—Pobre Timoteo, envejece —murmuraban los ascensoristas, y hacían circulitos con el dedo, junto a la sien.
Ya se sabe cómo son estas cosas. Las autoridades acabaron por enterarse, lo mandaron llamar, le confesaron que su comportamiento actual era desconcertante, por no decir anárquico, se miraron entre sí moviendo las cabezas con aprobación. Y cuando Timoteo, girando los ojos (tan claros, de golpe) hacia los rincones del despacho como quien teme ser oído por gente que habitara en los zócalos, pero con voz inesperadamente alta, habló de la casa de la calle Tarija, las autoridades volvieron a mirarse. Y Timoteo, incrédulo, escuchó que había sido transferido a uno de los prescindibles ascensores nocturnos.
Y sabe Dios a qué sórdido montacargas habría ido a dar de no haberse detenido por fin, una noche, ante el umbral de la casa del largo pasillo. Ahora, al salir de su propia casa, veía el corredor con el ángulo del otro ojo. Comprobó que el vértigo era el mismo. Esa noche se detuvo y lo miró de frente, por un momento temió irse de cabeza hacia el fondo, chupado por el corredor, por un momento estuvo a punto de cerrar los ojos y estropearlo todo. Pero ahí se quedó; después dio un paso. El corazón le latía como si fuera un pájaro. Porque Timoteo no sólo se detuvo sino que, sin reflexionar en las derivaciones que podría tener su conducta, sin importarle la confusión que reinaría esa noche en la Torre aunque su ascensor actual fuera uno de los menos importantes (pues ya se sabe que la ausencia o aun la distracción del operario más oscuro puede acarrear catástrofes irreparables a toda la administración, por no decir a los dueños del edificio o, quizá, a la ciudad entera), sin importarle ninguna de las grandes ideas sobre responsabilidad, disciplina, lealtad, que un día lo llevaran a manipular los más honrosos ascensores, Timoteo, irrevocablemente, se internó en el largo pasillo.
Caminó. Luchando contra el vértigo y el miedo, Timoteo caminó y caminó, nadie podría decir cuánto tiempo, hasta llegar al sitio donde brillaba la lamparita cenicienta (el pasillo, por supuesto, seguía mucho más allá; Timoteo no pudo dejar de pensar que, de recorrerlo íntegro, acabaría saliendo a la misma calle Tarija por la cual había entrado, sólo que saldría en la vereda opuesta). Debajo de la lamparita había una puerta. Estaba pintada con el mismo color de las paredes y era indudable que no había sido construida para ser vista. La paradoja de que apareciera casi denunciada por una vaga luz y, al mismo tiempo, disimulada con astucia en la pared, bastaba para demostrarlo. O, al menos, para demostrar que sólo la ingenuidad o el azar podían conducir hasta ella. Pero el ascensorista Timoteo no era un individuo deductivo, ni siquiera cauto. Simplemente llegó hasta la puerta y, como se sabía demasiado comprometido para echarse atrás, la empujó, suavemente.
Entonces vio al hombre corpulento.
Lo vio ahí, recostado en una otomana. Con oscura belleza de tormenta, le anochecía la cara una barba orgullosa, negrísima. Iba vestido de un modo que a Timoteo le pareció familiar, no supo por qué. Llevaba puesto un turbante colorado sangre, era el que se incrustaba, a manera de broche, una gran piedra lunar. Largamente el pelo le caía sobre los hombros. Timoteo vio que la parte superior de sus botas se volcaba en campana sobre la caña, vio a los pies del hombre una piel de tigre, vio sus amplias babuchas de seda oscura. Entre los pesados pliegues de su capa entreabierta, junto a la cadera izquierda, lo deslumbró la empuñadura de una cimitarra.
Timoteo pensó que aquel caballero era realmente hermoso.
Y entonces recordó a Sandokán, el príncipe malayo, capitán remoto de piraterías anteriores, muy anteriores a las altas edificaciones y sus jaulas.
