Cuentos completos - Los mundos reales (19 page)

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Authors: Abelardo Castillo

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BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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El hombre aquella vez se llamaba Drago. Y la puerta de La Rinconada era distinta: no había puerta. Había una arpillera colgada de un travesaño. La puerta se hizo en tiempos de Marcial, en el mismo sitio donde hoy, tapiando el hueco, un afiche recomienda a los bañistas de San Pedro no sé qué refresco, una botella luminosa, compartida en el dibujo por una alegre pareja de adolescentes con cara de norteamericanos; ella, con pecas en la nariz. La trama de la arpillera debieron tejerla manos ya de otro siglo, y antes de esa estopa no me imagino ni La Rinconada, a lo más, puro barro y juncales, pero sobre todo y siempre el río, comiéndose la barranca. «Busco a don Amancio Drago», parece que en tiempos de la arpillera Marcial había dicho así, que tenía acento entrerriano, que varios lo miraron en silencio. Lo que se sabe seguro es que llegó de a pie, cerca del mediodía, y que se quedó diez años. Unas mujeres que lo amaron afirman recordar cómo de a ratos le cambiaba el color de los ojos, del gris plomo al amarillo; se le achicaban las pupilas, y no por la luz: nadie sabe la causa. La vieja Valeria me ha dicho que ella lo nombraba Yaguareté. También se sabe que aquella vez (no la noche que anduvo por el suelo) Marcial pidió una ginebra, que ni probó, y se estuvo sentado a una mesa sin hablar ni moverse del mediodía al crepúsculo, toda la tarde hasta que un hombre apareció en la puerta y se quedó mirándolo. Marcial entonces se había levantado de la mesa, lentamente cruzó el almacén, y Amancio Drago, como si estuviera recordando de antes ese trayecto y el que habrían de seguir bajo la predestinación sangrienta del crepúsculo, le alzó la arpillera y se hizo a un lado con naturalidad. Y Marcial salió al patio ofreciéndole la espalda y, juntos, se perdieron entre los garabatos de Las Canaletas. Atardeció de golpe, como un derrumbe. La ginebra todavía estaba sobre la mesa cuando Palma regresó: sólo entonces se concedió tomarla. Después volvió a salir. Como con pena desensilló el caballo de Amancio, lo desató, le cacheteó con suavidad el belfo y dándole un chirlo lo largó trotando a la noche. Valeria, cuentan que ya estaba. Me dijeron que el viejo de los ojos chiquitos por la ginebra, el viejo Chaico, lo decía. Y decía que en eso se diferencian. Caballos y mujeres. Hiciste bien en soltar esa noche al azulejo: hay animales, Marcial, que no aguantan la humillación de que los monte otro hombre. Y puede que el viejo de los ojitos burlones, mirando años después las fogatas de la fiesta mayor del pueblo, las romerías, que aquel año amenazaban perderle miedo a la costa, también le haya dicho: Cuídate de San Pedro y San Pablo. Y puede, sí, que un aletazo le haya oscurecido la frente a Marcial. O puede que Marcial (pensando en qué) ni lo haya oído.

Sin embargo yo sé que desde muy antes de esta noche Palma solía andar serio. Taciturno es la palabra que explica lo que nadie, en 1964, me sabrá recordar de aquel rostro en lo que fue La Rinconada. Andas triste, Yaguareté, ha de haber dicho simplemente Valeria. Y él se rió, y salió a dar una vuelta, solo, y cuando volvió al almacén era el único que no se reía. El cajetilla ese, su chaleco inverosímil y sus polainas, su voz en el mostrador pidiendo a lo gringo una caña de durazno, su inerme temeridad entre las sonrisas del bodegón, causaban algo más que gracia: lo supo en los ojos de Valeria, quien también le respetaba al tilingo la locura. Marcial entró y los hombres le abrieron una calle de espacio y de silencio. Llegó al mostrador, se acercó a la distancia de un brazo y dijo, pausadamente, que el día del Santo Patrono él no mataba a un hombre.

El otro lo miró sin dar vuelta el cuerpo; apenas la cabeza. Y Marcial, buscándole los ojos, le adivinó de golpe el revólver en la mano. En el segundo siguiente, aunque Marcial Palma ignorase el significado de la palabra saínete, debió de sentir en el aire (sintió) que el universo con música de acordeones tocando rancheras se reorganizaba en uno, en aquel boliche, para él solo. Porque el tilingo, despacio, dándose vuelta como con pereza, dejó oír por primera vez en San Pedro la injuria aquella de la pólvora. «De que se inventó la pólvora», dijo, «se acabaron los guapos». Y parecía irse despertando mientras hablaba, porque siguió hablando y era un poco como si se divirtiera, y había que sacarse el saco entonces y dejar a un lado el cuchillo y pelear. A mano limpia, dijo el tilingo: a lo hombre. Se puso en guardia y le ordenó a Marcial que se acercara. Vení, arrimate, dijo con los dientes apretados. Vamos, arrímate, susurraba dando saltitos a su alrededor.

—Arrimare, vení —repitió.

Después amagó ir hacia adelante, hizo ademán de golpear y cuando Marcial, sorprendido, desarticulado torpemente en la espantada, se echó hacia atrás, el otro, sonriendo, apareció en el mismo sitio de antes. El resto nunca supe cómo se cuenta. Marcial lo embistió a lo fiera, desguarecido el cuerpo y con las manos abiertas, buscando a ciegas manotearle la garganta. Pareció nadar cuando el arribeño, ladeándose, descargó un golpe como de maza sobre la sien de Palma. El cuerpo de Marcial dio un giro sobre sí mismo y salió disparado hacia adelante, de espaldas, pegó de plano sobre una mesa en un desbarajuste de botellas y de hombres abriéndose, y quedó estaqueado entre dos sillas, medio cuerpo en el aire medio en el piso. Valeria, si no inició el gesto de arrimarse al cajetilla, en intención, al menos, se estaba traicionando. Entonces vio los ojos de Palma, atigrándose a ras del suelo, y también a ella un animal se le agazapó adentro. Lejos, los acordeonistas; en el centro del boliche, largos los brazos con los puños hieráticos un poco doblados hacia arriba, la pierna izquierda algo adelantada —grotesco, pero mucho menos cómico ahora—, el cajetilla no pestañeaba. Veinte hombres incrédulos, pero que estaban siendo para él veinte maneras de ser muerto, lo miraban por no mirar a Palma. Y si Palma pensó un cuchillo, el arribeño, viéndolo pararse, acaso ha pensado fríamente en el revólver. Lo que sigue parece sueño. Aún hoy, en el bajo de San Pedro, dos o tres viejos se recuerdan de muchachos dando por muerto al cajetilla cuando Marcial acabó de pararse. Y recuerdan cómo, al segundo puñetazo, Marcial se quebró por la cintura, y al tercero se enderezó y abrió los brazos y no alcanzó a caer porque lo sostuvo el mostrador. Era como si hubiera cambiado el mundo, me dijo alguno. Y el viejo Chaico, a quien ya no se lo veía por el bajo desde muchos años antes que yo averiguara estas cosas en La Rinconada, de haber estado también lo habría dicho, pero en otro tono.

(El viejo no estaba. Desapareció una noche o se ahogó: lo vieron bajar hacia la orilla entre la borrasca, diciendo que él iba a llegar, y desató una canoa, porque se le había metido en la cabeza que él iba a llegar remando hasta la Vuelta de Obligado, con su trabuco naranjero y aunque se derrumbe el cielo, que un sampedrino no lo iba a dejar ganoso a un inglés, decía al salir del almacén, y lo vieron pasar al rato chuequeando en dirección a los juncos, revoleando un trabuco y arrastrando la vaina de un sable inconcebible por la arena, que una vez nos habrán batido, cuando don Juan Manuel, pero esta noche los vamos a hacer recular a sablazos hasta el estuario, carajo; y se lo tragó la tormenta.) El viejo, de haber estado, también habría dicho que sí, que la noche de Marcial Palma el mundo había cambiado. Ya no daba risa el cajetilla. Casi les inspiró respeto y hasta comenzó a ser lindo verlo moverse con exactitud, sin desarmar los brazos, sobrándolo a Marcial. Cambiando el mundo.

Muchos años ames, alguna noche parecida a ésta, también debió cambiar. El mundo, o el pueblo. Todavía puede notárselo en la estatua de Fray Cayetano Rodríguez, que da la espalda a las casas en el bulevar de la barranca (porque antes el pueblo era al revés: de allá para acá) y puede notárselo en la cúpula de la iglesia, cuyo campanario también mira hacia el río y desde el cual se ve, aún hoy, la Vuelta de Obligado (o se la presiente), y se ve entre unos sauces el techo anacrónico de La Rinconada. Pero se lo ve exactamente al revés de como lo está viendo Marcial en esta historia, de arriba se lo ve y de afuera, y Marcial desde el piso, de espaldas y con los ojos encandilados por la lámpara a querosén que, balanceándose, como queriendo adormecerlo cuelga de un travesaño del techo justo encima de su cara.

Como borracho, se levantó. Comenzaba a aprender aquel juego, y el cajetilla, a cansarse. Porque en algún momento el otro erró un golpe y Marcial, a mano abierta, le acertó un revés, y el boliche pareció un hormiguero súbito despertándose. Pero después fue igual, o peor, porque el cajetilla se vio en la obligación de lucirse y comenzó a hacer fantasías, casi sin pegar, evitando los manotones desordenados de Palma y olvidándose en la fiebre de aquella fiesta que alejarse del mostrador, donde quedó el saco con el revólver, era un modo de no volver a salir vivo de La Rinconada. Como de lujo, le devolvió el revés; a dos manos. Y Valeria, que ahora sí podía verle bien los ojos a Marcial porque ella ya estaba definitivamente detrás del arribeño, supo que Marcial, otra vez largo a largo sobre el piso, si se levantaba, se levantaba a matar. Cuando el cajetilla lo vio parado, también lo supo. Lo único que hizo Palma fue abrir la mano: la cerró y tenía un cuchillo. (Por la ventana se veían, altos, los ardidos muñecos de San Pedro y San Pablo. El viejo, relumbrándole los ojitos que reflejaban otras antiguas fogatas, ni miraba la escena ni miraba el pueblo, miraba el río.) El arribeño notó entonces, entre el mostrador y él, una hilera de hombres. Sin embargo, no desarmó la guardia. Lo esperó allí, bajo el círculo cetrino de la luz, solo y ridículo como un grabado de periódico amarillento, pero sin moverse. No retrocedió. Dio vueltas sin apartar los ojos de la mano de Marcial: cada vez más cerca, la mano, de su chaleco. Luego se quedaron quietos. Ni la música de los acordeones se oía. Los dos notaron que Valeria estaba ahora al costado de Palma; los dos también notaron algo que yo no sé escribir. Porque el brazo de Palma se demoró, y el cajetilla, sabiendo que le iba la vida en eso, levantó la vista y se fijó en los ojos de Marcial. Un rato largo dice la vieja Valeria que se miraron, como reconociéndose; con una firmeza que dio miedo. Y cuando Marcial dejó el cuchillo a un lado, sin matarlo, y dijo «defendete» y le cruzó la cara de un cachetazo y se apartó ridículo, imitando a medias la postura del otro, dicen que el cajetilla pareció que iba a bajar los brazos: Palma no lo dejó. Le pegó, como pudo, un puñetazo torpe y volvió a gritarle que se defendiera, y lo insultó. Pero no sonó como un insulto, nadie me supo decir cómo. El cajetilla ya no buscó lucirse: pegó a quebrarlo. Al derrumbarse Marcial, de boca contra el suelo, fue como si al otro un gran peso le aflojara los brazos. Cuando pasó entre la gente y se puso el saco, nadie lo detuvo. Tampoco, cuando guardó el revólver. Lo miraban hacer, nomás. Valeria se animó a tomarlo del brazo: el cajetilla la miró como si le costara reconocerla. Después dijo no. «No, vos no te quedas con el más hombre; vos te quedas con el que gana», así dijo y la apartó y salió. Parece que alguno, acaso por hacer respetar a la mujer, se le fue de atrás manoteándose la cintura pero una mano lo detuvo: la de Marcial.

