Griffiths se levantó y fue hacia la tarima.
Habló unas palabras al oído de Paul, que dijo sí con la cabeza.
Cecilia estaba a mi lado, me pareció que iba a escupirme o algo en ese estilo. La tomé del brazo y la hice sentar. Griffiths volvió. No saqué la mano de sobre el brazo de Cecilia.
—Vamos, si quieren —dijo el negro.
—Cómo vamos —pregunté.
—Sí —dijo el negro—. Me duele el pecho. Lo autoricé a Paul a que se arregle con el chico, por hoy. Se entienden bien.
Que le dolía el pecho era cierto. Cecilia misma me lo dijo esa noche, o cualquier otra, en mi departamento.
—Además —dijo Cecilia— se está poniendo viejo.
—Debe de hacer treinta años que se está poniendo viejo. Para qué lo justificas. Fuera de que no es el momento más oportuno —agregué, sacándome los pantalones—. Ustedes las mujeres tienen cada cosa. Lo que me indigna es que no se haya animado a echarlo, eso es lo que me indigna. Porque ¿querés que te diga lo que va a pasar? Córrete. Va a pasar que ese cabrón, el rubio exótico ese. Cómo se llama.
Y descubrí con inquietud que yo estaba empezando a ponerme del lado del negro, a tocar con la banda que venía por la calle Basin, porque cuando me olvido del nombre de alguien es mala señal.
—Baxter —dijo Cecilia.
—Ese. Va a pasar que entre él y Paul se van a quedar con el conjunto. ¿O no viste? ¿O no viste de qué modo se entienden? Tilín tilín tu tuaaa, schfffss pum tummpt, bu bip. Si hasta el cornudo de la batería parece Santa Teresa, en éxtasis.
Cecilia apoyó el codo en la almohada. Con los ojos enrejados detrás de los dedos, me espiaba, divertida.
—Qué te pasa —preguntó.
—Mira, déjame dormir —dije.
—¿Y para eso me trajiste? —rara la voz de Cecilia, incrédula a la altura de mi nariz. Contenta.
La miré y vi un lindo otoño. Vi un lento remolino de hojas de oro al final de una calle mojada por la lluvia, es increíble cómo me gustaban los ojos de Cecilia.
Apagué el velador y me di vuelta.
—Te traje —murmuré— porque a veces me da una especie de asco imaginarte, dando tus grititos, galopada por ese etíope. Por eso te traje. Y ahora llora que te queda lindo, Desdémona.
Cerré los ojos con fuerza. Cuando desperté era de mañana, Cecilia, de espaldas a mi lado, miraba el cielo raso con párpados de estatua. Después pronunció mi nombre, con lentitud; reflexionando. O como si lo clavara. Qué, dije yo. Pero ella naturalmente no agregó una palabra. Se vistió y había sol. Y aunque esa misma noche y muchas otras volví a verla, y a acostarme con ella, mi último recuerdo de Cecilia es ése. Ella mirando fijamente el aire y su voz inexorable y neutra. Y lo que no vi. Cecilia parada ahí, con la cartera marrón colgada del brazo y su mirada lluviosa, mirándome con lástima la nuca desde esa puerta. Estás conforme ahora, le pregunté esa noche en el Akrópolis; antes le había explicado, a grandes rasgos, que lo que sucede es que a veces tengo arranques. Pero ella había vuelto a ser la rubiecita del Vodka, sonreía con perplejidad y no era necesario explicar nada.
Y así, durante todo el mes siguiente, el panorama general fue el mismo. Salvo los rubios, una noche. Y los negros. Porque la última noche, el Akrópolis parecía la Guerra de Secesión. Cuando me acostumbré a la rojiza ambigüedad de la boíte, vi hasta media docena de negros entre los muchos borrachos desconocidos, rubios, que llenaban las mesas generalmente vacías del Akrópolis. Salvo esto y salvo Baxter, todo igual. Baxter, cada día más brillante. Sobre todo esa noche. Su saxo, agresivo, modulando una matemática cenagosa, lasciva y eficaz.
—Échalo —le propuse a Griffiths.
