Cuentos completos - Los mundos reales (46 page)

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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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—No le digan nada —dijo, y agregó que a pesar de todo, gracias a nosotros, éste había sido el año más feliz de su vida.

Después tomó la mano del que tenía más cerca y tiró hacia abajo, hacia la cama. Todos tuvimos miedo de que fuera a besarnos. El viejo, sin embargo, sólo quería que nos arrimáramos un poco. Fue levantando la mano y nos tocó la cara.

Cuando salimos de la pieza, la expresión de Hernán, sobresaltándome desde la penumbra de un espejo, tenía una dureza galvánica.

—Lo detesto —dijo—. Al viejo no, al imbécil ese. El sol de octubre devastaba los canteros en el patio. Eduardo leía, en un banco de piedra.

—Papá está mal, ¿no es cierto? —preguntó.

La cabeza le brillaba bajo el sol, y era necesario no apartar los ojos de su pelo amarillo, de sus mechones colorados. Se puso de pie.

—Está mal, ¿no es cierto? —preguntó—. El a mí no me lo dice, pero igual tengo miedo.

Traía una Tabla de Logaritmos en la mano.

—Mira, infeliz —dijo alguno de nosotros, en voz muy baja—. Mira —no pudo seguir hablando y sólo atinó a sacar un papel del bolsillo. Otro dijo: —El viejo no tiene que saber nada de esto, te das cuenta. Ni que vos sabes que se muere, oís, ni que vos sabes que se está muriendo ni que nosotros somos una mierda, ni nada —casi gritó.

Y Hernán dijo:

—Que las cartas te las escribíamos nosotros. Eso es lo que quieren decirte. Que a María de los Ángeles la mandamos a misa nosotros. Que es una putita que se acuesta con medio Nacional.

No sé, nunca supe qué significó todo esto, ni cuándo lo olvidamos, ni por qué yo lo recuerdo ahora.

El Chacra siguió viniendo al Nacional, terminó el secundario con nosotros y, en quinto año, se puede decir que nos hicimos realmente, o por primera vez, amigos. Nunca perdió su manera de caminar, como pisando surcos. Al terminar el bachillerato rindió las equivalencias y cursó Ciencias Económicas. En 1956, era contador en Ramallo. Tres años después, en San Nicolás, en la Siderurgia. Siete años más tarde, se mató.

Hoy, revolviendo mis papeles, encontré una fotografía de cuarto año. Lo imaginaba distinto. O no sé, a lo mejor había que verlo caminar. Aníbal está detrás, haciéndole una morisqueta. Creo que por eso lo reconocí.

Muchacha de otra parte

Cuando me contestó que no era de acá, yo pensé, sin demasiada imaginación, que estaba hablando de Buenos Aires. Es el destino, le dije, yo tampoco soy de acá, y agregué que era un buen modo de empezar una historia de amor. Ella me miró con una expresión que sólo puedo describir como de desagrado, como suelen mirar las mujeres muy jóvenes cuando el tipo que está con ellas y al que acaban de conocer dice alguna estupidez. La edad, más tarde, les enseña a disimular estos pequeños gestos helados, estas barreras de desdén, de ahí que asienten, consienten y a la larga hasta nos estiman, cuando lo que de veras sucede es que han crecido y ya no esperan demasiado del varón. Lo que estoy contando sucedió hace quince años, en otoño. Sé que era otoño porque la encontré en Parque Lezica y una de las primera cosas que dijo fue que el camino del puente siempre está cubierto de hojas, como este sendero de la plaza. Le pregunté qué puente, y ella me lo describió. Al bajar del tren, tomando a la derecha, hay un camino con una doble hilera de plátanos, en seguida está el puente de madera. Después habló de los médanos. Yo no le presté mucha atención. Estaba considerando seriamente si esa chica me gustaba o no, lo que sólo podía significar que no me gustaba, cosa que (hoy lo sé) era realmente la peor manera de empezar una historia de amor. No hay más que ir descubriendo virtudes, transparencias, hermosuras parciales en una mujer, para que esa mujer se transforme en una fatalidad. Ya he cumplido cincuenta años; ella, hoy, no tendría más de treinta. Con esto quiero decir que la noche del parque andaría por los dieciséis, aunque no sé por qué escribo que hoy no «tendría». Tal vez porque sólo la concibo como era entonces, una adolescente un poco demasiado intensa para mi gusto, más bien sombría, alta, de pelo muy negro y piernas delgadas. No había nada en su rostro, salvo quizá la nariz, que llamara mucho la atención. Tenía eso que suele describirse como una nariz imperiosa. Sus ojos, vistos de frente, no eran grandes ni de uno de esos colores hipnóticos e inhallables como el malva, por ejemplo, ni siquiera verdes. Vivió a mi alrededor durante dos años y no tengo ningún recuerdo sobre el color de sus ojos. Tal vez fueran pardos, aunque podían virar a un tono más oscuro que los volvía casi negros. O acaso esta impresión la daban sus pestañas, y por eso he dicho que sus ojos, vistos de frente, no tenían nada de particular. Vistos de perfil, en cambio, eran asombrosos. Y ésta fue la primera belleza parcial que descubrí en ella. La segunda, fue el pie. No hay en todo el arte gótico un modelo adecuado para un pie desnudo como el que se me reveló esa misma noche en uno de los hoteles de las cercanías del parque. Imagino que alguien estará pensando que, si ella tenía dieciséis años, su aspecto no debía ser muy infantil, o no la hubieran dejado entrar en un hotel conmigo. Lo cierto es que nunca supe su edad real, parecía de dieciséis. Y nunca dejó de parecerlo. Claro que a esa edad crecer uno o dos años es lo mismo que crecer un día, así que no tenía por qué cambiar demasiado, aunque ya hace mucho tiempo que empecé a preguntarme si su primera confesión de esa noche (no soy de acá) no significaba algo distinto de lo que yo imaginé. Hay otros mundos, es cierto. Son tan reales como éste; y no diré ninguna novedad si aseguro que están en éste.

