—Vas a tener que repetirme todo de nuevo, porque no oí nada. Sí, que no va a haber mañana con sol: eso lo oí. O ni mañana ni sol, es lo mismo. Pero yo te prometo que va a haber… No entiendo —había cerrado los ojos; de golpe los abrió, echando violentamente la cabeza hacia atrás—. Ya sé. Matarte. Vas a matarte. ¿Acerté? Acerté. No va a haber mañana ni sol, porque ella, que sufre, ha comprendido que vivir ya no tiene sentido. Ustedes tienen… ¡Hablo en plural porque se me antoja! —lo ha gritado, acercando mucho la boca al tubo—. Tienen, todas, la cualidad extraordinaria de ser los únicos seres que sufren. Pero, sabes lo que te digo, lo que te aconsejo —se ha puesto de pie y habla nuevamente en voz muy baja; al levantarse, el café se derrama sobre su pantalón—, te voy a decir lo que te aconsejo: matate.
Y ha colgado.
Va hacia el baño, se moja la cara y el pelo, silbando se peina con las manos. Vuelve a la pieza y toma la carta. La deja y va a cambiarse el pantalón. Vuelve, toma la carta, abre cuidadosamente el sobre, lo abre con una minuciosidad casi delicada y comienza a leer. Su cara no cambia de expresión, sólo la vena de su frente parece ahora más pronunciada. Deja de leer. Va hasta el tablero de dibujo, despliega una cartulina y la sujeta con dos chinches: al soltarla, la cartulina se enrosca sobre sí misma. «Epa», dice, y va a cambiar el disco. Se oye un fagot y se oyen unas cuerdas. Recomienza a leer la carta, paseándose. Está junto a la ventana abierta. Sin mirar, arroja el pucho del cigarrillo hacia la planta baja. Vuelve a la mesa. Pliega lentamente la carta, la pone otra vez dentro del sobre, mira hacia el teléfono y con gesto distraído (sólo la vena de su frente vive, y su boca, que se ha alargado curvándose hacia abajo) rompe en pequeños pedazos el sobre y coloca los pequeños pedazos en un cenicero, formando un montículo, una diminuta pira. Arrima el encendedor y se queda mirando la pequeña fogata.
Repentinamente va hacia el teléfono y marca un número.
—Y si te ibas a matar —dice después de un momento—, si te ibas o te vas a matar, ¿me querés explicar para qué me lo contaste? Yo
te
voy a decir para qué. Para ajusticiarme. Callate, Yo, culpable; vos te vengas de mí, ¿no? Ah, no, querida. No acepto. Me parece injusto cargar, yo solo, con tu muerte. Lo que hay que hacer, lo que tenés que hacer, es lo siguiente: llamar por teléfono a todos, a todos quiere decir
a todos
, a tus amigos y a tu viejo papá, callate, a tus compañeritas de la primaria y del Sagrado Corazón y a tus conocidos lejanos: a todos. No sólo a mí. Al señor que se cruzó con vos en la calle el día cinco o catorce de cualquier mes de cualquier año y te vio esa única vez en tu vida. Y al que ni siquiera te miró, especialmente a ése. A todos. Lo que hay que hacer es agarrar la Guía de la Capital, del país, del planeta entero, y llamar y llamar y llamar por teléfono a todos y decirles, mis queridos hermanos, cuando muere asesinado un hombre siempre es culpable toda la humanidad, pichón de frase. O suicidado, en tu caso. Y también a mí, sí, pero no a mí solo. Ya me crucificaron la otra vez, hace como dos mil años; yo no cargo más con los líos de ustedes, amor. O quién sabe. Quién sabe ni siquiera me llamaste para que te expíe… ¡con equis!, por ahí me llamaste para no matarte, para que te salvara. Lástima que se fue la inglesa que estuvo hoy, la de los ojos. Tenía los ojos del color justo, una cruza de ópalo y zafiro soñada por Kandinsky. La mirabas un rato y era como caer para arriba. Como zambullirse de cabeza en el cielo. Daban vértigo de azules. Yo la neutralicé por el lado de los zapatitos, redondos en la punta, que si no. Y debe ser, sí, seguro que me llamaste para eso. Y ahora yo tengo potestad de vida y muerte sobre la Adolescente Engañada, yo, el Gran Hijo de una Gran Perra, todo con mayúscula. Y sí, soy… ¡Callate! Soy justamente eso. Y acertaste. No tengo sentimientos, ni alma, y me divertí con vos a lo grande,
nos
divertimos, porque debo reconocer que en la cama vos eras también bastante mozartiana y con tu buena dosis de alegría de vivir. ¿O no? Si era el único lugar donde… Y a lo mejor está bien; a lo mejor eso es lo cierto. Lo digo en serio. Y no hables ni una sola palabra porque… Horroroso. El recuerdo que tendrás de mí será horroroso, parecemos Tania y Discépolo. Oíme, llama; haceme caso. Te fijas en la Guía y marcas un número, o ni te fijas. Llamas al azar y decís señor, a que no sabe quién le habla, le habla una muchacha de dieciocho años que va a matarse dentro de un rato, ¿no le parece inmundo no poder hacer nada por salvarme? Y le cortas. Le cortas. Le-cor-tás.
