Le contesté que él mismo me lo había dicho, varias veces, y le pedí al mozo que me trajera el whisky. Lo que todavía no me había dicho es qué tenía de extraño, qué tenía de extraño que ella viniera a este pueblo, con ése o con cualquier otro vestido. Cuatro o cinco meses no es tanto tiempo. ¿No la había llamado él mismo? ¿No era su mujer?
—Claro que era mi mujer —dijo, y sacó del bolsillo del pantalón un pequeño objeto metálico, lo puso sobre la mesa y se quedó mirándolo. Era una moneda, aunque me costó reconocerla; estaba totalmente deformada y torcida. —Claro que yo mismo la había llamado. —Volvió a guardar la moneda mientras el mozo me llenaba el vaso, y, sin preocuparse del mozo ni de ninguna otra cosa, agregó: —Pero ella estaba muerta.
—Bueno, eso cambia un poco las cosas —dije yo—. Déjeme la botella, por favor.
Ella no era un fantasma. El hombre con cara de cansancio no creía en fantasmas. Ella era real, y la tarde de ese día y las horas de la noche que pasaron juntos en este pueblo fueron reales. Como si se les hubiera concedido vivir, en el presente, un día que debieron vivir en el pasado. Cuando el hombre terminó de hablar, me di cuenta de que no me había dicho, ni yo le había preguntado, algunas cosas importantes. Quizá las ignoraba él mismo. Yo no sabía cómo había muerto la muchacha, ni cuándo. Lo que hubiera sucedido, pudo suceder de cualquier manera y en cualquier momento de aquellos cuatro o cinco meses, acaso accidentalmente y, por qué no, en cualquier lugar del mundo. Cuatro o cinco meses no era tanto tiempo, como había dicho yo, pero bastaban para tramar demasiados desenlaces. El caso es que ella estuvo con él más de la mitad de un día, y muchas personas los vieron juntos, sentados a una mesa de chapa en un baile con piso de tierra, caminando por los astilleros, en la plaza de la iglesia, hablando ella con unos chicos pescadores, corrido él por el perro de un vivero en el que se metió para robar una rosa, rosa que ella se llevó esa noche y él se preguntaba adonde, muchos la vieron y algún chico habló con ella, pero cómo recordarla después si nadie en este pueblo la había visto antes. Cómo saber que era ella y no simplemente una mujer cualquiera, y hasta mucho menos, un vestido, que al fin de cuentas sólo para ellos dos era recordable, una manera de sonreír o de agitar el pelo. Entonces yo pensé en el hotel, en el registro del hotel: allí debía de estar el nombre de los dos. Él me miró sin entender.
—Fuimos a un hotel, naturalmente. Y si eso es lo que quiere saber, me acosté con ella. Era real. Desde el pelo hasta la punta del pie. Bastante más real que usted y que yo. —De pronto se rió, una carcajada súbita y tan franca que me pareció innoble. —Y en el cuarto de al lado también había una pareja de este mundo.
—No le estoy hablando de eso —dije.
—Hace mal, porque tiene mucha importancia. Entre ella y yo, siempre la tuvo. Por eso sé que ella era real. Ni una ilusión ni un sueño ni un fantasma: era ella, y sólo con ella yo podría haberme pasado una hora de mi vida, con la oreja pegada a una taza, tratando de investigar qué pasaba en el cuarto de al lado.
—Ustedes dos tuvieron que anotarse en ese hotel, es lo que trato de decirle. Ella debió dar su nombre, su número de documento.