En cuanto al hotel, requiere alguna explicación. En esa época las mujeres usaban aquellos bolsos enormes, tipo mochila. Nunca supe qué metían ahí adentro; pero era como si se desplazaran por Buenos Aires con la casa encima, como los caracoles. Lo increíble solía ser su peso. Y bastaría reflexionar un segundo sobre el peso de aquellos bolsos de Pandora y sobre la cantidad de cuadras que eran capaces de caminar llevándolos a cuestas, para dudar seriamente de la fragilidad física de las mujeres, al menos de las de mi tiempo. Si no fuera por la cara que tenés, te propondría ir a dormir a un hotel, le había dicho yo. No creo haber pronunciado en mi vida una frase tan directa ni con menos intención de ser tomada en serio. Ella me miró, frunciendo las cejas, como si considerase el aspecto práctico del problema. Estábamos sentados en un banco del parque; ahí mismo abrió su bolso, sacó unos anteojos negros, sacó una impresionante capelina de paja, la restituyó a su forma original con dos o tres toques parecidos a pases magnéticos, sacó unas sandalias doradas de taco más que mediano, que cambió rápidamente por sus zapatillas de tenis y sus medias de jugador de fútbol, se puso la capelina y me dijo: «Vamos». El poder mimético de las mujeres no es un descubrimiento mío. Con poseer dos o tres atributos básicos, cualquier chica que ordeña vacas puede transformarse en condesa, si la visten adecuadamente; y la historia del mundo prueba que esto ocurre a cada momento. Un minuto antes, yo tenía sentada a mi lado a una adolescente de pantalones bombachudos, chiripá y zapatillas de delincuente juvenil; ahora tenía, de pie frente a mí, a una altísima joven de babuchas más o menos orientales, capelina, chal sobre los hombros y anteojos negros. Una actriz de cine dispuesta a no revelar su identidad o una princesa de la casa de Mónaco viajando de incógnito por la Argentina. En la media luz violeta de la conserjería del hotel, era realmente un espectáculo sobrecogedor. Acaso aún parecía algo joven; pero nadie en el mundo se hubiera atrevido a importunarla preguntándole la edad. De más está decir que a estas alturas el bolso faraónico lo cargaba yo. Ella llevaba en la mano una carterita, que luego resultó ser de útiles relativamente escolares y que podía pasar por ese otro tipo de objetos misteriosos, por lo liliputienses, que las mujeres llevan a las fiestas y que acaso contienen un pañuelito de diez centímetros cuadrados, un geniol, una estampilla. Subimos y caí extenuado sobre la cama, a causa de la mochila. Y ahora tal vez debo decir que he visto desnudarse a algunas mujeres. No tantas como me gustaría hacerle creer a la gente; pero he visto a algunas. Nunca vi a ninguna que se desnudara, por primera vez, como ella. Ni artificio ni cálculo ni erotismo: se desvistió como una chica que se va a pegar un baño, cosa que por otra parte hizo. Cuando por fin se acercó a la cama, envuelta en un toallón, yo dije la segunda de las muchas estupideces que iba a decirle en mi vida. Le pregunté cuántas veces había practicado el número transformista de las sandalias, los anteojos y la capelina. No recuerdo si habló; recuerdo que abrió los ojos y se llevó las manos al pecho, como si se ahogara. Las pupilas le brillaban en la oscuridad como las de un animal aterrorizado. En más de una ocasión sospeché que estaba algo loca o que no era del todo real; esa noche fue la primera. Calmarla me llevó mucho tiempo; acostarme con ella, también. Más tarde le pregunté por qué había aceptado venir. «Por el modo en que me lo pediste», dijo sonriendo. Lo que pasó esa noche, lo que pasó hasta la madrugada de ese día y de otros días, prefiero no recordarlo con palabras. Lo que una mujer hace con un hombre, cualquier mujer lo ha hecho y lo hará con cualquier hombre. Sólo los imbéciles creen que esa fatalidad es la pobreza del amor, no saben que ahí reside su eternidad, su linaje, su misterio. Tal vez no todas las mujeres murmuran casi con odio «no soy de acá, no soy de acá», cuando el sexo las pierde en esa región que sólo ellas conocen; pero, digan o callen lo que quieran, cualquier hombre ha sentido que cuando por fin todo termina parecen volver de otro lugar. Ella, a veces, me lo describía. Hay allá la cúpula de una pequeña iglesia, que se ve entre los árboles si uno se detiene en el sitio adecuado del puente. Hay a veces un arroyo de aguas traslúcidas entre cuyas piedras nadan pececitos negros, que acaso son pequeños renacuajos, aunque a ella esa idea le resultara desoladora. Otras veces no había arroyo, y sí largas veredas arboladas de moras. Sólo una vez hubo un faro. Esas inesperadas variantes, que al principio me parecían caprichos, distracciones o mentiras, dibujaron con el tiempo un mapa preciso que ahora yo puedo reconstruir árbol por árbol, casa por casa, médano por médano. Porque los médanos estaban siempre, en sus palabras y en sus sueños. Como estaba siempre el camino de los plátanos dobles, cubierto de hojas y, al terminar ese camino, el puente de madera desde donde se ve el campanario de la pequeña iglesia. De la primera noche no recuerdo estas cosas, sino de otras noches, en las que volvíamos de un cine de barrio, caminábamos por el puerto y nos despertábamos en mi departamento o en cualquier hotel donde la capelina había sido reemplazada por un vestido rojo de escote escalofriante y los ojos maquillados como un oso panda.