Ha vuelto a colgar el tubo. Prende un nuevo cigarrillo, va hasta el tablero de dibujo, desenrolla con brusquedad la cartulina y, en dos golpes, la clava secamente a la madera. Toma un tiralíneas y una regla milimetrada. Los deja. Echa una mirada al cenicero donde se ve la ceniza del sobre que ha quemado. Va hasta la ventana. Mira el teléfono.
Nieve, dice. Grita en la nieve.
Cuando suena otra vez el teléfono, sonríe. Hace un movimiento hacia el teléfono o hacia el tablero de dibujo y se detiene. Nieve, dice. Vuelve a mirar de reojo la pared color violeta. El teléfono sigue llamando.
Finalmente, deja caer el cigarrillo hacia la planta baja. Antes le ha dado una larga pitada; después, como si el cigarrillo lo arrastrara en su caída, se tira por la ventana.
Soy un escritor fracasado. No es un comienzo demasiado original, lo sé. Ni me pasa sólo a mí. Varios de mis mejores amigos podrían encabezar su autobiografía de la misma manera, sin faltar en absoluto a la verdad. Sólo que yo lo acepto naturalmente, que ésta no aspira a ser la narración completa de mi vida y que, yo, tengo una historia de amor para contar.
Mis amigos, escribí: es una exageración, claro. O un automatismo. De algún modo sin embargo hay que codificar las cosas y lo fundamental es que el que escribe se dé a entender. O no es lo fundamental, pero me da lo mismo. También soy un tipo desagradable, y hasta deliberadamente desagradable. ¿Qué esperaban? Y en esto ya me parezco no sólo a mis amigos, sino a la casi totalidad de los habitantes de Buenos Aires. Es extraño: iba a poner del mundo y me pareció enfático, bajé a del país y resultó incoherente. Buenos Aires, en cambio, ¿eh, Discepolín? Lo que pasa es que en el fondo debo tener ganas de escribir un tango, o un saínete. Ella se llamaba Laura, nombre prestigioso. El soy yo. Y como las revistas femeninas donde hoy se publican mis cuentos seguramente se negarían a pagarme éste, y como debo escribirlo, no tengo más remedio que hacerlo acá, como quien canta. Cuando él la conoció ella llevaba un absurdo sombrerito tipo plato volador, de colegio de hermanas, y una pollera azul marino tableada. Tenía quince años, la cara redonda y algo en los ojos, algo que vaticinaba lo que pasó después: una especie de sabiduría, no sé bien. Él tenía veinte años. Romeo y Julieta, lógico que lo pensó. Y Pablo y Virginia, y Dafnis y Cloe, y todo lo demás. Él hacía versos, pronunciaba frases, citaba a William Blake, creía a destajo en la Inmortalidad. Y naturalmente despreciaba a los tipos como yo. Yo y mi generación hemos ido a parar, casi sin darnos cuenta, a las secciones literarias de las revistas semanales, hacemos libretos de televisión firmados con seudónimo, ya hemos cumplido treinta años. Somos corrosivos e irónicos. Aunque no sé por qué meto a mi generación en esto. No hay más que yo, ésta es mi historia, no la de la Juventud Dorada del país. El citaba a Blake, por esa parte iba. Ella lo dejaba hablar y lo miraba entre fascinada y condescendiente, como desde otra vereda, o como si él estuviera enfermo de alguna cosa sin importancia que se le iba a pasar pronto. O ahora me parece que lo miraba