—¿Cuánto es? —preguntó en la mitad del último párrafo.
Terminó de escribir, cerró el cuaderno y se puso de pie.
Repentinamente marinero, abrió las piernas esperando el sacudón. La balsa atracó con un estrépito de maderas y cadenas que correspondía más a una novela de Joseph Conrad que a un mero cruce interprovincial argentino. Que Dios me ayude, pensó, mientras con una mano apretaba el cuaderno contra su cuerpo, y con la otra guardaba la lapicera en el bolsillo trasero del pantalón, mano que reapareció bajo el sol con un billete de mil pesos, de la misma manera, limpia y enigmática, que podría haber instalado en el mundo una paloma.
—El vuelto es suyo —dijo Esteban.
Recibió la botellita como quien oye aplausos.
Que tenga suerte esta noche —dijo el mozo.
Y ahora, ya en el ómnibus, Esteban pensaba que hoy no era el día de su muerte. Conoció su inmediato futuro. Supo, por ejemplo, que iba a terminar esa carta. Dentro de una hora, supo también, su borrachera habría llegado al límite, a la franja purpúrea donde la lucidez es casi sobrehumana y la locura acecha. Allí, por el término de otra hora, él volaría lentamente con las alas desplegadas a muchos metros sobre el mundo y los hombres. La hora siguiente, gracias al alma adicional cautiva en la botellita, no sería demasiado atroz. Si conseguía escribir durante esas tres horas sin pensar en otra cosa, y especialmente sin pensar demasiado en lo que escribía, la carta estaría terminada antes de que el cansancio, el alcohol y las anfetaminas, actuando como de costumbre, lo fulminaran en un sueño que podía durar dos o tres horas más y del que despertaría, también como una fulminación, en un estado tal que ningún directivo de Amigos del Libro, sin conocerlo, podría diferenciar de la más absoluta normalidad. Antes, claro, debía lavarse la cara y los dientes. Y antes, en alguna parada del ómnibus, comprar un sobre, una estampilla y echar la carta. Después de esto vendría el sueño. Y al despertar, en el pueblo anterior a Concordia, recién entonces se lavaría la cara y los dientes. Y se cambiaría la camisa. Y al llegar a Concordia, ¿quién bajaría del ómnibus? Un escritor todavía joven, pálido por el viaje y ojeroso por las diez horas de calor y ripios, vagamente parecido a Montgomery Clift en
Mi secreto me condena
, casi tan inmortal como diez años antes, aunque mucho más solo.
Y así fue como Esteban Espósito supo que ése no era el día de su muerte.
Y escribió. Semiahogado, por el calor, con el cuaderno sobre las rodillas encogidas, el cuerpo empapado por la fiebre, y la garganta y la nariz resecas, escribió, poniendo mucho cuidado en dibujar las palabras, de manera que se podría haber dicho que lo hacía casi con amor, si la necesidad de presionar la lapicera sobre el papel y la costumbre de apretar los dientes no le dieran al acto un cierto aire de ferocidad, metido en ese ómnibus que corría bajo el sol por un increíblemente liso camino de ripios abierto en algo bastante parecido a una selva, y que quizá era una selva si sus nociones de geografía argentina no eran muy fantásticas (¿me habré perdido yo también en medio del camino de mi vida?, ¿será pueril la asociación?, ¿entenderás, no digo ya las palabras, entenderás siquiera mi letra?, ¿querrás llegar, como yo, hasta el final de este cáliz, o carta, o acto de purificación, o crimen?, ¿no querrás imaginar generosa, y sobre todo cobardemente, que todo esto es obra de un borracho, ni siquiera de un borracho, ya que está muy claro que yo no soy
ellos
, sino obra de una borrachera, una especie de acné tardío que se cura con el matrimonio y sus consiguientes preocupaciones por la leche en polvo, la diarrea estival y otras responsabilidades civiles?), sabiendo que si se detenía a pensar un segundo, todo estaba perdido, poniendo mucho cuidado no sólo en dibujar las palabras sino en evitar que las gotas de sudor cayeran sobre el papel y las borronearan con efecto doblemente desastroso, Esteban escribió. Tenía conciencia de que nunca volvería a recordar nada de lo que ahora le resultaba tan claro: sabía, sobre todo, que si no acababa esa carta y la despachaba a Buenos Aires antes de llegar a Concordia, volvería a leerla y le parecería insensata, y hasta se felicitaría por no haberla enviado, y esta misma noche, caminando entre los palmares sometido al imperio de la Luna, o más bien acostado en cualquier hotel con alguna joven asistente a su conferencia bajo el efecto de varios whiskies, acabaría explicando que su relación con Mara era un horror demasiado complejo para que no fuera también un modo del amor, por lo menos del agradecimiento, y terminaría preguntando por qué tenía que venir a encontrarla justamente a ella (a la muchacha de la conferencia, no a Mara), justamente en ese momento de su vida y en esa ciudad de mierda, y si las cosas marchaban bien conseguiría que la muchacha viajara de vez en cuando a Buenos Aires, hasta que la incomodidad, la amenaza de un cariño conflictivo u otro conferenciante asesinaran este idilio de luciérnagas. Y también lo escribió. O escribió algo que equivalía a eso. Con una alegría angélica, con un dolor absoluto, purísimo, como el que debe sentir un animal con el vientre rajado, escribió. Escribió sobre su cobardía y su egoísmo, y era consciente incluso del egoísmo y la cobardía que significaba la liberación de escribirlo. Escribió muchas veces la palabra amor, y escribió, o creyó que escribía, cómo él había nacido para celebrar el amor y cómo, sin que nadie tuviera la culpa, fue cayendo poco a poco en el odio, primero hacia sí mismo y luego hacia ella, un odio que le corrompió el corazón pero no alcanzó a destruirlo porque él aún creía, él sabía, que el amor vendría a instalarse sobre la triste Tierra. Y escribió qué era lo que quería de la vida, y cómo, aunque esta misma noche buscara desesperadamente una muchacha contra la cual poder dormirse y mañana volviera a emborracharse y quizá ya no le quedara tiempo, no le estuviera permitido acabar aquello para lo que había venido al mundo, desde hoy sólo viviría para consumar su idea de la vida. Que no es, escribió, lo que vos llamarías ser feliz. Porque vos te conformabas (!) con la felicidad y yo descubrí hace años que el mero hecho de vivir implica que la felicidad no existe, y que, en todo caso, eso que ustedes llaman felicidad, ese sol risueño, esa pequeña flor de cada mañana, aunque es cosa buena a los ojos de Dios y se puede construir acá abajo y da alegría, no tiene nada que ver con mi destino. ¿Que cómo lo sé? Porque yo, Mara, o cierta clase de humoristas como yo, estamos en el fondo mucho más dotados que nadie (Esteban tachó por primera vez una palabra y puso ustedes) para esa felicidad que voy a llamar humana, aunque lo mejor sería hablar en plural y decir pequeños cristales límpidos y redondos, felicidades. No habría más que abandonarse y aceptar las pueriles, hermosas, inocentes cosas de la vida, atarse a la vida y dedicarse a crecer y multiplicarse, ni hace falta amar, basta un poco de alegría. Yo sé que pude eso y no lo quiero, y ahora, aunque lo quisiera, ya no podría, porque también sé que algo hice, o sucedió algo, que me volvió desdichado, ya termino, algo que me dejó sin alegría para compartir con nadie.
Y escribió dos o tres palabras más, levantó la cabeza, lo sorprendió la calcinada inmovilidad del paisaje y volvió a escribir acto de fe. Ya que entre nosotros es un poco grotesco hablar de actos de amor.
Y firmó. Y recién entonces tomó plena conciencia de que acababan de cruzar la segunda balsa y que ahora estaba en el comedor de una posta de la ruta. No tenía una idea muy clara de cuándo (ni cómo) había bajado del ómnibus. Vio brumosamente que el señor petisito se anudaba con dignidad una servilleta en el cuello. Vio a través de la ventana la desolación de una calle de tierra y un quiosco de revistas y cigarrillos. Todo esto era importante, le hubiera gustado saber por qué. Con mucho cuidado arrancó del cuaderno las hojas escritas y las dobló. Se puso de pie: debía comprar un sobre. Eso era. Y una estampilla. Buscó en el bolsillo delantero del pantalón y verificó que le quedaban cien pesos. Si su experiencia no le fallaba, debía tener más, tan arrugados como éstos, distribuidos secretamente en los lugares más astutos. Por cábala no siguió buscando. Ya aparecerían a su debido tiempo. No había que mostrarse desconfiado con la Divinidad, ni impaciente. Moisés debió meterse la varita en el culo cuando sintió el impulso de volver a golpear la piedra. Lo que tenía que hacer ahora requería cierta firmeza de carácter: llegar al quiosco. Y antes, pasar entre esas dos mesas y abrir la puerta. El quiosco estaba fácilmente a seis o siete metros.
