No digo que estos desplazamientos le ocurriesen muy seguido, no. Ni siquiera me atrevo a asegurar que la noche del chico Baxter ese, noche en que el negro se identificó diez minutos con el ángel —se tocó el nombre—, nos pasara lo del sótano y las estrellas. Pero, vamos a ver. Ya que no hay más remedio que contar yo esta historia (no sé por qué digo que no hay más remedio, pero de cualquier modo no lo hay, Griffiths), quiero ser muy franco. El jazz no me gusta. Ni el
hot
, ni el otro. Griffiths lo sabía. Y también sabía, aunque sin entender la razón, que yo en el fondo lo despreciaba.
—No, negro —le decía yo—. No al menos por lo que vos imaginas, sino porque, aparte de tocar esta porquería, tocas como un mono. Francamente sos muy malo, negro.
El, riéndose, decía que sí. Y era cierto.
—Ves —le decía yo—, por eso. Sos propiamente lo que se dice un negro piojoso. Y por eso te desprecio.
Creo que la misma noche en que nos conocimos se lo dije.
—Sí —reflexionó Griffiths—. Pero hay que saber darse su lugar. Cada cosa en su sitio, ¿no? El mundo es como círculos, sabe.
—
Dixit
—dije—. Dale, Nietzsche.
Me miró. Le expliqué, como pude, la Doctrina de los Ciclos. El se divertía.
—Ese estaba loco. No. Lo que yo digo es otra cosa. Círculos así, planos —y hacía dibujos con el dedo, sobre la mesa—. Cada uno está en el suyo. O mejor: como si Dios nos hubiera dado a cada uno un círculo a llenar. A mí, con esto —y levantó la trompeta—. A usted, con lo que sea —se interrumpió—. De qué trabaja usted.
—De nada. Yo miro.
Se rió, los dientes blancos.
—No se puede llenar con nada. Eso es lo que yo digo.
Y cosas como ésta eran las que me daban miedo: las que me hicieron seguirlo al Akrópolis.
Lo conocí en el Vodka. Una boite con zíngaros apócrifos, whisky apócrifo y una rubiecita auténtica de ojos húmedos, que no bien se enteró de mi oficio miró hacia un fornido ruso que debía de ser el encargado de patearme al medio de la calle, y amagó levantarse de la mesa. Le expliqué que no, que gracias a Dios no era periodista ni estaba preparando ninguna nota sobre alcaloides, prostitución, o ministros degenerados, sino que hacía cuentos, libros: en una palabra, que era una especie de Poeta. Lo que no podía explicarle (lo que aún hoy no consigo explicarme a mí mismo) es qué manía ambulatoria, Fuerza Misteriosa o fantasma de tranvía 20 me arrastró esa noche a la zona del Riachuelo, ni por qué estuve un rato largo acechando la luna en tan ambiguas y podridas aguas, ni cuando reconocí, de golpe, mi propia cara en un espejo del Vodka. La rubiecita de los ojos me miró con desconfianza. Después sonrió, como un gatito se acerca a un ruiseñor. Y de inmediato, con la excusa de querer acostarse conmigo, comenzó a contarme su vida. Embelleciéndola, lista para la imprenta. Y al tercer whisky yo le creía todo y me sentía León Bloy dispuesto a sacarla del arroyo para siempre. Cuando oí la trompeta, y miré. O primero miré. Y lo que me impresionó fue la actitud del negro: algo bello (absoluto) en su manera de pararse. No sé. Algo parecido a lo que puede quizá sentirse viendo a un torero bien plantado o a un boxeador intachable. Lo que se llama clásico, el estilo apolíneo. Y exactamente la misma decepción, cuando escuché la trompeta, que al ver cómo el toro lo engancha a nuestro hombre por la culera del pantalón y lo volea a los tendidos, o al boxeador lo despatarran de un áperca a medio segundo del saludo. Le calculé cuarenta y cinco años. Aunque con los negros nunca se sabe, y menos con esa luz. Quizá, unos más. Pregunté quién es. Mi rubiecita de ojos lluviosos dijo: Israfel. Caramba, pensé yo, o lo dije, con una ironía tan fuera de sitio como incomprensible para la muchacha. Caramba con el arcángel de la música: lo han de haber pateado del cielo cuando la rebelión, tan negro lo veo. Y me reí, nerviosamente.