así. Y ahí está el nudo de la historia, su ambigüedad. La de su mirada. No hay ninguna razón para que cuente acá cómo la conoció, porque aunque parezca mentira fue en un parque. Altos plátanos, atardecer. Y más tarde, en algún redondel de la noche, la luz de una calesita, su música de calesita. Hay que contar, en cambio, que después la mano de él le tocó la cintura al cruzar una calle y él sintió en los dedos que la dulce Julieta del sombrerito era de carne y huesos. Téngase en cuenta que eran adolescentes: tocarla fue una mezcla de decepción, maravilla y gelatina. Téngase en cuenta que eran adolescentes, él difícilmente iba a volver a enamorarse después de aquel contacto, o de la calesita. Siete años más tarde, ella me dejó. A esa altura él ya era yo, había publicado un librito de versos y había empezado a dejarse convencer de que la vida es dura, que hay que vivir, que uno puede ir erigiendo el monumento más perdurable que el bronce y redactar la Sección Espectáculos del semanario tipo
Times
. Ser Horacio y Gatsby, en suma. Para esa época ya se me invitaba a fiestas con muchachas como juncos que aspiraban a recibirse de Simone de Beauvoir. Tenían generalmente pómulos altos, pelo negro, desarreglos ováricos y aire egipcio. En las comparaciones, la dulce Julieta, su cara de torta, se desvanecía irreparablemente. Sin contar que a ellas, en la cama, yo todavía podía hablarles de Kierkegaard, de epopeyas a redactar y del arte en general, sin que dejaran ver cómo se hartaban. Hubo, una mañana, una llamada telefónica: Laura me llamó por teléfono un domingo a la mañana y en cuanto levanté el tubo, dijo: Lo sé todo. (Ha pasado mucho tiempo: no me la imagino diciendo una frase como lo sé todo, pero el caso es que dijo algo que equivalía a eso.) Y él dijo: «Tenés que dejarme que te explique». Aclarar que ella no sabía que Romeo ya era Mister Hyde, pero que la respuesta de él fue suficiente para que ella cortara llorando y él volviera a llamarla y decidieran verse en una plaza para acabar de una vez la dolorosa historia, es innecesario. La plaza se llamaba San Cristóbal: era la misma de la primera vez, porque a la realidad le gustan las simetrías, es cierto; la realidad, en el fondo, quiere parecerse a la literatura. Me ahorro los patetismos y digo que, como final, fue casi hermoso. No volvió a llorar; me miraba. Lo que mejor recuerdo es eso, y un gesto: el de echarse suavemente con la mano el pelo hacia atrás. Y que sonrió. Le dije que era lo mejor que podía pasarle, darse cuenta de que yo no era su tipo. Le dije si había notado que donde estaba la calesita habían puesto un busto de Lafinur. No le dije que en realidad yo estaba un poco harto de su carita de luna, de sus ahogos (ella se ahogaba cuando estaba nerviosa, solía ocurrirle en la cama y al principio era casi poético, después no), harto, para resumir, de siete años. Siete años y los dos últimos algo sobrecargados de búsquedas de departamento, anillos de compromiso, vidrieras con muebles estilo provenzal y todo lo que hace de la vida un cuento mío de diez mil pesos. Pensé: «Si al menos me engrupiera de que la he salvao». Y la dejé ir.
