El hombre llamado Castillo se encogió de hombros y el otro jugó alfil por dama. El hombre llamado Castillo volvió a sonreír.
—Jaque —murmuró, mientras su alfil tomaba el peón de dos alfil rey. De todos modos todavía había un orden—. No tenés más que una jugada —dijo.
El rey negro fue a dos rey. El hombre llamado Castillo saltó con su otro caballo a la casilla cinco dama.
—Mate.
Un orden precario y agónico, sí, pero un orden. Un simulacro de eternidad.
—Una celada inescrupulosa —dijo Barbieri.
—No es una celada. Es un legado. Se llamaba el Legado de Legal. ¿Te imaginas? —señaló las piezas inmóviles sobre el tablero, el dibujo que formaban—: un hombre legando esto. Cómo le llamarías a esto, una idea, una fórmula. Qué es. Qué sentido tiene para alguien que no sepa el código. Me parece que ya me está haciendo efecto el whisky.
—Sí, se te ve un poco emocionado.
—Volvamos a la mesa.
Cuando estaban por llegar, Barbieri lo detuvo:
—Yo creo que los demás no se han dado cuenta, yo creo que es lo mejor. Por otra parte, ni vos ni yo estamos muy seguros de que vaya a ocurrir nada.
Las mujeres hablaban. Era algo que tenía que ver con la historia argentina. Increíble las cosas que pueden llegar a hablar dos mujeres en un club náutico, pensó el hombre bajo y delgado. De un salto pasarían al punto cruz, a la receta de algo. Pensó que el punto cruz era, también, un legado, sintió una ternura inexplicable y absurda. Le extrañó no tener miedo.
—Vamos a dar una vuelta, antes de que oscurezca —dijo la muchacha del pelo claro.
—Sí, vamos —dijo Barbieri.
—¿Cómo salieron? —preguntó la mujer llamada Mabel.
—Nadie sabe —dijo Barbieri—. La partida aparente ocurrió, de algún modo, pero nadie sabe qué significan esos movimientos allá arriba. Yo no me dejo impresionar por la vida real.
—O sea que perdiste.
—Llámalo como quieras.
Los cuatro estaban nuevamente en el automóvil.
—Vamos para el puerto —dijo el hombre llamado Castillo—. Toma por el camino viejo.
El coche subió por una curva asfaltada. Hacia el poniente se veía el bulevar, la estatua de Fray Cayetano Rodríguez entre los árboles, los chalets de estilo californiano que, a la muchacha, le hicieron decir me gustaría vivir en ese lugar y a él, al hombre llamado Castillo, pensar que no debió decir eso. Del otro lado se abría una calle de tierra.
—No en una casa así —dijo él, al mismo tiempo que ella agregaba «pero no sé si en una» y lo miraba sorprendida, riendo. En el asiento delantero, la mujer llamada Mabel también rió. Barbieri acomodó el espejito retrovisor, miró fijamente a los de atrás y preguntó que por qué no—. Esas piedras simuladas —dijo el hombre llamado Castillo—, esos frentes de piedra simulada y esas lajas, se contradicen con el río.
—Y esos parques y sus coníferas enanas, sí —dijo irónicamente Barbieri—. Qué lástima, a lo mejor estuviste a punto de transformarte en una especie de Lot. Pero sospecho que aplicaste un criterio demasiado estético. La miércoles que está poceado este camino, me va a desarmar todos los elásticos. Miré a tu pueblo —agregó sin transición, con tremolante voz de bajo—, y no encontré un solo justo. —La mujer que iba a su lado lo miraba. —Y vos no te rías, Mabel, porque me estoy preguntando cuánto hace que no decimos la misma cosa al mismo tiempo. Che, en serio, esta calle está imposible.
—Volvamos —dijo la mujer.
—Eso se dice fácil —dijo Barbieri.
El coche dobló y se metió de lleno en una especie de callejón abierto en la barranca. Abajo, se veía el río. El camino viejo comenzaba más allá, después de la curva. Ahora tenían a la derecha la pared de la barranca y a la izquierda los garabatos y los espinillos. Hinojos, pensó el hombre que iba junto a la muchacha, éramos chicos y veníamos acá, a juntar hinojos.
