Todo: lo había hecho todo, menos ponerle la dirección al sobre. Era tan cómico, que daba miedo. En el fondo de un buzón de madera donde Dante había dicho su última palabra sobre Beatriz y un asesinado corazón dibujaba para siempre su muerte, en algún lugar del país, del mundo, en un pueblo perdido del que Esteban no conocía siquiera el nombre ni se iba a molestar en averiguarlo nunca, yacía, porque la palabra era yacía, algo así como su propio corazón asesinado bajo la apariencia de un abultadísimo sobre sin destinatario, en el fondo mismo de un cajón de madera, como el propio Esteban Espósito algún día, vigilado socarronamente por un perro como de sueño con ojitos de jabalí.
Lo miraban.
—No, nada —comenzó a decir y entró en el auto mientras sonriendo repetía que no, que no se trataba de nada que pudiera explicar, no al menos tan pronto. Era, había sido, una especie de broma, algo muy gracioso. Esas cosas que a veces ocurren en los viajes.
Las maquinarias de la noche
es el cuarto libro de
Los mundos reales
pero no se parece demasiado al libro que con ese mismo título anuncié hace unos años. Tres de sus cuentos —«
El hermano mayor
», «
El tiempo y el río
», «
La cuestión de la dama en el Max Lange
»— fueron escritos después de publicar
Crónica de un iniciado
, como un exorcismo a esa parálisis cercana a la estupidez que deja la aparición de una obra que siempre imaginamos imposible o póstuma. Otros dos —«
El decurión
», «
Muchacha de otra parte
»— nacieron entretejidos con las páginas finales de esa novela, como si hubieran querido recordarme que alguna vez fui un escritor joven. En ese entonces yo pensaba que el cuento es el único género digno de la prosa y que, para un cuentista, la novela es una charlatanería circunstancial, una excusa, a la que condesciende cuando no se le ocurre un buena historia de diez páginas. Todavía tiendo a pensarlo. Pero con los años aprendí algunas cosas. Un buen escritor no es cuentista ni novelista: es una persona resignada que escribe lo que puede. También aprendí que los géneros literarios son una ilusión. Imaginamos historias, y lo único que podemos hacer es acatar su forma, que siempre es anterior a las palabras, aceptar sus leyes y tratar de no equivocarnos demasiado. Me aseguran que
Las maquinarias de la noche
no es un mal título. Espero que por lo menos tenga ese mérito: yo ignoro casi por completo qué significa. Hace unos años un periodista apocalíptico me preguntó si, después de
El que tiene sed
—novela que él consideraba algo así como mi testamento o mi suicidio emblemático—, pensaba publicar alguna otra cosa. Harto de mentir sobre
Crónica de un iniciado
, contesté que sí: un libro de cuentos. Tenía a mano
Las maquinarias de la alegría
de Ray Bradbury, y dije con impunidad: Las maquinarias de la noche. Freud o Lacan —pero mucho antes el helado e irónico caballero Auguste Dupin— habrían dicho que un hombre es una unidad secreta y que no puede pronunciar una sola palabra inocente. Supongo entonces que
Las maquinarias de la noche
deben ser para mí esos engranajes nocturnos donde se construyen los sueños, algo así como las bambalinas de aquel teatro armado sobre el viento que, desde Góngora, suele vestir sombras. No todos los cuentos de este libro son recientes. «
La casa del largo pasillo
», «
Corazón
» y «
La fornicación es un pájaro lúgubre
» aparecieron hace diez años en una colección que no volverá a publicarse. Ya escribí en el prólogo a ese libro que, pese a su título y al deliberado escándalo de su prosa, «
La fornicación…
» me parece una historia muy decente. Tal vez sea menos divertida de lo que aparenta: tal vez sea todo lo contrario de lo que aparenta. La empecé a escribir el mismo día de la muerte de Henry Miller, La terminé más de un año después, el 7 de octubre de 1981, aniversario de la muerte de Edgar Poe. Lo curioso es que el cuervo ya volaba sobre el Buenos Aires de Bender desde el primer borrador. «
Por los servicios prestados
» se publicó en 1979 como un homenaje inverso a la conmemoración militar de la Campaña del Desierto. Hoy, si se quiere, puede leérselo en relación con el
Quinto Centenario
. Lo correcto sería leerlo como un cuento. Soy un escritor comprometido que nunca creyó en la literatura comprometida. Lo que me interesa de una ficción es su verdad poética, no su intención moral; lo que a mí me importa de «
Por los servicios prestados
» es que su desenlace —seguramente previsto por el lector— deja intactos a los dos personajes. El final cuenta con mi total aprobación, pero el silencio de la noche es perfecto: nadie grita en ese pozo. Borges pensaba que la literatura realista es imposible porque toda ficción es un artificio; yo pienso casi lo mismo pero nunca entendí a qué se llama literatura fantástica. «
Los asesinos
», de Hemingway, o «
La caída de la casa Usher
», de Poe, son dos formas de una sola realidad.