—Nombres, números: lo comprendo. Yo también coleccionaba fetiches y los llamaba lo real. Bueno, no. Ni nombre ni número de documento. Salvo los míos, y la decente acotación: «y señora». Cualquier mujer pudo estar conmigo en ese hotel y con cualquiera habrían anotado lo mismo. Trate de ver las cosas como las veía ella: ese día era posible a condición de no dejar rastros en la realidad, y, sobre todo, a condición de que yo ni siquiera los buscara. Escúcheme, por favor. Antes le dije que ese día fue una dádiva, pero no sé si es cierto. Es muy importante que esto lo entienda bien. ¿Cuándo cree que me enteré de que ella había muerto? ¿Al día siguiente?, ¿una semana después? Entonces yo habría sido dichoso unas horas y ésta sería una historia de fantasmas. Usted tal vez imagina que ella, o algo que yo llamo ella se fue esa noche en el último tren, yo viajé a Buenos Aires y allí, un portero o una vecina intentaron convencerme de que ese día no pudo suceder. No. Yo supe la verdad a media tarde y ella misma me lo dijo. Ya habíamos estado en el Barrio de las Canaletas, ya habíamos reído y hasta discutido, yo había prometido ser tolerante y ella ordenada, yo iba a regalarle libros de astronomía y mapas astrales y ella un gran pipa dinamarquesa, y de pronto yo dije la palabra «cama» y ella se quedó muy seria. Antes pude haber notado algo, su temor cuando quise mostrarle la hermosa zona vieja del cementerio donde vimos las lápidas irlandesas, ciertas distracciones, que se parecían más bien a un olvido absoluto, al rozar cualquier hecho vinculado con nuestro último día en Buenos Aires, alguna fugaz ráfaga de tristeza al pronunciar palabras como mañana. No sé, el caso es que yo dije que ya estaba viejo para tanta caminata y que si quería contar conmigo a la noche debíamos, antes, encontrar una cama, y ella se puso muy seria. Dijo que sí, que íbamos a ir adonde yo quisiera, pero que debía decirme algo. Había pensado no hacerlo, le estaba permitido no hacerlo, pero ahora sentía que era necesario, cualquier otra cosa sería una deslealtad. No te olvides que ésta soy yo, me dijo, no te olvides que me llamaste y que vine, que estoy acá con vos y que vamos a estar juntos muchas horas todavía. Pensé en otro hombre, pensé que era capaz de matarla. No pude hablar porque me puso la mano sobre los labios. Se reía y le brillaban mucho los ojos, y era como verla a través de la lluvia. Me dijo que a veces yo era muy estúpido, me dijo que sabía lo que yo estaba pensando, era muy fácil saberlo, porque los celos les ponen la cara verde a los estúpidos. Me dijo que hay cosas que deben creerse, no entenderse. Intentar entenderlas es peor que matarlas. Me habló del resplandor efímero de la belleza y de su verdad. Me dijo que la perdonara por lo que iba a hacer, y me clavó las uñas en el hueso de la mano hasta dejarme cuatro nítidas rayas de sangre, volvió a decir que era ella, que por eso podía causar dolor y también sentirlo, que era real, y me dijo que estaba muerta y que si en algún momento del largo atardecer que todavía nos quedaba, si en algún minuto de la noche yo llegaba a sentir que esto era triste, y no, como debía serlo, muy hermoso, habríamos perdido para siempre algo que se nos había otorgado, habríamos vuelto a perder nuestro día perdido, nuestra pequeña flor para cortar, y que no olvidara mi promesa de llevarla a un baile con guirnaldas y patio de tierra… Lo demás, usted lo sabe. O lo imagina. Entramos en ese hotel, subimos las escaleras con alegre y deliberado aire furtivo, hicimos el amor. Tuvimos tiempo de jugar a los espiones con la oreja pegada a la pared del tumultuoso cuarto vecino, resoplando y chistándonos para no ser oídos. Ya era de noche cuando le mostré mi colegio. La noche es la hora más propicia de esa casa, sus claustros parecen de otro siglo, los árboles del parque se multiplican y se alargan, los patios inferiores dan vértigo. En algún momento y en algún lugar de la noche nos perdimos. Yo sé guiarme por las estrellas, me dijo, y dijo que aquélla debía ser Aldebarán, la del nombre más hermoso. Yo no le dije que Aldebarán no siempre se ve en nuestro cielo, yo la dejé guiarme. Después oímos la música lejana de un acordeón y nos miramos en la oscuridad. Mi canción, gritó ella, y comenzó a silbar aquella
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a inventada que ahora era una especie de tarantela. Me gustaría contarle lo que vimos en el baile: era como la felicidad. Un coche destartalado nos llevó a tumbos hasta la estación. Ahora es cuando menos debemos estar tristes, dijo. Dios mío, necesito una moneda, dijo de pronto. Yo busqué en mis bolsillos pero ella dijo que no; la moneda tenía que ser de ella. Buscaba en su cartera y me dio miedo de que no la encontrara. La encontró, por supuesto. Ahora yo debía colocarla sobre la vía y recogerla cuando el tren se hubiera ido. No debería hacer esto, me dijo, pero siempre te gustaron los fetiches. También me dijo que debería sacarle un pasaje. Se reía de mí: Yo estoy acá, me decía, yo soy yo, no puedo viajar sin pasaje.