El adverbio no es literatura, no. Hay ciertos seres, cierto tipo humano, diría, que tienen la virtud de irritarme, de hacer que pierda el sentido de las proporciones, de los valores. Me llevaría años explicarlo, pero en resumen es esto: los miro y los remiro y me encuentro pensando pero por qué, por qué ellos no. Qué les falta. Y cómo hago yo para descubrirlo. En el caso de Griffiths, por qué él, pongamos, no era Louis Armstrong. Pues lo fascinante (ya sé, debí escribir lo espantoso) es que semejante pregunta supone que no existe ninguna razón que la haga ridícula. Ya que uno no puede preguntarse sin fangosidad cuál es la razón de que esa lisiada no sea Galina Ulánova, o aquel mongoloide Einstein. ¿Entendés?, le pregunté a mi rubiecita. Y ella respondió que sí, moviendo la cabeza de un modo tan triste que, por un momento, me dio frío que ella entendiese realmente y que yo me hubiera pasado más de treinta años metido en un frasco de formol mirando, como desde un acuario, ondularse a los hermosos e insondables seres humanos. Lo que pasa es el whisky, reflexioné; eso es lo que pasa. Y pedí una vodka y le pedí que me presentara a Griffiths.
Y el negro y yo hablamos esa madrugada. Y muchas otras, durante meses. Me enteré de que era norteamericano y que había tocado una noche con Bix, así dijo simplemente: Bix. Me habló de Bolden, al que no conoció pero al que nombraba como nosotros a Gardel, abriendo la palma de las manos hacia afuera como para contener a una turba de ruidosos herejes, Buddy Bolden, de quien sabía que su trompeta se escuchaba a diez millas. Yo le decía que rebajara unos metros, y él, mirándome con una sonrisa como de fatiga o de tristeza, decía no, créame que no Le miento. Usted no se imagina lo que es New Orleans. Es una ciudad con acústica: toda la ciudad. Rodeada de agua y de niebla sonora, se lo juro. No es imposible que una trompeta, quiero decir, una trompeta como aquélla, se escuche a diez millas, y aún más lejos. La música caía sobre uno desde cualquier parte por las noches. Éramos chicos y corríamos buscando la música, que siempre sonaba en otro sitio. Y el negro Griffiths se me perdía hablando, a tal punto que muchas veces continuaba en inglés, para él solo, y yo me encontraba sintiendo que no se tiene derecho a tocar tan mal con esa mirada que tenía. De modo que yo buscaba en la oscuridad la mano de Cecilia, la rubiecita del Vodka, con la que también caminábamos por las calles de Barracas en aquellas noches de mi amistad (o lo que fuera) con el negro miserable aquel, fracasado y absolutamente indigno de lástima. Negro de mierda, pensaba yo. Y pensaba qué estoy haciendo con estos dos personajes de saínete, jugando a hermano del negro y, de paso, acostándome con su mujer, con Cecilia. Qué me importaba a mí el jazz, por otra parte. Griffiths lo sabía; yo me encargaba de decírselo. Sin entrar a juzgar rarezas
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o jazz frío, o como se llame, ideadas por tocadores de tuba con delirio que se sienten Darius Milhaud como nuestros acordeonistas Bartók, durante tres minutos por baile, el jazz me parecía, en términos generales, música digna de una civilización como la nuestra: bárbara, de piel blanca, que ha encontrado una buena excusa para contonearse, fornicar, sudar como caballos y dar gritos, sin dejar por ello de sentirse superior a la raza salvaje que le deparó semejante distracción. Y sospechaba que así como los judíos medievales utilizaron el comercio para sobrevivir a nuestra hostil brutalidad, los negros, a través de su música (que también hemos corrompido) se dan el enorme gustazo de vernos pegar saltos, visitar la selva con nuestras pálidas mujeres y aullar, en cuatro patas, a la luz sangrienta de la misma luna que alumbró los buenos tiempos del hacha de sílex y los cantos alrededor de la fogata. Usted es un tipo raro, me decía Griffiths cuando yo le comentaba sonriendo éstas o parecidas cosas: usted me desprecia, ¿no es cierto?
Yo volvía a explicarle que tocaba como un mono y él se reía.
