—¿No?
Puse mi cara más imbécil, pero el antropoide tenía razón.
—No. Porque a esa hora la luz estaba cortada. Así que el crimen no pudo ocurrir sino después de las ocho, o antes de las siete. Pero, de cinco a siete, el equipo infantil los Tigres de Boedo estuvo practicando fútbol en el campito del fondo. Edad promedio, ocho años. Interrogamos a todo el equipo, nadie la mató. Por otra parte, a las siete menos cuarto, uno de los Tigres desvió un fuerte shot, el esférico entró por la ventana de la víctima, y ella le devolvió la pelota de goma al golquiper Pancita Belpoliti, aunque amenazándolo con una percha, gesto que demuestra cierra ambigüedad de carácter pero que no puede realizarse desde el Reino de las Sombras, si me permite el tropos. Murió a las ocho y cinco, y basta. Ya había corriente: la mujer estaba por planchar o planchando, y nadie hace caminar una plancha eléctrica sin corriente. Je, je.
—Pero, ¿y por qué tenía que ser a las ocho y cinco, y no a las ocho y diez, o y cuarto? —dije yo—. ¿Eh? Por qué, vamos a ver.
—Porque si hubiera sido
después
de las ocho y cinco, el asesino nunca habría podido entrar por la ventana, como parecen demostrarlo los hechos.
—No lo sigo —dije, con una especie de pavor premonitorio.
—A las ocho y diez empezó a llover. Si la mujer hubiera estado viva después de las ocho y cinco, ¿no habría cerrado la ventana? Sin embargo, no la cerró. No podía cerrarla. Los muertos no andan por ahí, cerrando ventanas.
Fantástico: el protohombre había deducido matemáticamente la hora exacta partiendo de un hecho que nunca ocurrió, porque nadie había entrado jamás por esa ventana. Casi se lo digo.
—¿Y entonces? —pregunté.
Se inclinó hacia mí con una mano sobre el corazón.
—Ah, no sé —confesó, bajando la voz—. La verdad, no entiendo nada.
Tío Obdulio tenía razón. El hombre (es un decir) no se explicaba la ausencia de ruidos, pero mucho menos podía explicarse que, si yo había asesinado a la vieja cuando subí a buscar el piloto, hubiese podido entrar y salir por dos ventanas, caminar ida y vuelta por una cornisa, hacer todo ese escándalo de muebles volcados y sillas por el piso, y volver a bajar con el impermeable puesto, todo en menos de cinco minutos.
Dije con lógica:
—Lo del reloj demuestra que el asesino no es del barrio. De lo contrario, sabría que los jueves cortan la luz hasta las ocho.
El entierro fue imponente: daba gusto. Ahora, al saber que la vieja había sido multimillonaria, no tenía tantos remordimientos. Sin embargo, la sola evocación del collar me hacía sentir enfermo.
Tal vez fue por eso que el martes pasado, cuando la portera me dijo un viscoso buenas tardes, señor, en vez del cotidiano cómo va eso, don Cacho, no sospeché nada. Y tal vez por eso, cuando agregó lo que agregó, volví a desmayarme.
Al despertar, esta vez en el Departamento de Policía, el inspector estaba repitiendo, pero en otro tono, las fatídicas palabras de mi portera.
—Así que multimillonario, ¿no? Heredero universal, ¿no? Lo felicito, mi amigo. Me imagino que ya lo sabía, je, je.
Dije que sí y de pronto me sentí mortalmente cansado. Ya lo sabía.
—Lógico que lo sabía —con dificultad silbó entre dientes, de una manera que debía parecerle muy astuta pero que le daba un aire horrible, parecía el chimpancé del circo en la prueba más difícil de la noche—. Por eso la mató.
Yo me callé. Sí, comprendo: pude responder que no, que al decir «ya lo sabía» sólo quise significar que esta misma tarde acababa de enterarme. Pero, para qué. Cómo luchar contra gente que descubre a un criminal y acierta la hora exacta de un asesinato en virtud de un testamento que no tiene ninguna vinculación con el crimen, y de una ventana por la que no entró nadie. Por otra parte, de inmediato comenzaron a funcionar los sobrenaturales puños del investigador. Y confesé. Quede constancia escrita de que fui torturado.