Baxter acabó
Take Five
y cruzó hacia el bar. Yo aplaudí como un energúmeno. Griffiths me interrogaba con la mirada, entre el ruido de los aplausos y algunas aprobaciones en inglés, que, súbitamente, me explicaron la cantidad de borrachos raros que deambulaban esa noche por Barracas. Un barco norteamericano: su tripulación.
Deus ex machina
, murmuré maravillado, dejando de aplaudir.
—¿Cómo?
—Que lo eches.
Griffiths me miró como si yo hubiese dicho algo muy extraordinario. Riéndose, sacudía la cabeza. Yo dije que, de todos modos, alguna cosa íbamos a tener que hacer, porque hasta los mozos empezaban a darse cuenta. Y él, inconscientemente, miró hacia el bar.
—De qué —preguntó.
Cecilia, en el bar, hablaba con Baxter.
Me reí.
—No, Salieri. Qué les puede importar eso a los mozos, ni a nadie. Lo que medio mundo se palpita, en cambio, es que no sólo por ese lado te haces el distraído. —Encendí un cigarrillo, el negro había dejado de sonreír. —Lo que ya notó hasta mi tía es que el rubiecito y vos nunca tocan juntos.
—Quién es Salieri —preguntó él, mecánicamente.
De pronto sentí que ya estaba comenzando a hartarme. Un amigo de Mozart, murmuré sin muchas ganas. Y de pronto me encontré diciéndole que haber nacido en New Orleans, y tocar tan mal, venía a ser más o menos como si a un organista le regalan la Catedral de Viena y él se pone a tirarle de la piola a la campana. E indignado de estar indignándome traté aún de sonreír con cinismo, mientras le decía que, encima, se llamaba Sebastian con acento en la primera a, como Bach. Por no hablar del otro nombre, que ya era directamente una locura, un chiste secreto de Dios. Y si no se daba cuenta de qué era lo que estaba pasando, no en el bar. Acá, adentro. En el Akrópolis o en Buenos Aires. O en el mundo. Y me planté la mano abierta a la altura de la solapa. O vaya a saber adentro de dónde carajo. Si era un árbol de Navidad o qué. Un árbol de Navidad, grité: si tenía las bolas de adorno. O por lo menos si no sabía qué fecha era hoy, y si para eso me había hecho gastar una semana de mi vida en la Biblioteca Lincoln y en la Embajada de su roñoso país, y pagar un diario podrido como si fuera la edición príncipe del
Arcana Caelestia
. Me levanté.
Nos miraban.
—Qué es lo que quiere —preguntó Griffiths a media voz.
—Ser negro. No mucho rato, eso sí. Lo que dura una escupida. Cosa de no tener después ningún cargo de conciencia. Y decile a Cecilia que me haga anotar la consumición —dije, y me fui.
Cuando estaba recogiendo el sobretodo, alguien me tomó del brazo. Pero no era Griffiths, era Cecilia.
—Te vas —dijo.
Me sentí inmensamente cansado.
—Toma —le dije—. Dáselo.
Ella me miró; después miró el periódico, viejísimo, y volvió a mirarme como si yo estuviera al borde de un ataque de epilepsia. Un periódico en inglés, de 1917: hoy cumplía exactamente medio siglo. Cuatro grandes páginas del color de la arena, del día en que las prostitutas fueron expulsadas del Distrito y todas las orquestas de jazz de New Orleans, siguiendo sus carritos, improvisaron un blues que era una celebración de la vida y era una marcha fúnebre.
—Ahí tiene hasta el edicto original. Y la protesta.
Amarillenta la protesta, ajada, aduciendo las muchachas que si la prostitución era un mal, era, al menos, un mal decente. Y nuestro trabajo, Señor. Y también mucha alegría honrada a la hora de cantar y reír.
Fui hasta la puerta y me volví. Ella, con el periódico en la mano, tenía la misma cara de imbécil de siempre. Le quité el periódico de un manotón. Se oyó el saxo de Baxter.
—Mejor decile —y absurdamente agité el periódico mostrándoselo de lejos, roto como estaba, porque al quitárselo se rompió de viejo que era, o yo lo rompí adrede—. O mejor no le digas nada. Qué van a entender las mujeres.
