Nunca habría empezado a escribir éste de no haber mediado Jeppener. O, más precisamente, el fondo de una mercería, en Jeppener.
Debo decir que Jeppener existe. El mapa de la provincia de Buenos Aires lo sitúa en la línea del Ferrocarril Roca, entre Brandsen y Altamirano. Algún lector de buena memoria tal vez lo relacione con cierto recuadro policial del 27 de julio. Localidad, decían los diarios, y es un caserío polvoriento donde siempre es la hora de la siesta y chicos pensativos hacen bogar barquitos de papel en los zanjones. La mercería que digo está a la derecha del ferrocarril, viniendo de la Capital, a una cuadra de la estación. Su dueño pasaba por ser turco y el vecindario lo llamaba Alí. La cariñosa soledad de unos primos me llamó a Jeppener; la dificultad de Alí para escribir en argentino, a su trastienda. Ya no recuerdo la carta que redacté esa primera tarde —algún pedido de trencillas, de sedalinas—; recuerdo, en cambio, una espada sarracena colgando descomunalmente de una pared. Grabada en la hoja, reconocí la palabra perdida: la adiviné, misteriosa y amenazante, dibujada en caracteres semíticos. Ignoro demasiados idiomas como para preocuparme por no leer árabe. Me preocupa mucho más lo que en ese momento sucedió. He dicho que reconocí la palabra o la adiviné; debería admitir que la leí.
Tha
r. El viejo turco, que por supuesto era árabe y tendría unos ochenta años, me contó la historia de la espada.
—Fue —dijo— de Umar ibn Yadir.
Después habló las cosas que yo quiero referir ahora. Su relato se rompía en el tiempo; restaurar sus partes y olvidarme de la pronunciación de Alí son los únicos méritos que me atribuyo. Donde el mercero decía: «Ostié lo sabi», yo escribiré: «Usted lo sabe», y no estoy seguro de obrar bien. En todo lo demás, esta versión será mucho más pobre que la del viejo. Oyéndolo debí comprender que Alí pudo gozar en este mundo de un destino mejor que su mercería de Jeppener, en lo más perdido de Sudamérica, en la Argentina; el solo hecho de ver su mano junto a la empuñadura de la cimitarra debió bastar para que me diera cuenta. También debí recordar en qué fecha huyó Mahoma hacia Medina (y qué le pasó al calendario), Mahoma, a quien el mercero nombraba Muhammad o Mohamed y al que, sin cambiarle la voz, calificaba asombrosamente de perro parido por el culo o de joya rutilante entre las estrellas de Alá. Ya confesé que mayormente me falta imaginación; oyendo al viejo, casi descubro que también me falta grandeza. De puro mezquino, lo imaginé lugarteniente o segundón de algún jeque, bárbaro guardaespaldas de algún bárbaro señor poblado de mujeres, petróleo y anteojos ahumados. Me equivoqué. La espada sarracena, pensé, sería el recuerdo de un salvaje y dichoso patrón de Alí. También me equivoqué.
La historia termina días pasados pero empieza hace siglos. Hubo, mucho antes de nacer Mahoma, en tiempos que los copistas musulmanes llaman los Días de la Ignorancia, en la montañosa Hedjaz, una raza temible por su estatura y por su orgullo: la gigantesca raza de Thamud. Idólatras, el viejo sabía que ya habitaban la Tierra en edad de los Patriarcas y que la sumieron en el escándalo y el error. El Misericordioso les envió entonces un varón santo que se llamaba Saleh e hizo brotar de la roca viva una camella con cría. El concluyente milagro, sin embargo, redimió sólo a una parte de la tribu: la otra, descogotó a la camella. «Antes», me detalló el viejo, «la habían atado a una especie de palenque»; después, un gran alarido partió el cielo, empezó a tronar, cayeron rayos y meteoros sobre los herejes y, en el acto, mordiendo la tierra, todos rodaron por el suelo. Me he documentado: la tradición afirma que todos estaban muertos; el viejo Alí discrepa acá con los historiadores. Irving, Weil, Abulfeda, se figuran éticamente que sólo los conversos sobrevivieron a la maldición de Alá y que allí nació el Islam. El mercero es más razonable: No todos los Grandes Antiguos, me aseguró, fueron aniquilados ese día. Por eso una de las tribus de la raza de Thamud se partió en dos bandos; en el medio quedó el odio. Y el Thar.