Lo merezco: ahora soy rico. Y tanta razón tenía tío Obdulio acerca de la deshonestidad de los pudientes que estoy a punto de poner un abogado que proteste por apremios ilegales, pruebe que yo ignoraba lo del testamento, soborne a alguien, y alegue locura temporaria y todo eso.
¡Están aquí! ¡Están un medio de nosotros!
MAETERLINCK
Casi abstracta en el atardecer, o como devastada por la desolación, era igual (o me pareció igual) a cualquier inocente estación de pueblo. Ni más miserable o fantasmal, ni más pérfida. Bajé de mi tren. Envuelto en el crepúsculo, un vigilante fumaba contra un cerco. No vi otro ser viviente. No vi un perro, no vi un pájaro. El silencio tenía color, era como ceniza. Las vías, lejos, se juntaban al doblar un recodo. Pensé: las paralelas se cortan en el infinito. Y de pronto me acometió una violenta necesidad de regresar. Recordé que durante el viaje yo me había dormido; me pareció haber visto entre sueños un desvío. Como una música trunca, me vino a la memoria el rostro fugaz de una mujer. Todo esto tenía un significado que ahora me resultaba penoso investigar. Un pensamiento me tranquilizó: Buenos Aires no podía estar lejos. Vi la ventanilla de pasajes cerrada; quizá hasta me quedaba tiempo de recorrer el pueblo antes del primer tren de regreso. Imaginé una plaza con altoparlantes y muchachas, una banda municipal, un loco inofensivo, me dio alegría pensar en estas cosas y busqué la oficina del jefe de estación. Ya había abierto la puerta, cuando volví a mirar al brumoso vigilante del cerco. Algo en su silueta me resultó familiar. Inexplicable y casi repulsivamente íntimo.
La oficina estaba literalmente desmantelada. Con esquemática malignidad le habían pensado una silla, un escritorio y un farol a querosén, que colgaba del techo. También había un hombre. Con los codos apoyados en el escritorio, escondía la cara entre las manos. Su actitud era de profundo cansancio, o de meditación. Me pareció notar que tenía los párpados abiertos.
Tosí dos o tres veces, con mucha cautela.
—Perdón —me oí decir.
Mi voz sonaba extraña. Me acerqué.
—Perdón.
No habló, ni siquiera me miró. Yo murmuré que, si bien no tenía intención de molestarlo, necesitaba saber el horario del tren de regreso. No me contestó. Levanté la voz. Lo mismo. Pensé que era una gran desconsideración de las autoridades permitir que un jefe de estación fuese sordo y le di unos golpecitos en la espalda con la punta del dedo. No pasó absolutamente nada. Fuera de mí (yo era un individuo sumamente irritable, mis amigos lo saben) grité la pregunta con toda mi fuerza, y hasta le sacudí violentamente un hombro. Entonces, sí. Bajó las manos, me miró con una desoladora expresión de fatiga y dijo:
—Usted es loco.
Su rostro, y entonces recordé también al vigilante, era idéntico al del hombre triste. Casi sin asombro, lo comprendí todo.
El, antes de volver a ocultar para siempre la cara entre las manos, dijo:
—No hay tren de regreso, es tan simple. Cuando salí de la oficina, pude ver el tren que me había traído perdiéndose a lo lejos.
Y caminé hacia el pueblo, derrotado.