Cecilia se adelantó un paso, con ese gesto que ponen cuando imaginan que el mundo necesita maternal ayuda. Después se quedó ahí, quieta, sin animarse a terminar el gesto. El piano. Un redoble. El piano. El saxo: su jadeo impuro. El saxo a goterones, dibujando pesadas flores sobre las paredes.
Yo me había quedado mirando con estupidez el diario.
—Mira. Ve qué porquería cómo está —me oí decir y levanté la vista. Pero Cecilia se había puesto a mirar el suelo, rápidamente. O apretó los ojos como si le hubieran pisado un pie, o quisiera borrarme, borrarse ella de ahí adelante. Ahora improvisaba el cornudo de la batería.
Fango con mermelada, pensé. Y me reí solo: eso era de Thomas Mann, de
La Montaña Mágica
. Una tos como fango con mermelada. Salí a la calle. El aire frío de la noche casi me voltea. El diario lo tiré al charco ese que se forma junto al cordón de la vereda. Me sentí contento, libre: otro.
Entonces, cuando cruzaba, escuché la trompeta.
Hear me talkin' to ya
.
Un hilo de metal agudísimo y dorado traspasándome la nuca. O la espada incandescente de un ángel que era al mismo tiempo una palabra y un color. Irrumpió en la melodía y la clavó, como un alfiler de oro a una mariposa. Duró un segundo. Y se apagó, súbita. Pero no como se apaga un sonido; sino dejando un hueco, como desaparece un objeto. En el espacio vacío se oyó el piano, monocorde, y el susurro perplejo de los platos de bronce de la batería, su tamborileo livianísimo, como de lluvia sobre un papel de seda. Y de inmediato, soltándose, saltando hacia adelante como una espiral a la que se le corta el sostén que la mantuvo envuelta sobre sí misma, el hilo de metal de la trompeta, o la palabra dorada, de punta, perforando otra vez la melodía y haciéndola estallar como un globo. Los tres llamados siguientes sonaron, nítidos, en el borde mismo de aquello que decía Griffiths cuando hablaba de círculos.
Hear me talkin' to ya
, decía, un círculo tocándose con otro y con otro y con otro, todos de distintos tamaños, de tal modo que casi no existen espacios entre círculo y círculo, porque siempre se puede dibujar uno más pequeño y a cada cual le ha sido destinado el suyo. Tal vez es fácil llegar al borde, y saltar de allí, pero quién vuelve. Escúcheme lo que le digo: ellos sí vuelven, y no siempre. Bolden saltó del suyo y acabó en el manicomio; andaba por las calles, hablando de muchachas. Muchas veces saltó, y también Bix, y contaban cosas de allá con la trompeta. Y si pudiera decir la Marcha, mostrarle a Paul cómo se encendieron por última vez los faroles rojos y obligarlo a seguirme por la calle funeral de New Orleans, yo también contaría cosas. Y Griffiths, en Barracas, buscó afanosamente el agujero de la empalizada por donde meter su corneta. Me reí solo en medio de la calle cuando Albertina Mac Kay, gran puta deslumbrante, riéndose también, blandió su revólver ante las narices de Lee Collins, su formidable calibre 38 especial cargado con balas dumdum. Todos aplaudieron en el Akrópolis. El piano, resistiéndose, intentaba mantener la cordura en un duro tempo cuatro por cinco, que no dejaba mover la trompeta de Griffiths, pero ya lo íbamos sacando de allí, y el primer ladrillazo de Daisy Parker, rebotando en un techo, anunció a medio Distrito que por ahí andaba su amante, Louis Armstrong, a quien recibió con una granizada de cascotes no bien asomó su redonda nariz por la esquina. Como todas las noches, nada menos que a Armstrong y a ladrillazos: eso es la otra cosa que yo le decía. Y la trompeta se agazapó, como para tomar impulso, dio tres toques idénticos a los del principio y, en el hueco, sólo quedó el piano, su tecleo empecinado y maquinal. Paul seguía del lado de Baxter. Me apoyé en una tapia, en Barracas: a esperar. Y en la mitad de un coro, una especie de
flash