Me dijo que no dejara de mirar el tren hasta que terminara de doblar la curva. Me dijo que, aunque yo no pudiera verla en la oscuridad, ella podría verme a mí desde el vagón de cola. Me dijo que la saludara con la mano.
El apodo se lo debía a su incapacidad para distinguir el pie derecho del pie izquierdo y al incierto humor del capitán Losa, jefe del segundo escuadrón, con quien está entrampado ahora bajo la nieve, en el socavón, en un desvío del camino a Zapala. Alfonso Juan, se llamaba. Alfonso de apellido. Cómo o por qué lo habían incorporado al Ejército, nadie se lo explicaba muy bien. El caso es que estaba. Llegó una mañana a hacer el Servicio Militar, o lo trajeron a la fuerza de los toldos. Y se quedó tres años, como esperando algo. No hacía mal a nadie y lo dejaron que se quedara. Cuidar las mulas del escuadrón, con las que a veces dormía, hacer de cuartelero y silbar eran las únicas cosas para las que parecía estar dotado. Verlo comer el rancho de tropa era cómico, quizá temible. Comía sin levantar la cabeza del plato, con algo de chico o de animal de jauría, mirando de reojo a sus compañeros como si en cada uno de ellos pudiera ocultarse un enemigo eventual —o un eventual hermano— capaz de disputarle aquella incomparable inmundicia. Pastoseco, era el apodo. El capitán Losa, que había llegado a ese destacamento de frontera, bajo castigo, sin que tampoco nadie supiera por qué o de dónde, el capitán Álvaro Losa, una noche, hacía tres años, le ordenó atarse al borceguí izquierdo un manojo de pasto seco y otro de pasto verde al borceguí derecho, y mientras se hacía cebar mate por algún imaginaria lo obligó a marchar solo por la cuadra al grito de «seco, verde; seco, verde», con todo el segundo escuadrón tiritando en calzoncillos al pie de las camas, mirándolo. (Y ahora están encerrados juntos en este agujero de casi cuatro metros de hondo, en alguna de las encrucijadas de la ruta a Zapala, suponiendo que la brújula marcara realmente el Norte después que el caballo del capitán la pisó y antes de que perdieran brújula y caballo al derrumbarse la primera hondonada: una súbita tormenta de viento y nieve los apartó del pelotón de reconocimiento, se perdieron juntos en los ventisqueros, rodaron abrazados hacia la hoya, algo estalló sobre sus cabezas y Losa y Pastoseco quedaron entrampados en esa grieta. Algo se podría intentar, sin embargo, piensa el capitán Losa. Mira el reloj, mira los ojos de Pastoseco y no se atreve a decir nada.) Desde aquella noche le había quedado esa mirada al indio. Porque Pastoseco era indio, o medio indio. Descendiente de pampas o araucanos, nadie sabía bien. Y el apodo y esa mirada los tenía desde entonces, desde la noche de aquel desfile solitario entre las camas, ida y vuelta muchas veces por el centro de la cuadra de tropa, todo el escuadrón de pie a los costados del pasillo mirándolo pasar, y él marchando, con un atadito de pasto en cada borceguí: verde y seco. O la mirada no, sólo el apodo. La mirada la traía de antes, desde lejos. Como más fría que los ojos, ésa era la impresión. Tenía unos grandes ojos pardos, que parecían claros. Cosa rara en un indio. Y unos puntitos brillantes, plomizos, alrededor del iris, aquello era lo que impresionaba. Esa noche fue también la noche en que el capitán Losa habló de las pelotas y las alitas. Sucedió así: en una de las idas y venidas, el indio, con toda naturalidad, se detuvo. Se quedó parado y no marchó más; y Losa, que no lo miraba, siguió repitiendo «seco, verde» durante unos segundos. Después, sin embargo, debió notar alguna cosa en el pesado silencio de la cuadra. No aceptó el mate que el furriel le ofrecía, dio vuelta la cabeza y miró al indio: su espalda. Porque el indio estaba allá, a unos diez metros, de espaldas al capitán y absolutamente quieto. Losa se puso de pie como incrédulo, gritó qué pasa ahí y gritó marche y desenvainó