Como es natural, hay en la historia un protagonista desventurado (el desventurado Umar ibn Yadir, a quien yo creí cobarde pues no entendió el oráculo del agua) y hay una consigna tribal que, arrancando de sus juegos a los primogénitos, los iniciaba en la edad viril.
Cuando un varón navegue su espada en la maldita sangre de un bastardo, hijo de chacal y de perra, dormirán los que purgan vigilia bajo la arena
, —dice.
La obediencia de esa gente no fue menos espantosa que su maldición. El viejo me habló de caballos arrasando durante siglos las tiendas de una y otra tribu. El fuego, con el que sólo mata Alá, fue combatido con la degollación, y el odio desparramó sangre y ceniza árabes por el desierto y por el viento. Cuando nació Umar, su abuelo Selim fraguó él mismo una cimitarra, engarzó su empuñadura de piedras y grabó en su hoja: Thar.
—Esta espada.
Y la voz del mercero de Jeppener retumbó.
Había descolgado el arma; sobre la pared quedó en el polvo el dibujo preciso de una medialuna. Y yo sentí aquel vínculo que ya dije, no sé qué secreta relación de causa y efecto entre el puño del viejo y la empuñadura. Cuando el viejo volvió a colgar la cimitarra, miré su mano: me pareció inconclusa, mutilada.
En blandas tardes de Jeppener, en siestas sonoras de torcacitas, oí el resto de la historia. Supe que Umar no fue terrible: fue desdichado. El mes pasado comprendí que tampoco había sido cobarde. Y ahora, mientras releo mis borradores, veo que se produce en la historia algo así como un mínimo milagro. Se dio mientras Alí me relataba una cabalgata, que yo escribiré un poco más adelante. El arbitrario castellano del mercero, alterando tiempos verbales y géneros, armó este espejismo:
—Y Umar galopó, don Castillo, y llegué a Damman bajo un luna de sangre.
De donde resulta que la Luna es varón y que un hombre sale al galope y cuando llega es otro.
Umar ibn Yadir nació en el año 1260. Cuando escuché esto entendí que el viejo Alí jamás podría haber sido su lugarteniente, a menos que yo estuviera hablando con su ánima o con un anciano de setecientos años. De todos modos, pregunté cautelosamente:
—Cuántos años tenés, Alí.
—Ochenta —dijo.
Me tranquilicé y él comenzó a recordar recuerdos de hace siete siglos. El padre de Umar, me dijo el viejo, se juntó de muy joven con una muchacha misteriosa y bella; al regreso de un viaje a Omán la trajo con él, robada (pero ella quiso ser robada) y nadie conoció nunca su origen. La chica está preñada y se llama Yasmín. En la historia hay ahora vestidos multicolores, panderos y danzas: bajo el ancho plenilunio del desierto la tribu celebra el nacimiento de Umar. Ésa es la noche que se conoce como Noche de la Degollación. Porque entre los cantos se oirán galopes; finas patas irrumpen tumultuosamente en la madrugada de la fiesta. Yasmín es muerta en la misma cama de donde, un segundo antes, Selim. abuelo de Umar, levantaba en brazos al chico. Una cimitarra cae en la frente del abuelo, quien nunca se repondrá de aquella herida pero que ahora alcanza a huir con el recién nacido contra el pecho. A plena luna, bajo el más hermoso de los cielos creados por Alá, el Clemente, las dos tribus se atropellan a muerte y los caballos que se pechan en la penumbra, sienten, empavorecidos, el vacío sin peso de la montura degollada. Según el viejo, más de quinientos caballos sintieron lo mismo esa noche. Quizá fue una exageración; pero sí es cierto que el exterminio fue meticuloso y parejo. Al amanecer, el padre de Umar plantó en el pecho del último hereje la lanza patriarcal y lo dejó clavado en el piso a las puertas de su tienda, y ahí mismo expiró, bendiciendo a Mahoma y a Saleh.
