El hermano era un hombre alto, muy hermoso, y parecía extranjero. Tenía un acento extraño, como de persona muy sabia. Jamás se lo veía con los sacerdotes —y esto me hace pensar que era, solamente, un hermano laico. Usaba ropas oscuras y un gorro no muy serio, algo extravagante, más bien cómico. Alguna vez, Matías intentó hablar de él con sus compañeros, pero, al parecer, nadie lo conocía. El hecho, de cualquier manera, no era demasiado extraordinario, puesto que los otros solían hablarle de muchos personajes que, sin duda, andaban por el colegio, pero a quienes Matías nunca había visto: el internado era enorme, y resultaba muy difícil conocer no sólo a sus doscientos o trescientos pupilos, sino siquiera a la mayoría de los sacerdotes, a Micer Pietro y a los hermanos laicos.
Oír hablar a aquel hombre era bastante complicado. A veces parecía olvidar que estaba ante un chico y contaba cosas realmente inexplicables, inventos. Sobre todo le gustaba idear mecanismos extraños cuya utilidad, es cierto, no parecía estar muy de acuerdo con la seriedad de un hermano: una vez imaginó una fórmula de hedor tan intolerable que cuando Matías apretó las vejigas que juntos habían ocultado en el Estudio, huyeron despavoridos, tapándose las narices, todos los alumnos y el mismo padre Esteban. Sin que nadie lo viera, del otro lado de la ventana, el hermano Leonardo sonreía.
Sin embargo, el tema favorito de sus conversaciones en la soledad del presbiterio donde lo esperaba casi todas las noches —y al que Matías se acostumbró a entrar cuando todos dormían—, era la Pintura. En ese terreno el extranjero era un oráculo. Con voz profunda hablaba de los colores, las sombras, el aspecto del humo, la niebla o las nubes, según hubiera sol o lloviese. No ignoraba nada. Ni los secretos del relieve, ni los del dibujo, ni los del color, que ponía en este orden, afirmando que el primero de todos, el movimiento, sólo puede concebirlo el genio. Y fruncía las cejas. Y mientras Matías pintaba aquel retrato, hablaba sin interrupción.
—¿A qué altura deben estar los ojos del modelo? —preguntaba el hermano.
—A la altura de los ojos míos —respondía Matías.
—¿Qué es más noble, la imitación de las obras antiguas o las modernas?
—La imitación de las antiguas.
—¿Y qué pasa con el discípulo?
—Debe superar al maestro.
Los domingos, cuando le fue levantado el castigo y los muchachos iban de recreo a los campos del colegio, Matías se acostumbró a alejarse de los grupos y encontrar, en cualquier rincón solitario, al hermano. Allí seguían hablando y pintando juntos. Su amigo era severo. Le hacía repetir hasta el agotamiento los ejercicios de dibujar una hoja o copiar una sombra. «¿Qué pasa con aquellos a quienes conforma su propia obra?», preguntaba. «Son grandes marranos», repetía Matías.
Y el hermano laico se reía entonces.
Fue durante uno de estos paseos cuando, en combinación con Matías, ideó un raro artefacto que levantaba en plena noche las camas y hacía saltar de espanto a quienes dormían. Otras veces, hablaba de métodos para andar por el aire, o el agua, o bajo el agua. Algunos de estos inventos, en opinión de Matías, ya estaban en pleno uso desde hacía muchos años, pero el hermano parecía no saberlo, o bien lo fingía.
Mientras tanto, los progresos del muchacho eran tan notables que el padre Esteban estaba asombrado, y, más por salvar su prestigio de maestro que por otra cosa, corregía de tanto en tanto algún contorno o alguna perspectiva.
—¿Quién se atrevió a modificar esto? —preguntó el hermano, viendo una de las correcciones del padre Esteban.
—El padre Esteban —dijo Matías.
—El padre Esteban es un asno perfecto. Los priores nunca saben nada. Ya me pasó una vez, en el Convento de Las Gracias. Los dominicos contrataron a un tal Bellini, no, Bellotti, para restaurar aquel cuadro del refectorio…
Matías lo interrumpió. No entendía bien, pero se atrevió a decir:
—Los salesianos.
—Los dominicos, caballerito. No voy a saber yo dónde pinté mi cuadro. Esto que hay aquí es una copia, un grabado de una copia. En definitiva: nada. Yo creía en la duración de las cosas. ¡Inventé fórmulas, hice combinaciones! A los cuarenta años, la pintura empezó a borrarse; a los sesenta, apenas se veía el dibujo. Al siglo, apenas se veía nada. Las paredes empezaron a descascararse y los dominicos no encontraron manera mejor de arreglar aquello que dando unos cuantos martillazos. Cristo se quedó sin piernas. Sobre su cabeza, clavaron un escudo de armas. Entonces vino Bellotti: lo repintó íntegro. Y más tarde, un
signore
Bozzi. Y antes, los dragones del ejército francés, que tomaron aquel sitio por cuadra y arrojaban piedras a la cabeza de los Apóstoles. Y después, las inundaciones. Y los ilustres charlatanes todavía siguen hablando de mis pinceladas. ¡Mis pinceladas! Ah, y me olvidaba de un tal Mazza. Afortunadamente el padre Galloni lo echó a puntapiés.
Matías tampoco conocía al padre Galloni, y, al oír todo eso, pensó que su amigo exageraba. De todos modos, prefirió no hacérselo notar. Además, mientras el hermano hablaba, la criatura iba dándole los últimos toques a su retrato. Aquella expresión iracunda daba al ceño del hermano un carácter muy digno.
—Aquí estás —dijo por fin Matías.
El hermano Leonardo miró, aprobó y habló por última vez:
—¿Qué pasa con los discípulos?
—Deben superar a sus maestros —dijo Matías.
Nunca volvieron a verse. Al día siguiente el refectorio estaba clausurado. No hubo manera de hallar al hermano que había inventado el Compás Proporcional, el aparato de hacer saltar camas, la barca para remontar corrientes, el pito de agua y la manera de levantar la enorme edificación de San Lorenzo para asentarla sobre un pedestal más hermoso. El bello hermano Leonardo, que decía haber pintado
La Cena
en el refectorio del Convento de Las Gracias, lejos, en Florencia.
Bueno, pensó el hombre llamado Castillo mientras el hombre llamado Barbieri detenía suavemente el automóvil frente a la estatua de Fray Cayetano Rodríguez y le decía con voz burlona que ahí estaban la estatua y la barranca y el río, que ni la estatua había abandonado su pedestal en los últimos cincuenta años ni el reloj del Cabildo había dejado de atrasar cinco minutos respecto del campanario de la iglesia, y las dos mujeres rieron, bueno, es como si la tarde estuviera por gritar, pensó. Las mujeres habían bajado del coche, una era casi una muchacha, tenía el pelo muy claro, la otra era la mujer del hombre llamado Barbieri. Ellos también bajaron. Sí, pensó el hombre llamado Castillo, ahí estaba como siempre la estatua de Fray Cayetano Rodríguez y estaban los bancos de piedra, y allá abajo el Club Náutico con su vaga apariencia de barco varado, y más lejos, en el río, el maderamen del club viejo unido como siempre a la costa por la misma larga y endeble pasarela, y el ridículo pero ahora tranquilizador monolito en mitad de la bajada, imitando vanamente una pirámide, por qué entonces esa impresión de cosa agazapada (hostil, la palabra es hostil) que los había obligado en plena tarde a hablar y reírse con un tono demasiado alto, voces y risas que se contradecían con la mansedumbre del agua, con el balanceo de las ramas de los sauces. Era un tipo más bien bajo, delgado, debía tener alrededor de treinta y cinco años pero aparentaba ser un muchacho; o quizá esto último era efecto del contraste entre él y el hombre llamado Barbieri, de cualquier modo no parecía en absoluto capaz de sobresaltarse sin motivo y menos en plena tarde (aunque de un momento a otro iba a atardecer, cómo evitarlo) en un día apacible de verano y en un lugar como aquél. El campanario comenzó a dar las siete.
