Vos, me dijo a mí, vas a estar tomando mate como ahora, en la puerta. Cuando llegue Altamirano le decís que un hombre lo espera adentro. Vos, le dijo al panaderito, vas a estar solo. De espaldas, en camisa, apoyado ahí. El tiene que ver que no llevas cuchillo. Diga él lo que diga y haga lo que haga le decís que lo estabas esperando.
—Si le da tiempo —dije yo.
—Le va a dar tiempo —dijo él—. Ese hombre no mata por la espalda. Ahora te aprendes la letra —le dijo al panaderito—. Lástima tener que irme a Buenos Aires sin verlo. No lo mires a la cara hasta la parte del cuchillo.
Ensayaron toda la noche. Casi al amanecer llegó un coche de alquiler con una señora preocupada y bien vestida y el uruguayo tuvo que irse, creo que había venido nada más que a saludar.
Esa misma mañana apareció la cuadrilla de Altamirano, una montonera de gente, y yo, que estaba tomando mate en la puerta, lo vi a ese hombre a menos de dos metros. Bajó él solo del caballo. No dijo una palabra.
Yo dije:
—Si busca a un hombre, está adentro.
—Busco a una mujer —dijo el Reyuno. La puerta del Filodramático estaba abierta y allá en el fondo se lo veía al panaderito. Los de a caballo amagaron bajarse pero el Reyuno los paró con un ademán y entró con el cuchillo en la mano.
—Vos tenés algo que es mío —dijo adentro la voz del Reyuno.
Hubo una pausa.
—Lo estaba esperando —dijo la voz del panaderito.
Ya le dije que casi olvidé las palabras. Y aunque no estuve presente, porque ahí adentro no había nadie más que ellos dos, me acuerdo del uruguayo y es como acordarme de los gestos y de la voz del panaderito. Los gestos no eran muchos. Darse vuelta de a poco, pero no del todo. Hablar casi de perfil. Mirarse la mano mientras se rascaba distraído la uña del dedo del corazón con la uña del pulgar. El panaderito hablaba con lentitud y cansancio, lo que no era raro, teniendo en cuenta que no tenía muy segura la letra y que no había dormido en toda la noche. Una mujer no es de nadie, le decía, salvo de sí misma, y que ningún hombre pierde más mujer que la que ya no tiene, y le decía que él, el Reyuno, tal vez había llegado con vida hasta ese sitio porque él, el panaderito, le permitió llegar para decirle esto. Puede que ahora uno de los dos mate al otro, le decía, puede que usted me mate o a mí me toque matarlo, como tantas veces hemos tenido la desgracia de haber muerto tanta gente, puede que si me mata consiga salir vivo de Las Canaletas, pero suceda lo que suceda nadie va cambiar dos cosas. Las dos cosas eran: su respeto por la hombría del Reyuno y el amor de Trinidad por él, por el panaderito.
El panaderito terminó de darse vuelta y lo miró a los ojos.
—Ayer me casé con su mujer, Altamirano. Ya no uso cuchillo. De usted depende que ahora vaya y lo busque.
Ése es todo el cuento, señor.
El Reyuno dijo unas palabras que no se escucharon y que el panaderito no repitió nunca. Volvió a salir, montó a caballo y no lo vimos más. Claro que a lo mejor usted quiere oír qué pasó a la larga con Trinidad y el panaderito. No tiene caso, señor. Entre los pobres hay muy pocas historias felices. Todas terminan cuando recién empiezan.
—Lo malo es que a la larga ya no se siente nada —dijo el más corpulento, el de más edad—. Peor que eso. Estás esperando que termine de una vez. —Suspiró entrecortadamente; tres inspiraciones breves y rápidas. —Hasta te fastidia —murmuró.
—Sí —dijo él—. Supongo que sí.
El hermano mayor estaba sentado y él de pie. No eran parecidos.
—Hasta te fastidia —repitió el mayor.