Sé que lo que voy a escribir ahora suena pueril, novelesco, demasiado fácil de ser escrito; pero nunca supe su verdadero nombre. Tampoco supe dónde vivía ni con quién. Con un abuelo muy viejo, me dijo a desgano una tarde en que insistí casi con violencia. El abuelo, por lo menos esa tarde, estaba casi ciego y apenas tenía contacto con la realidad, lo que significaba que ella podía volver a cualquier hora y hasta faltar de la casa uno o dos días, con tal de no dejarlo morir de hambre. Una madrugada le propuse acompañarla. Me preguntó si estaba loco. Qué iba a pensar la tía Amelia si la veían llegar con un hombre que era casi una persona mayor después de haber faltado un día entero de su casa. Esa noche me había hablado del faro; me desperté de golpe y la vi sentada en la cama, mirándome desde muy cerca, con los ojos muy abiertos. «Volví a soñar con el faro», me dijo. Yo dije que no era cierto y la oí gritar por primera vez. «Qué sabes de mí», gritó. «No sabes nada de mí. Volví a soñar con el faro y era el faro al que iba a jugar cuando era chica; ahora ya no está, pero era el mismo faro». Le contesté que no era posible que hubiese vuelto a soñar con un faro, ya que nunca me había hablado antes de ningún faro. Me miró con rencor, después me miró con miedo. Comenzó a vestirse y parecía desconcertada. «No puedo haber soñado con el faro», dijo de pronto. «Lo inventé todo». Ésa fue la madrugada en que le propuse acompañarla y ella me habló de la tía Amelia. Le hice notar que hasta hoy había vivido con un abuelo. Me miró sin ninguna expresión, o quizá con la misma mirada desdeñosa del primer día. «No voy a volver a verte nunca más», me dijo. Y, por un tiempo, no volvió. Si no hubiera vuelto nunca, tal vez yo ahora no estaría buscando el pueblo que está más allá de la arboleda y el puente. Pero ella volvió. Un día, al llegar a mi departamento, la encontré sentada en mi cama. Miraba fascinada una revista de historietas y estaba comiendo una torta de azúcar negra. Tenía el pelo más largo. Levantó una mano y, sin apartar los ojos de la revista, me saludó moviendo apenas los dedos. No tuve tiempo de asombrarme porque sucedieron dos cosas. Verla ahí, tan irrefutable y casual, me hizo tomar conciencia de que si ella no hubiera vuelto yo no habría tenido manera de encontrarla. La otra, fue algo que dijo. Yo le había preguntado dónde estuviste todo este tiempo, y ella, con distraída alegría, contestó de inmediato: «En casa». No fueron las palabras, sino el tono con que las pronunció. Supe que no hablaba de la casa del abuelo ciego o de la tía Amelia, admitiendo que existieran. Ni siquiera pensaba la palabra
casa
en el mismo sentido que yo, en el sentido convencional de objeto para habitar. Había dicho casa como una sirena diría que ha vuelto unos meses al mar. Iba a preguntarle cómo había entrado en mi departamento pero me callé. Desde ese día, aprendí a callarme. Para empezar, me resultaba un poco alarmante admitir que su casa, su casa real, en algún barrio de Buenos Aires, me importara mucho menos que el lugar con el que soñaba y del que me hablaba a veces, como si hablara