La divina comedia
y
Guerra y paz
me parecen pertenecer al único mundo que tenemos. No hago diferencias en este libro entre historias posibles e imposibles.
Thar
es un cuento realista que simula ser fantástico; con «
Muchacha de otra parte
» y «
El decurión
» pasa exactamente lo contrario. Los dos que yo prefiero —«
Carpe diem
» y «
El hermano mayor
»— pertenecen a cada uno de estos bandos. El segundo no me sugiere ningún comentario, salvo hacer notar que el hermano mayor pronuncia dos veces una palabra patética que, acaso, secretamente lo define. «
Carpe diem
» se publicó en una antología española donde debí resumir su sentido. Digo lo mismo que dije. Para un autor, la explicación de un texto propio y ese texto son necesariamente una misma cosa. Las muchas lecturas de una ficción pertenecen al lector; no al autor, para quien lo que ha hecho tendrá siempre la oscuridad de lo enigmático o la pobreza de lo evidente. Un hombre cuenta a otro una historia de amor: la historia es fantástica, milagrosa o imposible. Hasta donde yo sé, eso es lo que escribí. Me dicen que «
Carpe diem
» admite otra interpretación, más realista. Seguramente. No podemos articular una sola palabra que no sea espejo o símbolo del mundo real.
1992
A.C.
—A ella le gustaba el mar, andar descalza por la calle, tener hijos, hablaba con los gatos atorrantes, quería conocer el nombre de las constelaciones; pero no sé si es del todo así, no sé si de veras se la estoy describiendo —dijo el hombre que tenía cara de cansancio. Estábamos sentados desde el atardecer junto a una de las ventanas que dan al río, en el Club de Pescadores; ya era casi medianoche y desde hacía una hora él hablaba sin parar. La historia, si se trataba de una historia, parecía difícil de comprender: la había comenzado en distintos puntos tres o cuatro veces, y siempre se interrumpía y volvía atrás y no pasaba del momento en que ella, la muchacha, bajó una tarde de aquel tren. —Se parecía a la noche de las plazas —dijo de pronto, lo dijo con naturalidad; daba la impresión de no sentir pudor por sus palabras. Yo le pregunté si ella, la muchacha, se parecía a las plazas. —Por supuesto —dijo el hombre y se pasó el nacimiento de la palma de la mano por la sien, un gesto raro, como de fatiga o desorientación—. Pero no a las plazas, a la noche de ciertas plazas. O a ciertas noches húmedas, cuando hay esa neblina que no es neblina y los bancos de piedra y el pasto brillan. Hay un verso que habla de esto, del esplendor en la hierba; en realidad no habla de esto ni de nada que tenga que ver con esto, pero quién sabe. De todas maneras no es así, si empiezo así no se lo voy a contar nunca. La verdad es que me tenía harto. Compraba plantitas y las dejaba sobre mi escritorio, doblaba las páginas de los libros, silbaba. No distinguía a Mozart de Bartók, pero ella silbaba, sobre todo a la mañana, carecía por completo de oído musical pero se levantaba silbando, andaba entre los libros, las macetas y los platos de mi departamento de soltero como una Carmelita descalza y, sin darse cuenta, silbaba una melodía extrañísima, imposible, una cosa inexistente que era como una
czarda