El más joven le puso vagamente una mano sobre el hombro; por un momento dio la impresión de que iba a tocarle la cara. Fue algo tan fugaz que no se podía saber si realmente había querido tocarle la cara. Se limitó a posar una mano sobre el hombro del otro y a apretar suavemente.
—Cálmate —dijo—. Es así; las cosas siempre son así.
—Sacate de una vez ese sobretodo —dijo el hermano mayor—. No se sabe si acabas de llegar o estás por irte.
—Acabo de llegar —dijo él—. También estoy por irme. El último tren a Buenos Aires sale a la una.
—¿Cómo sabes que hay un tren a la una? Él se quitó el sobretodo y lo puso sobre el escritorio. No se sentó.
—Siempre hubo un tren a la una, ¿no? Y, como vos decís, en este pueblo no cambia nada.
—Nunca hubo un tren a la una. A la una de la tarde, sí; pero no a la una de la madrugada. Yo te voy a decir qué hiciste. Averiguaste el horario en la estación. No habías terminado de bajar del tren y ya estabas preguntando a qué hora tenías otro para volverte.
—No discutamos. No discutamos hoy.
—No estamos discutiendo: te estoy mostrando cómo sos. Y voy a adivinar algo más. Hasta sacaste el pasaje. Seguramente ya sacaste el pasaje, para no arrepentirte.
—No saqué ningún pasaje. —El que estaba de pie hizo una pausa. —Además, pensaba quedarme esta noche.
—Pensabas.
—Quiero decir que no sé por qué dije que me iba a la una.
—Yo sí sé —dijo el mayor—. Porque averiguaste el horario y porque sos jodido. Los tres siempre fuimos así: jodidos. En eso sí que nos parecemos vos y yo.
De alguna parte de la casa llegaban rumores apagados de voces y la vaharada de las flores.
—Él no era jodido —dijo el que estaba de pie.
—Era un viejo jodido. No se quejó en ningún momento. La gente, cuando le duele algo, se queja. O grita. O pide alguna cosa.
—De qué murió.
La risa del hermano mayor sonó ahogada y ambigua. Una risa profunda que culminó en un falsete como un quejido.
—Ésa sí que es una buena pregunta. Dios mío, de qué murió. El padre estuvo agonizando un año entero y él viene, antes da una vuelta por la noche del pueblo, entra en la vieja casa y pregunta de qué murió.
—Me hubieran avisado con tiempo —dijo él.
El otro, desde abajo, lo miró.
Un reloj de pared dio la campanada de las once y media. Los dos se quedaron un momento a la expectativa, como si esperaran otra.
—Mejor salgamos —dijo finalmente el mayor—. Vámonos al patio, o a caminar por ahí. El olor de esas flores marea. La casa entera tiene olor a pantano, a flores corrompidas. —Hablaba sin ponerse de pie. —Cuando eras chico, te acordás, siempre querías que te llevara al café de la estación. Un gran lugar, la estación. Y así, de paso, no perdés tu tren. O mejor vamos hasta el río.
—Para eso hiciste que me sacara el sobretodo —dijo el más joven.
El mayor se levantó Era ancho y más alto que el otro. Grave e imponente, tenía el aspecto que debe tener un hermano mayor. Sólo que de pronto daba la impresión de estar relleno de lana. Parecía haberse quedado pensando en algo.
—¿Cómo?
—Si para eso me hiciste sacar el sobretodo.
—Usted suénese los mocos y de hoy en adelante obedezca a su hermano, como dijo el viejo esa noche. ¿Cuánto hace que la casa no olía de este modo?
—Les acompaño el sentimiento —dijo de pronto una vieja, junto a ellos.
—Váyase a la mierda —murmuró suavemente el mayor—. Gracias —dijo.
—Hace treinta años —dijo el más joven—. Yo tenía seis y vos once. Ni vos ni papá lloraban.
