Cuentos completos - Los mundos reales (32 page)

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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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«No te vayas», me pidió Sebastián esa tarde. «No deberías irte». Miedo era lo que se oía en el fondo de su voz: miedo auténtico. Y sin embargo, yo me fui. Muchas veces he querido justificar mi indolencia alegándome a mí mismo que, en el fondo de aquella voz, se oía también otra cosa, en rebelión con sus palabras: el deseo terrible y contradictorio de que yo me fuera, de que los dejara solos… No, mi amigo, no debe seguir sonriendo. Claro que cualquier hombre normal tendría motivos más que suficientes para querer estar a solas con una mujer así, aun casi diez años después de haberse casado. Claro que esa mujer era joven y hermosa; pero usted no debe seguir sonriendo. Ella era demasiado joven, demasiado igual a sí misma a pesar de los años. Oh, por supuesto: yo también pensé eso que usted piensa. Yo también creí —sensata, razonablemente— que la enfermedad de Sebastián, o lo que fuera, creaba la ilusión de juventud inmutable en la mujer. Claro que ella no era inmutable. Claro que, como usted razonablemente sospecha, ella cambiaba también. Imperceptiblemente, sí. Imperceptiblemente. Escuche:

En marzo de este año recibí una carta. En el sobre reconocí la letra de Sebastián, o debo decir que la intuí. La carta, escrita con una caligrafía febril, como trazada por la aguja de un sismógrafo, era apenas inteligible. Advertí en ella, en ciertos rasgos, esa falta de sincronización entre las operaciones mentales más simples, típica de aquellos a quienes los estragos de una enfermedad han acabado por destrozarles el sistema nervioso. Me suplicaba que fuera. No sé si me asombró que hallándose él en semejante estado Norah no redactara sus cartas, ni siquiera recuerdo si reparé en este hecho. De haber sospechado lo que ahora sé, que la carta fue escrita en secreto, de a ratos (quizá en la oscuridad), por un hombre sobresaltado, un hombre con el oído atento al menor roce, listo acaso para esconder aquel papel bajo su manta al primer crujido de un mueble o creyendo enloquecer porque una persiana, súbitamente, ha golpeado contra los vidrios… ¿Gran imaginación, dice usted? No crea. Oscuridad, persianas, crujidos de muebles, son cosas inofensivas, perfectamente comprensibles, reales e inocentes como esta calle y este crepúsculo. Hay alrededor de nosotros, sin embargo, en ese mendigo que pasa o en aquella mujer que corre, enigmas más tenebrosos, monstruos más fantásticos que los ángeles deformes del Apocalipsis: en el hombre, amigo mío, están los monstruos. El los inventa y de él se alimentan, como los vampiros de las historias góticas. Usted se estremece. Es bueno eso. Apurémonos un poco, está anocheciendo.

Cuando llegué a la quinta, la tarde, como ahora, estaba exactamente en ese climax desgarrado, sangriento, en el que yo diría que las potencias oscuras y la luz se entreveran en una cópula enfurecida, antigua igual que el mundo, pero única cada vez; como un acoplamiento de libélulas monstruosas. Decía que, si me asombró la carta, de ningún modo me asombró, al llegar a la quinta, ver eso que quedaba de Sebastián. Sólo que ahora parecía resignado. Al entrar, lo vi, como siempre en aquellos tiempos, sentado frente al ventanal que daba al parque. La sala, en penumbras, tenía todas las apariencias de un claustro. Cuando me oyó entrar, levantó los ojos con cansancio. «Es demasiado tarde», dijo con naturalidad, como si me saludara. Supongo que traté de responder algo, pero él sonrió con tristeza. «No hace falta», agregó y me llamó a su lado. Norah no estaba allí. Imaginé, o quise imaginar, que estaría en alguna de las habitaciones del piso alto. Antes, al cruzar el parque, me había parecido verla entre los árboles, es decir: vi la silueta de una muchacha que recogía alegremente unas flores. Fue un segundo, pero bastó para que no me atreviera a llamarla: se trataba de una jovencita, poco más quizá que una adolescente. Me figuré que sería alguna muchacha de los alrededores, por qué no. Y ahora, a través del ventanal, podía verla nuevamente. Comprobé que no me había equivocado, al menos en lo que respecta a la edad. Era, en efecto, casi una chiquilina: no debía de tener más de dieciocho años. Sentí que mis dedos estaban clavados en el brazo de Sebastián.

«Te das cuenta, ahora», preguntó.

Todavía quise no entender, me forcé a imaginar que Sebastián se refería a sí mismo, a su propio estado. Después, aparentando calma, pregunté por Norah.

El sonrió, y señaló el parque.

Nunca olvidaré los ojos ni la sonrisa de aquel hombre. Usted, que lo conoció, tampoco los habría olvidado.

No, no debe mirarme así. No estoy loco, amigo mío: jamás me he sentido tan enteramente cuerdo como esta noche. ¿Se va?; lo esperan en su casa, seguramente. Buenas noches.

Las panteras y el templo

Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.

Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella vieja historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared como un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original. Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.

Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empuñadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. Esa noche, tampoco pude escribir. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. «Estás cansado», me dijo, «no te quedes despierto hasta muy tarde». Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferró a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.

Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradojal esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.

Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad.

Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.

Matías, el pintor

A los diez años, la gente no se diferencia notablemente de sus semejantes; en tal sentido Matías no era una criatura demasiado extraña. Salvo, acaso, que pintaba. Y que una vez pintó el retrato del hermano Leonardo.

Matías nació en otoño, de noche. Hay quien asegura que los nacidos bajo estas circunstancias son propensos a la fiebre o a la Magia. Y que por eso pueden ver, o imaginan, cosas que para los demás no existen. No sé, nadie sabe qué hay de verdad o de mentira en esto, pero es posible que Matías haya aprendido a verlas cuando sus familiares, una tarde, lo llevaron a aquel internado de largas galerías y viejos sacerdotes salesianos. A partir de entonces, solía despertarse a medianoche, sobresaltado, imaginando entre las sombras de los dormitorios altas figuras torvas, en procesión, rezando.

Por lo demás, en aquel sitio se contaban historias de pastores, niños pastores, que alguna mañana —en algún país y en algún tiempo siempre remotos— habían visto a una muchacha muy hermosa, rubia, de nombre María. Y no sería extraño que los doscientos o trescientos pupilos de aquel colegio guardaran, en lo más recóndito de su corazón, el secreto de un encuentro (que no se atrevían a contar, pues los viejos curas no daban crédito a estas historias y castigaban a sus autores) o una visita de aquella muchacha que tenía un vestido muy azul, era mucho más hermosa que la de la capilla y parecía estar hecha de reflejos. Hay una edad, yo lo sé, en que es fácil ser mago. He vivido de chico en un sitio como aquél. He visto, durante la bendición nocturna, el temblor de los altos cirios, que hace cambiar de posición las imágenes de los santos, y todo repentinamente se vuelve milagroso o atroz.

No se sabe por qué circunstancias, Matías tuvo acceso al refectorio. Allí vio por primera vez aquel gran cuadro. Le pareció tan hermoso que hubiera cambiado todos sus paseos de cada domingo, durante un mes, por ver al autor de semejante maravilla. Y es posible que lo haya dicho en voz alta porque, de pronto, entre las sombras del presbiterio, apareció la silueta del hermano Leonardo.

—Aquí estoy —dijo.

A partir de aquel día, se hicieron los mejores amigos del mundo. Esa misma tarde sucedió un hecho curioso: Matías, que había encontrado en la biblioteca de los sacerdotes un gran libro de tapas negras donde se hablaba de cosas terribles que les sucederían a los hombres algún día, dibujó, inspirado en ellas, unas figuras sumamente hermosas. Al mostrárselas al padre Esteban, su maestro de dibujo, éste estuvo a punto de huir aterrorizado.

—¿Qué significan estos diablos? —dijo.

—No son diablos —aseguró Matías—. Son ángeles.

—¡El Señor nos asista! —gritó el buen cura.

Y ya no hubo manera de hacerle comprender que aquellos animales no eran más inverosímiles, ni menos feos, que los descritos en el cielo de San Juan, a quien el propio padre Esteban admiraba tanto.

Esa tarde Matías recibió un severo castigo, y su dibujo, que él no sólo consideraba precioso sino del todo real, pues no concebía que un Santo como San Juan mintiese, fue roto delante de todos los alumnos.

Y en penitencia se le prohibió, durante un mes, el paseo de los domingos.

—No importa —le dijo después el hermano Leonardo—. Con mi primera pintura sucedió algo parecido. Dibujé una Gorgona y unos bichos —sonrió—. Micer Pietro estuvo a punto de desmayarse.

La criatura no sabía qué era la Gorgona ni quién era Micer Pietro, pero se había acostumbrado a callar cuando su amigo hablaba. Durante muchos domingos volvieron a encontrarse en el refectorio. Y allí, mientras el hermano le explicaba el sentido de cada una de las trece figuras reproducidas en el cuadro, Matías empezó a pintar su retrato.

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