a medias la charrasca. El indio no se movió. «Por lo que veo», dijo el capitán, «tengo la suerte de mandar un escuadrón de soldaditos muy corajudos y rebeldones, muy toros». Ahora hablaba con todos: «¿Es cierto o no es cierto?» Y el escuadrón gritó a coro: «No, mi capitán». El capitán se paseaba, pensativo, delante de las camas, sin mirar al indio. Terminó de desenvainar el sable bayoneta y se golpeaba rítmicamente la bota con la hoja. Sacando el labio hacia afuera, movió la cabeza como abstraído. Después dijo: «Así que no es cierto». «No mi capitán», contestó el escuadrón. Entonces Losa gritó: «¿Así que no? Quiere decir que yo miento, carajo. ¡Paso vivo en sus puestos todo el mundo!» Y, durante diez minutos, todo el segundo escuadrón, en calzoncillos, desfiló marcialmente sobre una baldosa a veinte centímetros de sus camas. Sólo Alfonso estaba quieto. Como si le costara entender, se había quedado inmóvil en el centro de la cuadra. Una raya honda como un tajo le partía el entrecejo. Los ojos se le habían achicado como hendijas. «Firmes», gritó Losa. El capitán era un hombre alto, corpulento y alto, y más de un recluta lo había visto tumbar una mula empacada, de un puñetazo entre los ojos; Pastoseco era más bien esmirriado, o parecía chico al lado del otro. (Demasiado flaquito, piensa Losa en el hoyo, mirando la saliente, y ve asomarse más arriba la mula de Pastoseco, que los ha seguido entre la ventisca y que ahora los observa con la inexpresividad de un ídolo, desde lo alto. Demasiado flaquito, piensa, no me va a poder aguantar el peso.) Aunque esmirriado no es la palabra. Agotado. No por las idas y vueltas, agotado como si le viniera de siglos, de estirpe, ya manso o amansado a través del tiempo, la humillación y los degüellos. Cuando Losa llegó a su lado y gritó «carrera mar al fondo de la cuadra», su voz fue tan autoritaria que muchos conscriptos, al pie de sus camas, iniciaron el movimiento instintivo de correr. El indio no se movió. Por un instante, Losa y el indio parecieron solos en el mundo, tan grande era el silencio. Losa, entonces, se calmó de golpe. Metió la mano en el bolsillo alto de su garibaldina y sacó un objeto diminuto, plateado, una especie de distintivo: unas alitas. «¡Furriel!», llamó, y el furriel llegó trotando, se cuadró y dijo: «Ordene, mi capitán». «¿Qué es esto?», preguntó Losa. «Unas alitas, mi capitán». «Hable más fuerte», dijo Losa sin levantar la voz, «que lo oigan bien todos». «Unas alitas», gritó el soldado. Losa dijo que había algo más. «Hay otra cosa, ahí abajo», dijo señalando el borde inferior de las alitas: «Mire bien, soldadito». Entonces el furriel se rio y no dijo nada. «¿No ve lo que hay?», dijo Losa. «Sí, mi capitán», gritó sonriendo el soldado, y Losa dijo que lo que había, y miró a todos los conscriptos al pie de sus camas, era un par de pelotas. Con alitas. Y, sin levantar la voz, repitió aquello varias veces. «Un par de pelotas, y este escudito viene a ser una alegoría, un emblema, ¿a que ninguno sabe lo que quiere decir emblema? Un símbolo», gritó. «Y eso, ¿qué quiere decir?: quiere decir que acá, en mi escuadrón, las pelotas se dejan en el cofre durante todo el año». Mientras hablaba caminó en distintas direcciones unos pasos, de tal modo que al terminar estaba frente al indio mostrándole las alitas. «Porque acá, el que tiene pelotas, vuela». Guardó las alitas, dijo cuerpo a tierra y con el canto del empeine de su bota le pegó al indio en la caña del borceguí, y el indio se vino en bloque hacia adelante, medio patinó unos metros en el piso de baldosas y cayó de costado, pero sin dejar de mirarlo, mirándolo con aquellos ojos de un color raro y como con estrellitas heladas rodeándole las pupilas. Y ahora, en el socavón, Losa rememora sin querer esa mirada, recuerda que al agacharse junto al indio y gritarle carrera mar se sorprendió de la mansedumbre pétrea