—Vos sí llorabas. Vos llorabas de veras como un huérfano. Límpiese esos mocos y obedezca a su hermano. Siempre fuiste medio marica vos. —Se rio bruscamente, un cloqueo forzado y cavernoso. —Siempre había que andar pegándole a alguien por tu culpa. ¿Por qué no vino tu mujer? Ella lo quería a papá.
Habían salido de la casa y ahora caminaban por la vereda. Una calle arbolada de naranjos. Desde algún lugar de la noche llegaba la música remota de un baile.
—No estaba. Ella no estaba en casa cuando me llamaron.
—Las mujeres lo querían, qué cosa tan rara. Sobre todo las mujeres ajenas. ¿Por qué no tuvieron hijos ustedes? El viejo siempre quiso tener un nieto.
—Te hubieras casado vos —dijo él.
—No digas pavadas —dijo secamente el mayor. El menor lo miró de reojo en la oscuridad.
—Pavadas, por qué.
—El viejo, en cambio… Le tocaba el culo a la enfermera. Ese culo no se hizo en un ratito, decía, y se doblaba en dos de la risa, tosiendo y escupiendo el alma. No se hizo en un ratito. Hasta que se quedaba quieto, resollando con los ojos en blanco… Ella ha de madrugar mucho, tu mujer; yo te hice llamar a la cinco de la mañana… Se murió de dolor, ya que te interesa tanto saberlo. Era como ver agonizar a un buey, como si lo carnearan vivo. Se le reventó el corazón, por no gritar. Cuando lo abrieron no tenía pulmones, ni hígado, pero murió de un ataque cardíaco. ¿Cómo se puede saber lo que le pasa a un hombre si no te dice qué le pasa? ¿Cómo puede saber un hijo qué le duele al padre, si el padre, mientras se muere, les toca el culo a las enfermeras y se ríe? Era un viejo muy jodido, te lo juro.
En dirección a ellos venían tres o cuatro personas; la luz de un zaguán iluminó un ramo de flores blancas.
Ellos cruzaron la calle y cambiaron de vereda.
—Pero vos tuviste una novia —dijo el menor.
—¿En qué te quedaste pensando? Tuve, sí. El me la quitó. Papá. Los encontré una tarde, a la siesta, en la cama grande. Yo había ido a Rosario por un asunto del Juzgado, y volví antes. Ahí estaban, en la cama de mamá. No te preocupes: no me vieron. Quería tanto un nieto que casi se lo hace él mismo. No debiste dejar a esa chica, me dijo después, era una buena chica. Hubiera sido una buena mujer, se parecía a tu madre. ¿Qué se hace con un padre así?
—No llores —dijo él.
—Al final te fastidia, carajo.
—Esta calle está igual, hasta la música parece la misma. Una vez me llevaste a un baile.
—Un año entero muriéndose, hasta que uno termina por rezar para que se muera realmente. Nunca supe si le dolía algo. No se puede hacer eso, un hijo no merece eso. Qué te voy a llevar a un baile, nunca bailé.
—Me llevaste, era verano, pediste una naranjada con ginebra. Para el nene, dijiste, una bolita.
—¿Una bolita? Había una bebida que se llamaba bolita. Pero eso era antes de que naciéramos. Mamá nos contaba. Vos ni debes saber por qué le decían bolita.
—No sólo lo sé: me acuerdo.
—Por qué, a ver.
—Por la tapa. En vez de tapa, tenía una bolita de vidrio.
—Pero si ni siquiera yo vi ninguna. No puedo haberte pedido una bolita.
—La pediste. Seguramente fue una broma. Yo te veía tomar la naranja con ginebra y me parecías un fenómeno.
Noches de Budapest
: te apuesto a que ese fox-trot que están tocando se llama
Noches de Budapest
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—¿Y vos?
—Yo qué.
—Qué tomaste, vos qué tomaste esa noche.
—No sé qué tomé. Pero me acuerdo perfectamente de la bolita de vidrio.