—Se había cumplido el Thar —dije yo con estupidez.
El viejo mercero de Jeppener me miró con fatiga; antes había levantado sus ojos hacia la espada sarracena.
Dijo que no.
Umar y su abuelo Selim creyeron durante mucho tiempo, como yo, que la antigua profecía (cuando un varón navegue su espada en la maldita sangre del último bastardo, hijo de chacal y de perra) se había cumplido durante la Noche de la Degollación. Pero un hombre jadeante, un mensajero, se arrodillará una tarde junto al lecho donde el viejo abuelo Selim agoniza de la herida que recibió veinte años atrás, y también dirá que no, que todavía no. Lejos, en la fantástica Damman, vive un hombre casi centenario, el último de la tribu inmunda que no siguió a Saleh. La bondad y la previsión de Alá lo hicieron longevo; de otro modo, Umar no habría crecido lo suficiente como para degollarlo, debió pensar el abuelo Selim. Selim ahora llama a su lado a Umar. Lo llama hasta su cama como en los buenos tiempos en que le contaba la hermosa historia de Borak, la yegua alada, y del zafiro que los efrits robaron de la Caaba; pero Umar, que llega, no es el chico atónito que escuchaba apólogos ejemplares, sino un hombre sombrío y poderoso que acaba ciñéndose la espada de los primogénitos y que se puebla de odio.
—Y Umar cabalgó, don Castillo —dijo el mercero, equivocando los tiempos de verbo y haciendo varón a la luna—, y llegué a Damman bajo un luna de sangre.
Porque hay en la historia una cabalgata nocturna sobre arenales sin término que tienen la forma y el color de los sueños, y hay, entre las sombras, antepasados clamorosos de venganza, que galopan junto a Umar. Hay, por fin, al fondo de una calle donde se oyen los balidos de un matadero y las voces nasales de los cantores ambulantes, una casa blanca en forma de herradura, con muchas habitaciones que dan a un patio cuadrado. Umar, me dijo el viejo, nunca había estado en esa ciudad, pero sintió en el corazón que reconocía los maceteros de arcilla, las rosas, el rosedal de alambre. La casa estaba abierta y vacía, como si lo esperara. En una de las habitaciones vio un cuerpo. Ya no era un hombre, era un muñeco horrendo con los ojos fulminados por los mediodías del desierto y la piel transparente por la edad. Umar invocó su odio y a sus muertos, y, por miedo de ceder a la piedad, voleó a ciegas su espada sobre la cabeza que yacía entre las almohadas. Lo detuvo una voz.
—No —dijo la voz, desde allá abajo. En este punto del relato hay dos sorpresas. Una, hace muchos años, en Arabia: la sorpresa y seguramente el terror de Umar ibn Yadir. La otra, en la Argentina, no hace un mes: la del viejo mercero Alí. Porque yo le dije que adivinaba el resto. Recordaba otras historias y lo adiviné; al viejo sólo pude explicarle que mi oficio era inventar cuentos (recordarlos, como todos), y él me preguntó si escribiría éste. Le dije que siguiera.
—Tu madre no era musulmana —dijo el anciano ciego: su voz era inesperadamente firme, inesperadamente sonora—. Tu madre era mi hija, creyente de la vieja fe como yo, como todos los de mi sangre, y mi sangre está en guerra con Muhammad, el impostor, desde antes que el Islam naciera, desde que descogotamos la camella de Salen. Un beduino, corazón de chacal, la sedujo y la robó una noche, el perro de tu padre, hijo del impío Selim, que el cielo los maldiga.. Pero Umar es mi sangre, puesto que nació del vientre de mi hija; y yo te impongo el Thar.
El brazo de Umar ya no caerá sobre la cabeza del abuelo, quien sonríe en la muerte porque el nieto ha salido al patio de las rosas a consultar la noche.
Una hora más tarde, Umar volverá a entrar, pondrá su mano en la frente del cadáver y le dirá a un cadáver que descanse en paz.
Los arenales de regreso, como los de la ida, son un mal sueño. Sólo que ahora la inútil espada del Thar ha sido condenada a no envainarse y los fantasmas vengativos pertenecen a dos tribus. Sin nadie a quien matar ni de quien vengarse, Umar consulta a una hechicera. La vieja quema unas hierbas y da unos gritos, inquiriendo al misterio un final adecuado para la historia. No hay final. Los que claman bajo la arena, dice el humo, todavía no descansan. La vieja mira las brasas y habla:
—El agua prevalece sobre el fuego. La respuesta está en el mar o no hay respuesta.
Lo que sigue sucedió en Yedda, junto al mar, una noche del año 1290. Acosado por sus muertos, Umar ibn Yadir miraba el agua; después, bruscamente, miró los barcos. Esa misma noche abandonó Arabia para siempre.
A partir de ese momento la cimitarra empezará a viajar en el tiempo hasta llegar a la pared de la casa de un hombre que, en 1972, será mercero en un oscuro pueblito argentino y estará hablando conmigo, contándome esta historia.
—La va a escribir —me dijo el viejo, la última tarde.
—Cómo era el mar aquella noche —pregunté.
—Calmo. Había luna.
—Umar, qué hacía.
El viejo tardó un rato en contestar. El tono de su voz se contradecía un poco con el sonido de sus palabras. Ostié lo sabi, dijo.
—Usted lo sabe. Se miraba en el agua.
En el crepúsculo de la mercería, se oyó el pitido del último tren de la tarde. Me despedí. Cuando salía, el mercero me tomó de la manga. No me pareció un gesto cordial.
Me preguntó si yo creía que Umar había sido cobarde. No le dije que no.
—No sé —le dije—. Creo más bien que no entendió la maldición de su tribu. La noche de 1290 tampoco entendió la orden del mar. La respuesta del agua no eran los barcos, era su cara. El último Thamud y el bastardo hijo de chacal y de perra no eran dos hombres, eran uno: era él.
En el tren a Buenos Aires yo pensaba en los ojos del viejo Alí. La penúltima mirada que le recuerdo fue de odio; la última, de felicidad.
Y ahora debo escribir el verdadero final de la historia. Umar no era cobarde. Lo encontraron muerto por su propia mano, clavado en su cimitarra, el mismo día en que comprendió
quién
era. El destino impuso una noche de luna que Umar viajase lejos para que el piso donde afirmaría la empuñadura no fuese de arena inconsistente, para que fuera un patio de tierra, en Sudamérica, en la Argentina. Umar era el viejo Alí. Y ahora yo no sé si el lector aceptará que esta dudosa muerte de cuento tenga algo que ver con esa otra del 27, en Jeppener, donde «misteriosas circunstancias», decían los diarios, «rodeaban el hecho». Nadie que conozca los artificios de que se vale la ficción (una verdad, entre muchas trampas y mentiras) será tan simple o tan curioso como para ver si es posible vincular dos muertes, una en el año 1340, otra en 1972, en la segunda de las cuales se habló de un escritor nacional «vinculado al suceso, por ser una de las últimas personas que habló con el occiso», donde la palabra suceso significa que un hombre apareció muerto en un patio de Jeppener, y donde la palabra occiso es pronombre de Ornar Jadir («alias el turco Alí»), árabe de ochenta años, soltero, naturalizado argentino, como recogen con idéntico error en el nombre, idéntica omisión del patronímico e idéntico mal gusto en el paréntesis, los vespertinos del 27. Umar ibn Yadir, debieron escribir, raza de jeques, de quien yo digo que ya no clamará bajo la tierra, que cumplió el Thar y que Dios lo ha perdonado. Umar ibn Yadir, que murió en el año 1340 de la Héjira, o, para decirlo con exactitud, que conoció la lúcida felicidad de matarse en la noche del 27 de julio de 1972, según nuestro calendario.