—Qué van a hacer cuando salgan —preguntó de golpe. Había vuelto a subir a la ambulancia y apoyaba los brazos en el hueco de la ventanilla, mirándonos.
Yo no recuerdo qué dije, pero me vi con la billetera en la mano mostrándole una foto. Ahora no se veía bien, expliqué innecesariamente; es casi rubia. Cembeyín acercó la foto al cigarrillo, dio una pitada honda, alumbrándola, y me felicitó.
—Lo felicito soldado, realmente. Yurman dijo:
—Voy a irme a un kibbutz; al campo. Cembeyín dijo:
—Yo nunca tuve nada contra ustedes, los judíos. Pero no sé, hay algo que no me gusta mucho en ustedes. Qué sentís ahora. El ruso pensó un momento.
—Nada.
—Qué sentís. ¿Sos argentino, ahora? Estás luchando por este país —y yo, al escucharlo, creí volver de otro sitio; un lugar ambiguo e irreal y a salvo de los disparos: como el que se ha dormido de pie, haciendo guardia, y recupera de improviso la lucidez, asustado sin saber por qué; sólo que esto era distinto de hacer guardia—. Estás defendiendo una causa, la causa del país. Dentro de veinte minutos, a lo mejor los zapadores nos bajan a tiros. Y mañana sos héroe nacional. Qué me contás, rusito. Héroe nacional, vos.
—Sí —dijo Yurman.
Hizo un gesto, como si despertara; el mío de un momento atrás. El tucumano seguramente también lo tenía: sólo que el tucumano debió de haber nacido con él. Lo vi, allá, borroso junto a un gran árbol viejo; la culata del máuser afirmada en la tierra y las manos sobre el caño apoyando el mentón. Cembeyín volvió a mirar el reloj.
—Estiren las piernas —dijo—. Termino el cigarrillo y marchamos.
Nos juntamos con el tucumano.
Blanca la ambulancia, a unos veinte metros, como suspendida en el centro de la noche. No hablábamos. De tanto en tanto, por la puerta a medio abrir del furgón, se veía la brasa del cigarrillo del teniente. La noche hermosísima, fría y con estrellas impávidas, muy altas: eso, y un relincho, o acaso un mugido, es lo que mejor recuerdo. Después un gran silencio, y mi mano, o la del ruso, buscando el brazo del Rojelja, y la mano del ruso o la mía interponiéndose. Luego la marcha hacia el polvorín, casi sin palabras. Como un pacto. Cinco minutos más tarde, el judío, que ahora manejaba la ambulancia, la detuvo a unos metros del puesto de guardia. La puso de culata y me dijo que tirase al aire, sobre la casilla de los centinelas.
—No saqués la cabeza, animal —murmuró, pero como si gritara.
Sacando el brazo por la ventanilla disparé tres tiros, con lentitud, apuntando alto. Unos segundos después, veinte o treinta detonaciones partieron del destacamento; antes de atinar a agacharme, vi los fogonazos.
Luego sentí el golpe seco de alguna bala perforando la carrocería de la ambulancia. Guardé la pistola en la funda, y me costó trabajo (o lo imaginé) porque la empuñadura, pegajosa, se me adhería a la mano. Con asco, hice a un lado el cuerpo de Cembeyín, sin mirarle la cabeza.
Llegamos al regimiento así, con la ambulancia baleada en veinte sitios y Cembeyín muerto.
En acción honrosa, gritó el Jefe del Regimiento a la mañana siguiente ante toda la guarnición montada, después de haber informado el dragoneante Yurman cómo, al llegar al destacamento, los zapadores salieron sorpresivamente al paso de la ambulancia, y el teniente Cembeyín, antes de entregarla, dio vuelta ahí mismo y no habíamos alcanzado a recorrer treinta metros cuando empezaron a sonar los disparos.
Ese mismo día, el tucumano Rojelja y yo fuimos ascendidos a cabos dragoneantes y, ese mismo día, nuestro escuadrón recibió la orden de «arrasar Sierras Bayas».
No llegó al cruce.
La contraorden fue clara y terminante: Perón había caído, una junta militar se había hecho cargo del gobierno de la República, y nuestro regimiento se plegaba a la revolución.
Volvimos, cantando la
Marcha de San Lorenzo
.