de aquellos ojos y le causó piedad el indio, pero vio un segundo sus pigmentos fríos, tan cerca estaban sus caras, y temió que el indio no le acatara la próxima orden: «Carrera, march: al fondo de la cuadra», gritó mirando al indio entre las cejas, desviando imperceptiblemente los ojos de aquella mirada que ahora se superpone a ésta, en el socavón, porque es la misma. La mula, arriba, vuelve a asomarse. Losa se ha quedado mirando una saliente que hay sobre sus cabezas, a unos cuatro metros del suelo, y piensa que de todos modos no hay más que una forma de salir de allí, pero no se anima a proponer que sea el indio quien se trepe sobre sus hombros. Capaz de irse solo, piensa. Cien soldados en calzoncillos, hacía tres años, apostaban su alma a que el indio no le iba a obedecer: Losa supo que toda su autoridad dependía de que el indio obedeciera sin volver a golpearlo. No repitió la orden. Y el indio, quien dio por un segundo la impresión de que iba a hacer otra cosa, se puso de pie, corrió hasta el fondo de la cuadra, fue y vino y rodó sobre las baldosas al compás de la voz del capitán, perdió el gorro, desparramó pasto en todas direcciones, anduvo por la cuadra en cuatro patas y, al fin, sentándose en el piso, resopló y terminó pidiendo «Basta, capitanito», en medio del regocijo de cien conscriptos y de la carcajada increíblemente franca del propio capitán Álvaro Wenceslao del Sagrado Corazón Losa que esa vez le dijo: «Bueno, pero antes de acostarte me barres bien barrida la cuadra, Pastoseco», y que ahora está en el pozo con él, apretado y casi abrazado a él, y acaba de decidir que si en una hora no llega una patrulla a rescatarlo tendrá que salir de ahí de cualquier modo. O esta noche, en el parte de retreta del destacamento, van a figurar un oficial, su caballo, y una mula menos, piensa. Suponiendo que haya quedado algo del destacamento. Y dentro de una semana, si quedó alguien para avisar a la Guarnición, su mujer va a recibir un telegrama de la Patria. Desaparecido en cumplimiento de misión. Ascendido a Mayor por los servicios prestados. Tan duros que nos van a tener que enterrar en el mismo cajón, piensa, pensando por primera vez en el indio. Por ahí, hasta me lo hacen cabo. Y desde aquella noche de hacía tres años, el indio empezó a llamarse Pastoseco y a ser el conscripto más envidiado del segundo escuadrón, porque a partir de esa noche o más precisamente de aquel gesto de sentarse resoplando en el piso de la cuadra y decirle «capitanito», Losa, de quien se contaban historias con mulas tumbadas de un solo puñetazo en medio de la frente, a partir de aquel gesto o de aquella palabra —o quizá en razón de esa hermandad que va creciendo indescifrablemente entre el humillador y el que se humilla, entre el animal golpeado y el hombre que lo amansa—, el capitán no daba un paso sin el indio y lo hizo su asistente: «Mi lugarteniente», decía, palmeándolo, o decía: «Las botas, Pastoseco», y el indio se las lustraba con una dedicación minuciosa, casi ceremonial, pero sin servilismo y acaso impersonalmente, como nieva o suceden las cosas que están dentro del orden de la naturaleza. Lo curioso es que Losa nunca se hizo lustrar las botas si las tenía puestas, ni le ordenó al indio sacárselas o ponérselas, o acaso hubo una primera vez en que el araucano decidió que eso ya no entraba en el orden natural de las cosas. Cuarenta y cinco minutos, piensa Losa, y vuelve a mirar la saliente que hay sobre sus cabezas. El indio se ha puesto a silbar. Unos cuatro metros, piensa Losa. El cálculo es fácil: aun suponiendo que Pastoseco fuese capaz de aguantar sobre sus hombros los ciento dos kilos del capitán (demasiado chiquito, piensa), la saliente quedaría, lo menos, a veinte o treinta centímetros de sus manos, y después, y esto sí era seguro, ni dos indios juntos como éste se aguantaban para levantarlo a pulso hasta la cornisa.