De este final hace cuatro años. Ahora he cumplido treinta y dos y, hará más o menos cinco horas, ella volvió a mirarme desde esa puerta por última vez. Oblicuamente el sol daba en el vidrio, y en realidad ahí está
toda
la historia. Pero entre este segundo final y aquél de la plaza, hubo otros encuentros, casuales al principio, y pasaron cosas. Pasó, por ejemplo, que las muchachas iban pareciéndose cada día más a tapas de revistas, se tomaba cada vez más whisky, encabecé un movimiento por la abolición del libro y en favor de un arte masivo, usable como un traje o un calzoncillo, temporal, vivo, anónimo como el Espíritu, feo como la mierda y por lo tanto humano, etcétera, puse en argentino básico (y las firmé) las ideas de varios estetas homosexuales franceses, gané un concurso a la mejor nota periodística del año al denunciar el inhumano tratamiento que se les da a las locas en Vieytes, viajé a Brasil, estuve a punto de casarme con una mulata en un arranque del todo baudeleriano, y volví a verla. Sobre todo, volví a ver a Julieta varias veces. Y hasta soñé con ella. Un sueño entre alegórico y obsceno donde había anchas escalinatas de basalto en una llanura mítica, un circo, una especie de circo romano bajo la luz fría y azul de un astro que no podía ser la Luna. O el sueño fue muy posterior, qué sé yo. Y no me parece que tenga mucha importancia. El hecho es que volví a verla, y hablamos. Hay fiestas, claro, amigos comunes que son pintores o cortometrajistas, hay el Destino, las ganas de comprobar si realmente se había cortado el pelo pese a mi difundida teoría de que las mujeres, al ser abandonadas por un hombre, lo primero que hacen es cortarse el pelo, o teñírselo, ponerse a estudiar guitarra o alguna incoherencia por el estilo. Y además uno es civilizado y el mundo es un pañuelo, en uno de cuyos pliegues cabe Buenos Aires, un balcón terraza desde el que se ve el río, la voz de Marlene Dietrich haciéndome pensar si esta atorranta (por Julieta) también se acordará cuando escucha
Lili Marlene
, exactamente en el momento en que alguien me toca el brazo para preguntarme qué estoy haciendo ahí, solo, en ese balcón. Bueno, no a punto de suicidarme. Y me reí. Ella dijo que ya se lo imaginaba. Y en efecto se lo imaginaba. Me vi a mí mismo en un andén de ferrocarril.
—Te acordás —dije— de aquello del andén de Constitución, el andén doce.
—Catorce —dijo.
Nos reímos, los dos ahora. Con asquerosa naturalidad. Llenos de adultez, maduramente considerando los dos (pero sobre todo yo) a un conscripto el último día de su primer franco, conscripto que le dice a su novia en el andén catorce de Constitución la frase del siglo. El conscripto hace versos, cita a William Blake, tiene por delante un tren nocturno lleno de cantos de conscriptos, patas de pollo, olor a pis, empanadas, voces en falsete gritando traela al regimiento, o boludo, o por qué no le preguntas qué hace mientras vos limpias caca en las caballerizas. Momento en que el Bardo majestuosamente musita que hay días, días en que me canso, días como hoy en los que tengo miedo de matarme. Y ella pregunta: «¿Qué?» Y él: «Nada, una especie de verso de Neruda». Y ella: «Es que no te oí, por el ruido». Y él: «Que a veces quiero matarme, escuchas». Y ella: «Sí, ahora sí pero no grites». Y él: «Me gustaría saber de qué te estás riendo». Y ella: «De que estamos gritando como locos, y que todos nos miran». Después, besándome un ojo: «Y que vos no vas a matarte nunca, subí».
—Te enojaste tanto —dijo, en el balcón.
—No, si tenías razón, para qué iba a matarme si acababa de caer muerto ahí mismo. Cómo andas.
—Bien.
—Te queda corto el pelo así, tan corto.
—Seguramente, sí.
Me puse a mirar el río. Iba a decir que era notable lo bien que se veía el río esa noche pero me limité a emitir un silbidito, después tosí. Había una luna impúdicamente lunar, llamar la atención sobre el río era una manera aviesa de aludir a la luna, sin contar la voz de Marlene Dietrich, ahí adentro. Una especie de enema de perfume de lilas. Dije: