Ha hecho una reverencia. Juega. Ha abierto su pollera como un abanico. «¿Andrés Córdoba?», murmura. «Encantada». Tiende su mano con lentitud. De pronto se ha operado en la mujer un cambio real: ya no juega. Ve algo, y está maravillada por lo que ve. Sus gestos son como ajenos a ella, suceden en una zona ambigua donde se mezclan la más auténtica ingenuidad y el extravío. Hay una subterránea locura en todo esto.
—Cómo no… Aunque lo hago muy mal —ha extendido los brazos: acepta que la saquen a bailar. Gira lentamente sobre sí misma. Uno teme que en este momento pueda sonar el teléfono—. No sé —dice—, es tan difícil explicarlo. Nunca creí que algún día… La gente, los diarios hablan de una persona, dicen Andrés Córdoba, y una no se imagina muy bien que… Cuando era chica, por ejemplo. Papá me llevó una tarde a la Recova, y ahí estaban el Cabildo y la Catedral. Eran los mismos que aparecían dibujados en las láminas de los libros, y sin embargo allí estaban, con sus altas ventanas enrejadas, con sus paredes amarillas. Existían.
La mujer está detenida en el centro de la habitación. Ya no baila. Desde hace unos segundos sólo hace girar la cabeza, echándola hacia atrás con un movimiento sonámbulo e incontrolado. Ahora mira hacia acá, como si acabara de reparar en algo. «Usted se ríe», dice en voz muy baja. La sonrisa aniñada desaparece de su rostro. Con visible esfuerzo da un paso atrás, como si se apartara violentamente de alguien. «Voy a terminar por…», ha dicho. Estuvo a punto de decir: volverme loca. Se apoya en la puerta que da al pasillo. El teléfono comienza a llamar. Ella no le presta atención, quizá ni siquiera lo oye.
—Hasta que aprendí a despreciarte. Soportarlo todo al principio: ése era el precio. Llorar desconsoladamente hace mucho. Y yo lo soportaba todo, Dios santo, todo. Tus celos, tus pequeñas manías, tus ridículas manías de hombre superior. Hasta que aprendí a despreciarte. Esa era la clave. No podes imaginarte, ángel mío, hasta qué punto se puede llegar a despreciar a un hombre —la mujer se ha separado de la puerta, lentamente parece recuperar su aplomo, su tono entre divertido y malicioso. El teléfono ya no suena—. A fuerza de verlo en medias. Y no sólo en medias; lavándose los dientes, bostezando, o resfriado. Nunca debiste resfriarte delante mío. Los hombres como vos debieran esconder sus pequeños lugares comunes… Te he visto dormir, ¿entendés esto? ¡Te he visto dormir!… El señor duerme a veces con la boca abierta, como los muertos, y le corre un hilito de saliva por acá, como a los bobos. ¡Pasen a ver, señores, pasen a ver! Dentro de unos momentos, Andrés Córdoba, el Emperador de la China, saltará de la cama en tremendos calzoncillos y hará como de costumbre algunos ejercicios gimnásticos… Uno-dos. Uno-dos. ¡Arriba!, ¡abajo! Ay, tus piernas son tan absurdas —se ríe, pero lo ha dicho casi con ternura; ahora levanta un dedo—. «Juan Lanas, el mozo de la esquina, es absolutamente igual al Emperador de la China, los dos son el mismo animal»… Ellos conocen tu Ooobra: yo conozco tus piernas. Uno-dos. Arriba, abajo.
La mujer no ha parado de reír mientras hablaba. Su risa es realmente divertida. Hay en ella, sin embargo, en la risa, algo inquietante. Ahora está muy seria.
—Y todo lo otro. Todo lo que te vuelve baboso y torpe, un bicho lujurioso y sin orgullo. Y tus inmundas sospechas. Inmundas, sí. Porque al principio, antes, eran inmundas.
La mujer se ha vuelto repentinamente hacia la puerta que da al pasillo, donde algo, o alguien, acaba de hacer ruido. Se ha llevado la mano a la boca. La palabra
antes
está como flotando en el aire. «Quién anda ahí», murmura, y de inmediato casi lo grita. Inmóvil, escucha. El teléfono vuelve a llamar. Ella, al oírlo, se ha relajado.