Yo amaba apasionadamente las grandes estaciones de ferrocarril. Sé que suena extraño, pero las amaba pese a lo que tienen de brutal, de sucio, ruidoso y detestable. Los trenes, partiendo y llegando con su ruido a catástrofe y su fiesta violenta, comunicaban a mi cuerpo una alegría casi erótica, de aventura. Recordaba al verlos (o imaginaba) lejanos y misteriosos pueblos, apenas presentidos desde la ventanilla empañada, en la noche de un viaje o durante los pocos minutos en que un expreso se detiene en sus estaciones melancólicas. Hay todavía en mi memoria algún montecito sombrío, visto al pasar, al que pensé volver algún día. O un arroyo bajo un puente, o un cerro azul. Jamás habría podido vivir en esos lugares, lo sé, porque la soledad (soledad de la mesa en que escribo estas palabras en un desierto bar de pesadilla, error quizá de un demonio subalterno, o castigo a una culpa que desconozco), la soledad y la naturaleza me aterran. Verlos desde un tren o imaginarse en ellos de paso, ése era el juego. Y era inocente. (Imaginarse en ellos con una muchacha cuya piel debió ser como una hoja húmeda por la lluvia, la muchacha que se fue finalmente con el hombre triste. La idea de que también en ese encuentro hubo un monstruoso error, el júbilo atroz de pensar que eternamente se odiarán, ya no me sirve de consuelo.) Y por eso aquella tarde yo desemboqué alegremente en uno de los andenes de Constitución. Pensaba en la muerte. Habitualmente pensaba en la muerte. Y no hay nada de contradictorio en que esta idea se tejiera en la trama de mi alegría. Nunca temí morir, me daba miedo estar solo. Morir, el acto de morir no tiene en sí mismo ninguna grandeza, nada de misterioso o terrible. Es la muerte, el estar muerto, lo que aún me parece incalculable. Lo mismo que el sueño, ese fragmento del morir que nos mata cada noche, lo mismo que los sueños durante el sueño, yo pensaba que la muerte podía ser dulce como las imágenes de un pájaro dormido, o espantosa como las formas que se mueven en las pesadillas de un loco. Y así como ningún hombre sueña el sueño de su vecino, cada uno se perpetúa en su propia muerte: en la que se merece. El infierno y el cielo no son otra ilusión. Oscuramente al menos, nunca ignoré estas cosas. Pero dos hechos me iluminaron. Uno en la adolescencia, el otro alrededor de los treinta y cinco años. La lectura de un poema de Rilke fue el primero; una crujiente cama del Hotel Bao que compartí durante tres días y tres noches con una adolescente que juraba ser tibetana, y que enloqueció al mes, fue el segundo. El verso inicial de aquel poema, naturalmente, dice: Señor, concede a cada cual su propia muerte. El Hotel Bao, la cama, fue el sitio donde extraordinariamente aprendí lo único que sabré siempre sobre los antiguos ritos de comunicación de la Sabiduría. A través de la cópula, según la chica. Ella me habló de un falso lama apedreado en el siglo XVII. Me habló de un manuscrito o una tradición. Después, mientras yo pedía por teléfono un par de whiskies, se levantó de la cama y fue a buscar la cartera. Noté que tenía un pequeño gato tatuado en la cintura. Desnuda, su cuerpo parecía un fuego verde cruzado en todas direcciones por los reflejos del velador. Sacó de la cartera un librito, no mayor que un Libro de Horas o un misal, y allí, verde y desnuda junto a la cama, mientras yo me levantaba a atender la puerta por donde el empleado del Bao me pasó discretamente la bandeja con los vasos, comenzó a leer, armoniosamente y en una lengua de aterradora solemnidad, las palabras que luego, con la luz apagada y ya bajo mi cuerpo, me tradujo. Me acuerdo de su voz como un quejido profundo. Me acuerdo que pensé: tiene voz de loca. Prepárese quien cree, habló bajo mi cuerpo con aquella voz, prepárese quien cree a soñar el largo sueño creado en la vida con la minuciosidad con que se talla una figulina de marfil, porque cada hombre soñará en su muerte el sueño que le mereció su vida. Deberías temer, miserable, no al fuego eterno sino a lo que más odias en la vigilia. Poco ingeniosos y poco vengativos y poco benévolos y poco crueles serían los Señores de la Muerte si dieran a todos los justos la misma recompensa y un solo castigo a todos los injustos. Lo dijo en la oscuridad y me clavó las uñas en los riñones. Tengo miedo de irme al Paraíso, murmuró y me mordía, el libro dice que el Paraíso es el infierno más horrendo de un pecador.