La retirada se inició a menos de un kilómetro del cruce, cerca del horno, no muy lejos del árbol viejo desde donde, la noche anterior, el ruso y yo nos habíamos quedado mirando allá adelante la brasa del cigarrillo del teniente, adivinando a nuestro lado, en la oscuridad, el gesto de Rojelja, el movimiento de su brazo alzando el máuser con una especie de casual e inexorable bamboleo, hasta que el máuser se quedó quieto, paralelo al camino a la altura de la cara de Rojelja, y uno de nosotros, Yurman o yo, detuvo la mano del otro, su ademán de desviar la mira del máuser: porque alguno había levantado la mano y el otro lo detuvo, con naturalidad.
O acaso fue simplemente un tomarse las manos en la noche.
Como si no hubiera por qué preocuparse.
Mientras las quinientas flexiones del tucumano Rojelja, el mejor tirador del regimiento, decidiendo por los tres, alzaban la carabina hacia la ambulancia bajo las estrellas impávidas.
Al soldado Yurman, clase 35, que nunca
vivió esta ficción, ni la leerá. Que fue muerto en el
Regimiento 9 de Infantería de La Plata, por
negarse a entregar su puesto de guardia.
Perdóname, pibe, está pensando Ortega, abrazado a las piernas del muchacho. Y el sudor, y la sangre que baja desde el arco roto de la ceja, y los lamparones lechosos de los globos de luz del Luna Park, van cubriendo con un aceite espeso los contornos de las cosas, de modo que apenas alcanza a ver como entre sueños y hasta se diría que dividida en dos siluetas blancas la blanca silueta del árbitro que se acerca dispuesto a comenzar la cuenta mientras el muchacho se aparta buscando un rincón neutral y el comentarista dice, a gritos, pelea memorable amigos, y Ortega, que ha dado de boca contra la lona, ve súbitamente la cara del rumano Morescu en el ringside, entre el humo de los cigarrillos y las bocas abiertas, que gritan. Al nivel del ring la cara. Tan cerca, la inmunda cara, los miserables ojitos del rumano. El cuerpo de Ortega se arquea, galvanizado un segundo bajo las luces y los ojos del rumano se cierran, cegados de perplejidad y de saliva: escupidos por el hombre tumbado sobre el ring. Jacinto Ortega, amigos, que acaba de ser literalmente fulminado por un violentísimo cross en contragolpe de Carlos Peralta al minuto y medio del último round, en esta pelea programada a diez vueltas. Y se diría que sobre el ring acaba de iniciarse una extraña inmolación, porque el hombre de blanco inclinándose ritualmente junto a él, casi de rodillas, levanta con lentitud sacerdotal el brazo. Y Ortega vuelve a pensar, perdóname pibe. O quizá no lo piensa, lo dice. Pero del mismo modo que nadie reparó en el salivazo ni en el gesto instintivo del rumano (gesto de buscar algo bajo la canadiense, a la altura del sobaco) tampoco nadie ha de saber esto, como una oración, porque quién va a escucharte, dónde está el que va a escucharte cuando el caído sos vos, pobre cristo, y hay veinte mil personas gritando al mismo tiempo, veinte mil, de pie, y un solo hombre caído tratando inútilmente de levantarse mientras el brazo baja y los músculos se aflojan repentinamente, como trapos, y Ortega recuerda tantas cosas que se asombra cuando escucha la palabra uno, gritada junto a su oído: palabra que significa que aún quedan nueve movimientos rítmicos, rituales, mágicos, nueve segundos para descansar y recordar al viejo Ruiz, que ha muerto. Y cuya memoria evocamos esta noche porque desde aquella inolvidable pelea en que Esteban Ruiz estuvo a punto de conquistar la corona mundial, nunca, hasta hoy, habíamos presenciado un público así de entusiasta; salvo quizá aquella otra memorable cuando.
«Ellos instaban a grandes voces que fuese crucificado», está leyendo el viejo Ruiz, o acaso ni siquiera lee. «Y las voces de ellos, y de los Príncipes de los Sacerdotes, crecían».
Cerró cuidadosamente el libro. Una Biblia de tapas negras.
Jacinto hizo una seña subrepticia al mozo: un moscato, pensó; el último. Se sentía ausente y, además, esa puntada en la nuca. El rumano quedó en venir a las nueve.
—Después lo vistieron de blanco —dijo Ruiz de pronto, girando los ojos a su alrededor; desafiando, tal vez, a alguien—. Loco, le decían.