Llegó. Se apoyó un segundo en la vitrina de los caramelos.
—Un sobre —dijo, o al menos le pareció que lo dijo.
La calle, a pleno sol, era una especie de calle del
Far West
. No se veía más que la estación de servicio, el restaurante, este quiosco y dos o tres casas en cuyas puertas la gente parecía vender sandías o grandes zapallos.
—Qué —oyó.
El hombre del quiosco lo miraba con demasiada fijeza. Esteban comenzó a transpirar. No sólo pedir un sobre, sino estampillas. Y había algo más, algo en lo que hasta ahora nadie ha pensado. La idea le heló la espalda.
—Y un buzón —dijo.
El hombre se echó hacia atrás. Esteban lo miró directamente a los ojos.
—Un sobre —repitió con absoluta claridad y en un tono más bien amenazante—. Un sobre para cartas. Y una estampilla. Y dígame —dijo contemplando la calle de tierra, descubriendo a su lado un pato que lo miraba sin interés— dónde hay un buzón cerca. Un buzón o algo. —Porque de pronto pensó que en los pueblos, suponiendo que aquello fuera un pueblo, nunca había visto buzones.
El hombre, con calma, cortó una estampilla. El pato desapareció moviendo la cola. Buzón, dijo el hombre, un buzoncito. Después le mostró tres sobres. Esteban le sacó de las manos el más grande y metió la carta dentro. Abultada espectacularmente. Compró dos estampillas más.
—Buzón no, estafeta —dijo el hombre—. Hay una estafeta seis cuadras para adentro —y siguió hablando, mientras Esteban pensaba que caminar seis cuadras ahora, bajo ese sol, estaba más allá de las posibilidades humanas. Seis de ida, porque además había que volver—. Son noventa pesos —dijo el hombre, alisando sobre el vidrio el billete de Esteban—. Cien pesitos. El vuelto se lo debo. La gente que viaja nunca paga con monedas, y si no pagan con monedas, yo de dónde las saco. ¿Quiere un caramelo? Esos de ahí son de diez. Tiempo de ir y volver tiene, ahora que yo… —y volvió a mirarlo, frunciendo la boca, como si calculara los días de vida que le quedaban a un enfermo grave—. Vea, si usted quiere…
—No —lo interrumpió casi con terror. Lo que el hombre iba a ofrecerle era echar él mismo la carta. Y Esteban no podía arriesgarse a que lo olvidara, o la extraviase, o la despachara catastróficamente una semana después cuando él ya hubiera vuelto a Buenos Aires y las cosas tuviesen otro signo, sin contar que, por motivos que ahora no tenía muy claros, echar esta carta era asunto de él—. Gracias —dijo.