—Ni música sé: leer música, digo. En serio.
Irónico, lo dijo.
Y yo recordé alguna de sus conversaciones bilingües, una pregunta que me había hecho cualquier noche por Barracas o en esta mesa del Akrópolis donde estábamos ahora. ¿Sabe por qué Bolden y Bunk Johnson y su gente fueron la primera orquesta de jazz? Porque ninguno de los músicos leía música. Escríbalo: el jazz es otra cosa, no un papel pentagramado. Volví a insistir en que no era periodista y pensé sí,
otra cosa
. Y me dieron ganas de partirle una silla en la cabeza. Otra cosa,, él lo sabe. Y lo mismo toca como un mono. (Otra cosa, el jazz. Un canuto con un papel de seda dentro del viejo clarinete de Alphonse Picou, la Calle del Canal y en algún lugar llamado el distrito de Storyville, o simplemente el Distrito, innumerables faroles rojos: dos mil prostitutas oficiales y diez mil clandestinas, inmortales negras riendo y cantando y copulando durante semanas enteras. Antes, cuando todo se hacía cantando. Se moría cantando. Seis nomás: un clarinete, un banjo, una batería y un trombón. Y una trompeta, la del director, naturalmente. Y al cementerio. A veces, un pianista. Nunca un saxo, para qué. En fila por la calle del cementerio, tocando detrás del ataúd y con el piano sobre un carro, porque allá a uno lo enterraban como había vivido, entre la música. ¿Fue jugador?, ¿rió mucho, ¿disfrutó de buena cerveza y grandes mujeres antes de que la policía lo matara en la calle Saint James? ¡Que en paz descanse, compañero! Y se swingaba hasta reventar las trompetas, y el alma. Y era la música más
hot
que nadie haya escuchado en su vida. Otra cosa el jazz. Bandas de blancos con su rey blanco por la Calle del Canal, y nosotros soplando a muerte por la calle Basin con nuestro rey zulú ataviado de plumas y de paja. Y Bolden. Sobre todo y siempre Bolden. Bolden que una noche, metiendo la trompeta por un agujero de la empalizada del Lincoln Park le robó todo su público a Robichaux, tocando de rodillas como si rezara, hasta vaciar el Lincoln Park y llevándose luego la gente por detrás, él tocando y la gente detrás, por el medio de la calle. En New Orleans.)
Otra cosa, el jazz.
—Y en el 17 —canturreé yo, en el Akrópolis— un edicto del gobierno prohibió los faroles colorados, asesinó la música, la Marina clausuró los quilombos y se expulsó a todas las prostitutas del Distrito. Ya lo sé, Heródoto —pero estaba visto que ya no iba a poder callarme—. Y allá se fueron las gordas hetairas de color, miles de negras locas rumbo a la eternidad por la Calle del Canal. Y siguiéndolas entre la muchedumbre, la más vasta y límpida orquesta
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sublunar: todas las bandas de jazz de New Orleans. Meta música. Me lo contaste treinta y ocho veces, en distintos idiomas. Todo New Orleans, despidiendo a sus luciérnagas, jubilosamente doblando a muerto por la Inocencia Perdida. ¡Música para esas ancas pecadoras bajo la indulgente mirada de Dios!, ¡música para esas tetas torrenciales! Música de una felicidad tan grande como para llorar cien años. Todo New Orleans de cortejo, detrás de sus prostitutas —me interrumpí, de un trago me tomé hasta el hielo del whisky—. Mierda —dije—. Y
Los expulsados de Poker Fíat
, de Bret Harte, después de oírte a vos, vienen a ser el corso vecinal de Villa Carriel. Palabra.
Le hice una seña al mozo.
—Era una marcha fúnebre, pero alegre —dijo Griffiths—. Y no todas eran negras, no todas las muchachas.
—Un whisky, mozo —dije yo.
—No todas, no —dijo Griffiths.
—Natural —dije yo.
—Quién es Bret Harte —dijo Griffiths.
—Un compatriota tuyo, sólo que más muerto. Y más pálido.