Jacinto buscó alguna palabra para responder, pero no la encontró. Los dos se quedaron callados. Le estaba pareciendo, sí, que había algo de cierto en aquello de que Ruiz no andaba muy bien de la cabeza. La edad. Cuarenta y cinco años: muchos, sin embargo. Se acaba por escribir letras de tango, o versos; por inventar historias de peleas fantásticas, en los bodegones. O vas a parar a la Casa (dirá Ruiz una noche), y la Casa es como el infierno. Los ángeles caídos: todos están allí, Jacinto; no dejes que me lleven.
El rumano Morescu, pensó Ortega, debe parecerse al diablo. Y el viejo, a quién. Se le había dado por hablar de la Salvación, por leer aquel libro; pero tal vez no lo leía: un costurón largo, borrándole los ojos. Una cicatriz brutal, que les daba cierto parecido con los ojos de los sapos. Siempre así desde la pelea aquella con el rubio. Bergson, el rubio campeón del mundo. Quince rounds aguantando los golpes increíbles del noruego. Qué grande fuiste, pensó. Cuarenta y cinco años, ahora; se envejece pronto en este asunto.
El mozo había llegado con el moscato. Ortega hizo como si no lo viera.
Bruscamente, dijo:
—Vos lo tumbaste al rubio. Ruiz lo miraba:
—En el segundo round, pero se levantó. —Echando el cuerpo hacia adelante sobre la mesa, el viejo acercó su rostro al de Ortega, como quien cuenta un secreto; señalaba el vaso. —El vinito de San Antonio: los diablos lo fabrican. Ya lo sé, ya lo sé; uno empieza a tomarlo porque de noche no puede dormirse. Siempre pensando, y siempre lo mismo: peleas. Es como soñar despierto. A veces, el otro tira un gancho y hay que esquivarlo; entonces, Jacinto, das saltos en la cama. —De pronto se irguió. —Lo tumbé, carajo. El áperca mejor pegado de mi vida. Y se levantó. Qué paliza, después.
Ortega se quedó pensativo: si tenías cinco años menos no te ganaba el rubio, a vos era lindo verte.
Cerró instintivamente los puños; poniéndose en guardia, hizo una finta.
—Esa izquierda, te acordás. Era lindo verte. Ruiz no lo escuchaba.
—Ni mujeres ni vino —dijo; sonrió—. Qué cosa. Como si te entrenaras para ir al cielo.
Jacinto dijo lo que había pensado un momento atrás; Ruiz lo detuvo con un gesto.
—¿Cinco? —Al principio su actitud fue arrogante, luego se quedó callado. Torciendo la cabeza, lo miraba, con la expresión de quien ha descubierto algo. —Cinco años menos, tenés razón. O diez. Y que el rubio me hubiera dado una paliza igual, peor que ésa. —Y Ortega, distraído, pensó que sí: una gran paliza, a tiempo, cuando se tienen veinte años. Una generosidad, o un escarmiento. Como la mixtura amarga con que la abuela le untó, de chico, la punta de los dedos, así vas a aprender, decía. Y con la varilla obligó a Jacinto a que se comiera las uñas hasta la raíz, hasta hacerse sangre. Y después un varillazo ardiente, en el sitio del dolor. Se sobresaltó. —Lo tumbé, gran puta —y el viejo descargó un puñetazo sobre la Biblia—. Campeón del mundo, sí, pero se me abrazaba como si fuera, no sé: mi hermano. Todos, sabes, todos somos hermanos. El libro lo dice. Pero se levantó, Jacinto. A lo último ya no lo veía; veía una neblina, pegándome. Creí que me mataba.
Un hombre bajo, morrudo, vestido con un traje azul de seda, apareció en la puerta del bodegón. Volcado hacia afuera, ostentosamente, un pañuelo de color asomaba en el bolsillo alto de su saco. Había algo de injurioso en su aspecto. Morescu, murmuró Ortega. Ruiz dijo no: ése no, nadie es hermano de ése. Y, cuando Morescu se acercaba, agregó, en voz tan alta que en las mesas vecinas unos rostros turbios se dieron vuelta:
—Raza de víboras. Hay muchos modos de vender palomas en el templo. Pero un día baja el que trae el látigo de fuego y trastorna las monedas y tumba a los mercaderes por el suelo.