—Dios santo, todavía no te he perdido el respeto. Me tenés los nervios hechos pedazos, eso es lo que pasa… ¡El respeto! No. Ya no te respeto. No-te-respeto. Me basta con imaginarte, Raskólnikov, ahí, en tu teléfono público, desmelenado como cuadra a un hombre sensible, con ojos de caos y catástrofe, pensando: «¡La mataré!» —El teléfono ya no suena, ella se sienta y mira el reloj.— Sí, seguramente a esta hora todavía piensa en matarme. Después no. Después dirá algo en el estilo de «Perdón, Adelaida, soy un canalla». Pero antes es necesario que tengas miedo, que me imagines a mí sabe Dios cómo, y tengas miedo, y necesites venir. Inmundo.
Hoy hiciste la más hermosa de tus hermosas porquerías. Debí habérmelo imaginado, te temblaban las manos al tocarme. Y yo empecé a sentirme indefensa. Fue uno de tus maravillosos momentos. Entonces, acariciándome, en voz muy baja me dijiste dulcemente: puta. No se debe decir la verdad de esa manera. Me asustaste, sabes, pensé que… Afortunadamente, no. Afortunadamente era otro de tus arrebatos geniales. «Me vas a traicionar algún día». ¡Mi carne perversa! Qué exageradamente literario fuiste siempre, Dios mío, y lo malo es que hasta resulta encantador oírte decir cosas así. Y juraría que a vos también te gusta escucharte. Por eso empecé a despreciarte. Podes llegar a ser un poco chocante. Nunca te equivocaste, además. Ni siquiera hoy. Y eso también es chocante. Por otra parte, cometiste un delicado error… —Desde hace un momento está de pie, junto al autorretrato de Van Gogh; con un dedo le está tocando la nariz.— Enseñarme que no eras el único hombre del mundo. Tanto hablar de ellos, bueno, comencé a fijarme. Y no son del todo desagradables, ¿querés creerlo? Lo fundamental es no llegar a conocerlos mucho, y hasta es preferible no conocerlos en absoluto. Cuando empiezan a ponerse familiares, adiós, hermoso mío, no estés triste.
El teléfono vuelve a llamar.
—Te conozco, querida lagartija. Si te atendiera ahora serías capaz de echarlo todo a perder. Siempre tuviste la virtud de estropearlo todo. El miedo a que las cosas se estropeen: eso justamente es lo que las rompe.
Conjura uno al Diablo
—lo ha dicho confidencialmente, hacia el teléfono; el teléfono deja de sonar—. Desde chico. Marcela lo cuenta. Durante meses pediste un juguete, era caro seguramente. Era el mejor, seguramente. Lo veías todos los días al volver del colegio. Llorabas. Cuando por fin te lo compraron, también lloraste. «Se me va a romper. Algún día se me va a romper». Fue lo
único
que se te ocurrió. Y al día siguiente lo hiciste pedazos vos mismo… Me dejabas a solas con tus amigos, puerco. Para espiarme. O a lo mejor, ni siquiera eso: para imaginarme y sufrir en silencio y atormentarte. Era imposible soportarlo. Adivinarte, peor que si estuvieras detrás de una puerta o con el oído pegado a la pared; adivinarte imaginando mis gestos, mis palabras; volviendo sucios mis menores gestos y mis palabras. No se puede acostar una con otro hombre en semejantes condiciones. Eso entra dentro de
tu
locura, y lo echa todo a perder. No sirve. Tus delfines, en cambio. El primero fue uno de tus muchachitos. Te admiraba tanto, pobre ángel. Lo mandabas a casa con cualquier pretexto. Un ángel de la guarda, con su mirada transparente y su carita de andar perdido. «Usted es tan hermosa», dijo. Y después: «Perdón, señora». Tan frágil, tan indefenso. No sabes lo importante que es eso, tener algo, alguien para proteger temblando como un pájaro. Tenías demasiada confianza en tus delfines: eso era aún más insultante que tus celos. Confianza en vos. Vieras su cara después, y la de todos los otros; vieras sus ojos desolados. Engañarte a vos, al hombre admirable. Acostarse con la mujer del hombre admirable, ellos, en la propia cama del hombre admirable… Uno solo no se decidió: fue el único… No volvió nunca más… Se te parecía tanto.