De espaldas a eso iba el arribeño, yéndose de La Rinconada. Marcial tenía por última vez un cuchillo en la mano, dicen que impresionaba verlo, tan alto. Valeria miraba el piso de tierra. El viejo, hacia la Vuelta de Obligado. Lejos, empezó una tarantela.

En el cruce

Dijo que no. Tenía los dientes apretados como para no perder aliento, o como si mordiera, sin embargo ahora se tambaleaba un poco. Lo miramos y miramos a Cembeyín: él también tenía ese gesto emperrado, de morder, y la misma vena colérica cruzándole la frente. Cembeyín gritó «a tierra», y con rítmica frialdad siguió gritando y el tucumano Rojelja iba y venía por la Plaza de Armas, rodaba unos metros como un cilindro, volvía a quedar de pie en posición de firmes, salía corriendo hacia cualquier parte hasta que una nueva orden, repentina y exacta, lo paralizaba en el envión de modo que su cuerpo parecía chocar contra el grito, y el golpe, tumbándolo en el aire, lo volteaba largo a largo sobre las lajas de cemento. «Arriba», gritó Cembeyín, y el judío Yurman me dijo al oído ya le conté trescientas. Y cuando escuché «abajo» pensé trescientas una, y después trescientas dos. Cerca de las cuatrocientas perdí la cuenta. Cembeyín estaba ronco; sudaba, casi tanto como el tucumano. Volvió a ordenar:

—Firme.

Le preguntó, una vez más, si estaba cansado.

—No —dijo el tucumano.

—No mi teniente.

—No, mi teniente —repitió el negro.

—¡Carrera, mar…! —dijo Cembeyín.

Y así siguieron, durante un rato muy largo.

Yurman, yo y tres o cuatro soldados de Caballería del Escuadrón Comando fuimos los únicos testigos de aquel duelo entre Rojelja, el mejor tirador y el lancero de más aguante de todo el regimiento, y Cembeyín, el loco, de quien se contaba que había pertenecido a la guardia personal de Perón y a quien más de un conscripto, al entrar sorpresivamente en su Detall a la hora de arriar la bandera, lo encontró firme, con la gorra en la mano y la fusta cruzada bajo el brazo: completamente solo. El loco Cembeyín que tres meses más tarde, una noche de estrellas altas e impávidas, apostó que él coparía el polvorín de Sierras Bayas: con tres milicos y una ambulancia, dijo. Milicos entre los cuales también estaba yo, como esa mañana, cuando el tucumano se vino de cara al suelo en mitad de una orden y se quedó quieto, con las piernas agarrotadas y la boca abierta, repitiendo que no.

—Furriel —gritó Cembeyín, llamándome.

—Ordene, mi teniente.

—Vaya a la enfermería, y que venga un camillero. Y me hace una planilla por treinta días de calabozo para este hombre. —Agachándose, acercó la boca a la oreja del tucumano. Gritó.

—Y no te mando a Cobunco porque sos peronista. —Después a mí.

—Paso vivo a la enfermería.

En total, quinientas órdenes cumplidas por el tucumano. Quinientas veces flexionar las rodillas, salir rodando, arrastrar los codos contra el cemento hasta agujerear la garibaldina, saltar imitando a las ranas, quinientas veces. Con la espalda siempre muy erguida, lisa como una tabla. La anécdota engrandeció al Escuadrón Comando; después se engrandeció a sí misma y, a la semana, cuando Rojelja salió de la enfermería para entrar en el calabozo, comenzaron a no creerla. Porque salvo un moretón ancho que se perdía entre la piel aceitunada de su cara, y salvo quizá los ojos (algo, dentro de los ojos), el negro no daba la menor señal de estar golpeado. Ni por fuera ni en ningún otro sitio.

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