Así, así, dijo arqueándose como si la recorriera una onda eléctrica, me pidió que la matara, la desgarró un espasmo, y como fulminada se durmió. Yo pensé, no sin malevolencia, que tanta ultratumba podía confundir a los dioses. Y, como le había dicho riendo dos horas más tarde, hacernos caer por error en la muerte de otro, te imaginas. Tal vez concebir esa posibilidad me perdió, tal vez recordar con impureza la cintura tatuada de la chiquilina y su móvil sabiduría de ola verde, mientras recorría, un año después, los andenes solitarios de Constitución. Porque esa tarde vi el boleto perdido.
Estaba ahí, sobre el piso del andén. Algo, la misma fuerza que me mandó reparar en él entre tantos otros de su misma especie, me impulsó a recogerlo. O quizá fue pura casualidad. El caso es que lo levanté y comprobé que estaba intacto. En el anverso, estampado en letras negras sobre fondo amarillo, leí: A TRISTE LE VILLE, y más abajo: IDA SOLAMENTE. Nunca había oído nombrar aquel pueblo, que ahora es éste. El precio, que pudo haberme servido para calcular su ubicación aproximada, estaba borrado por una pequeña mancha. O bien, debajo de la mancha no había nada y, simplemente, no tenía precio. La fecha impresa era la de ese día. A lápiz, en el reverso, alguien había anotado: Andén 14, 15:32 horas. El reloj eléctrico del andén marcaba las 15:30. Miré el número de la plataforma: era, claro está, el 14. El tren estaba a punto de partir. Tres o cuatro personas caminaban hacia la salida. El dueño del pasaje no se veía por ninguna parte. Y entonces se me ocurrió ocupar su lugar.
Desde mi niñez he sido amante de lo imprevisto. Me sedujo la aventura de un viaje a cualquier parte y no lo pensé más.
Dos minutos. Lo que ahora va a escribir mi mano es algo más que una frase, miserablemente lo sé: en toda la eternidad no pasan las cosas que pasan en dos frágiles minutos humanos. Dos minutos. El pudor, acaso la indiferencia que en este pueblo lo envilece todo, hasta las palabras, me impide exaltar esas dos entre signos de admiración, como en los viejos libros. Porque dos minutos están hechos de cosas así: un tren que da un largo pitido, después otro más corto, anunciando la inesperada puntualidad de su partida. Una paloma que vuela mezquinamente entre el hollín, bajo la bóveda de la estación, paloma que ahora recuerdo con maravilla pero que entonces me pareció harapienta, un inacabado proyecto de pájaro, como pasa siempre con las grises palomas de las estaciones. El fulgor de una moneda o una tapita de lata, llamándome desde el suelo del andén: quizá era un redondel de aceite, un despreciable círculo de saliva, pero palpitó un segundo, como una estrella. Una hoja rotosa, de diario: el viento la movía apenas, tenía un titular sobre catástrofes o juegos humanos, pero sobre todo se movió, como queriendo algo. Ahora sé que en ese momento estuve a punto de bajarme del tren, entonces no lo supe. Después, porque en dos minutos pasan estas cosas, vi al hombre triste. Vi su cara. Había estado oculto por uno de los grises pilares del andén; con nerviosidad, luego con desesperación, buscaba algo en sus bolsillos. El boleto, naturalmente: sé que no me importó. Vi su cara pavorosa y lo odié. Dañarlo fue, durante ese último instante anterior a la salida del tren, el sentido de mi existencia. Era una cara atormentada y deshonrosa: el infortunio y la maldad habían combatido para envilecer aquel rostro. Ese hombre odiaba a todo el género humano, empezando por él mismo. Nadie, con esos ojos, podía no amar la soledad y el silencio y la noche y, al mismo tiempo, padecer voluptuosamente sus espantos. Era el triste, el desventurado, el despreciador de la belleza, del dolor, del amor de una mujer. Sobre todo (sentí) del amor de una mujer. Ahí enfrente, buscando un boleto, sombrío y agazapado detrás de una columna gris, como un hermano de pesadilla, estaba mi antítesis y mi demonio.