para el padre, sino para el hijo: para el Delfín. Y ahora, María Fernanda, sería muy lindo si nos calláramos.
Yo seguía sentado en la cama; ella, sin mirarme.
—Pero, por qué —dijo María Fernanda—. Si en el fondo nos encanta; si no hay nada tan ajeno a todo lo que odiamos, a nuestro falso orgullo, a nuestra frivolidad, como la muchacha silvestre de las figulinas. Que lo dio todo… podía darlo todo, sabes. Sin pedir nada a cambio. Que era capaz de vestirse sólo con nuestra camisa, y servirte café hasta que la mates. Y comer, realmente, lo que hubiera, imbécil. Y caballito con geisha y tortuga con peluche. Y vos, y yo. Y algún día iba a abrir una gran valija llena de piedras de colores de cuando era chica, y hojas otoñales, e iba a decirte: vine, viste. Y se iba a quedar.
—Callate —murmuré.
—Y vos, por fin, ibas a ser feliz. Y puro.
Le di un bofetón real, impremeditado. Con toda mi alma.
Le dije:
—Ya no tenés edad para jugar a estas cosas. Me dijo:
—Te agradecería infinitamente que te fueras de mi casa.
Fue bastante bueno, lo confieso. Vestirme, en esas circunstancias, resultó una de las operaciones más abyectas, ridículas e intolerables que me he visto obligado a realizar en mi vida.
A la mañana siguiente me fui de San Pedro.
Corregido por última vez, y reordenado para esta edición,
Cuentos crueles
es el segundo volumen de
Los mundos reales
. Comencé a escribirlo en 1962, apenas publicado
Las otras puertas
, y a diferencia de ese libro —que admitía textos de distinta época e intención diversa— lo imaginé, desde su primer cuento, como un libro único, pensado según aquella carta donde Poe declaraba (o para sí mismo descubría) el método de composición de toda su obra: «Al escribir estos cuentos uno por uno, a largos intervalos, mantuve siempre presente la unidad de un libro, es decir que cada uno fue compuesto con referencia a su efecto como parte de un todo». De ahí, en mi caso, cierta buscada uniformidad temática; de ahí la preponderancia que en este libro tiene la violencia. O acaso hay otra explicación.
Cuentos crueles
fue escrito entre 1962 y 1966, vale decir, en la sonora década del '60, años que no fueron el tiempo dorado e irresponsable que algunos imaginan, sino el preludio de otros años atroces y violentos que siguieron y en los que aún vivimos
[2]
. Yo no sé de qué modo mis cuentos testimonian aquellos días, que también son éstos: sé que de algún modo los testimonian. Sé que corresponden no sólo en algún caso por su asunto, sino hasta por la exasperación de su tono, a ese período turbulento en que la violencia, el sexo, la política, la crueldad, el nacimiento y la casi simultánea muerte de las ilusiones fueron, para nuestra generación, no meros temas literarios, sino el ámbito donde unos hombres, que éramos nosotros, vivieron, amaron, creyeron, traicionaron, fueron traicionados y escribieron.
A. C.
Lugar siniestro este mundo, caballeros.
GÓGOL
No es bueno que el hombre esté solo;
le haré ayuda idónea para él.
GÉNESIS, II: 18
Merde a Dieu!