El hombre se puso de pie, ceremoniosamente, y preguntó:
—¿Cómo llegaste hasta esta puerta? ¿Cuál es tu nombre?
—Sólo puedo contestarle la segunda pregunta —respondió, cohibido, Timoteo—. Soy Timoteo, el ascensorista. ¿Y usted?
En la voz del hombre, la palabra cobró la sonoridad de un órgano en un templo cuando dijo:
—Sandokán.
Estas cosas ya no pasan, señor, ni acá abajo en Las Canaletas ni en ninguna otra parte. Yo le juro que hasta el río cambió de color, como si lo hubiera ido ensuciando el tiempo. O a lo mejor es uno que de viejo se va como perdiendo y cree que es el mundo el que se borra. Marcial Palma, Evaristo Garay o el Reyuno Altamirano son como un sueño ahora; decir esas historias es igual que contar de aparecidos, y a los chicos se los asusta nombrándoselos, como si uno les hablara del Chancho con Cadena, no se ría, como si uno les hablara del Hombre de la Bolsa o de la Viuda. Mire si eso no es una herejía, en el fondo. Mire si no da un poco de tristeza. Yo jamás toqué un cuchillo. A Dios gracias el cura de San Pedro se encariñó conmigo y me enseñó a leer y a ayudar misa, y hasta fui muchos años a la escuela. Jamás toqué un cuchillo y ni siquiera sé si tengo coraje porque nunca me metí con nadie ni nadie se metió conmigo; pero he nacido y me he criado acá abajo, y he visto a una miseria de hombre del tamaño de usted matar dos semejantes correntines después de recoger del piso las tripas que se le salían del cuerpo, cómo no. Y ahí mismo donde ahora está esa máquina de hacer cocacola una mujer se mutiló una mano antes que agarrar una plata sucia que le ofrecían. Si ésas eran sus mujeres, usted calcule lo que fueron ellos. Yo sé que hoy día estas cosas se cuentan en los libros y las cantan, pero las cosas de los libros y los versos es como si nunca hubieran sucedido. Usted quédese una noche en Las Canaletas, va a ver si no siente que esos fantasmas lo rodean, si no siente que le hablan o tratan como de hablarle, de contar quiénes eran. No es el agua. No es el resonar del río o imaginaciones del viento; son como palabras que no se pueden pronunciar con las palabras. Como una música, que al amanecer se olvida.
Yo tengo arriba de ochenta años y he visto muchas cosas. Otras no las he visto pero me las acuerdo igual, aunque no sepa decir cómo. La que le voy a contar es muy hermosa porque habla de una gran redención y de una dignidad.
Ya tampoco quedan, pero a lo mejor usted oyó hablar de los anarquistas. Eran gente de antes que no querían que nadie mandara ni que un hombre fuera más que otro y que no creían en la religión. Cosa rara, porque oírlos hablar era lo mismo que leer la Biblia. A veces mataban, no me aparto; pero al hombre más cristiano le sucede matar alguna vez y los que yo conocí no asesinaron a nadie que mereciera estar vivo, perdonando la franqueza. Los que anduvieron por acá, que yo sepa, nunca usaron cuchillo ni revólver, al contrario, más de una vez la policía les dejó el lomo negro por decir que la propiedad es de nadie.
¿Ve aquello que se ve por la ventana? Ahí había un galpón en el que habían hecho un teatro. Más que teatro era como una escuela que era un comité. Un Filodramático. Lo fundó un uruguayo flaquito de apellido Sánchez que escribía en los diarios como usted y que vino un día y lo fundó. Lo dirigía uno de los hermanos Intili. No sé si usted ya ha visitado el cementerio. Si ha ido, a lo mejor vio una columna truncada que hay por las tumbas irlandesas del lado del río: ése es el monumento al otro Intili, el más anarquista de los dos. El del Filodramático era el más manso. Quería educar a la gente del bajo y decía que el teatro es la escuela de los pobres, más que nada porque se entiende oyendo. Lo que más hacían en el Filodramático era tomar mate y leer a los gritos, pero alcanzaron a poner una obra sobre un doctor de la Capital que se avergüenza del padre porque el padre es criollo. Usted se me está preguntando qué tendrá que ver esto con el Reyuno Altamirano. Ya va a llegar, no se inquiete. Acá en Las Canaletas el tiempo pasa distinto. Yo casi nunca hablo con nadie y usted vino a preguntar, así que aguántese: no hay gente más conversadora que la gente muy callada.