—Te pasa algo —dijo entonces la muchacha. La muchacha se llamaba Silvia y ya dije que tenía el pelo claro.
El dijo:
—No. Pasa algo —y sonrió y miró al hombre mayor—. No caigo, qué es lo que ha cambiado.
El hombre llamado Barbieri fumaba apaciblemente junto a su mujer. Podía tener entre cuarenta y cincuenta años, pero lo que contaba en él no era su edad, era su aspecto. Debía de medir casi dos metros y tenía hombros y nuca de tártaro. La mujer mayor, a su lado, parecía una criatura; la muchacha parecía de juguete.
—¿Cambiado? —se llevó un dedo a la sien, pero el gesto excluía a las mujeres, una especie de código entre él y el otro—. A vos, realmente, te pasa algo.
—No —dijo el hombre llamado Castillo—. A mí no. A la tarde —hizo un ademán vago—. A las cosas. Hay algo fuera de perspectiva, pero no es eso.
La muchacha dijo que a ella le resultaba muy hermoso. La muchacha no parecía mayor de veinte años.
—Sí —dijo él—, sí. Pero hoy está como puesto. Y es frágil. Como si en cualquier momento, pensó. Y no pensó nada más.
—Se hace el loco —dijo sencillamente Barbieri—. Un modo de llamar la atención como cualquier otro. Yo mismo, sin ir más lejos, crecí por satanismo. Él, ya de chico… —y la mujer lo interrumpió.
—Cantaba —dijo de pronto—. Te acordás cómo cantaba, de noche, cuando era chico, haciéndose el tenor por el Colegio Normal, por el Bulevar 3 de Febrero. Al bulevar, antes, le decían la Calle Ancha, los nombres de las calles eran más reales antes —yo sentí una especie de aviso, vale decir: el hombre llamado Castillo lo sintió—. Calle de los Paraísos, por ejemplo.
Los dos hombres, ahora, se estaban mirando. El hombre llamado Barbieri dijo:
—Cantabas, sí. Cómo jodías, realmente.
—Contame cosas —dijo la muchacha.
La muchacha tenía ojos pardos, pero ahora el sol daba en las hojas de un gomero, el gomero estaba mojado quién sabe por qué, el sol saltaba de allí hasta sus ojos y era como si tuviera los ojos verdes.
—Yo me acuerdo, sí —dijo la mujer y agregó algo acerca de las canciones del hombre llamado Castillo, antes. Pero él no pudo escucharla ni siguió viendo el relámpago verde en los ojos de la muchacha porque, repentinamente, algo lo llamó desde algún sitio.
—Dios santo —dijo.
Las dos mujeres, y después Barbieri, levantaron la cabeza mirando con temor en dirección al río.
—Qué —dijo la muchacha.
—Una gaviota —dijo él—. Sobre los veleros. Cómo es posible, acá, una gaviota.