RIMBAUD
Ha ido hacia la ventana y la ha abierto de par en par. Antes bostezó. Después ha hecho girar entre sus dedos el sobre, un expreso escrito a máquina en uno de cuyos ángulos se lee, en grandes letras azules, la palabra
urgente
. No abrió el sobre. Con indiferencia lo ha dejado sin abrir entre las cartulinas de dibujo y bocetos publicitarios que se amontonan sobre la mesa, una vasta y severa mesa española, maciza, de apariencia monacal. Vuelve a la ventana. Ha cruzado los brazos y no mira afuera. Ahora, furtivamente, echa una mirada de reojo hacia la pared del otro cuerpo del edificio. La pared es violeta. Gira la cabeza, observa la pared. Va achicando los párpados hasta cerrarlos. Rápidamente, abre un ojo. Luego se encoge de hombros y se pone a mirar una paloma que, un poco más abajo, da vueltas alrededor de otra en el alféizar de la ventana del sexto piso. Escupe. Ha escupido con naturalidad y se ha quedado a la expectativa: unos segundos después se alcanza a oír el lejano
plic
en el patio de la planta baja. Va hacia el tablero de dibujo, no alcanza a llegar: ha hecho una especie de paso de baile, y ahora, de perfil a un espejo, está inmóvil junto a la biblioteca. Mete la mano en el hueco de uno de los ladrillones blancos que soportan los estantes, deja un momento la mano ahí, como si dudara, y saca por fin un frasquito. «Aunque lo que me vendría mejor», habla en voz alta, mientras con un dedo lucha por quitar el algodón que tapona el gollete del frasquito, «sería un buen Alka-Seltzer». Dice que, además, le vendría bien no comerse las uñas. Ha sonreído. «Ni hablar en voz alta», ha dicho y se miró en el espejo. «Ves, Van Gogh, ves alma de cántaro, en momentos como éste uno siente lo amarillo que va a ser vivir sin la dulce Úrsula Loyer, ángel de los bebés; o sin sus uñas». Se ha acercado un poco más al espejo, después, bruscamente, hasta casi tocarlo con la cara. Tiene aún el dedo dentro del frasco, pero es como si hubiera olvidado qué estaba haciendo. Ha dicho que no es el mejor modo de empezar el día darse cuenta, de golpe, que una pared es violeta y que hace una semana se han cumplido treinta y tres años.
El teléfono sonó cuando iba hacia la cocina. Ya había conseguido sacar una cápsula del Frasquito y el timbre le cortó el silbido, pero no se detuvo. Cambió de rumbo y fue hacia un bargueño, un mueble colonial, con herrajes. Ha abierto uno de los cajones y busca algo. Bajo unos papeles hay una pistola Browning.9. Junto a ella, una tira de Alka-Seltzer. El teléfono sigue llamando.
Un ser negro y pequeño grita en la nieve
, —murmura—. Corta un sobrecito de Alka-Seltzer, lo abre con los dientes y se mete en la cocina. El teléfono sigue llamando. Pone a calentar café y echa una tableta de Alka-Seltzer en un vaso con agua. Cuando la tableta se ha disuelto, el teléfono deja de llamar. Se toma, juntos, la cápsula que sacó del frasquito y el contenido del vaso. Ha vuelto a la pieza. Va hacia el teléfono. Al pasar levanta del suelo un escalímetro, y en el mismo movimiento, con la otra mano, enciende el tocadiscos. Ahora pone con mucho cuidado una grabación: después de un silencio se escucha, cóncava, la voz de Ertha Kit.
Summertime
, canta la voz viniendo como por una calle larga,
and the livin'is easy, fish are jumpin’
… Después un coro. Después vuelve a sonar el teléfono: él ya tenía la mano sobre el tubo desde hacía unos segundos.
—Sí, hola —ha dicho. Su voz es tranquila, quizá impersonal—. No, Napoleón habla: acabo de volver de Santa Elena y vengo a salvar el país… Sí, está bien. Perdón. Pero quién puede hablar si no hablo yo —ha bajado el volumen del tocadiscos—. Café. Y tomando un Dexamil para estar lúcido, porque me he decidido a trabajar. También he recitado a William Blake y le escupí el gato a mi vecina de la planta baja… No, acá no sonó… Que-acá-no-sonó… Sí, yo te escucho, siempre te escucho, podría decir que vivo escuchándote —ha estado tratando de encender un cigarrillo; ahora deja el tubo a un lado y lo enciende—. Hola. Lo que pasa es que quería acomodarme el tubo entre el hombro y el pescuezo, operación que nunca me resulta. Yo no sé cómo hacen en las películas, realmente. ¿Notaste lo bien que sale todo en las películas…? No, no estoy contento. Como podrás suponer no estoy contento, no estoy nada, digamos. Soy así y me parece que vos tendrías que dormir un poco. Son las nueve de la mañana. Ya sé, ya sé —ha dicho y ha cerrado los ojos—. Ya sé. Pero igual, trata de descansar un poco. No se puede así —repentinamente grita—. ¡Vivir! Que así no se puede vivir. Vos, quiero decir —ha vuelto a hablar con naturalidad, con el tono impersonal del principio—. Que te vas a enfermar. Sí, te escucho. Ya sé. Eso es exactamente lo mismo que dijiste anoche, y yo te contesté que el amor no tiene nada que ver. Tiene que ver, sí, pero lo importante… La convivencia, eso. Soportarse. Y lo triste de esta melancólica historia es que ya no nos soportamos. Sí, querida, vos tampoco a mí. Y hasta sospecho que
sobre todo
vos no a mí. Pero no pienso volver a hablar de esto. Por si te interesa: estoy a punto de ponerme a trabajar. He tomado un Alka-Seltzer para desembotarme y un Dexamil Spansule de 15 miligramos para estar lúcido todo el día. Ne-ce-si-to trabajar —cerró los ojos y se llevó el cigarrillo a la boca, una mezcla de suspiro y pitada—. No soy frío, ni te engañé. Y te juro que siempre fuiste una muchacha maravillosa y tampoco me estoy riendo. Pero, insisto: son cosas distintas. ¡El café! —grita—. Espera un poco.