El panaderito Riera era uno de los actores. En la época que le digo ni debía tener veintitrés años; si pesaba sesenta kilos es mucho. No sé si se ha fijado la cantidad de anarquistas que eran hijos de panaderos. Como los zapateros, que son todos espiritistas. El chico era simpático y medio atolondrado y, si me permite una observación, no era lo que acá abajo llamaríamos un muchacho corajudo. Cómo ni por qué cruzó a Gualeguay, no me lo pregunte, pero si quiere pregúnteme cómo era la mujer que se trajo de allá. Vea, señor, yo he visto en mi vida una troja de hembras, y, aunque cristiano, ya debía pasar los setenta años cuando las mujeres dejaron de gustarme, pero la entrerriana que se trajo el panaderito era la mujer más bien plantada que vi en mi vida. El pelo daba la impresión que le vencía la cabeza; la cara, yo no he vuelto a mirar otra cara como ésa. Haga una prueba. Intente recordar en la memoria una cara de mujer, cierre los ojos y piense fuerte. Va a ver que no se puede. Nadie puede recordar una cara. En cuanto va a aparecer, se borra o se cambia en otra. La cara de ella no se borraba. Se llamaba Trinidad Villarreal, y era o había sido la mujer del Reyuno Altamirano. Fue llegar ella al bajo y alegrársenos la vida a todos. Yo creo que acá en Las Canaletas la causa libertaria ganó más respeto con esa inconsciencia del chico que con todos los discursos de los hermanos Intili juntos. Usted dirá si no era mucha mujer para un muchacho tan esmirriado y jovencito, no sé, yo pienso que Trinidad era mucha mujer casi para cualquier hombre.
Unos decían que el Reyuno era un asesino; otros, que sólo mataba por necesidad. Lo que todos estaban de acuerdo es que tenía más agallas que un dorado. Yo lo he visto a ese hombre, a no más de dos metros. Era alto y serio como un ciprés, y nunca miraba a los ojos. No se confunda. En eso de mirar a los ojos hay mucha mentira. Como en apretar fuerte la mano al saludar, que es una grosería y dicen que es franqueza. Están los que miran de frente y aprietan la mano porque han oído que eso da confianza, y después le roban el chancho a un ciego. Hay hombres que no miran a los ojos por cortesía. Para no inquietar o incomodar al otro. El fanfarrón mira a los ojos, quiere dar miedo, habla fuerte. Los hombres de coraje que yo he conocido más bien se miraban la punta de la alpargata antes de cometer un homicidio. Pero eso sí, en cuanto levantaban la vista, mejor encomendarse a un santo. Le digo esto porque tiene que ver con el cuento, con lo que fue el aprendizaje del panaderito. Porque al panaderito hubo que educarlo. Hubo que enseñarle, en una sola noche, lo que a hombres como el Reyuno les lleva años, si es que ya no nacieron así.
En fin, que acá en el bajo se hablaba mucho de la Revolución Social y el libre arbitrio y de redimir al esclavo y a la mujer puta, y que allá enfrente el Reyuno Altamirano juntaba una cuadrilla de malandras como él y se venía para San Pedro a buscar a la muchacha.
—Lo que yo les aconsejo es dar parte a la policía —dije yo.
—Yo soy anarquista —decía el panaderito, haciéndose el muy hombre—. Antes de recurrir a la policía prefiero que ese animal me mate.