—No es una gaviota —dijo Barbieri; su voz era natural, algo sin embargo no estaba en su sitio tampoco en la voz—. Es un pterodáctilo —hablaba con la muchacha—. Vienen de las Lechiguanas, de las islas, nadie las exploró nunca y de allá vienen. Y no es la única cosa extraordinaria que vas a ver en San Pedro, si te quedas unos días. Hay vestigios de grandes helechos del Oligoceno, o de antes. Mabel los ha visto. —La mujer hizo una mueca; intentó hablar pero el hombre no la dejó.— Y están los Machos Blancos, que no son, como la gente cree, una familia descendiente de algún irlandés o inglés borracho y expatriado, sino que son la última y triste progenie de los Altos Padres, los Grandes Antiguos, los albinos de la Albión de allá arriba, que vinieron a esta tierra antes de la aparición del hombre y descendieron con sus platos de fuego en lo que hoy es el tradicional barrio de Las Canaletas, junto a la laguna de San Pedro. Silencio. Y si por lo menos te quedas hasta la noche, vas a poder ver, más o menos en la dirección de aquel ligustro, a la luna más demencial del cielo del mundo, la misma que llenaba de fiebre y locura las rayas del tigre diente de sable cuando San Pedro se pronunciaba con una sola sílaba gutural que significaba, aproximadamente, Rincón de los Erguidos en dos Patas, que a su vez quería decir los Dioses. —Miró al hombre llamado Castillo.— Y mejor bajamos al club a tomar un whisky, cosa de justificar el
delirium tremens
. Gaviotas. Yo que vos vendría más seguido a San Pedro. Buenos Aires te empeora.
Le pasó el brazo por el hombro.
—Debemos parecer una figurita de la Evolución de las Razas —dijo el hombre más bajo—. Para seguir con tu historia.
En el salón del club se estaba más protegido. Dos chicos jugaban al ajedrez. El cantinero era el viejito de siempre. El hombre llamado Castillo recordó una historia cómica sobre el viejito y se rió solo. Se estaba más protegido, sí. Barbieri hablaba con la muchacha.
—Cuánto hace que lo conoces.
La muchacha hizo un gesto que significaba: mucho.
—Uf —dijo, y agregó—: veinte días. Los cuatro rieron.
—De cualquier modo ya sabrás que su mayor defecto es ver gaviotas. —La muchacha, sonriendo, apartó un mechón de pelo de la frente del hombre más joven, él la miró fugazmente, ella retiró la mano.— Ya de chico era raro. Cantaba, lo alarmaban las gaviotas y jugaba al ajedrez —Barbieri se levantó, demasiado súbitamente.— Vamos a ver si te acordás —dijo, señalaba el tablero.
El otro lo miró con sorpresa. Ponerse a jugar al ajedrez era absurdo, por lo demás Barbieri casi no sabía jugar al ajedrez. Sin embargo se puso de pie. Cuando el hombre grande volvió a hablar, ya estaban lejos de las mujeres.
—Entonces, vos también lo notaste.
El hombre llamado Castillo pensó que, de un momento a otro, iba a suceder el majestuoso horror del sol sacrificado detrás de las islas. Pensó que eso ocurría todas las tardes.
—El rey va siempre en casilla de color contrario —dijo—. Si ya noté qué.
Todo seguía sucediendo de un modo levemente anormal, levemente insensato. Como en un sueño, pensó con repentina y fugaz alegría. Pero tampoco así. Aquello era otra región, tan distante de la realidad como del sueño. Es, pensó de pronto, como si alguien se hubiera vuelto loco, alguien o quizá algo. Oyó la voz de Barbieri:
—Algo se ha vuelto loco.
El hombre llamado Castillo jugó peón cuatro rey.
—¿Algo? —preguntó mientras el otro movía también su peón a cuatro rey. Jugaron caballo tres alfil rey y caballo tres alfil dama—. Y bueno, sí, la idea es exactamente ésa.
Alfil cuatro alfil, las blancas; peón tres dama, las negras. Las blancas: caballo tres alfil dama.
—Vos crees que los demás también lo notan —el hombre llamado Barbieri jugó su alfil a cinco caballo rey, miró hacia la mesa donde estaban sentadas la mujer y la muchacha—. No me refiero sólo a ellas, sino a los demás. Al mundo.
El hombre llamado Castillo jugó peón cuatro dama, las negras tomaron ese peón con su caballo. El hombre llamado Castillo sonrió.
—El mundo. Yo no diría que el mundo, el mundo en general, esté implicado en esto. O no sé.
Con el caballo tomó el peón negro de cuatro rey. Barbieri miró el tablero y lo miró.
—Perdés la reina —dijo.