inventada por ella. Tenía, ¿cómo puedo explicárselo bien?, tenía una alegría monstruosa, algo que me hacía mal. Y, como yo también le hacía mal, cualquiera hubiese adivinado que íbamos a terminar juntos, pegados como lapas, y que aquello iba a ser una catástrofe. ¿Sabe cómo la conocí? Ni usted ni nadie puede imaginarse cómo la conocí. Haciendo pis contra un árbol. Yo era el que hacía pis, naturalmente. Medio borracho y contra un plátano de la calle Virrey Meló. Era de madrugada y ella volvía de alguna parte, qué curioso, nunca le pregunté de dónde. Una vez estuve a punto de hacerlo, la última vez, pero me dio miedo. La madrugada del árbol ella llegó sin que yo la oyera caminar, después me di cuenta de que venía descalza, con las sandalias en la mano; pasó a mi lado y, sin mirarme, dijo que el pis es malísimo para las plantitas. En el apuro me mojé todo y, cuando ella entró en su casa, yo, meado y tembloroso, supe que esa mujer era mi maldición y el amor de mi vida. Todo lo que nos va a pasar con una mujer se sabe siempre en el primer minuto. Sin embargo es increíble de qué modo se encadenan las cosas, de qué modo un hombre puede empezar por explicarle a una muchacha que un plátano difícilmente puede ser considerado una plantita, ella simular que no recuerda nada del asunto, decimos
señor
con alegre ferocidad, como para marcar a fuego la distancia, decir que está apurada o que debe rendir materias, aceptar finalmente un café que dura horas mientras uno se toma cinco ginebras y le cuenta su vida y lo que espera de la vida, pasar de allí, por un laberinto de veredas nocturnas, negativas, hojas doradas, consentimientos y largas escaleras, a meterla por fin en una cama o a ser arrastrado a esa cama por ella, que habrá llegado hasta ahí por otro laberinto personal hecho de otras calles y otros recuerdos, oír que uno es hermoso, y hasta creerlo, decir que ella es todas las mujeres, odiarla, matarla en sueños y verla renacer intacta y descalza entrando en nuestra casa con una abominable maceta de azaleas o comiendo una pastafrola del tamaño de una rueda de carro, para terminar un día diciéndole con odio casi verdadero, con indiferencia casi verdadera, que uno está harto de tanta estupidez y de tanta felicidad de opereta, tratándola de tan puta como cualquier otra. Hasta que una noche cerré con toda mi alma la puerta de su departamento de la calle Meló, y oí, pero como si lo oyera por primera vez, un ruido familiar: la reproducción de Carlos el Hechizado que se había venido abajo, se da cuenta, una mujer a la que le gustaba Carlos el Hechizado. Me quedé un momento del otro lado de la puerta, esperando. No pasó nada. Ella esa vez no volvía a poner el cuadro en su sitio: ni siquiera pude imaginármela, más tarde, ordenando las cosas, silbando su
czarda
inexistente, la que le borraba del corazón cualquier tristeza. Y supe que yo no iba a volver nunca a esa casa. Después, en mi propio departamento, cuando metí una muda de ropa y las cosas de afeitar en un bolso de mano, también sabía, desde hacía horas, que ella tampoco iba a llamarme ni a volver.
—Pero usted se equivocaba, ella volvió —me oí decir y los dos nos sorprendimos; yo, de estar afirmando algo que en realidad no había quedado muy claro; él, de oír mi voz, como si le costara darse cuenta de que no estaba solo. El hombre con cara de cansancio parecía de veras muy cansado, como si acabara de llegar a este pueblo desde un lugar lejanísimo. Sin embargo, era de acá. Se había ido a Buenos Aires en la adolescencia y cada tanto volvía. Yo lo había visto muchas veces, siempre solo, pero ahora me parece que una vez lo vi también con una mujer. —Porque ustedes volvieron a estar juntos, por lo menos un día.
—Toda la tarde de un día. Y parte de la noche. Hasta el último tren de la noche.
El hombre con cara de cansancio hizo el gesto de apartarse un mechón de pelo de la frente. Un gesto juvenil y anacrónico, ya que debía de hacer años que ese mechón no existía. Tendría más o menos mi edad, quiero decir que se trataba de un hombre mayor, aunque era difícil saberlo con precisión. Como si fuera muy joven y muy viejo al mismo tiempo. Como si un adolescente pudiera tener cincuenta años.