Y con el portafolio en una mano y el caramelo en la otra, echó a caminar por el centro de la calle. Dos cuadras, había dicho el hombre, primero dos cuadras hasta la casa amarilla de techos colorados. A partir de allí, las otras seis, hacia el río. Lo que hacía un total de ocho, lo que significaba
dieciséis
. Caminó una cuadra y pensó que se desmayaba; al llegar a la tercera se dio cuenta de que había pasado de largo frente a la casa amarilla, sin verla. Dio la vuelta. Entonaba, dentro de la cabeza, una marcha militar. Cuando llegó a la casa amarilla dobló instintivamente hacia la izquierda, sabiendo, antes de ver las veredas arboladas de naranjos, que no se había equivocado. Parecía la entrada de un pueblo. Debía imaginarse el pueblo si quería seguir caminando. Casas con zaguanes frescos, baldosas y mayólicas, macetones con helechos, viejas señoritas con baúles y trajes de novia, jamás usados, dentro de los baúles. Caminaba muy erguido, pero ahora más lentamente. Desde alguna ventana enrejada, por entre el crochet de las cortinas, debía estar mirándolo una muchacha. El crochet lo ha tejido la abuela. La muchacha tiene ojos violetas y, vaya a saber cómo, conoce su tristeza. Y Esteban se encontró de pronto frente a la estafeta de Correos. La puerta, cerrada con un candado, fue lo primero que vio. Y pudo haber sido lo último (ya que irremediablemente sintió que, por lo menos, se volvía loco) si, a punto de perder el equilibrio, no se hubiera aferrado a una especie de cajón que sobresalía de la pared. Vio en la cara superior del cajón una ranura; vio, mientras recuperaba la verticalidad y el sol cantaba sobre su cabeza, un letrerito que decía: «Correspondencias». Así, con s final: correspondencias. Cuando estaba por echar la carta vio a sus pies un perro de ojitos helados que lo miraba socarronamente. Un perro o algo así como una especie de perro. Y Esteban, que durante un segundo tuvo la nítida impresión de que alguien reía (una carcajadita en el centro exacto de su nuca, no hay un modo más humano de explicarlo), dejó caer el sobre en la irrevocable tiniebla del cajón. El perro, si se trataba realmente de un perro, era más bien pesadillesco aunque algo cómico; tenía el aire de un jabalí liliputiense, pero peludo. Esteban, plácidamente se sentó junto a la escalofriante criatura en el umbral de la estafeta. «Picho», murmuró sin convicción mientras desenvolvía el caramelo. Después, por desviar la vista de su terrorífico compañero de umbral, al que por algún motivo resultaba casi irrespetuoso ofrecerle cualquier tipo de golosinas, hizo como que leía las inscripciones grabadas en el cajón de las cartas. Cuando aquello se quedó quieto, leyó, extasiado e incrédulo, que Betty era bombachuda. Incrédulo no porque lo dudara, sino porque abajo firmaba Dante. Betty Bombachuda, Dante. Y todo envuelto inesperadamente en el dibujo de un corazón herido de un flechazo. El perro lo miraba con malignos ojitos de inteligencia. Esteban se puso a comer su caramelo: «Voy a perder el ómnibus», murmuró con objetividad. «Es notable que, justamente ahora, me pase esto». Después estaba corriendo junto al ómnibus en marcha; sin saber cómo, había vuelto y golpeaba la puerta para que le abrieran. Subió y dijo algo que quería significar:
—Despiérteme en la parada anterior a Concordia.
En su asiento vio la botellita de agua tónica, intacta; abrió la ventanilla y la tiró al camino: antes tomó un trago no muy grande. Apoyó la cabeza en el respaldo y, como si hubiera recibido una pedrada en la frente, se durmió.
Se despertó solo, tres horas después. Bajó del ómnibus y volvió a subir con la cara lavada, la camisa limpia y oliendo fuertemente a mentol. Cuarenta minutos más tarde, los directivos del Círculo Impulso de las Artes, que así se llamaba por fin la estimulante institución, recibían, en la terminal de Concordia, a un no muy conocido pero promisorio y desconcertadamente joven y buen mozo escritor capitalino, aunque en realidad no tan buen mozo ni joven como de aire interesante y aspecto juvenil, pese a las ojeras y al gesto caviloso o distante que denotan el hábito de meditar sobre el contradictorio corazón del hombre o el haber rodado varias horas sobre ripios; apuesto disertante que en una mano llevaba un portafolio y con la otra saludaba cortésmente a todo el mundo, y que pareció encantado con la idea de que la muchacha del lunar, esposa del contador Unzain, director del Círculo (desdichadamente empantanado en su campo de Villaguay, a unos cien kilómetros de Concordia), fuera la encargada de hacer que lo pasara lo mejor posible; conferenciante que, si aceptaba quedarse unos días, sería llevado a pasar el
week-end
a una quinta preciosa cerca de los palmares, y al que pronto todos miraron con asombro. Porque Esteban, en el momento de entrar en el automóvil de su joven anfitriona con lunar, se irguió como electrizado, se llevó la mano a la frente y soltó una carcajada límpida, larga, sonora y bastante fuera de situación.