Siguieron caminando en silencio. La primera vez que estaban en silencio desde que se habían encontrado.
—Gracias —dijo de pronto el mayor—. Ya estoy bien. Ustedes, a veces, tienen esas cosas.
—Me separé —dijo él—. Por eso no se enteró lo de papá.
—Con quién la encontraste.
—Con nadie. Ella me encontró.
—Pero vos la querías. Cuando estuvieron acá se veía de lejos que la querías. Y ella te miraba como si fueras de oro.
—Hace diez años que estuvimos acá. Fuera de este pueblo, el tiempo pasa en serio.
—Pero vos la querías.
—Claro que la quería, todavía la quiero. Eso qué tiene que ver.
—Nada, me imagino. En esto también sos hijo del viejo. ¿Vos sabías que él la engañaba a mamá?
Estaban sentados en uno de esos bancos de plaza que hay al frente de ciertas casas de pueblo. El reloj del Cabildo dio la medianoche.
—Cómo que la engañaba a mamá. Cuándo la engañaba.
—Cuando podía, y podía siempre. Lo supe a los diez años. Fue como lo de la cama grande pero en la cama del finado tío Carlos.
—¿Con la tía Matilde?
—No. O a lo mejor también con la tía Matilde, pero sobre todo con una de las mellizas.
—¿Las hijas de tía? ¿Con las dos?
—Con una. De cualquier modo eran idénticas: una, un poco más rubia. No te asombre que alguna noche las confundiera. El viejo nunca fue muy detallista.
—Pero con cuál.
—Qué sé yo con cuál, qué importancia tiene con cuál. Por eso tuvieron que irse del pueblo.
—Y vos cómo lo supiste.
—Te acabo de decir que los vi. Yo tendría diez años y esa noche él me llamó al escritorio. En los grandes momentos nos trataba de usted, te acordás. Usted es muy chico para saber qué es el amor. Yo la quiero a su madre, y eso es una cosa; pero hay muchas mujeres en el mundo, y eso es otra cosa. Lo importante era no confundir a las mujeres, que son muchas, con el amor, que es uno solo. Y que si mamá llegaba a enterarse él me cortaba los huevos. No le veo la gracia.
—Que te los cortó. Perdóname que me ría, pero te los cortó. Seguí, no me hagas caso.
—Estás despertando a los que duermen. Si es que duermen. Estos bancos dan siempre a una ventana, detrás de la ventana siempre hay un solterón insomne o una vieja que teje en la oscuridad o un viejo marica que no sabe qué hacer de su vida. Ponen bancos para que los que andan de noche por la calle se sienten y hablen.
—Cómame algo de mamá.
—Mamá era mamá. No tenía historias.
Se pusieron de pie. Un pájaro sobresaltado o un murciélago chocó contra el farol de la esquina. La luz se apagó durante un instante pero volvió a encenderse de inmediato. El mayor se había tomado instintivamente del brazo del otro. O tal vez lo había tomado del brazo.
—Puedo quedarme, si querés. El mayor se detuvo, sin soltarlo.
—Qué cosa rara estás pensando.
—Yo, nada. Pero es cierto, cuando venía en el tren pensé que yo también estoy un poco solo. El hermano mayor lo soltó.
—Vos también. ¿Y quién es el otro? ¿O hablas en general, o estás hablando de la gente? Vos y yo no podemos vivir juntos.
—No dije quedarme a vivir.
—Ya sé lo que dijiste. Hablame del baile.
—Qué baile.
—El baile al que te llevé. El baile de la bolita.
—Ya te lo conté. Me acordé por la música. El más joven se detuvo y giró la cabeza, desconcertado. Sólo Se oía el paso del viento entre las ramas. La música ya no se oía.
—Cambió el viento —dijo el mayor.
—Qué raro oír eso. Oír que ha cambiado el viento. En las ciudades nadie dice una cosa así. Nadie se da cuenta cuando cambia el viento.