, súbito, como en los tiempos en que hasta las baterías se afinaban, un redoble de pepitas de oro sobre los platillos quebrando el tiempo de Paul, abriendo una fisura por la que entraron juntos batería y trompeta entre una de aplausos y gritos e hilos dorados a fuego y patadas sobre el piso que hicieron asomar a sus ventanas a todas las muchachas del Distrito. Y un farol, rojo. Pero el saxo, entrando solapadamente detrás del piano, me hizo el efecto de una mana helada en el cuello, repitió con frialdad el tema de la trompeta y envolviéndose alrededor de la última nota de Griffiths tejió, provocativamente, un contrapunto que rescató al piano del incontrolado límite en que ahora se desbordaba la corneta del negro. Después, no sé. Me acuerdo de esferas encendiéndose y de palabras que no se pueden pronunciar con mis palabras, porque en algún momento, ya en el linde del último círculo que le estaba permitido, manoteando detrás de la húmeda malla con que el saxo envolvía las duras marcaciones del piano, reapareció, dorado y seco, el llamado de la trompeta. Y otra luz, roja. Y me pegué un puñetazo en la palma de la mano como quien piensa chúpate esa mandarina o yo sabía que Dios no puede ser tan hijo de perra. Por más que el chico Baxter, su saxo, nos estuviera demostrando a Griffiths y a mí lo que, de cualquier modo, uno también ya sabía: que el negro no era ni la mitad de músico que Baxter; que, a partir de esa noche, Griffiths no volvería nunca más al Akrópolis. Y recordé los ojos de Cecilia una madrugada, su gesto de querer escupirme. Pero la trompeta del negro, ya al borde de su último círculo, describió una pirueta, se apoyó un segundo en el saxo y, aceptando el desafío, irrumpió en otras altas esferas de las que ya no se vuelve, improvisando una especie de fuga que me hizo abrir grandes los ojos en la noche atónita. Y me reí entre dientes. Y vi una catedral que era a la vez una respuesta y un conventillo, porque a quién se le puede ocurrir preguntarse qué está viendo. Cómo qué está viendo, amigo: la casa entre la niebla donde nació Bunk Johnson, taratá, Bunk Johnson que perdió los dientes, de viejo, y se quería matar dándose la cara contra las paredes, porque nadie en el mundo, sabe, nadie en el mundo puede soplar una trompeta sin dientes. Mi reino, o el de Dios Padre, por una dentadura, que del resto me encargo yo, de venir como antes por la calle Basin, soplando contra el mundo, tocando a muerte, parecidos a monos saltando entre los tachos de basura donde un chico que se llamará Israfel buscó algo para comer alguna noche y encontró su primera corneta, la de tocar una sola vez en la vida, y hoy se ha puesto a soplarla, hasta que amanezca, hasta que los angelitos de Botticelli, dándose palmadas en sus barrigas, caigan sobre Barracas desde un rajo del cielo. Esto era la otra cosa que yo le decía. Y el piano, por fin, dio tres acordes súbitos, a dos manos, y cambió de rumbo y se derrumbó por la bajada del puerto, ganado por el cuatro por cuatro y detrás de Griffiths. Y Griffiths, en Barracas, se arrodilló como quien habla con Dios y metió su trompeta por un agujero de la empalizada. Y la música y él cayeron del otro lado, en New Orleans. Y se encendieron todos los faroles rojos de las puertas de las muchachas. Y algunas tenían tipo español. Y otras eran criollas. Y otras blancas. Negras o blancas, pero todas con apostura de princesas en momentos de entrar en la Ópera, todas enamoradas de los trompetistas. Con diamantes en el pelo, como nueces. Y ellas habían puesto sus ropas de colores sobre los carritos y marchaban lentamente, mirando hacia adelante, por la calle Basin. Detrás quedaban todas las luces encendidas. Pero ninguna dio vuelta la cabeza. Y todas las orquestas de jazz de New Orleans, siguiendo sus carritos, tocaban para ellas.