Después se puso de pie y fue hacia el mostrador.
—Dios los cría —dijo Morescu—. Qué tal, negro.
—Usted quería hablarme —dijo Ortega. Morescu se sentó.
—Mira —dijo—. Vos lo conoces al pibe Peralta.
Y en el rincón que da a la avenida Bouchard, el veterano Jacinto Ortega, setenta y tres kilos seiscientos gramos. Viste pantaloncito azul. Faltan, amigos, apenas unos minutos para dar comienzo al último encuentro de la noche, pelea de fondo programada a diez vueltas en la que el invicto Garlitos Peralta enfrenta al veterano Jacinto Ortega, su, por decirlo así, más duro escollo en el campo profesional. Este muchacho Peralta, a los veinte años y con sólo cinco combates en el campo rentado, se perfila, evidentemente, como el valor más promisorio de su categoría. La experiencia de Ortega, quince años mayor que él, y la asombrosa pegada de ambos púgiles, pero atención: ya están en el centro del cuadrilátero escuchando las indicaciones del árbitro. Vemos muy, pero muy sereno al chico de Parque Patricios. Tan sereno, siente Ortega, tan sin ningún machucón y con la nariz tan recta. Y fue como una luz súbita, como un látigo de fuego. Y ciegamente supo que esta noche el rumano Morescu iba a meter la mano bajo la canadiense, a la altura del revólver, con un gesto casi idéntico al del bodegón, sólo que en el bodegón había sacado un rollo de billetes y había dicho «vos sabes cómo funciona este negocio, negro», y que desde entonces habían pasado muchas cosas, hasta que ayer a la madrugada, amigos, un derrame cerebral nos borró la señera figura de un viejo que gritaba no dejes que me lleven, Jacinto, pero Ortega no podía ver con quién estaba peleando el viejo, ahí, solo en el medio del bodegón, tirando golpes formidables al aire y diciendo te tumbé, gran puta: Esteban Ruiz para todo el mundo, peleándose a trompadas con la muerte. Y es como un deslumbramiento ahora. Ortega también parece muy tranquilo y se dirige lentamente a su rincón. Hace mucho, piensa, cuando yo tenía tu misma mirada, cuando estiraba una mano para agarrar cualquier cosa, un vaso, por ejemplo, y la mano iba directamente al vaso, sin que el vaso, de pronto, cambiara de sitio. «Eh, qué haces», había dicho el rumano, en el bodegón, echándose hacia atrás: el vino, dorado, se derramaba sobre el mantel. «Disculpe», murmuró confusamente Ortega. «Mira», dijo después Morescu: «la cosa está muy clara; vos sabes cómo funciona este negocio. Y a mí no me gustaría que me lo acobardaran al pendejo». Al rumano no le gustaría, pibe. A ellos no les gustaría que perdieras ese gesto de comerte el mundo, esa mirada, donde hay algo que yo conozco: una cosa parecida al miedo. Y que es miedo. Pero que al primer derechazo se borra y sólo queda el coraje y después la sensación lacerante de tener no sé, un dínamo dentro del cerebro, algo que golpea trescientas veces por pelea contra las paredes del cráneo. Hasta que cualquier día, al bajar una escalera, da un poco de risa no poder mantener el equilibrio; asombra un poco darse cuenta de que, si no agarras el pasamano, se te traban las piernas igual que cuando te aciertan un gancho en la punta de la pera y te venís de boca, como si algo, de improviso, se hubiera roto adentro. Un hilo, algo. Alguna cosa rara que además de cortarse, duele. Como si te clavaran a palos la corona esa de que hablaba el viejo Ruiz. Y Ortega, al mirar los intactos ojos claros de Peralta, recordó el costurón del viejo; su mirada lagrimeante, de sapo. Su libro desvencijado. Y lo deslumbre como una luz súbita (porque todos tenemos una noche, Jacinto, y es como si el cielo y la tierra se juntaran y vos estuvieras en el centro, único, solo, y la noche del rubio fue mi noche: toda mi vida, sabes, amontonándose en un áperca, y mira, mírame ahora), o quizá le pareció una luz: algo repentino y mágico que le estallaba dentro de la cabeza. Tal vez fue sencillamente una puntada más aguda que de costumbre; tal vez, el sonido del gong, dando comienzo a la pelea.