Suena el teléfono. «Sí», murmura la mujer, «sí». Se ha sentado y habla con voz repentinamente gastada. Tiende la mano hacia el teléfono, con un gesto casi de dolor físico, y allí la deja, sin levantar el tubo.
—Ahora, la próxima vez, amor. Ya voy a atender y voy a oír tu voz apagada, de chico bueno, tu arrepentimiento un poco solemne, y voy a decirte palabras bellas de consuelo y perdón. Y todo, durante un minuto, será hermoso.
El teléfono ya no suena. La mujer, sin que nada haya hecho esperar ese gesto, se ha llevado de pronto las manos a la cara y emite un sonido extraño y monocorde: una especie de suave quejido animal, a mitad de camino entre la risa y el llanto. Cuando baja las manos, sin embargo, su cara no ha cambiado en absoluto de expresión. El teléfono vuelve a llamar. Ella atiende. No ha dicho «hola»; con voz inexpresiva ha pronunciado de inmediato unas pocas palabras, que no alcanzaron a oírse. De pronto, se calla. Ha erguido la espalda, como si una mano helada la hubiese tocado por sorpresa.
—Oh, Marcela, perdóname —dice—. Creí que… No, Andrés no está en casa… ¿Qué estás diciendo? —la mujer mira el reloj con un gesto de perplejidad y sospecha—. ¿Desde qué hora estás llamando?
Ha vuelto a mirar mecánicamente el reloj. Tiene un inexpresivo aire de loca. Está de pie. Con el tubo en la mano, da vuelta lentamente la cabeza hacia la puerta donde, hace un rato, pareció oírse un sonido. El picaporte ha comenzado a girar.
Mientras la puerta lentamente se abre, van desapareciendo los pesados muebles, los cuadros, el jarrón de las lilas y la hermosa mujer de largas manos. Sólo queda, ahí delante, una pared que la vaga luz del atardecer ha vuelto casi violeta. Todavía se alcanza a oír, pero tan apagada y remota como el fantasma de una campanada, la campanada de las siete y media.
La gente empieza a darse cuenta de que en
la composición de un bello crimen
intervienen algo más que dos imbéciles,
uno que mata y otro que es asesinado.
DE QUINCEY
Como perfecto, era perfecto. Yo no tengo la culpa si la filosofía es un bumerang que acaba desnucando a sus fieles y esa vieja cretina se enamoró de mí, o si un estólido inspector de Policía, partiendo de un error, se cae sentado sobre la verdad. Es para morirse de risa. Y si las cosas estuvieran para chistes, me reiría hasta reventar. Qué vieja mal nacida, realmente. Y pensar que antes del planchazo yo no la odiaba, al contrario, hasta le había tomado una especie de cariño.
Vea, Castillo, yo no soy peor ni mejor que el resto de los seres humanos. Estoy empleado en la Biblioteca Mariano Boedo, no me emborracho, vivo en una pensión, soy honrado. O era honrado. Porque para ser absolutamente honrado es imprescindible ser pobre, y ahora ya no soy pobre. No vaya a creer que maté a la vieja por plata, no. El mío era un crimen puro, la plata vino sola. Y entonces comprendí que Dios me castigaba. Porque a nadie le pagan por algo que está bien hecho. Tío Obdulio decía: «Desconfiá hasta de los que se sacan la lotería, los ciudadanos honestos ni siquiera ganan en las rifas; por otra parte, tampoco las compran». Y agregaba: «Y si a pesar de ser honestos pudieran sacarse la lotería, a la semana dejarían de serlo». No sé si está mal que yo lo diga, pero tío Obdulio era un tipo extraordinario, un pensador. Yo no. Ya le he dicho, yo soy igual a casi todo el mundo, y hasta poseo una cualidad ordinaria y esencialmente humana que, bien aplicada, es la que hace avanzar a las civilizaciones: pienso poco. Pero cuando una idea se me mete entre ceja y ceja, no paró hasta verla realizada.