—Es hermoso —dijo la muchacha.
—Todavía no viste lo mejor —la voz del hombre que manejaba ya no era festiva, era ambigua—. Los monstruos.
El hombre llamado Castillo le miró el pelo a la muchacha y se dio cuenta de que éste era el momento exacto del atardecer. No quiso mirar hacia atrás. Vio, en el pelo, el crepúsculo y sus lentos fuegos. La mujer llamada Mabel se dio vuelta en su asiento y habló con la muchacha.
—No le hagas caso. Después de la curva hay una callecita larga, ahí empieza. Es el camino viejo. Del lado del río están los ranchos, del otro la loma de la barranca, las cuevas. A veces hay ranchos de los dos lados, vieras los colores, y casitas de madera y lata, y te parece que vas por un patio largo. En realidad es un patio, el patio de ellos. Hay gallinas, y chicos.
Y el jardín, recordó de pronto el hombre llamado Castillo. Un poco más allá de la bajada del puerto tenía que estar el jardín. Los hinojos estaban allí. Iba a decirlo pero no supo cómo.
—Los chicos tienen la mirada amarilla —dijo Barbieri—. Hay hasta de ojos dorados, pero menos. De las gallinas no me acuerdo bien. Los de ojos dorados son los monstruos propiamente dichos; los otros, me inclino a creer que forman una especie intermedia. Algo así como mutantes. No, fuera de broma, hay chicos de una belleza increíble. O al menos había, porque en realidad hace demasiado tiempo que no vengo por acá. Mira, allá, allá se ve uno.
A unos veinte metros, un chico de cinco o seis años, totalmente desnudo, estaba como apostado en el recodo por el que se entraba en el camino viejo. Como apostado, ésa era la idea exacta. Al ver el coche, dio media vuelta y desapareció. El hombre llamado Barbieri aceleró un poco.
—Tené cuidado —dijo la mujer.
Estaba oscureciendo. O mejor, el aire tenía esa cenicienta transparencia que sigue al atardecer.
Cuando entraron en el camino, el chico no se veía por ninguna parte.
—Mira, mira las casitas —dijo la mujer.
—Pero no se ve a nadie —dijo la muchacha.
Sin embargo están allí, pensó el hombre que iba junto a ella. Le pareció haber visto, a través de una ventana, la silueta inmóvil de una mujer. Barbieri lo miraba por el espejo.
Un trecho más allá, vieron a la pareja. Un muchacho y una adolescente. Él la besó en el preciso instante que pasaba el auto. Fue un gesto deliberado y al mismo tiempo natural.
—Son hermosos. Y lo saben —dijo el hombre llamado Castillo.
Barbieri dijo:
—Lo que no sé si saben es que pasamos por allí.
—Es cierto —dijo la muchacha—. Por un momento tuve la impresión de que… No sé. Tengo frío.
—Hace, no te preocupes. En cuanto a lo otro, son reales. Mira ese viejo, por ejemplo.
—Cuál, qué viejo —dijo la mujer llamada Mabel—. Dónde.
No había ningún viejo, el hombre llamado Castillo también lo sabía, pero lo admiró la astucia de Barbieri: había conseguido que las dos mujeres miraran hacia el lado de las casas, no hacia las cuevas.
—Fue una broma. Ahí tienen un chico, y bien real. Si le miran debajo de la cintura van a ver que no miento.
Desnudo, un chico de seis o siete años nos miraba seriamente desde la puerta de una de las casas de madera y lata. Quiero decir que miraba a los cuatro ocupantes del coche, dos de los cuales, la muchacha y la mujer, lo saludaron agitando la mano. El chico no hizo un gesto. Un enorme perrazo negro se abalanzó sobre el auto y, ladrando, los persiguió un trecho. En los próximos cien metros no volvieron a ver a nadie. Después sí, a una vieja, de espaldas, regando un cantero de dalias, a otro chico inmóvil y desnudo, a un viejito que afilaba un palo con un cuchillo y que, sorpresivamente, al pasar el coche, guiñó un ojo en dirección a la muchacha.
—La bajada del puerto está detrás de aquella curva —dijo Barbieri. Frenó el coche sin parar el motor y encendió un cigarrillo. Después movió una o dos veces la palanca de cambio. Se oyó un ruido desagradable—. Esta es la mejor hora para mirar el río —detuvo el motor y abrió la puerta—. Me voy a apreciar el atardecer desde aquellos espinillos. Preferiría que las mujeres se quedaran en el auto —dijo al bajar, llevándose con toda naturalidad la mano a la bragueta.
El hombre más joven también bajó.
—Qué pasa —preguntó.
—Que no hay marcha atrás, y no es una metáfora. O sí lo es. De cualquier modo, la caja de velocidades está rota, algo así. El otro hizo un esfuerzo. Dijo:
—Y vos, qué esperabas.
—No sé. Supongo que algo menos… explícito. Se rieron.
—Cuando les dijiste lo del viejo fue por el pie. Un pequeño pie asomando desde una de las cuevas. Una piernita de chico, vertical, y en el extremo superior, un pie.
—Sí —dijo Barbieri—. Qué pensás.
—Que se están divirtiendo. Y vos.
—En absoluto.
—No me entendiste. Te pregunto qué pensás vos.
—Que en absoluto se están divirtiendo. Vení, volvamos al coche.
Subieron al auto. Las mujeres habían encendido la radio y se escuchaba una melodía estrafalaria y pegadiza. El auto arrancó, casi alegremente.
—Fue una buena idea —dijo Barbieri. Le acarició la cara a la mujer.
El camino seguía en lo alto la curva del río. La bajada del puerto estaba unos cien metros más allá de la curva, después de una acacia. Esta vez no había ningún chico apostado en el recodo. El coche avanzaba festivamente, envuelto en el crepúsculo y la música. Barbieri hablaba de lo que harían esa noche después de la cena, irían al baile aniversario del Centro de Comercio, eso es lo que harían, y ellos dos se emborracharían y brindarían por el reencuentro y estarían Emilio y el japonés Foli que no era japonés sino más bien un loco formidable, la muchacha ya los iba a conocer, y la mujer llamada Mabel proyectaba lo que harían al día siguiente, en el Náutico, y a la muchacha le brillaban los ojos y el pelo se le había vuelto como una ceniza dorada con la última luz de la tarde, y llegaron a la curva. Barbieri levantó el volumen de la radio. Entonces vieron a la nena. Era tan infantilmente hermosa en su desnudez que la muchacha sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó al pasar que le dijera su nombre. La nena se dio vuelta y, doblada en dos, asomó la cara por entre las piernas. Sin embargo, es absolutamente natural, pensó el hombre llamado Castillo mientras la muchacha a su lado decía que detuvieran un momento el coche, que esa criatura era un ángel, y Barbieri aceleraba al compás de la música preguntándole si no se daba cuenta de que la noche se les estaba viniendo encima. El coche dobló en el recodo y el camino se oscureció de pronto. Ya no había casas ni animales, sólo la barranca y, hacia el lado del río, los matorrales de garabatos. En algún lugar, debía estar la acacia. Con los faros apagados el coche iba soltando guitarras eléctricas y pájaros estrafalarios. La mujer movía la cabeza al compás con un vago gesto de ebria, la muchacha tenía los ojos muy abiertos. El hombre llamado Barbieri volvió a levantar el volumen de la radio.
—Yo me acuerdo de una encina —decía—. O de una acacia —hablaba casi a gritos, a causa de la música—. En seguida venía la bajada. No puede andar lejos. Vamos a salir de ésta, les juro.
—Qué —dijo la mujer.
—Que esta noche me emborracho y te hago reina, ¿cuánto hace que no bailamos?, y que por acá tiene que haber un nogal, o una encina. Un árbol grande. Y vos también te vas a emborrachar, y me voy a olvidar que estás gorda y vas a bailar descalza en el techo del auto, te acordás cuando me desfondaste el capot del Ford 49, ¿cuánto hace?, y eso que entonces eras una gurrumina peor que aquélla. Hoy, otra vez, te lo juro. Tiene que estar por acá nomás. Dios mío, si era un árbol copudo. Un lindo árbol.
Habían hecho más de cien metros, entre matorrales tan idénticos y tupidos como una pared.
—Ya está bien —dijo el hombre llamado Castillo—. Trata de encender las luces.
Pensó que las luces no iban a encenderse. Pensó que, desde hacía un buen rato, el otro venía pensando lo mismo. El auto frenó en seco y Barbieri apagó la radio.
—Sí, va a ser lo mejor. Pero espera un poco.
El hombre llamado Castillo sintió que la muchacha se apretaba contra su brazo. Todavía pudo ver su perfil, las hilachas de ceniza de su pelo. En el silencio oyó, como si fuera un recuerdo y no un sonido, el remoto murmullo del agua.
—Qué pasa —dijo la mujer.
El hombre llamado Barbieri le pasó suavemente el brazo por el cuello y le hizo apoyar la cabeza en su hombro.
—Nada —dijo—. Las cosas han cambiado un poco en todo este tiempo.
El camino terminaba abruptamente, algo más allá, vedado como por un cerco de penumbra. El jardín, sintió el hombre llamado Castillo, allí estaba el jardín, el corazón dulce de los hinojos y, en alguna parte, el atajo, la otra calle que subía, nadie sabe cómo, hacia las viejas veredas del pueblo, las altas veredas de tierra resplandecientes de estrellas.
El hombre llamado Barbieri bruscamente encendió los faros. Delante de ellos, cerrándoles el paso, había un grupo de hombres silenciosos, inexpresivos e inmóviles. Cuando las luces volvieron a apagarse y sólo se oyó en la noche el rumor del agua, el hombre llamado Castillo apretó suavemente la mano de la muchacha.
… en los repliegues de cuyo corazón hay
un laúd.
EDGAR POE
a Félix Grande,
a Egle
De él, de Griffiths, he sabido que todavía en 1969 tocaba la trompeta por cantinas cada vez más mugrientas de Barracas o el Dock, acompañado ahora (naturalmente) por algún pianista polaco, húngaro o checo —uno de esos pianistas bien convencionales, a los que no cuesta mucho imaginarlos cuando el último cliente se ha marchado y los mozos apilan las sillas sobre las mesas, tocando abstraídos, solos y como fuera del mundo, notas de una mazurca, un aire de Brahms o una frase del
Moldava
, con una botella de vino sobre el piano y una multitud de porquerías imperdonables sobre la conciencia—, algún viejo pianista tan fracasado y canalla como él, como Israfel Sebastian Griffiths, y acaso tan capaz de un minuto de grandeza.
La trompeta, dije. No sé, realmente. Jamás he diferenciado bien esas cosas. Puede que Griffiths tocara la trompeta, o hasta el clarinete. Nunca el saxo. Elijo la trompeta porque me gusta la palabra: su sonido. Tiene forma, diría él; se la ve, saltando hacia arriba, dorada, ¿me comprende?, como una nota limpia en la que uno siente que alcanzó lo suyo, que se tocó el nombre. O a lo mejor sólo decía: que está en lo suyo. Porque Griffiths, claro, era un músico pésimo. O si he de ser honrado, era algo peor; era decididamente mediocre. Sólo que lo sabía, y esto (aparte de su nombre) era lo que asustaba en él, lo que a mí me asustaba viéndolo soplar su corneta bajo la luz del Vodka o del Akrópolis, invulnerable, consciente de sus límites como si fuera un genio. Esto y el ala del demonio. Las ráfagas. Ciertas rachas de felicidad y de locura como relámpagos de una música de efímeras o como el resplandor de un sueño donde silbaba Otro: dos, tres endiabladas notas de oro delirante que algunas noches parecían arrebatarlo en mitad de un chapoteo sobre cualquier remita de formidable mal gusto, desquiciarlo del piso, hacerlo saltar de los zapatos y del traje, salirse de él y remontarlo por las motas hasta los límites del círculo, con trompeta y todo, no sé bien qué círculo, pero yo lo sentía así, o como podría sentir de golpe todas las estrellas sobre mi cabeza al entrar una noche en mi departamento o al bajar a un sótano. Y, durante ese segundo, la trompeta del negro irrumpía triunfalmente en la otra zona, ahí donde el jazz y el tango y un
Stabat mater
comienzan a ser la música, a secas. A tener algo en común, a complicarlo todo.