—Lo que no entiendo —dije yo— es dónde está la dificultad. No entiendo qué es lo que hay que entender.
—Justamente. No hay nada que entender, ella misma me lo dijo la última tarde. Hay que creer. Yo tenía que creer simplemente lo que estaba ocurriendo, tomarlo con naturalidad: vivirlo. Como si se me hubiera concedido, o se nos hubiera concedido a los dos, un favor especial. Ese día fue una dádiva, y fue real, y lo real no precisa explicación alguna. Ese sauce a la orilla del agua, por ejemplo. Está ahí, de pronto; está ahí porque de pronto lo iluminó la luna. Yo no sé si estuvo siempre, ahora está. Fulgura, es muy hermoso. Voy y lo toco y siento la corteza húmeda en la mano; ésa es una prueba de su realidad. Pero no hace ninguna falta tocarlo, porque hay otra prueba; y le aclaro que esto ni siquiera lo estoy diciendo yo, es como si lo estuviese diciendo ella. Es extraño que ella dijera cosas así, que las dijera todo el tiempo durante años y que yo no me haya dado cuenta nunca. Ella habría dicho que la prueba de que existe es que es hermoso. Todo lo demás son palabras. Y cuando la luna camine un poco y lo afee, o ya no lo ilumine y desaparezca, bueno: habrá que recordar el minuto de belleza que tuvo para siempre el sauce. La vida real puede ser así, tiene que ser así, y el que no se da cuenta a tiempo es un triste hijo de puta —dijo casi con desinterés, y yo le contesté que no lo seguía del todo, pero que pensaba solucionarlo pidiendo otro whisky. Le ofrecí y volvió a negarse, era la tercera vez que se negaba; le hice una seña al mozo. —Entonces la llamé por teléfono. Una noche fui hasta la Unión Telefónica, pedí Buenos Aires y la llamé a su departamento. Eran como las tres de la mañana y habían pasado cuatro o cinco meses. Ella podía haberse mudado, podía no estar o incluso estar con otro. No se me ocurrió. Era como si entre aquel portazo y esta llamada no hubiera lugar para ninguna otra cosa. Y atendió, tenía la voz un poco extraña pero era su voz, un poco lejana al principio, como si le costara despertarse del todo, como si la insistencia del teléfono la hubiese traído desde muy lejos, desde el fondo del sueño. Le dije todo de corrido, a la hora que salía el tren de Retiro, a la hora que iba a estar esperándola en la estación, lo que pensaba hacer con ella, qué sé yo qué, lo que nunca habíamos hecho y estuvimos a punto de no hacer nunca, lo que hace la gente, caminar juntos por la orilla del agua, ir a un baile con patio de tierra, oír las campanas de la iglesia, pasar por el colegio donde yo había estudiado. A ver si se da cuenta: sabe cuántos años hacía que nos conocíamos, cuántos años habían pasado desde que me sorprendió contra el plátano. Le basta con la palabra años, se lo veo en la cara. Y en todo ese tiempo nunca se me había ocurrido mostrarle el Barrio de las Canaletas ni el camino del puerto, el paso a nivel de juguete por donde cruzaba el ferrocarril chiquito de Dipietri, la Cruz, el lugar donde lo mataron a Marcial Palma. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Qué sé yo, no comprende que ése es justamente el problema. O tal vez el problema es que ella me atendió, y no sólo me atendió y habló por teléfono conmigo, sino que vino. Ella bajó de ese tren… —Y no sólo había bajado de ese tren sino que traía puesto un vestido casi olvidado, un código entre ellos, una señal secreta, y era como si el tiempo no hubiera tocado a la mujer, no el tiempo de esos cuatro o cinco últimos meses, sino el Tiempo, como si la muchacha descalza que había pasado hacía años junto al plátano bajara ahora de ese tren. Vi acercarse por fin al mozo. —Sí, exactamente ésa fue la impresión —dijo el hombre que tenía cara de cansancio—. Pero usted, cómo lo sabe.