Y una tarde se me ocurrió matar a la vieja. Pero, no. Antes se me ocurrió algo más abstracto, más (digamos) metafísico. Cometer el crimen perfecto. En esto también me parezco a todo el mundo.
Porque es cierto, yo quisiera saber quién, y no hablo de pistoleros profesionales, maridos adúlteros o herederos impacientes, sino de tipos comunes, buenos padres, filatelistas de puntual intestino, viejitos que tocan el violoncello en la Filarmónica Municipal, quién no ha soñado alguna vez su crimen perfecto. No es necesario ser un afligido lector de novelas policiales (yo no lo soy, yo he leído a Epicteto en mi mesita de la Biblioteca Mariano Boedo, he leído a Pascal), matar con impunidad, simplemente se piensa. En general, la gente piensa muchas más cosas de las que se atreve a realizar, e infinitas más de las que acepta confesarse. Sin ir más lejos, mi portera. Es una gorda buenaza, demócrata, viuda, tiene un San Cayetano con una espiguita de trigo envuelta en celofán, clavado con una chinche en su puerta. Y, sin embargo (lo escribo no para calumniarla, sino por estar estrechamente vinculado con mi tragedia), escucha los informativos de las radios uruguayas, lee, con fervor, las noticias policiales de
Crónica
. No quiero postular con esto que el género humano sea inapelablemente sádico, pero me atrevería a afirmar que posee un
substratum
demoníaco, un sedimento maligno que, en condiciones favorables, da por resultado actividades como el fascismo, la Sociedad de Beneficencia o los gobiernos.
Lo que quiero decir es que, en mí, lo humano tomó formas de asesinato. La portera tuvo mucho que ver con esto. Sin proponérselo, me sugirió la idea.
Un jueves, alrededor de las ocho de la noche, hora en que sé volver de la Biblioteca (me acuerdo de que fue un jueves, porque los jueves cortan la luz en Boedo de las siete a las ocho), la viuda me para en portería. ¿Se enteró?, me dice, apuntándome la barriga con la 5ta. edición de
Crónica
. Y ahí no más me relata todos los detalles de un descuartizamiento espectacular.
El misterio aparente del asunto me fascinó. Durante esa semana, la viuda y yo seguimos con toda perversidad la espantosa relación del periodista. Una noche, al pasar por la portería y preguntarle qué tal andaba la cosa, ella, más bien abatida, me contestó:
—Agarraron al asesino: declaró. Lo habrán torturado.
—Claro —dije—. Pero, ¿cómo lo descubrieron?
—Era un primo, tenía una carta del descuartizado en una lata.
No quise oír más. Era lógico. Todos los crímenes se descubren por lo mismo: el nexo. Mientras subía la escalera escuché la voz de la viuda, juro que apesadumbrada.
—Al final, siempre caen.
Ya en mi pieza comencé a meditar en las últimas palabras de la portera. Mejor dicho, comencé a meditar cuando al ir a buscar un martillo debajo del ropero (ahora no recuerdo para qué quería el martillo ni por qué estaba debajo del ropero) encontré la llave. Era una llave antigua, herrumbrada. Tal vez fue una premonición; el hecho es que empecé a pensar.
Pensaba que, en general, lo que entendemos por crímenes perfectos son asesinatos complicadísimos, raros, intelectuales. Es notable que la sagacidad del asesino sea superada en todos los casos por la mediocre inteligencia policial (tío Obdulio afirmaba que ningún policía puede ser inteligente, ya que los hombres inteligentes no entran en la Policía), y yo atribuía esta eficacia al número de vigilantes, a la dactiloscopia, a las torturas y al método. Pero descubrí que había algo más importante. El nexo. Era elemental, pero todos los descubrimientos son elementales.