en sueños, sin poner ninguna atención en que ciertos detalles descriptivos coincidieran o no. En segundo lugar, noté algunas cosas que podría haber notado mucho antes, lo que de paso agravó mi temor retrospectivo, el miedo inesperado de lo que podría faltarme si ella no hubiera vuelto. Me di cuenta, por ejemplo, de que la quería, y me pareció inconcebible haberlo descubierto gradualmente. También me di cuenta de que no había que hostigarla con preguntas, ni atemorizarla. La violencia le daba miedo, y la ironía y la vulgaridad la llenaban de tristeza. Hoy sé que cuando un hombre comienza a tener en cuenta estos detalles mejora mucho su visión general de la vida o se vuelve idiota. Yo sigo pensando que la vida es horrible; tal vez por eso estoy buscando el pueblo. Una o dos semanas después de ese regreso me preguntó, por primera vez, qué me pasaba. No era de hacer este tipo de preguntas, lo que bien mirado podía ser un rasgo de egoísmo infantil, y la palabra «infantil» explica, mejor que ninguna otra cosa, lo que digo más arriba sobre la visión generosa del mundo y la idiotez. Tuve una intuición súbita y le dije que no, que no me pasaba nada, que sólo estaba pensando en si habría vuelto a ver el faro, cuando estuvo allá. Después la tomé del hombro y le señalé el baldío de una demolición. Mira aquella pared, le dije, con los dibujos que quedan en la medianera uno puede reconstruir cómo era la casa. «Sí», dijo, «es cierto, pero no se puede saber si eso es lindo o triste. No, el faro no está más y yo creo que nunca lo vi, debe ser una de esas historias que me cuenta el abuelo». Le pregunté por qué habrían plantado una hilera doble de moreras a los costados del camino. Se rio y me preguntó de qué estaba hablando. «No son moras», dijo, «son plátanos altísimos y viejísimos, la calle de las moras es la de la vieja Eglantina, la que nos regalaba semillas de mirasol». Yo insinué que los médanos, al correrse con el viento, debían taparlo todo. Seguía riéndose. Los médanos están hacia el otro lado, como quien sale del pueblo. Y no tapan las casas pero es cierto que se mueven, a la noche, y cuando uno despierta todo está cambiado y es como si el pueblo entero se hubiera ido a otro lugar. Se calló. Me estaba mirando con desconfianza, no lo sentí en sus ojos, que no veía, sino en la rigidez de su piel bajo mi mano. Era como si cualquier lugar de su cuerpo estuviera tramado con la misma materia sensible e intensa. Le dije que tenía sueño, que tal vez debiera ponerse la capelina. Me dijo que no había traído la capelina ni los anteojos negros ni las pinturas y que odiaba los hoteles. Iba a contestarle que la última vez no parecía odiarlos tanto, pero reconocí con cautela que, si lo pensaba un poco, yo también les tenía rencor. Caminamos hacia mi departamento. Yo subo, le dije en la puerta. Me siguió. Cuando llegamos al dormitorio tuve otra intuición. Y ahora te pones la capelina y me mostrás el pie. Volvió a reírse, y, por lo menos esa noche, sentí que a veces poseo cierta habilidad natural para hacer bien algunas cosas.

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