No era muy cierto. El panaderito era un muchacho alegre y alocado y le gustaba estar vivo. Creo que fue eso lo que la conquistó a Trinidad.
—Tan animal no ha de ser, si alguna vez la Trinidad lo quiso.
Creo que lo dejé pensando.
—Yo que vos me la llevo lejos y me escondo —dije en seguida.
—Me va a encontrar —decía llorando Trinidad—. Me va a buscar toda la vida, hasta encontrarme.
—Entonces volvete a Entre Ríos con el Reyuno y hacele un favor a la Causa. Ese hombre es capaz de acabar hasta con el Filodramático.
Yo tampoco hablaba en serio. Si la Trinidad se iba, esto iba a ser la misma miseria de lugar que siempre.
—Después de conocerlo a él, yo no vuelvo a esa vida —decía Trinidad.
—Entonces, el chico tendrá que pelearlo —dije yo.
Ahí intervino Intili el más manso y dijo que un anarquista no mata ni se hace matar por una mujer, y el hermano retobado le contestó que por qué, y empezaron a discutir de la revolución. Usted sabe que los libertarios discutían todo, libre examen se llamaba. Me acuerdo que discutiendo se hizo de noche. La Trinidad decía ahora que ella prefería volverse con el Reyuno a que le asesinaran al muchacho. Ha visto cómo son las mujeres. Son la mujer, la hija y la madre del hombre, todo al mismo tiempo.
—Tal vez no haga falta que lo pelee —dijo un recién llegado—. Tal vez el Filodramático termine sirviendo para algo.
Era el uruguayo Sánchez que le comenté hoy.
Debía tener mucho ascendiente sobre los anarquistas porque lo dejaban hablar y lo miraban con respeto. Tenía ojos como de andar siempre con sueño.
—Yo les escribo lo que el compañero tiene que decir, y él se aprende la letra —dijo después—. Si el otro es la mitad de hombre de lo que cuentan, pega la vuelta y se vuelve a Entre Ríos.
El uruguayo hablaba bajito, como cansado. Yo me di cuenta que exageraba la pachorra porque les estaba explicando dos veces lo que quería decirles. Imitaba a un malevo. Quería decirles que el panaderito debía convertirse en un malevo.
—Traigan con qué escribir y una lámpara —dijo.
Uno cree estar lleno de recuerdos y al final de la vida rememora de veras cuatro o cinco cosas, las más las imagina o las miente. O las ha oído y repetido tantas veces que a la larga se le representan como si las hubiera visto. Ésta la vi yo mismo, ¿y sabe cómo lo sé?: porque es la primera vez que la cuento. Decir que lo estoy viendo es poco. Yo estaba ahí cebando mate mientras el uruguayo escribía con lápiz, en unos papeles de envolver, a la luz de la lámpara. Casi no respirábamos, por miedo a interrumpirlo. Viera la concentración y la letra grande de ese hombre. Escribía y tachaba o se quedaba un rato mirando el aire y volvía a escribir, a veces hacía un ademán, hablaba solo, pedía un mate o se tiraba el pelo para atrás. Tenía unas manos largas y afiladas y ese brillo en los ojos de los que van a vivir poco. Como a las tres de la mañana nos dijo ya está. Cuando pasó en limpio el escrito no ocupaba ni dos hojas.
A Trinidad la mandaron a dormir y empezó el ensayo. Primero leyó él mismo. Qué representación, señor. Apenas me acuerdo de las palabras; me acuerdo del sentido y que daban una especie de frío en la espalda.
—Pero qué pasa si el Reyuno empieza a hablar él —preguntó alguien.
—No va a hablar mucho, va a preguntar dónde está Trinidad o quién es el panaderito. Ahí empieza el monólogo del compañero.
—Pero, ¿y si lo interrumpe?
—Lo deja que hable. En cuanto pare, él sigue con la letra. Ni le contesta ni se deja llevar por lo que diga el otro. Lo único que hace es seguir diciendo la letra.