—Entonces no haría jazz —dijo Griffiths pero ya hablaba en otro sitio, como desde otro sitio, y no todas las muchachas eran negras, algunas tenían tipo español y otras eran criollas y otras blancas, sin lágrimas en la cara y con diamantes en el pelo, como nueces. Yéndose no por la Calle del Canal, no por la calle blanca, sino por las calles Basin, Franklin, Iberville, Bienville y Saint Louis, entre la música—.
Tarará tá
—dijo Griffiths.
Sentí como un aletazo en la nuca. Me dio miedo.
—Qué es eso —pregunté.
—Qué cosa —me miraba como perdido.
—Eso. Lo que tarareabas.
—Lo que usted dice: la Gran Marcha.
—De qué hablas.
—Un tema, mío. El pedazo de un tema que no sé, pero que es así.
—Tuyo. Y no lo sabes.
—Claro. La música está desde antes que uno, desde siempre. No se hace más que encontrarla —después siguió hablando, como quien canta un salmo—. Y las muchachas pusieron sus ropas de colores sobre los carritos. Y no hubo más luces rojas en Storyville. Y se tocó para ellas, en New Orleans. Se imagina.
Yo me imaginé.
—Con la trompeta —dije secamente—. Contalo con la trompeta.
Me miró como si se despertara. O yo lo miré a él, como si me despertara. Y caí sentado en el Akrópolis. Cecilia, en una mesa no muy lejana, emborrachaba a algún imbécil que seguramente le tocaba la pierna con la rodilla. A nuestro lado, una pareja se besaba como si alguno de los dos fuera a morir al rato.
—Te das cuenta —dije—. Te das cuenta de que, encima, interpretas para este selecto auditorio de fabricantes de chacinados. Y putitas —agregué.
Me miraba.
—Quiero decir que ni soplar fuerte podes.
—Nunca soplé fuerte. Por eso toco
cool
. No me gusta, pero es más música. Escuche eso —dijo, y le brillaban otra vez los ojos: bajo los
spots
, Paul, el pianista, cambió de tiempo e hizo piruetear el tema, del blues, a
La catedral sumergida
, como si hubiera visto a Debussy entrar por la puerta del Akrópolis—. ¿Se da cuenta que eso es hermoso? Oiga el clarinete ahora.
Y hasta yo me di cuenta de que eso como un angelito de Botticelli soplando en el Olimpo la corneta de Marte era un saxo.
El negro Griffiths se dio vuelta. Un muchacho rubio, el Baxter saxofonista ese que ahora toca en el Akrópolis, improvisaba, elocuentemente, sobre el tema de
Love
. Paul le guiñó un ojo a Griffiths. Cecilia miró hacia nuestra mesa.
Griffiths dijo:
—Y es así. Y a mí me pagan y toco.
—Ese rubiecito toca bien —dije con frialdad—. Sabe lo que quiere y a vos, Cristóbal Rilke, eso no te gusta nada. No me preguntó quién era Cristóbal Rilke.
—Son de otra carnada —dijo al rato—. Jóvenes. Ha de ser un amigo de Paul, a veces prueba a alguno.
—Pero el conjunto lo dirigís vos.
—Sí. El conjunto sí.
Y yo no le pregunté qué era lo que no dirigía.
Baxter, disfrazado de Alban Berg en momentos de rendirle un homenaje a Haydn, compuso suavemente un raro collage con el blues de Paul, quien, acompasándose con los ojos, parecía dopado con miel barbitúrica. Aquello estaba bastante bien, realmente. De modo que aseguré que era lo más hermoso que había escuchado en el Akrópolis, o en mi vida. Cuando acabó el solo, aplaudí un poco intempestivamente. Luego aplaudió todo el Akrópolis. El pianista hizo un poco de
La consagración de la primavera
mechado con ragtime, y yo juré que era la apoteosis. Con otro guiño, Paul invitó al negro a que se metiera. Acá va a correr sangre, pensé. Cecilia miraba, es decir, me miraba a mí: como pidiéndome algo. Como diciendo no. Yo me limité a sacar el labio inferior hacia afuera y señalé con la cabeza a Baxter, como quien dice bárbaro ese chico, y vi venir la orquesta por la Calle del Canal. Los blancos con su rey, había dicho Griffiths, y nosotros (quiso decir los de antes, o simplemente los negros), nosotros, soplando a muerte por la calle Basin, con nuestro rey zulú ataviado de plumas, al encuentro de los blancos.