En la cocina, al sacar la cafetera del fuego se quema los dedos. Sacude la mano y se la pasa por el pelo. Sirve una gran taza de café, va hacia la pileta y le echa un chorrito de agua. Estaba revolviendo el azúcar cuando suena el timbre de la puerta. Levemente, se sobresalta. «Macanudo», murmura, «ahora resulta que también soy nervioso». Vuelve a sonar el timbre.
—Momento —dice en voz muy baja.
Sin apuro, termina de revolver el café. Deja la taza sobre el mármol de la cocina y va a abrir la puerta. Una alta señorita mayor, vestida con un traje sastre gris, está sonriendo en el pasillo. Tiene el pelo rubio y los ojos intensamente azules. Buenos días, hermano, le dice. Y señalando un enorme portafolio agrega que viene a traerle la palabra de Dios. Tiene un leve acento extranjero. El está mirando, como fascinado, sus redondos botincitos negros. La señorita sigue hablando:
—A usted seguramente le extrañará que a esta hora, y en estos tiempos, alguien venga a su casa a traerle la palabra de Dios. El sacude la cabeza.
—
De ninguna manera
—dice.
Después le cierra la puerta en la nariz. Va hacia el teléfono.
—Hola, íbamos por la parte en que no tengo sentimientos, por mi corazón de trapo. Y yo argumentaba que sos maravillosa, irrepetible seguramente, pero que la vida y esas cosas. También decíamos que ahora estás demasiado alterada, que tenés que dormir, que no se puede vivir así. ¿Por qué no lo dejamos para mañana? Vamos a hacer una cosa, vos tratas de serenarte, te acostás y mañana, suculenta como una panadería, te encontrás conmigo en el Jardín Botánico bajo las araucarias. Y con sol. Hoy está nublado: nadie puede razonar claramente en un día nublado, mañana en cambio, con sol… Cierto, sí, es inconcebible que alguien se pueda poner a tomar café en un momento como éste. Cuando lo ha abandonado la única mujer que quiso en su vida. Porque debo recordarte que…
Bueno, pongamos que sí, que yo te obligué. Que en mi caída traté de hacerte a un lao… Te fijaste, entre paréntesis, de qué modo bárbaro se parece
Confesión
al diario de Kierkegaard, para salvarte sólo supe hacerme odiar, qué tal. Y a propósito del café: en cualquier momento voy a tener que ir a buscarlo, porque me lo olvidé en la cocina. Ponerse a tomar café, sí, en vez de escucharte a vos. Y no sólo en vez de escucharte a vos, no te podes dar una idea. Quiero decir que vino Dios, un Mensajero de Dios. Tenía los ojos imposiblemente azules y usaba botincitos. Tuve que mirarle los botincitos para no ahogarme de azul. Extrañas formas que asume la Salvación, mi madre.
Deja el auricular colgando del cable; del otro lado se oye la voz. Va a la cocina y vuelve con la taza de café. Toma el teléfono, arrima un sillón y se sienta. Antes ha echado una mirada furtiva al sobre que quedó sin abrir sobre la mesa. Súbitamente parece muy cansado.